Anoche soñé contigo (53 page)

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Authors: Gemma Lienas

Por supuesto que lo sabe, Monegal. Conoce tus peores facetas en tus momentos más bajos. Como tú conoces las suyas.

—Igual es simple cansancio o falta de vitaminas o... No lo sé.

Marina tardó un momento antes de responder. Al fin, dijo:

—Es posible. Eso lo sabrás mejor tú que yo.

Olga se quedó pensativa. Marina le dio una palmadita en la rodilla.

—Bueno, oye, que no pretendo preocuparte, sino ayudarte.

—Lo sé, lo sé —murmuró casi para sí, volcada en su propio interior. Luego sacudió la cabeza, regresando de su viaje—. Bien, te dejo. He quedado con una amiga para comer y no quiero llegar tarde. Te agradezco que me hayas hablado de tus impresiones.

Desde el instituto hasta el dúplex de Susana, Olga anduvo como una sonámbula, casi sin sentir el sol desplomándose con toda la fuerza del mediodía. Desde luego, Marina tenía razón. Ya llevaba unos dos o tres meses en ese estado emocional que era como estar haciendo rafting: tan pronto en situación estable, como tambaleándose sobre uno de los lados de la barca neumática; ahora sintiendo miedo, ahora excitación; de pronto salvando un desnivel, luego navegando en un plano horizontal. Llevaba ya un tiempo con esa confusión y, sin embargo, en lugar de reflexionar sobre ello, se había dedicado a mirar para otro lado, para no enterarse mucho. Como siempre, ¿no, Monegal? Prefieres andar de puntillas sin hacer ruido y ver si los problemas se resuelven solos. ¿Te da miedo mirar de frente? Pues sí, era cierto. Si miraba de frente era consciente de su duda eterna respecto a cualquier cosa, y eso la asustaba. Y, sin embargo, como nunca antes, tenía la sensación de verse inevitablemente confrontada con su manera de ser, con sus características menos satisfactorias. Le parecía que su estructura rígida, su armadura defensiva, había empezado a ser socavada en un proceso que, quizás, no podía detenerse fácilmente. Recordó el cuento del pequeño Hans, el niño holandés que, por salvar a su país de quedar arrasado por el mar del Norte, que penetraba gotita a gotita por un minúsculo agujero del dique, había permanecido junto al muro, con el dedo taponando el orificio, por espacio de muchas horas hasta ser relevado por las gentes del lugar, que pusieron remedio a lo que podía haber sido un desastre y lo ensalzaron como héroe. Olga no se identificaba con el pequeño Hans, sino con el dique. Un minúsculo agujero se había abierto en él y, primero gota a gota, luego con mayor fuerza, un mar de dudas iba penetrando, de modo que el caudal era progresivamente mayor, el orificio crecía, y más posibilidades existían de que el muro terminara por desmoronarse. Si eso llegaba a ocurrir, Olga estaría sin protección de ningún tipo. ¿Cuál había sido el origen del ínfimo agujero?¿Todo empezó con Jorge? Aunque, tal vez, cuando embarcó en el
Hespérides
ya llevaba un tiempo intuyendo algún descalabro entre ella y Alberto y, por esa razón, casi se enreda con el geofísico. O quizás su sueño sexual había influido en que casi lo llevara a la práctica con Jorge. ¿O tenía ese sueño recurrente por culpa de que el sexo con Alberto nunca había sido para tirar cohetes? En fin, ¿dónde estaba el principio de ese lío? Estuviera donde estuviera, ella andaba perdida en un laberinto. Odiaba esos laberintos, no soportaba esos obstáculos que la apartaban de sus rutinas y la dejaban sin protección frente a sus debilidades. Quizás debería aprovechar la visita a Susana para contarle lo que le estaba ocurriendo. De acuerdo, Monegal, hazlo, pero ¿de qué le hablarás? ¿De Alberto? No. ¿De Teresa y Alberto? Menos. Entonces, ¿de Jorge? Sí. Ésa sería una manera de empezar estupenda para Susana.

Le abrió la puerta la asistenta.

—¿Está despierta? —preguntó Olga.

—Sí. Está en la cama.

Olga se dirigió a la habitación de Susana. ¡Qué mala pata había tenido, la pobre! Desde luego, su historial ginecológico era como para figurar en el Guinness. Sólo había faltado ese quiste en un ovario, que, sin ser nada grave, la había obligado a pasar una vez más por el quirófano y, sobre todo, a estar en reposo por prescripción facultativa... aunque Olga podía imaginar hasta qué punto Susana se habría opuesto al facultativo que lo prescribió.

—Hola, Susana. ¿Cómo te encuentras? —Olga se acercó a darle un beso.

—Muy bien, aunque, te lo puedes figurar, ¡harta de estar en la cama!

Olga hizo un gesto con la mano.

—Anda, exagerada. Si no llevas ni dos días.

—Pues, como si fueran dos meses...

—Me lo figuro, sí.

—Bueno, no te quedes ahí de pie.
Feel at home
.

Olga se sentó en un silloncito
art déco
, idéntico a los de la sala de estar.

—¡Ay!, Olga, estoy encantada de que hayas venido a hacerme un rato de compañía. Eres un ángel de amiga.

—Verás, he venido para estar contigo, claro; pero, sobre la marcha, he cambiado de opinión...

—¡No me digas que te largas!

—No. Déjame hablar, por favor. Más que hacerte compañía, necesito tu ayuda.

Susana la miró, expectante.

—Necesito hablar contigo porque tengo un lío horroroso.

—¿Dónde?

—Aquí —repuso Olga, tocándose la cabeza.

—Habla. Soy toda oídos —dijo Susana.

Cogió el paquete de cigarrillos y el cenicero que descansaban sobre la mesilla de noche. Encendió un pitillo.

Antes de empezar a hablar, Olga miró a su amiga, casi su hermana, con la que había compartido tantos secretos a lo largo de años de amistad, aunque, ciertamente, Susana le había hecho más confesiones a ella, que no al revés. Pero no era sólo por pudor por lo que Olga no había compartido tantos abortos, amantes, zancadillas profesionales o viajes al otro extremo del mundo, sino porque no le habían ocurrido ni una centésima parte de las historias extrañas, fascinantes, divertidas o tristísimas que a Susana se le acumulaban en la vida como moscas sobre la fruta madura. Ya se habían encargado ambas de que así fuera.

—¿Recuerdas que no quise contarte nada de Jorge?

Susana abrió unos ojos verdes inmensos, pero se abstuvo de cualquier comentario hasta que Olga terminó su narración, bastante desordenada, en la que se mezclaban los días en el
Hespérides
, la última noche en el barco, su sueño de lujuria en brazos de un desconocido, el mismo sueño ya con rostro y nombre, la visita de Jorge al instituto.

—¡Joder, joder! Necesito un whisky, ¿tú no?

—No. Necesito una aspirina.

Olga salió a buscar las dos cosas. Al regresar, la reconvino:

—Dice Dori que no deberías beber whisky. Jean-Claude le ha advertido que estás tomando antibióticos y que la mezcla es mala.

—¡Qué va! Es mucho peor mezclar los antibióticos con las confesiones que me acabas de hacer y tomarlos sin alcohol.

—Haz lo que quieras. Dori va a traer la comida dentro de un cuarto de hora.

—Vale, pero ahora sigamos.

—Bueno, ¿tú qué piensas de todo eso?

—Pienso que tienes ganas de echarle un polvo a Jorge.

—Susana... No simplifiques, por favor.

—¿Y por qué no voy a simplificar? Muchas veces la vida es menos complicada de lo que pretendemos.

—¿Y Alberto? ¿Y mi vida de pareja? ¿Y...?

—Oye, oye, frena. He dicho un polvo. Eso no va a suponer el final de tu vida con Alberto, ¿o sí?

Olga negó con la cabeza mientras sopesaba la posibilidad de contarle que, también en ese terreno, había dificultades. ¡No, Monegal!, le dictó el sentido común, de momento tenemos bastante juego con esas cartas puestas boca arriba.

—Además, Olga, tu vida sexual con Alberto nunca ha sido estupendísima. Como te empeñaste en casarte con él sin haberte cepillado a nadie más... ¡Así no hay forma de aprender! Si es lo que digo: debería estar prohibido casarse con la primera persona con la que has echado un polvo.

—Susana, deja eso, por favor. Pasó hace un montón de años.

—¡Qué va! Está pasando ahora. No te das cuenta de que tu sueño es fruto de tu sexualidad reprimida.

—No empieces a hacer interpretaciones psicoanalíticas, anda.

—Vale, de acuerdo. Te lo diré de otra forma: estás que te sales, porque tu Alberto no se caracteriza precisamente por su pasión desenfrenada y, claro, andas por la noche soñando polvos.

La puerta de la habitación se abrió:

—¿Traigo las bandejas con la comida?

—Sí, por favor —dijo Susana.

—Yo voy a por la mía.

Cuando las dos tuvieron las bandejas sobre las rodillas, empezaron a comer y reanudaron la conversación.

—Bueno —dijo Susana—, centremos el problema. ¿Es Jorge? ¿Eres tú?

—El problema soy yo. El problema es que nunca sé qué quiero.

Susana la observó con fijeza.

—¿Cómo que no sabes lo que quieres? Si siempre lo has tenido clarísimo... Precisamente, ésa es una de tus características que más envidio yo, que ando a bandazos, que cada dos por tres cambio de opinión...

Olga movió la cabeza.

—No. Sé que doy esa impresión, pero, en realidad, soy todo lo contrario: soy la mujer indecisa por naturaleza. Precisamente, si me mantengo dentro de unas pautas muy rígidas es porque me resulta la única manera de transitar por la vida.

Susana había dejado el tenedor sobre el plato y miraba a Olga con asombro.

—No te puedo creer. Eso es algo nuevo. No me digas que siempre ha estado ahí y nos lo has ocultado alevosa y perfectamente.

—No. No ha sido un secreto mantenido a costa de traicionar nuestra amistad. Se trata de mi forma más profunda de ser, que he enterrado durante largos años, fingiendo que no existía, y que, de pronto, ha emergido de tal modo que ya no me es posible seguir dándole la espalda.

—Entonces, Olga-superorganizada, Olga-hipercrítica, Olga-topeordenada, Olga-orientada-al-deber, ¿son una invención?

—Más que una invención, un blindaje que me permite hacer frente a Olga-la-auténtica, indecisa, desorientada, perezosa, aterrorizada de perder sus relaciones estables, quizás, incluso, muy emotiva.

—¿De modo que te construiste una jaula que te permitiera mantener bajo control tu auténtica forma de ser?

—Algo así, creo.

—¿Y por qué?

Olga no contestó de inmediato. Parecía buscar la respuesta en su interior.

—Eso fue lo que aprendí de pequeña.

—No importa. Aún estás a tiempo de aprender nuevas formas de comportarte. Siempre hay tiempo para aprender. Mira, me parece que harías bien en psicopatizarte un poco, ¿sabes? Deja de ser tan impecablemente educada: suelta algún taco, no vayas a los funerales de gente a quien apenas conocías, cabréate cuando haga falta, vístete de rojo, pasa por la peluquería y que cambien tu aire serio y un poco masculino... Olvídate un poco del deber y de los demás, y preocúpate más por ti misma, explota tu lado lúdico.

—Probablemente tienes razón en lo que dices, pero, sobre todo, lo que debería es hacer frente a los problemas, en lugar de taparme los ojos para no verlos.

—Oye, ¿y por qué? ¿Por qué ha quedado al aire libre algo que tenías sepultado con tantísimo cuidado?

—No lo sé. No sé cuál ha sido la causa.

—¿Jorge?

—Tal vez, pero tampoco es seguro. Sólo estoy segura de las consecuencias: me siento instalada sobre arenas movedizas, estoy atravesando una crisis.

Susana sonrió.

—Es curioso que utilices la palabra «crisis».

—¿Por qué te parece curioso?

—Verás. Espera un momento.

Susana se levantó de la cama y salió de la habitación. Olga aprovechó el descanso para comer.

—Aquí estoy —dijo Susana enarbolando un tomo grueso de tapas negras. Luego, metiéndose en la cama, aclaró—. Un diccionario.

Lo abrió y buscó en él.

—Aquí —dijo—. Voy a leerte la definición de «crisis». Segunda acepción, la que nos interesa: «Situación complicada de un asunto o un proceso, en la que está en duda la continuación, la modificación o el cese de éstos.» Vamos, concretando: el proceso que está en revisión es tu vida sexual con Alberto o tu vida, sin más...

—Si fuera así, no tendría más remedio que preguntarme si toda mi vida hasta aquí no es más que una grave equivocación o mi relación con Alberto, un fracaso.

—¡Joder, con Olga la trágica! ¡Qué tendrá que ver un proceso de revisión y cambio con haber fracasado! Fracasar, fracasar... Nos echan al escenario de la vida sin darnos tiempo a ensayar, de modo que procedemos en muchos casos por ensayo y error, ¿qué otra solución tenemos?

—Desde luego, funcionando con el método experimental, como tú, no muchas más.

—Y, además —siguió Susana—, puede ocurrir que lo útil en un momento dado no sirva más tarde, que nuestras motivaciones cambien, que... ¡Qué sé yo! Y, sin embargo, no son fracasos.

—Tal vez tienes razón.

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