Anoche soñé contigo (6 page)

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Authors: Gemma Lienas

—¿Puedo ayudarla en algo?

Mari Loli dirigió una mirada a la mujer joven, de levita y pantalón grises, parada frente a ella en actitud atenta. La observaba desde la cúspide de sus botines grises de altos tacones. Había cruzado los brazos de modo que Mari Loli podía verle las uñas esmaltadas con un gris acero muy brillante, metalizado. Como la carrocería de un coche, se dijo Mari Loli. Parecía amable esa mujer. ¿Y si le echaba cara dura y procuraba sacarle partido a la situación?

—¿Tú qué colores me aconsejas?

La vendedora gris se puso a rebuscar algo en el expositor de muestras.

—Creo que ya lo tengo. ¿Me permite?

Le abrió un poco la cremallera del chaquetón para poder untarle cuello y cara con una hidratante sin manchar la ropa. Luego, con un pañuelo de papel, Gris le secó el exceso de crema. Mari Loli, mientras, se sentía una mujer afortunada. ¡Qué placer! Sólo por ese masajito, ya valía la pena haber entrado en La Perfumería.

—Cierre los ojos, por favor.

Le aplicó tapaojeras con una barrita y lo difuminó con el índice. Luego, con una brocha gorda le dio polvos en toda la cara hasta uniformar el color. Después, con un pincelito pequeño cosquilleó sus párpados. Mari Loli sintió que las suaves cerdas del pincel eran como la yema del dedo de Manolo, cuando aún la tocaba y le recorría la piel, toda, todita entreteniéndose más en unos pliegues que en otros, mientras ella notaba, avanzando en pos de la mano, su aliento cálido y húmedo como los veranos de su ciudad.

—¿Qué le parece?

¡Uy! ¡Pordiós! ¡Qué lejos se había ido de la vendedora amable!

—Pues... —Mari Loli se asomó al espejo de mano. ¡Menudo cambio, con dos brochazos!—, de miedo, francamente.

—Y eso que no hemos terminado todavía —respondió la maquilladora improvisada. Y le dijo—: Mire aquí.

Señalaba un punto de la levita gris, en el nacimiento de las tetas. Mari Loli mantuvo la mirada fija en el pecho de Gris, mientras ella embadurnaba sus pestañas con rímel.

Y le mandó abrir un poco la boca. Como quien dice a. Entonces, le delineó el contorno. Luego frotó un pincel sobre la punta de una barra color frambuesa suave y se lo pasó por los labios.

—Haga así —le indicó, mientras le enseñaba la mueca a realizar para repartir bien la pintura—. Estupendo. Sólo nos queda el colorete.

Con otro pincel, cortado al bies, le aplicó el color, y le tendió el espejo de nuevo.

—¡Si no parezco yo! Si parece otra.

Gris la miraba sonriente. Mari Loli también se contemplaba encantada. Lo que podía conseguir un poco de maquillaje. Si hasta estaba guapa. ¡Ojalá Manolo pudiera verla!, aunque, para el caso que iba a hacerle... Y Florita. Ella seguramente aplaudiría. También a Angelines y a Estrella les habría parecido estupenda. Y quizás a Toni o a Luis o a... Vaya, que no se lavaría la cara en todo el fin de semana.

—¿Se va a quedar alguno de los productos?

¡Jesús! No esperaba ese golpe bajo. Tenía razón Estrella: era un alma de cántaro. No aprendería nunca. Claro, Gris la había embadurnado para camelarla fácilmente, para demostrarle que estar guapa era cuestión de polvos y pinceles más que de michelines sobrantes, para convencerla, así, de desembolsar la fortuna que presumiblemente costaba todo ese arsenal. Pues andaba la cuenta familiar como para ir gastando en fruslerías... Ni hablar. Pero ¿cómo se lo decía a la dependienta? ¿Qué pensaría de ella? ¿Y si la pobre iba a comisión? Con lo amable que había sido, no podía irse sin comprarle algo. Quizás la barra de labios no sería muy cara.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó señalándola con el índice.

Pues sí era muy cara. ¡Jolín!

—Otro día la cojo —murmuró avergonzada, apresurándose a salir de La Perfumería.

Entonces se dio cuenta de lo tarde que era. Hizo la compra al galope.

En cuanto entró en la sala-comedor y vio el enorme bolsón tirado sobre el sofá supo que Estrella se había presentado sin avisar. Al pasar por delante de la habitación de las niñas, con la perra enredándosele entre las piernas y meándose a cada zancada, se dio cuenta de que la pequeña ya dormía. ¡Suerte que María había regresado pronto de su paseo y le había dado la cena y la había acostado!

Ahora estaban las dos, tía y sobrina, encerradas en el baño.

—¿Se puede? —preguntó, llamando a la puerta.

Pasmadas se quedaron cuando vieron a Mari Loli.

—Jolín, mama, ¿qué te has hecho?

—¿Hacerme yo? Nada, hijas... Eso vosotras. ¿Qué le has hecho en el pelo a la niña?

—Pues, ya ves, se lo he cortado, porque una melena más corta le sienta mejor, y le he dado henna, un producto natural que no perjudica el pelo. No es un tinte; se va con los lavados.

—Pero di algo, mama. ¿Qué te parezco?

Mari Loli lo pensó dos veces antes de contestar. Sin duda estaba mejor que con la melena. Además, ese color rojizo no sólo le animaba el cabello sino, sobre todo, el rostro. Parecía que tuviera luz. Incluso su mirada era más luminosa, aunque quizás los destellos eran de alegría, porque se notaba que estaba contentísima. Pero, aun considerando que la veía más guapa, Mari Loli no se atrevía a confesárselo, porque, ¡valiente putada!, que ya tan joven tuviera que someterse a esas esclavitudes... Y, sin embargo, ¿cómo podía callar si la chavala estaba que se salía de felicidad? Pues, mujer, si con eso era feliz... Si ahí, justamente, estaba el secreto: en aprender a sacar partido de los ratitos, pequeños y escasos pero estupendos, de la vida. Como su hija esperase pasarlo de fábula las veinticuatro horas del día, iba apañada.

—Tú estás muy guapa, mama.

—¿Yo? Bueno, pues, anda que tú. Tú sí que estás bien con lo que te ha puesto la tía.

Tía y sobrina se miraron complacidas.

—Y ahora te toca a ti —dijo Estrella—. Mira, nena, o te pintas el pelo o no te lo pintas. Pero lo que no puedes hacer es ir a rayas, como una cebra.

Llevaba razón, así que con la docilidad de un ternero se dejó sentar en una silla cargada de almohadones para que su cabeza se apoyara sobre la pila, facilitando la tarea a Estrella y engorrinando menos el suelo.

—El próximo día —avisó Estrella al terminar— te corto un poco las puntas, que parecen un estropajo. Pero hoy ya no, que es tarde, y he quedado con un novio que me he echado hace poco.

Y le guiñó un ojo.

Pues le debía de ir bastante bien con el novio, porque gastaba menos irritación que normalmente. Aunque a saber lo que le durarían el buen humor y el novio... Porque los novios de Estrella eran como los pañuelos de papel: de usar y tirar. Así había sido siempre desde lo de Paco.

Estrella se marchó y María se fue al cine con las amigas. Mari Loli se quedó con su peinado y su maquillaje, contemplándose en el espejo. Verse guapa —¡porque lo estaba!— la ponía de buen humor. Más que eso: la hacía sentir burbujeante como el champán. Notaba que estaba viva, caray. Ojalá hubiera tenido a alguien con quien compartir su aspecto y su efervescencia. Alguien que la mirase con ganas. Alguien a quien se le hiciera el culo gaseosa sólo por ir a su lado. Alguien que le dijera cosas tiernas y cosas guarras. Alguien que la acariciase. Mari Loli observó sus manos en círculos lentos sobre sus pechos. Alguien que la besara con ganas y con cariño. Mari Loli besó su boca sobre el espejo. ¡Ay!, Mari Loli no quería un amante frío. Si por lo menos hubiera tenido alguien con quien irse a La Paloma a bailar... Un hombre dulce, de manos limpias y risa alegre. Un hombre guapo y bien vestido... Si no se lo montaba ella sola, como siempre... Pues se lo iba a montar.

Sacó las servilletas rojas del cajón de arriba de la cómoda. Las guardaba, a mano, debajo de las bragas. Con ellas cubrió las dos lamparitas de cabecera de la cama, luego, accionó los interruptores. Las luces rojas iluminaban la habitación suavemente. No era mucho lo que se veía. Como en las salas de fiestas. Como en La Paloma. Abrió la puerta del armario, de modo que el espejo de luna quedase perpendicular al mueble. Así, podía verse, admirarse y hacerse la ilusión de que era Esmeralda o de que no estaba sola. Arrinconó el supletorio del teléfono y adelantó el radiocasete sobre el borde de la mesilla de noche. Salió a buscar algo para beber. Una cerveza, no. Una copa de champán le hubiera ido al pelo, pero no tenían ni un benjamín. Rebuscó en el mueble negro de la salita. Licor dulce de café de Angelines. Estaba la botella casi entera. Era muy dulce, pero vaya, serviría. Un cigarrillo negro de Manolo. Lo encendió cuando estuvo dentro de la habitación. ¡Ags! ¡Qué asco! En fin, fumó deprisa, sin tragar el humo, sólo por recrear el ambiente y el olor de una sala de fiestas. Puso en marcha el radiocasete y mientras escuchaba la primera canción, sentada en la cama y bebiéndose a sorbitos el licor, fue imaginando a su pareja de baile. No conseguía ponerle la cara. Era tierno, eso sí. Estaba como Dios. Llevaba un traje muy elegante. Tenía un cuerpo... Y, ¡zas!, a traición. Ahí estaban la cara y el cuerpo de Manolo. Cada vez le ocurría lo mismo: se esforzaba por inventarse una pareja nueva, distinta, y, al final, acababa en lo de siempre. Pero el jodido le gustaba tanto... Cuando terminó esa canción, dejó el vaso sobre la mesilla de noche, se puso delante del espejo de luna y, con la nueva tonada, empezó a mover las caderas y los pies al mismo ritmo que su pareja: izquierdo adelante, derecho adelante, izquierdo adelante abriéndose, derecho adelante rotando. Y sus caderas ondulaban insinuantes. Manolo la miraba con cariño y con deseo. Uno, dos, uno, dos, paso largo, giro, uno, dos...

 

Anoche, anoche soñé contigo.

Soñé una cosa bonita...

 

... qué cosa maravillosa.

¡Ay! Cosita linda, mamá.

 

Monegal, Monegal, ¿qué habrás hecho tú para merecer semejante tormento?, se dijo cerrando los ojos y dándose leves masajes circulares en las sienes. ¿Cómo era posible que esa maldita canción la persiguiera no sólo en casa sin darle un respiro, sino también ahora en el coche?

—Alberto, ¿te importa si apago la radio?

Olga abrió los ojos para observar a su marido. Estaba ensimismado. Aunque aparentemente iba atento, las manos al volante, los ojos fijos en las líneas señalizadoras de los carriles, ella notaba que conducía el Peugeot 405 de forma automática, sin enterarse de nada. ¿Qué demonios le ocurría? Era la segunda vez en menos de media hora que Olga se lo preguntaba. La primera había sido poco después del desembarco cuando él —amable como siempre, había ido a recogerla al puerto— colocaba, en el maletero, el equipaje excesivo de ella. En contra de su costumbre, tiraba más que depositaba las bolsas, no se preocupaba de acomodar los bultos según el tamaño o la fragilidad... Su cabeza parecía funcionar independientemente de sus manos. Realizar una actividad sin poner los cinco sentidos no era propio de él... por lo menos no lo había sido hasta que ella embarcó en el
Hespérides
para la última campaña del proyecto sobre las artes de arrastre. Para Olga, ésa siempre había sido una de las mejores características de él: la entrega, la precisión, al abordar cualquier tarea, por nimia que fuera. En sus veintidós años de casados, nunca lo había visto actuar al buen tuntún. Olga no podía creer que una campaña de tres semanas navegando por el Mediterráneo pudiera haber cambiado a Alberto hasta ese punto. ¡Si ya bastante grave había sido tener que reconocerlo sin su barba...! Obviamente eso era una exageración y la metamorfosis, relativa. Me tenía harto, se había justificado él, al observar su expresión perpleja; además, la piel necesitaba respirar. Pues, a buenas horas se interesaba por ello, ¿no, Monegal? Que ella recordase, en veintidós años nunca había sentido la urgencia de proporcionarle oxígeno a su epidermis. Bien, tenía que admitirlo: le había sentado fatal verlo barbilampiño. Bueno, en realidad, le había molestado que hubiese aprovechado su ausencia para afeitarse. Le había parecido una traición.

—¿Se acabaron, entonces, las sesiones dominicales en que Olga la bióloga se transforma en Olga la peluquera para recortarte la barba? —había preguntado esperando que la respuesta de él fuera: volverá a crecer.

Sin embargo, dijo:

—Olga la peluquera se ha quedado en el paro —y luego, quitándole hierro a la situación, añadió—: No creo que a Olga la bióloga le vaya a parecer mal, ¿no?

Pues, a Olga la bióloga le parecía ruin, una falta de consideración, un... Se abstuvo de hacer comentarios porque su parte racional se impuso: era una bobada dar tanta importancia a la rasuración de unos pelos.

Olga lo miró con atención. ¿Estaba mejor o peor con las mejillas al aire? Peor, por supuesto. ¿O quizás la fuerza de la costumbre la empujaba a opinar de ese modo? No estaba familiarizada con su nuevo aspecto. Sin la barba, su cara se veía más escuálida, un poco chupada. Además, hubiera sido mejor que, decidido a un cambio de imagen, se hubiera cortado también el pelo. Lo llevaba demasiado largo, ¿o no? Quizás, había contestado él. Según parecía, lo estaba dejando crecer, tal como le habían aconsejado en la nueva peluquería que había empezado a frecuentar. Por lo visto, una vez alcanzada la longitud deseada, iban a cambiarle el estilo. Olga estaba desconcertada: tanta afectación no era propia de él.

—Alberto, te estoy hablando.

Alberto no dio ninguna muestra de haberla oído. Se pellizcó la ceja derecha con dos dedos y siguió en trance, sin dejar de mirar —quizás sin ver— la calzada.

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