Anoche soñé contigo (34 page)

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Authors: Gemma Lienas

—¿Tú sabes qué es este paisaje?

¿Ella? ¿Cómo iba a saberlo?

—Eso es Bled —le contó Luis.

¿Bled? Vaya nombrecito. ¿Y dónde estaba ese sitio de cine?

—Mira. Es una ciudad de un país del que quizás no has oído hablar: Eslovenia. Un país que se formó antes de la guerra de los Balcanes. Tú sí sabes qué es la guerra de los Balcanes, ¿no?

Dijo que sí, porque le daba vergüenza que Luis la creyera una burra. No lo era, aunque tampoco tenía tiempo para informarse. Bueno, y si lo hubiera tenido...

—Vaya, se independizó cuando la antigua Yugoslavia se fragmentó, antes de la guerra entre serbios y croatas...

—Sí, sí, claro.

Algo le sonaba.

—Está junto a Italia, a Austria, a Croacia...

—¡Qué bonito es! —lo interrumpió Mari Loli—. ¡Quién pudiera ir a pasar unos días en un sitio así!

—¿Verdad? —Entonces observó que Mari Loli miraba su reloj con disimulo y añadió—: Tendrás prisa por recoger a la cría, ¿no?

—Sí. Un poco. Como siempre.

Luis le quitó la lámina tirando de ella suavemente.

—Te la voy a preparar para que no se te arrugue en el metro.

Luis extendió la fotografía sobre el mostrador de mármol, inmaculado. Empezó a enrollar por uno de los extremos. Cada poco se paraba para comprobar que no se hubiera torcido ni una miajita. ¡Jesús! Un poco pejiguero sí era.

Al terminar, recubrió el tubo con papel de estraza del de envolver la carne. Se aseguró de que el cilindro mantuviera una rectitud absoluta.

Mari Loli le observaba las manchas marrones de las manos. Quizás era más viejo de lo que ella había pensado. Y cuidado que era lento. A ese paso, una iba a llegar tarde a la guardería.

Luis cogió una goma elástica, la abrió bien con todos los dedos y la hizo correr sobre el tubo.

—Bueno. Ya está. ¿Ya sabes dónde lo vas a colgar? —preguntó con otra de sus sonrisas.

—No sé... Cuando lo sepa te lo digo.

V

 

 

 

 

¿No has aprendido, inocente,

que en tercera persona

los bellos sentimientos

son historias peligrosas?

 

Que la sinceridad

con que te has entregado

no la comprenden ellos,

niña Isabel. Ten cuidado.

 

Porque estamos en España.

Porque son uno y lo mismo

los memos de tus amantes,

el bestia de tu marido.

 

J
AIME
G
IL
DE
B
IEDMA
,
Las personas del verbo

 

 

 

 

 

—El peso —apuntó Cloe, viendo las dificultades de Olga por dar con la palabra.

—Exacto —suspiró Olga—, la biomasa, es decir, el peso. ¡Qué lapsus! No me salía. Creerás que chocheo, ¿no?

—No, mujer. ¡Qué exagerada eres! Un fallo de memoria lo tiene cualquiera.

Sí, Monegal, uno de acuerdo, pero tantos... Lo tuyo empieza a ser una hecatombe. ¿Estaría en los inicios de un Alzheimer? Olga se estremeció al pensar en poder sufrir esa enfermedad, que le parecía una burla cruel de la vida. La idea de llegar a vivir tal vez veinte años después de diagnosticada la dolencia, de que su organismo siguiera funcionando después de que lo almacenado en la memoria se hubiera perdido, se le antojaba el peor de los finales. El Alzheimer le recordaba la bomba de neutrones; una bomba de efectos devastadores para la vida, aunque no para las instalaciones. Olga suspiró. Esos fallos le provocaban una gran inseguridad, le sabían a invalidez intelectual. Tenía la impresión de necesitar muletas para expresarse. Como ahora, que había precisado la ayuda de Cloe para rescatar esa palabra del pozo sin fondo de su memoria. Llegado el momento, ¿sería capaz de exponer las conclusiones de la campaña? Ya no faltaba mucho para dar a conocer los primeros datos ante biólogos ajenos al proyecto y, sin embargo, sus dificultades de concentración tendían a agudizarse. Preocupada, sacudió la cabeza. Luego se fijó de nuevo en la pantalla del ordenador, donde un eje de coordenadas representaba los datos introducidos por Cloe al clasificar los organismos.

—Bien, vamos allá; nos queda mucho que calcular.

Ambas prestaron atención a la pantalla, y Olga inició los cálculos ahogando un bostezo. ¡Malditas y vergonzosas pasiones de sueño! No tenía que esperar el atardecer para sentirse rendida de cansancio. Ahora, a partir de las cuatro de la tarde, ya cabeceaba. Profesionalmente, se sentía una inútil.

Permanecieron enfrascadas en operaciones, resultados, preguntas y explicaciones durante más de dos horas, hasta que terminaron.

—¡Uf! —exclamó Cloe, levantándose de la silla y desperezándose—. Necesito descansar un ratito, tomarme un café, ir al baño. No me digas que tú no...

Pues no, no necesitaba una pausa. Al contrario, había aguantado con bastante dignidad la violenta embestida del sueño y, por fin, absorbida por los avances en los cálculos, empezaba a estar excitada porque los resultados iban tomando cuerpo y parecían desmentir sus hipótesis.

—¡Anda, ve! Te espero.

—¿Te traigo un café?

—Por favor —contestó Olga sacando del cajón su taza de cerámica amarilla.

Cloe salió del despacho, después de tropezar con la papelera, que rodó desparramando su contenido. No se dio cuenta.

¡Qué aturullada!, pensó Olga agachándose a recoger los papeles. Luego se acercó a la ventana. Una mujer con vaqueros, jersey azul marino y zapatillas deportivas blancas andaba despacio por la arena. El viento, desapacible, había limpiado el cielo y mantenía la playa desierta. El mar se rizaba inquieto, festoneado de blanco. Esa marejadilla pronto sería marejada. Y, a pesar de tanto desasosiego, mayo solía ser un mes delicioso para las campañas marítimas. ¡¿Mayo?! ¿No era en mayo cuando tenía que inscribir a Édgar y a María para que pudieran ir en julio a Inglaterra a perfeccionar su inglés? Se había borrado por completo de su cerebro. ¡Maldición! Otro agujero negro.

Cogió de su bolso la agenda. Pasó las páginas. ¡Menos mal! El plazo no se cerraba hasta el 10 de mayo; todavía quedaban cinco días. Aunque no eran tantos para reunir todos los papeles y llevarlos... no, mandarlos con un mensajero. Sí, ésa era la única solución.

Cloe estaba tardando mucho. Se sentó frente al ordenador y dio la orden de imprimir. Al poco, la impresora expulsó la primera de las hojas.

Cloe entró en el momento en que Olga contemplaba los gráficos que representaban las tablas de cálculos realizadas.

—Toma —dijo Cloe.

Abstraída, Olga cogió la taza, bebió un sorbo de café y la dejó sobre la mesa.

—¿Pasa algo? —preguntó Cloe.

—Sí, mira este gráfico.

Correspondía al número de individuos hallados en cada muestra.

—¿Hay algo que te choque? —inquirió Olga.

—Pues, no estoy segura...

—Fíjate: partimos de la hipótesis de que las artes de pesca tienen un impacto negativo sobre la comunidad bentónica.

—Ajá.

—Observa este gráfico. Inmediatamente después de pasar las artes, en la zona perturbada y en la zona de control, el número de individuos es casi el mismo. Ciento dos horas más tarde, se han producido algunas diferencias. Y ciento cincuenta horas más tarde, las diferencias son enormes.

—Bueno, hasta aquí no parece sorprendente. Viene a confirmar nuestra hipótesis.

—Sí, pero fíjate bien en el gráfico, Cloe.

Durante unos segundos, la becaria se concentró en los dibujos magentas y azules. Olga bebió otro sorbo de café. ¡Vaya!, había dejado que se enfriase.

—¡Anda! ¡Si es exactamente lo contrario de lo que pretendíamos demostrar!

—¡Precisamente! A las ciento cincuenta horas el número de individuos es mucho mayor en la zona perturbada que en el blanco.

—Estupendo: ya veo que podrás publicar un trabajo en el que se diga que cuantas más veces la flota de arrastre pase por el Mediterráneo, más poblado será el bentos y más peces tendremos. ¡Ja! —dijo Cloe, burlona.

—Desde luego, si fuera así, el Mediterráneo tendría ahora más pesca que en el pasado. Y, sin embargo, sabes bien que no.

—¿Entonces?

—Vamos a comprobar de qué especies se trata. Selecciona tu hoja de clasificación, por favor.

Cloe pulsó el ratón.

—Veamos —dijo Olga acercándose a la pantalla—. Mmmm. Fíjate, ahí tenemos la respuesta. Los organismos abundantes son los móviles y oportunistas: cangrejos, caracoles, estrellas de mar..., es decir, los carroñeros, que se han desplazado hasta la zona perturbada porque tienen comida fácil, y compiten con los organismos asentados en estos hábitats, llegando incluso a desplazarlos.

Las interrumpió el teléfono. Olga descolgó el auricular con desgana. Desde unos días atrás, desde que Jorge pasase por el instituto y le demostrase que su interés por ella —si lo hubo— se había desvanecido, el timbre del aparato no le provocaba atropellados sobresaltos. Como si su cerebro consciente y su cerebro inconsciente anduvieran ya a la par y supieran qué era razonable esperar y qué, no. Cierto que aún se veía obligada a controlar las ganas de precipitarse sobre la pantalla y el ratón al oír el ruidito de los mensajes electrónicos entrando en el outlook express. El condicionamiento operante todavía no se había extinguido. El pálido roce de las mallas de su gargantilla, la pasión de aquellos momentos... Con el paso del tiempo esa intensidad se mitigaría, desaparecería, ¿o no?

—¿Sí?

—Hola, Olga.

—Susana... Espera un momento, ¿quieres, por favor? —Apoyó el auricular contra su pecho y le dijo a Cloe que podía irse—. Continuaremos mañana.

—Hasta mañana, pues.

—Adiós... Dime, Susana.

—Sólo quería confirmar que esta noche cenamos con vosotros.

—Sí, sí, por supuesto.

—¡Oh, cariño! No pongas voz de ofendida, como diciendo ¿se creerá ésta que voy a olvidarme? Podrías echarte atrás. Yo ya no me fío de nada...

—¡Rencorosa!

—No es verdad. Sabes bien que no lo soy, pero no tuvisteis ninguna gracia tú y Teresa la semana pasada. Compuesta y sin novio, así me sentía de estúpida, sola en aquel restaurante, cuando primero tú y luego Teresa llamasteis a mi móvil para decirme lo mismo cada una, que os encontrabais mal y no ibais a poder venir.

—¡Hija! ¿Y qué otra cosa podía hacer si me sentía fatal?

—Pues no sé, apechugar, tal vez. Desde luego, yo, por no dejaros solas, me presento en el restaurante aunque sea en camilla y con la sonda nasogástrica... Además, si parecía que os hubierais puesto de acuerdo, oye; las dos, malas, un rato antes de encontrarnos para cenar...

—Casualidades de la vida —respondió Olga, en absoluto convencida de la intervención del azar. Teresa y ella tenían la misma razón para no querer verse. O, mejor, la misma sinrazón las enemistaba.

—¡Menuda casualidad! En veinte años nunca había ocurrido algo así. Bueno, que yo me entere: hoy, ¿nos vas a dejar plantados en el rellano a Jean-Claude y a mí?

—Vamos, Susana, ¿quieres parar de hacer el ganso? Claro que os esperamos.

—Bien. A las nueve.

—Mejor nueve y media, si no, no me dará tiempo a preparar la cena.

En el metro, camino de casa, sacó del bolso un libro recién empezado. No llegó a abrirlo. Se dio cuenta de ello, casi en su destino, al descubrirse con los ojos hipnotizados por el plano del metro y con su mente convertida en un larguísimo túnel sin luces, por el que había vagado sin saber cómo ni con quién. Leyó el título del libro. Sonrió con tristeza. ¡Desperdiciar de ese modo una hora de lectura...! Pero ¿tenías ganas de leerlo o no, Monegal? Y, ya puestas, ¿qué quiere decir «tener ganas»? La frase no guardaba relación con su verdadero significado. El placer como vivencia intelectual, más que como vivencia de los sentidos. Se sentía muy apática. Cada vez iba pareciendo menos ella misma. Pero, vamos a ver, Monegal, ¿no has sido siempre doña quererespoder? Pues, ¿qué te ocurre ahora?

Tomar la decisión de ponerse en pie le costó un esfuerzo de voluntad importante.

Llegaba ya a su bloque cuando se topó con ella. Hubiera querido fingir que no la veía, que no había percibido su figura estirada, caminando tiesa como si fuera una modelo en la pasarela —pelvis basculada, nalgas apretadas, pecho hacia afuera; su voluntariosa postura para darle mayor prestancia al cuerpo—, pero resultaba impensable. Sus miradas se habían cruzado y ninguna de las dos podía negar haber visto a la otra.

—Hola, Teresa.

Olga no se acercó a besarla. Teresa tampoco lo hizo.

—Hola, Olga —contestó Teresa, exhalando el humo del cigarrillo.

¡Teresa fumando por la calle y recién salida del gimnasio, todavía con los pulmones dilatados por el deporte! No encajaba en absoluto en sus hábitos. Ésa era Susana, sin control sobre su necesidad compulsiva de nicotina. Pero Teresa, aunque sólo fuera por convicciones estéticas, nunca fumaba en la calle. Andaría desquiciada. Sí, seguro, porque, además, tenía mala cara. Unas ojeras violáceas —sin corrector que las disimulase— le oscurecían el párpado inferior. Ni rastro tampoco de lápiz labial o sombra en los párpados. ¡Mala señal, que no tuviese ánimos para darse algún brochazo antes de salir del gimnasio! ¿Demasiados problemas en la cabeza? ¿Alberto, Alberto y Alberto? Quizás también un poco, Carlos y, otro poco, Olga. Pues, si la razón de esa relativa —¡y tan relativa!— dejadez era su embrollo sentimental, que se fastidiase. Por lo menos que la culpa no la dejase vivir.

—Siento mucho haberos dado plantón el otro día, Olga. Yo...

—¿Habernos? No, a mí no me lo diste. Susana cargó con todo el plantón —contestó, algo cortante.

Teresa levantó una ceja.

—Tampoco yo me presenté a la cena. También me encontraba mal —explicó.

—¡Vaya!, lo siento. Pobre Susana. Debe de estar enfadada con nosotras, ¿verdad?

—Algo.

Le dolía hablarle a Teresa en ese tono. Ser tan antipática no era su estilo, pero no la iba a tratar con la mayor de las deferencias... Y si Teresa lo estaba pasando mal —muy probable—, ella, peor.

—Tendré que llamarla para pedirle disculpas. También a ti debo pedírtelas. Por mi forma de portarme en los últimos tiempos.

—¿A mí? —Olga se azoró. ¿Qué querría contarle? No estaba dispuesta a escuchar ninguna confesión, y menos en mitad de la calle.

—Sí... ¿Te pasa algo? Te noto muy tensa. —Teresa tiró la colilla del cigarrillo al suelo y la aplastó con la punta de su estilizado zapato italiano, color cuero viejo.

—Nada, nada. Algunos problemas en el trabajo...

—¡Vaya! Lo siento. Quería decirte que llevo días sin subir a tu casa, que no te lo tomes a mal. Te debe de parecer extraño, lo sé, pero nada tiene que ver contigo...

Bueno, un poco sí, ¿o no?, se dijo Olga, considerando el cinismo de su amiga.

—Son problemas personales.

—Nada, no te preocupes. Ya nos veremos —dijo Olga precipitadamente, sin ganas de conocer los problemas personales aducidos. Aunque Teresa, a diferencia de Olga y, sobre todo, de Susana, apenas manifestaba inclinación por las confidencias, cabía la posibilidad de que su vena perfeccionista, su pretensión de tenerlo todo bajo control, la forzase a reconocer su aventura con Alberto. Tal vez la empujaban los sentimientos de culpa...

Se separaron sin haberse tocado, sin un beso de despedida.

Olga se detuvo ante su portal. Contempló la figura erguida de Teresa alejándose por la calle, su traje de chaqueta beige de corte impecable, sus zapatos de altos tacones y el bolso a juego con el calzado. No la odiaba. Hacerlo hubiera requerido una fuerza mental de la que carecía. Es más, incluso —si conseguía contemplarla desde fuera de su propio dolor—, era capaz de sentir compasión por ella. Nunca había sido feliz. ¿Lo era en esos momentos con Alberto? ¿O la ansiedad y la culpa la tenían amargada? ¡Pobre...! Cuando las tres estudiaban preuniversitario, nunca hubiera imaginado que, sentimentalmente, Teresa sería la más desafortunada. Hasta los últimos cursos de medicina, sólo pareció interesada en las disciplinas universitarias, al revés que Susana, mucho más preocupada por su vida afectiva. Cuando, en quinto de carrera, les dijo que había empezado a salir con un compañero de curso, Susana y ella se alegraron. ¡Ya era hora!, exclamó Susana la excesiva, como si prescindir de la compañía masculina fuera una incongruencia incalificable. Pero, al conocer al acompañante en cuestión, vaticinaron una relación bastante breve. Aquél no era el amor que le correspondía a Teresa. Un muchacho gris, con poco carácter, pendiente siempre de las palabras de ella... Tuvo más larga vida de la esperada. Eso sí, fue una vida de unidad de cuidados intensivos: nunca saludable o plena. La relación murió cuando Teresa, terminado el MIR y siendo residente en un hospital, conoció a Carlos en casa de unos amigos. Esta vez, tampoco Olga ni Susana estaban convencidas de que el fotógrafo guapo, divertido y presuntuoso, convertido —literalmente— de la noche a la mañana en el novio de Teresa, fuera el hombre adecuado. Pero ella se negó a escucharlas porque estaba inesperadamente enamorada. Nunca hasta entonces la habían visto de aquel modo, extraviadas la compostura y la rigidez, arrinconada su frialdad, olvidada su mesura...

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