Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
â¿Puedo ayudarla en algo?
Mari Loli dirigió una mirada a la mujer joven, de levita y pantalón grises, parada frente a ella en actitud atenta. La observaba desde la cúspide de sus botines grises de altos tacones. HabÃa cruzado los brazos de modo que Mari Loli podÃa verle las uñas esmaltadas con un gris acero muy brillante, metalizado. Como la carrocerÃa de un coche, se dijo Mari Loli. ParecÃa amable esa mujer. ¿Y si le echaba cara dura y procuraba sacarle partido a la situación?
â¿Tú qué colores me aconsejas?
La vendedora gris se puso a rebuscar algo en el expositor de muestras.
âCreo que ya lo tengo. ¿Me permite?
Le abrió un poco la cremallera del chaquetón para poder untarle cuello y cara con una hidratante sin manchar la ropa. Luego, con un pañuelo de papel, Gris le secó el exceso de crema. Mari Loli, mientras, se sentÃa una mujer afortunada. ¡Qué placer! Sólo por ese masajito, ya valÃa la pena haber entrado en La PerfumerÃa.
âCierre los ojos, por favor.
Le aplicó tapaojeras con una barrita y lo difuminó con el Ãndice. Luego, con una brocha gorda le dio polvos en toda la cara hasta uniformar el color. Después, con un pincelito pequeño cosquilleó sus párpados. Mari Loli sintió que las suaves cerdas del pincel eran como la yema del dedo de Manolo, cuando aún la tocaba y le recorrÃa la piel, toda, todita entreteniéndose más en unos pliegues que en otros, mientras ella notaba, avanzando en pos de la mano, su aliento cálido y húmedo como los veranos de su ciudad.
â¿Qué le parece?
¡Uy! ¡Pordiós! ¡Qué lejos se habÃa ido de la vendedora amable!
âPues... âMari Loli se asomó al espejo de mano. ¡Menudo cambio, con dos brochazos!â, de miedo, francamente.
âY eso que no hemos terminado todavÃa ârespondió la maquilladora improvisada. Y le dijoâ: Mire aquÃ.
Señalaba un punto de la levita gris, en el nacimiento de las tetas. Mari Loli mantuvo la mirada fija en el pecho de Gris, mientras ella embadurnaba sus pestañas con rÃmel.
Y le mandó abrir un poco la boca. Como quien dice a. Entonces, le delineó el contorno. Luego frotó un pincel sobre la punta de una barra color frambuesa suave y se lo pasó por los labios.
âHaga asà âle indicó, mientras le enseñaba la mueca a realizar para repartir bien la pinturaâ. Estupendo. Sólo nos queda el colorete.
Con otro pincel, cortado al bies, le aplicó el color, y le tendió el espejo de nuevo.
â¡Si no parezco yo! Si parece otra.
Gris la miraba sonriente. Mari Loli también se contemplaba encantada. Lo que podÃa conseguir un poco de maquillaje. Si hasta estaba guapa. ¡Ojalá Manolo pudiera verla!, aunque, para el caso que iba a hacerle... Y Florita. Ella seguramente aplaudirÃa. También a Angelines y a Estrella les habrÃa parecido estupenda. Y quizás a Toni o a Luis o a... Vaya, que no se lavarÃa la cara en todo el fin de semana.
â¿Se va a quedar alguno de los productos?
¡Jesús! No esperaba ese golpe bajo. TenÃa razón Estrella: era un alma de cántaro. No aprenderÃa nunca. Claro, Gris la habÃa embadurnado para camelarla fácilmente, para demostrarle que estar guapa era cuestión de polvos y pinceles más que de michelines sobrantes, para convencerla, asÃ, de desembolsar la fortuna que presumiblemente costaba todo ese arsenal. Pues andaba la cuenta familiar como para ir gastando en fruslerÃas... Ni hablar. Pero ¿cómo se lo decÃa a la dependienta? ¿Qué pensarÃa de ella? ¿Y si la pobre iba a comisión? Con lo amable que habÃa sido, no podÃa irse sin comprarle algo. Quizás la barra de labios no serÃa muy cara.
â¿Cuánto cuesta? âpreguntó señalándola con el Ãndice.
Pues sà era muy cara. ¡JolÃn!
âOtro dÃa la cojo âmurmuró avergonzada, apresurándose a salir de La PerfumerÃa.
Entonces se dio cuenta de lo tarde que era. Hizo la compra al galope.
En cuanto entró en la sala-comedor y vio el enorme bolsón tirado sobre el sofá supo que Estrella se habÃa presentado sin avisar. Al pasar por delante de la habitación de las niñas, con la perra enredándosele entre las piernas y meándose a cada zancada, se dio cuenta de que la pequeña ya dormÃa. ¡Suerte que MarÃa habÃa regresado pronto de su paseo y le habÃa dado la cena y la habÃa acostado!
Ahora estaban las dos, tÃa y sobrina, encerradas en el baño.
â¿Se puede? âpreguntó, llamando a la puerta.
Pasmadas se quedaron cuando vieron a Mari Loli.
âJolÃn, mama, ¿qué te has hecho?
â¿Hacerme yo? Nada, hijas... Eso vosotras. ¿Qué le has hecho en el pelo a la niña?
âPues, ya ves, se lo he cortado, porque una melena más corta le sienta mejor, y le he dado henna, un producto natural que no perjudica el pelo. No es un tinte; se va con los lavados.
âPero di algo, mama. ¿Qué te parezco?
Mari Loli lo pensó dos veces antes de contestar. Sin duda estaba mejor que con la melena. Además, ese color rojizo no sólo le animaba el cabello sino, sobre todo, el rostro. ParecÃa que tuviera luz. Incluso su mirada era más luminosa, aunque quizás los destellos eran de alegrÃa, porque se notaba que estaba contentÃsima. Pero, aun considerando que la veÃa más guapa, Mari Loli no se atrevÃa a confesárselo, porque, ¡valiente putada!, que ya tan joven tuviera que someterse a esas esclavitudes... Y, sin embargo, ¿cómo podÃa callar si la chavala estaba que se salÃa de felicidad? Pues, mujer, si con eso era feliz... Si ahÃ, justamente, estaba el secreto: en aprender a sacar partido de los ratitos, pequeños y escasos pero estupendos, de la vida. Como su hija esperase pasarlo de fábula las veinticuatro horas del dÃa, iba apañada.
âTú estás muy guapa, mama.
â¿Yo? Bueno, pues, anda que tú. Tú sà que estás bien con lo que te ha puesto la tÃa.
TÃa y sobrina se miraron complacidas.
âY ahora te toca a ti âdijo Estrellaâ. Mira, nena, o te pintas el pelo o no te lo pintas. Pero lo que no puedes hacer es ir a rayas, como una cebra.
Llevaba razón, asà que con la docilidad de un ternero se dejó sentar en una silla cargada de almohadones para que su cabeza se apoyara sobre la pila, facilitando la tarea a Estrella y engorrinando menos el suelo.
âEl próximo dÃa âavisó Estrella al terminarâ te corto un poco las puntas, que parecen un estropajo. Pero hoy ya no, que es tarde, y he quedado con un novio que me he echado hace poco.
Y le guiñó un ojo.
Pues le debÃa de ir bastante bien con el novio, porque gastaba menos irritación que normalmente. Aunque a saber lo que le durarÃan el buen humor y el novio... Porque los novios de Estrella eran como los pañuelos de papel: de usar y tirar. Asà habÃa sido siempre desde lo de Paco.
Estrella se marchó y MarÃa se fue al cine con las amigas. Mari Loli se quedó con su peinado y su maquillaje, contemplándose en el espejo. Verse guapa â¡porque lo estaba!â la ponÃa de buen humor. Más que eso: la hacÃa sentir burbujeante como el champán. Notaba que estaba viva, caray. Ojalá hubiera tenido a alguien con quien compartir su aspecto y su efervescencia. Alguien que la mirase con ganas. Alguien a quien se le hiciera el culo gaseosa sólo por ir a su lado. Alguien que le dijera cosas tiernas y cosas guarras. Alguien que la acariciase. Mari Loli observó sus manos en cÃrculos lentos sobre sus pechos. Alguien que la besara con ganas y con cariño. Mari Loli besó su boca sobre el espejo. ¡Ay!, Mari Loli no querÃa un amante frÃo. Si por lo menos hubiera tenido alguien con quien irse a La Paloma a bailar... Un hombre dulce, de manos limpias y risa alegre. Un hombre guapo y bien vestido... Si no se lo montaba ella sola, como siempre... Pues se lo iba a montar.
Sacó las servilletas rojas del cajón de arriba de la cómoda. Las guardaba, a mano, debajo de las bragas. Con ellas cubrió las dos lamparitas de cabecera de la cama, luego, accionó los interruptores. Las luces rojas iluminaban la habitación suavemente. No era mucho lo que se veÃa. Como en las salas de fiestas. Como en La Paloma. Abrió la puerta del armario, de modo que el espejo de luna quedase perpendicular al mueble. AsÃ, podÃa verse, admirarse y hacerse la ilusión de que era Esmeralda o de que no estaba sola. Arrinconó el supletorio del teléfono y adelantó el radiocasete sobre el borde de la mesilla de noche. Salió a buscar algo para beber. Una cerveza, no. Una copa de champán le hubiera ido al pelo, pero no tenÃan ni un benjamÃn. Rebuscó en el mueble negro de la salita. Licor dulce de café de Angelines. Estaba la botella casi entera. Era muy dulce, pero vaya, servirÃa. Un cigarrillo negro de Manolo. Lo encendió cuando estuvo dentro de la habitación. ¡Ags! ¡Qué asco! En fin, fumó deprisa, sin tragar el humo, sólo por recrear el ambiente y el olor de una sala de fiestas. Puso en marcha el radiocasete y mientras escuchaba la primera canción, sentada en la cama y bebiéndose a sorbitos el licor, fue imaginando a su pareja de baile. No conseguÃa ponerle la cara. Era tierno, eso sÃ. Estaba como Dios. Llevaba un traje muy elegante. TenÃa un cuerpo... Y, ¡zas!, a traición. Ahà estaban la cara y el cuerpo de Manolo. Cada vez le ocurrÃa lo mismo: se esforzaba por inventarse una pareja nueva, distinta, y, al final, acababa en lo de siempre. Pero el jodido le gustaba tanto... Cuando terminó esa canción, dejó el vaso sobre la mesilla de noche, se puso delante del espejo de luna y, con la nueva tonada, empezó a mover las caderas y los pies al mismo ritmo que su pareja: izquierdo adelante, derecho adelante, izquierdo adelante abriéndose, derecho adelante rotando. Y sus caderas ondulaban insinuantes. Manolo la miraba con cariño y con deseo. Uno, dos, uno, dos, paso largo, giro, uno, dos...
Â
Anoche, anoche soñé contigo.
Soñé una cosa bonita...
Â
... qué cosa maravillosa.
¡Ay! Cosita linda, mamá.
Â
Monegal, Monegal, ¿qué habrás hecho tú para merecer semejante tormento?, se dijo cerrando los ojos y dándose leves masajes circulares en las sienes. ¿Cómo era posible que esa maldita canción la persiguiera no sólo en casa sin darle un respiro, sino también ahora en el coche?
âAlberto, ¿te importa si apago la radio?
Olga abrió los ojos para observar a su marido. Estaba ensimismado. Aunque aparentemente iba atento, las manos al volante, los ojos fijos en las lÃneas señalizadoras de los carriles, ella notaba que conducÃa el Peugeot 405 de forma automática, sin enterarse de nada. ¿Qué demonios le ocurrÃa? Era la segunda vez en menos de media hora que Olga se lo preguntaba. La primera habÃa sido poco después del desembarco cuando él âamable como siempre, habÃa ido a recogerla al puertoâ colocaba, en el maletero, el equipaje excesivo de ella. En contra de su costumbre, tiraba más que depositaba las bolsas, no se preocupaba de acomodar los bultos según el tamaño o la fragilidad... Su cabeza parecÃa funcionar independientemente de sus manos. Realizar una actividad sin poner los cinco sentidos no era propio de él... por lo menos no lo habÃa sido hasta que ella embarcó en el
Hespérides
para la última campaña del proyecto sobre las artes de arrastre. Para Olga, ésa siempre habÃa sido una de las mejores caracterÃsticas de él: la entrega, la precisión, al abordar cualquier tarea, por nimia que fuera. En sus veintidós años de casados, nunca lo habÃa visto actuar al buen tuntún. Olga no podÃa creer que una campaña de tres semanas navegando por el Mediterráneo pudiera haber cambiado a Alberto hasta ese punto. ¡Si ya bastante grave habÃa sido tener que reconocerlo sin su barba...! Obviamente eso era una exageración y la metamorfosis, relativa. Me tenÃa harto, se habÃa justificado él, al observar su expresión perpleja; además, la piel necesitaba respirar. Pues, a buenas horas se interesaba por ello, ¿no, Monegal? Que ella recordase, en veintidós años nunca habÃa sentido la urgencia de proporcionarle oxÃgeno a su epidermis. Bien, tenÃa que admitirlo: le habÃa sentado fatal verlo barbilampiño. Bueno, en realidad, le habÃa molestado que hubiese aprovechado su ausencia para afeitarse. Le habÃa parecido una traición.
â¿Se acabaron, entonces, las sesiones dominicales en que Olga la bióloga se transforma en Olga la peluquera para recortarte la barba? âhabÃa preguntado esperando que la respuesta de él fuera: volverá a crecer.
Sin embargo, dijo:
âOlga la peluquera se ha quedado en el paro ây luego, quitándole hierro a la situación, añadióâ: No creo que a Olga la bióloga le vaya a parecer mal, ¿no?
Pues, a Olga la bióloga le parecÃa ruin, una falta de consideración, un... Se abstuvo de hacer comentarios porque su parte racional se impuso: era una bobada dar tanta importancia a la rasuración de unos pelos.
Olga lo miró con atención. ¿Estaba mejor o peor con las mejillas al aire? Peor, por supuesto. ¿O quizás la fuerza de la costumbre la empujaba a opinar de ese modo? No estaba familiarizada con su nuevo aspecto. Sin la barba, su cara se veÃa más escuálida, un poco chupada. Además, hubiera sido mejor que, decidido a un cambio de imagen, se hubiera cortado también el pelo. Lo llevaba demasiado largo, ¿o no? Quizás, habÃa contestado él. Según parecÃa, lo estaba dejando crecer, tal como le habÃan aconsejado en la nueva peluquerÃa que habÃa empezado a frecuentar. Por lo visto, una vez alcanzada la longitud deseada, iban a cambiarle el estilo. Olga estaba desconcertada: tanta afectación no era propia de él.
âAlberto, te estoy hablando.
Alberto no dio ninguna muestra de haberla oÃdo. Se pellizcó la ceja derecha con dos dedos y siguió en trance, sin dejar de mirar âquizás sin verâ la calzada.