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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (39 page)

 

Donde él no se halla

está mi tumba.

El mundo entero

se ha vuelto amargo.

 

Ese
lied
siempre le había parecido bello, pero ahora más que respirar hermosura le parecía que respiraba dolor. Quizás porque impregnaba el espíritu de Olga con la vivencia de su propio sufrimiento. Margarita había perdido la paz porque él se había ido. ¿También ella, Olga, había perdido la paz por la misma razón?

 

Mi pobre cabeza

enloquece.

Mi pobre sentido

se despedaza.

 

¡Pobre muchacha! ¡Pobre Margarita, la hilandera! Enloquece de amor. Ha sucumbido al amor de Fausto. Ha sido abandonada por su amante, de quien se halla embarazada. Quizás Olga estaba, también, enloqueciendo. ¿Por amor? ¿Por cualquier otra razón?

 

Sólo a él veo

en la ventana.

Sólo tras él

voy fuera de casa.

 

Efectivamente, como Margarita, Olga había creído verlo en la sala. Sin embargo, ella no era una damisela sólo pendiente del amor. Ella era Olga, doctora en biología del instituto de Ciencias del Mar, mujer independiente y sensata, que no iba a dejarse arrastrar por un torbellino emocional.

 

Su paso altivo,

su noble figura,

su sonrisa,

su potente mirada.

 

Olga seguía envuelta en el ritmo circular de la canción, en la atmósfera de aguda tristeza que se desprendía de cada acorde. Sin percartarse, casi como en un sueño, iba recordando a Jorge: su mirada verde y líquida, su rostro curtido por el sol, sus manos grandes, las hebras doradas de sus brazos, su risa franca, su ternura, su calor, su simpatía...

 

y el flujo hechicero

de sus palabras,

la presión de su mano

¡y, ah, sus besos!

 

La presión de su cuerpo, el calor de su piel, el contacto de su manos. ¡Sus besos! Margarita y Olga, sobrecogidas de dolor, habían dejado de hilar. La rueca permaneció quieta. El piano enmudeció.

Olga se dio cuenta de que su respiración se había agitado al mismo ritmo que la marea de nostalgia había ido ganando terreno en su interior.

 

Mi pecho me impulsa

hacia él.

Ah, si pudiera alcanzarlo

y retenerlo.

 

No. Ella no iba a hacer lo que Margarita, porque no estaba tan segura de su afecto por Jorge. ¿Y si no era más que pasión física, hormonas en ebullición? Aunque le generaba un sentimiento muy poderoso, éste no conseguía ahogar lo que sentía por Alberto. De modo que no trataría de alcanzar al geofísico. No. Y, para sobrellevar esa añoranza terrible que le dolía casi físicamente, tenía que olvidar.

 

... y besarlo

cuanto quisiera,

extraviarme

en sus besos.

 

Sin embargo, aun haciéndose el propósito de olvidar, sintió la presión de los labios de Jorge sobre los suyos, del aliento de Jorge en el suyo, de la lengua de Jorge junto a la suya...

 

Mi paz se ha ido,

me pesa el corazón.

 

Como la hilandera, había perdido la paz.

Demasiado aturdida por la nostalgia, no prestó atención a los otros dos
lieder
interpretados por Montserrat Riera. La sacó de su ensimismamiento el aplauso final del público. Se pasó la mano por los ojos y la frente, para borrar las huellas de la añoranza. Necesitaba serenarse si quería saludar al conferenciante. Era consciente de su turbación, tan manifiesta, imposible de atribuir a la música de Schubert ni, muchísimo menos, a la conferencia sobre la biodiversidad.

Esperó sentada a que la gente fuera saliendo. Todavía en la butaca, se puso la chaqueta, y fue entonces, al colocar bien las solapas, cuando rozó su cuello. Le pareció... Puso su mano sobre su garganta, que el
body
dejaba al aire. ¡No estaba! ¡La gargantilla de nudo marinero, zafiros y brillantes, no descansaba sobre su piel! El vello de sus brazos se erizó de pánico. ¡No podía haber perdido la gargantilla de Alberto! ¡Imposible! Quizás se había desabrochado y estaba en el interior del
body
.

Impaciente, esperó hasta que se vació su fila y, entonces, se palpó el tronco. No. La joya no se había deslizado por el escote. Debía de haberse caído al suelo. Se agachó a buscarla, tratando de ver entre las sombras. Pasó la mano varias veces por donde habían estado apoyados sus pies y por debajo de su butaca. Ni rastro. ¡No podía ser! Estaba segura de llevarla al salir de casa; recordaba su imagen reflejada en el espejo del ascensor. Quizás con los pies la había empujado lejos. Sí, eso tenía que ser. Alargó la mano por debajo de los asientos: el suyo, el de delante, los de los lados... No notaba ningún roce extraño, excepto el de la moqueta, áspera. Tenía que mirar mejor; no podía irse con la duda. Se arrodilló e inclinó la cabeza hasta ver gran parte de las patas de los butacones. Aparte de polvo, nada.

¡Maldición! ¿Cómo podía habérsele caído sin que se diera cuenta? ¿Y dónde se había caído? ¿En el coche? ¿En el aparcamiento? ¿En el pasillo central de la sala? Se levantó con las manos polvorientas. Un mechón ondulado cayó sobre sus ojos. Lo echó hacia atrás con el antebrazo. No quería dejarse dominar por el pánico, pero lo cierto era que le temblaban las manos. Anduvo despacito hasta el pasillo central. Lo recorrió a pasos pequeños, agachándose cada poco. Vio algo que brillaba y pensó: ¡ahí está! ¡Sabía que la encontraría! Se adelantó rápidamente hasta tocar el brillo traicionero de un envoltorio de chicle. Anonadada, se sentó en el suelo, sintiendo la opresión de la marea de butacas que parecían burlarse de ella con risas grotescas.

—Perdón...

Levantó la cabeza.

—Señora, perdone, tengo que cerrar la sala.

El bedel la miraba sin expresión en los ojos, como si estuviera cansado de hallar mujeres sentadas en la moqueta.

—Sí, claro.

Cuando ya salían, mientras él cerraba las puertas y hacía girar la llave, le contó que había perdido una joya de gran valor sentimental. ¿Sería tan amable de avisarle si la encontraban?

En la sala contigua, donde tenía lugar la recepción, las conversaciones tenían ya un tono muy elevado, casi molesto.

Olga se apoyó en una pared. No podía irse sin saludar a Arrás, aunque malditas las ganas... Ni siquiera sabía si las fuerzas la acompañarían hasta el extremo de la habitación, donde podía ver la cabeza del conferenciante destacando entre otras. Le temblaban las manos y las piernas, pero, sobre todo, el alma.

—¡Olga! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!

Olga se dio la vuelta y observó a una bióloga a la que no había visto desde hacía cuatro años.

—Me tendrás que perdonar por dejarte casi con la palabra en la boca. Es importantísimo que hable con Arrás —contestó con el tono más amable que encontró, pero tratando de evitar una conversación con ella.

—Claro, mujer —respondió la bióloga. Y, cuando ya se estaba alejando, pareció cambiar de opinión. Se acercó mucho a Olga y, en tono de confidencia, avisó—: Llevas una carrera en la media.

Entonces, a Olga le pareció que ya no podía aguantar más y salió a la calle precipitadamente, sin una palabra para la bióloga, sin decirle nada a Arrás, con los ojos llenos de lágrimas.

 

 

Al entrar en casa, la sorprendió el silencio. ¿No habían llegado todavía los niños? Quizás estaban encerrados en sus habitaciones trabajando. Abrió la puerta de los dos dormitorios. ¡Vacíos! Ya casi delante de la puerta del suyo, escuchó un rumor apagado.

Era María hablando por teléfono. La niña le lanzó una mirada dura, que casi la hizo gritar. ¡Caramba con su hija! Ése era el dormitorio de ella, su madre.

—Espera, Dani, espera. —Luego, mirándola con el ceño fruncido—: Mamá, ¿te importaría salir? Ya casi termino.

—Me importaría, sí, aunque, de todas formas, salgo. Pero, por favor, termina pronto.

Iría a ver si estaba Édgar.

—Cierra la puerta, ¿quieres?

—Hija, ni que estuvieras hablando con el Pentágono...

Entró en su estudio.

Édgar, ante la pantalla del ordenador y aporreando el teclado, no se enteró. ¡Qué vértigo! Escribía como si el mundo fuera a acabarse en media hora. Sobre la mesa tenía dos diccionarios abiertos y un montón de envoltorios de galletas Digesta. ¿Qué diablos debía de hacer Édgar con ese montón de envoltorios grasientos?

—¡Ah! Eres tú —dijo Édgar volviendo fugazmente la cabeza. De nuevo se puso a teclear.

—¿Qué haces? —le preguntó, acariciándole el cabello.

—Escribo.

—¿Escribes qué?

—Mmm... Oye, ¿te lo puedo contar luego? Si lo hago ahora, se me escapan las ideas.

—Sí, hijo, sí.

¡Qué bien encontrarlo trabajando y no tumbado en su cama, con los walkmans enchufados y los ojos emporrados!

Recogió los envoltorios. Los iba a tirar. Allí no pintaban nada, y encima podían pringar la mesa, los diccionarios, los folios...

—¡A mí, la guardia pretoriana! —gritó Édgar en cuanto ella echó mano de los papeles plateados.

—Pero ¿qué te pasa?

—¡Ni se te ocurra tirar esos envoltorios!

—Pero, Édgar, ¿se puede saber para qué los quieres?

—Para... ¿Te lo puedo contar luego? Se me fugan las ideas, ya te lo he dicho.

¡Vaya! Otro en la familia con el pensamiento errante. Estaban arreglados.

Fue a la cocina a comerse una galleta. Tanto hablar de los envoltorios le había dado ya la ansiedad por comerlas. Además, era lo único que le seguía apeteciendo.

Regresó a su dormitorio en el momento en que María colgaba el teléfono y se levantaba de la cama.

—¿Puedo entrar ya? —le preguntó con sorna.

—Sí —contestó María pasando la mano abierta por la frente y retirando hacia atrás sus cabellos.

—¡Qué amable!

—¿Verdad? —dijo María riéndose—. Todo tuyo, si era eso lo que querías.

—No, si no era el teléfono, sino mi habitación lo que me importaba. Bueno, anda, acércate a darme un beso.

—Ése es el único sitio de la casa desde el que se puede hablar en privado... —contestó la chiquilla abrazando a su madre.

—Ya. ¿Y tan privada era la llamada?

A María no le dio tiempo a responder. El timbre del teléfono las interrumpió.

—¿Sí? —respondió Olga—. ¿De parte de quién?

María la observaba, quieta, junto a la puerta. ¿Sabría ya que era para ella?

—Para ti. Un tal David.

Olga permaneció en la habitación mientras María hablaba con el chico. Desde luego, el tono era de intimidad, como el utilizado para Dani, y la mirada de María indicaba lo mismo: vete. No se fue. Estaría fresca si, cada vez que uno de esos chiquillos llamaba a su hija, tuviera que atrincherarse en cualquier otro sitio de su casa.

María colgó en seguida.

—¡Jo!, mamá. Eres de juzgado de guardia, ¿sabes?

—¿Coleccionas a los novios, María?

—No es mi novio... —Luego rectificó—. No es mi novio, pero sí, los colecciono.

—¿Y eso? —preguntó Olga, sentándose en la cama.

—Pues eso: que en mi clase hay tres chicos que me gustan y, como yo les gusto a los tres, ¿para qué voy a elegir?

—¿Y ellos están conformes?

María se encogió de hombros. Se despejó la frente echando el pelo hacia atrás.

—Si no les gusta, pueden abrirse. Habrá otros.

Doña Juana. ¿Estaba frente a una doñajuana de trece años? Ése era un estilo femenino que, por lo visto, empezaba a llevarse ahora que la mujer había dejado de ser considerada propiedad masculina, ahora que se había admitido que su impulso sexual era igual que el de los hombres... Mujeres no necesariamente guapas, pero sí físicamente atractivas, económicamente independientes, fuertes, audaces, arrogantes, orgullosas de su promiscuidad... Olga conocía a unas cuantas doñajuanas, el último paradigma del feminismo.

Olga se limitó a quedarse sentada en su cama, sin decir nada, con las manos en el regazo, extraviada en sus pensamientos, mientras la chiquilla salía del dormitorio.

Alberto la sacó de su ensimismamiento.

—Hola... ¿Te pasa algo?

Olga parpadeó y observó a su marido, que se agachó hasta ella para darle un beso. ¿Y a ti?, hubiera debido preguntarle, porque, francamente, parecía estar agonizando, no sólo por la ojeras y el color cerúleo de la piel, sino también por los hombros caídos y el aspecto desaliñado: la corbata torcida, el cuello de la chaqueta levantado... Le resultaba tan ajeno ese Alberto casi a punto del derribo. Además, había adelgazado, se dijo cuando él se quitó la chaqueta, la dejó sobre el silloncito Luis XVI y se quedó pensativo pellizcándose la ceja. Los pantalones le hacían bolsas, como si no los llenase por completo. De modo que no eran figuraciones de ella, no era que sin la barba fuese más evidente la escualidez de su rostro, era que, efectivamente, había perdido peso.

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