Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
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Donde él no se halla
está mi tumba.
El mundo entero
se ha vuelto amargo.
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Ese
lied
siempre le habÃa parecido bello, pero ahora más que respirar hermosura le parecÃa que respiraba dolor. Quizás porque impregnaba el espÃritu de Olga con la vivencia de su propio sufrimiento. Margarita habÃa perdido la paz porque él se habÃa ido. ¿También ella, Olga, habÃa perdido la paz por la misma razón?
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Mi pobre cabeza
enloquece.
Mi pobre sentido
se despedaza.
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¡Pobre muchacha! ¡Pobre Margarita, la hilandera! Enloquece de amor. Ha sucumbido al amor de Fausto. Ha sido abandonada por su amante, de quien se halla embarazada. Quizás Olga estaba, también, enloqueciendo. ¿Por amor? ¿Por cualquier otra razón?
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Sólo a él veo
en la ventana.
Sólo tras él
voy fuera de casa.
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Efectivamente, como Margarita, Olga habÃa creÃdo verlo en la sala. Sin embargo, ella no era una damisela sólo pendiente del amor. Ella era Olga, doctora en biologÃa del instituto de Ciencias del Mar, mujer independiente y sensata, que no iba a dejarse arrastrar por un torbellino emocional.
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Su paso altivo,
su noble figura,
su sonrisa,
su potente mirada.
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Olga seguÃa envuelta en el ritmo circular de la canción, en la atmósfera de aguda tristeza que se desprendÃa de cada acorde. Sin percartarse, casi como en un sueño, iba recordando a Jorge: su mirada verde y lÃquida, su rostro curtido por el sol, sus manos grandes, las hebras doradas de sus brazos, su risa franca, su ternura, su calor, su simpatÃa...
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y el flujo hechicero
de sus palabras,
la presión de su mano
¡y, ah, sus besos!
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La presión de su cuerpo, el calor de su piel, el contacto de su manos. ¡Sus besos! Margarita y Olga, sobrecogidas de dolor, habÃan dejado de hilar. La rueca permaneció quieta. El piano enmudeció.
Olga se dio cuenta de que su respiración se habÃa agitado al mismo ritmo que la marea de nostalgia habÃa ido ganando terreno en su interior.
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Mi pecho me impulsa
hacia él.
Ah, si pudiera alcanzarlo
y retenerlo.
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No. Ella no iba a hacer lo que Margarita, porque no estaba tan segura de su afecto por Jorge. ¿Y si no era más que pasión fÃsica, hormonas en ebullición? Aunque le generaba un sentimiento muy poderoso, éste no conseguÃa ahogar lo que sentÃa por Alberto. De modo que no tratarÃa de alcanzar al geofÃsico. No. Y, para sobrellevar esa añoranza terrible que le dolÃa casi fÃsicamente, tenÃa que olvidar.
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... y besarlo
cuanto quisiera,
extraviarme
en sus besos.
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Sin embargo, aun haciéndose el propósito de olvidar, sintió la presión de los labios de Jorge sobre los suyos, del aliento de Jorge en el suyo, de la lengua de Jorge junto a la suya...
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Mi paz se ha ido,
me pesa el corazón.
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Como la hilandera, habÃa perdido la paz.
Demasiado aturdida por la nostalgia, no prestó atención a los otros dos
lieder
interpretados por Montserrat Riera. La sacó de su ensimismamiento el aplauso final del público. Se pasó la mano por los ojos y la frente, para borrar las huellas de la añoranza. Necesitaba serenarse si querÃa saludar al conferenciante. Era consciente de su turbación, tan manifiesta, imposible de atribuir a la música de Schubert ni, muchÃsimo menos, a la conferencia sobre la biodiversidad.
Esperó sentada a que la gente fuera saliendo. TodavÃa en la butaca, se puso la chaqueta, y fue entonces, al colocar bien las solapas, cuando rozó su cuello. Le pareció... Puso su mano sobre su garganta, que el
body
dejaba al aire. ¡No estaba! ¡La gargantilla de nudo marinero, zafiros y brillantes, no descansaba sobre su piel! El vello de sus brazos se erizó de pánico. ¡No podÃa haber perdido la gargantilla de Alberto! ¡Imposible! Quizás se habÃa desabrochado y estaba en el interior del
body
.
Impaciente, esperó hasta que se vació su fila y, entonces, se palpó el tronco. No. La joya no se habÃa deslizado por el escote. DebÃa de haberse caÃdo al suelo. Se agachó a buscarla, tratando de ver entre las sombras. Pasó la mano varias veces por donde habÃan estado apoyados sus pies y por debajo de su butaca. Ni rastro. ¡No podÃa ser! Estaba segura de llevarla al salir de casa; recordaba su imagen reflejada en el espejo del ascensor. Quizás con los pies la habÃa empujado lejos. SÃ, eso tenÃa que ser. Alargó la mano por debajo de los asientos: el suyo, el de delante, los de los lados... No notaba ningún roce extraño, excepto el de la moqueta, áspera. TenÃa que mirar mejor; no podÃa irse con la duda. Se arrodilló e inclinó la cabeza hasta ver gran parte de las patas de los butacones. Aparte de polvo, nada.
¡Maldición! ¿Cómo podÃa habérsele caÃdo sin que se diera cuenta? ¿Y dónde se habÃa caÃdo? ¿En el coche? ¿En el aparcamiento? ¿En el pasillo central de la sala? Se levantó con las manos polvorientas. Un mechón ondulado cayó sobre sus ojos. Lo echó hacia atrás con el antebrazo. No querÃa dejarse dominar por el pánico, pero lo cierto era que le temblaban las manos. Anduvo despacito hasta el pasillo central. Lo recorrió a pasos pequeños, agachándose cada poco. Vio algo que brillaba y pensó: ¡ahà está! ¡SabÃa que la encontrarÃa! Se adelantó rápidamente hasta tocar el brillo traicionero de un envoltorio de chicle. Anonadada, se sentó en el suelo, sintiendo la opresión de la marea de butacas que parecÃan burlarse de ella con risas grotescas.
âPerdón...
Levantó la cabeza.
âSeñora, perdone, tengo que cerrar la sala.
El bedel la miraba sin expresión en los ojos, como si estuviera cansado de hallar mujeres sentadas en la moqueta.
âSÃ, claro.
Cuando ya salÃan, mientras él cerraba las puertas y hacÃa girar la llave, le contó que habÃa perdido una joya de gran valor sentimental. ¿SerÃa tan amable de avisarle si la encontraban?
En la sala contigua, donde tenÃa lugar la recepción, las conversaciones tenÃan ya un tono muy elevado, casi molesto.
Olga se apoyó en una pared. No podÃa irse sin saludar a Arrás, aunque malditas las ganas... Ni siquiera sabÃa si las fuerzas la acompañarÃan hasta el extremo de la habitación, donde podÃa ver la cabeza del conferenciante destacando entre otras. Le temblaban las manos y las piernas, pero, sobre todo, el alma.
â¡Olga! ¡Qué sorpresa encontrarte aquÃ!
Olga se dio la vuelta y observó a una bióloga a la que no habÃa visto desde hacÃa cuatro años.
âMe tendrás que perdonar por dejarte casi con la palabra en la boca. Es importantÃsimo que hable con Arrás âcontestó con el tono más amable que encontró, pero tratando de evitar una conversación con ella.
âClaro, mujer ârespondió la bióloga. Y, cuando ya se estaba alejando, pareció cambiar de opinión. Se acercó mucho a Olga y, en tono de confidencia, avisóâ: Llevas una carrera en la media.
Entonces, a Olga le pareció que ya no podÃa aguantar más y salió a la calle precipitadamente, sin una palabra para la bióloga, sin decirle nada a Arrás, con los ojos llenos de lágrimas.
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Al entrar en casa, la sorprendió el silencio. ¿No habÃan llegado todavÃa los niños? Quizás estaban encerrados en sus habitaciones trabajando. Abrió la puerta de los dos dormitorios. ¡VacÃos! Ya casi delante de la puerta del suyo, escuchó un rumor apagado.
Era MarÃa hablando por teléfono. La niña le lanzó una mirada dura, que casi la hizo gritar. ¡Caramba con su hija! Ãse era el dormitorio de ella, su madre.
âEspera, Dani, espera. âLuego, mirándola con el ceño fruncidoâ: Mamá, ¿te importarÃa salir? Ya casi termino.
âMe importarÃa, sÃ, aunque, de todas formas, salgo. Pero, por favor, termina pronto.
IrÃa a ver si estaba Ãdgar.
âCierra la puerta, ¿quieres?
âHija, ni que estuvieras hablando con el Pentágono...
Entró en su estudio.
Ãdgar, ante la pantalla del ordenador y aporreando el teclado, no se enteró. ¡Qué vértigo! EscribÃa como si el mundo fuera a acabarse en media hora. Sobre la mesa tenÃa dos diccionarios abiertos y un montón de envoltorios de galletas Digesta. ¿Qué diablos debÃa de hacer Ãdgar con ese montón de envoltorios grasientos?
â¡Ah! Eres tú âdijo Ãdgar volviendo fugazmente la cabeza. De nuevo se puso a teclear.
â¿Qué haces? âle preguntó, acariciándole el cabello.
âEscribo.
â¿Escribes qué?
âMmm... Oye, ¿te lo puedo contar luego? Si lo hago ahora, se me escapan las ideas.
âSÃ, hijo, sÃ.
¡Qué bien encontrarlo trabajando y no tumbado en su cama, con los walkmans enchufados y los ojos emporrados!
Recogió los envoltorios. Los iba a tirar. Allà no pintaban nada, y encima podÃan pringar la mesa, los diccionarios, los folios...
â¡A mÃ, la guardia pretoriana! âgritó Ãdgar en cuanto ella echó mano de los papeles plateados.
âPero ¿qué te pasa?
â¡Ni se te ocurra tirar esos envoltorios!
âPero, Ãdgar, ¿se puede saber para qué los quieres?
âPara... ¿Te lo puedo contar luego? Se me fugan las ideas, ya te lo he dicho.
¡Vaya! Otro en la familia con el pensamiento errante. Estaban arreglados.
Fue a la cocina a comerse una galleta. Tanto hablar de los envoltorios le habÃa dado ya la ansiedad por comerlas. Además, era lo único que le seguÃa apeteciendo.
Regresó a su dormitorio en el momento en que MarÃa colgaba el teléfono y se levantaba de la cama.
â¿Puedo entrar ya? âle preguntó con sorna.
âSà âcontestó MarÃa pasando la mano abierta por la frente y retirando hacia atrás sus cabellos.
â¡Qué amable!
â¿Verdad? âdijo MarÃa riéndoseâ. Todo tuyo, si era eso lo que querÃas.
âNo, si no era el teléfono, sino mi habitación lo que me importaba. Bueno, anda, acércate a darme un beso.
âÃse es el único sitio de la casa desde el que se puede hablar en privado... âcontestó la chiquilla abrazando a su madre.
âYa. ¿Y tan privada era la llamada?
A MarÃa no le dio tiempo a responder. El timbre del teléfono las interrumpió.
â¿SÃ? ârespondió Olgaâ. ¿De parte de quién?
MarÃa la observaba, quieta, junto a la puerta. ¿SabrÃa ya que era para ella?
âPara ti. Un tal David.
Olga permaneció en la habitación mientras MarÃa hablaba con el chico. Desde luego, el tono era de intimidad, como el utilizado para Dani, y la mirada de MarÃa indicaba lo mismo: vete. No se fue. EstarÃa fresca si, cada vez que uno de esos chiquillos llamaba a su hija, tuviera que atrincherarse en cualquier otro sitio de su casa.
MarÃa colgó en seguida.
â¡Jo!, mamá. Eres de juzgado de guardia, ¿sabes?
â¿Coleccionas a los novios, MarÃa?
âNo es mi novio... âLuego rectificóâ. No es mi novio, pero sÃ, los colecciono.
â¿Y eso? âpreguntó Olga, sentándose en la cama.
âPues eso: que en mi clase hay tres chicos que me gustan y, como yo les gusto a los tres, ¿para qué voy a elegir?
â¿Y ellos están conformes?
MarÃa se encogió de hombros. Se despejó la frente echando el pelo hacia atrás.
âSi no les gusta, pueden abrirse. Habrá otros.
Doña Juana. ¿Estaba frente a una doñajuana de trece años? Ãse era un estilo femenino que, por lo visto, empezaba a llevarse ahora que la mujer habÃa dejado de ser considerada propiedad masculina, ahora que se habÃa admitido que su impulso sexual era igual que el de los hombres... Mujeres no necesariamente guapas, pero sà fÃsicamente atractivas, económicamente independientes, fuertes, audaces, arrogantes, orgullosas de su promiscuidad... Olga conocÃa a unas cuantas doñajuanas, el último paradigma del feminismo.
Olga se limitó a quedarse sentada en su cama, sin decir nada, con las manos en el regazo, extraviada en sus pensamientos, mientras la chiquilla salÃa del dormitorio.
Alberto la sacó de su ensimismamiento.
âHola... ¿Te pasa algo?
Olga parpadeó y observó a su marido, que se agachó hasta ella para darle un beso. ¿Y a ti?, hubiera debido preguntarle, porque, francamente, parecÃa estar agonizando, no sólo por la ojeras y el color cerúleo de la piel, sino también por los hombros caÃdos y el aspecto desaliñado: la corbata torcida, el cuello de la chaqueta levantado... Le resultaba tan ajeno ese Alberto casi a punto del derribo. Además, habÃa adelgazado, se dijo cuando él se quitó la chaqueta, la dejó sobre el silloncito Luis XVI y se quedó pensativo pellizcándose la ceja. Los pantalones le hacÃan bolsas, como si no los llenase por completo. De modo que no eran figuraciones de ella, no era que sin la barba fuese más evidente la escualidez de su rostro, era que, efectivamente, habÃa perdido peso.