Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Mari Loli hablaba de su trabajo en el supermercado. Y ese Luis tan buen mozo era el de siempre: pendiente de sus palabras, ladeando la cabeza como si quisiera atenderla mejor y animándola a seguir con su dulce sonrisa.
âMe gusta tu sonrisa, ¿sabes? âdijo él en aquel momento.
¿Eso era un comentario de amigo o algo más?
Mari Loli no contestó. Lo miró con cariño.
Quizás estimulado por su mirada, Luis añadió:
âTienes una sonrisa de luz.
¡De luz! ¡Caray! Nunca, nunca, nunca, ni en mil años, a una le habÃan dicho algo tan divino. ¡Jope! Era como para escribir esa frase en un papel y colgarla en la pared de su habitación para leerla cada noche varias veces antes de dormirse. Pero fijo que esa delicadeza era una señal de un interés particular de Luis. ¿O estarÃa confundiéndose?
Mari Loli volvió a sonreÃr. Luis le devolvió la sonrisa. ¡Cómo relucÃan sus ojos, madremÃa! En los ojos kilovatios de la Fecsa, decÃa la letra de TelepatÃa Total, ¿no? Pues Mari Loli acababa de entender qué significaba aquello. Y, lo mejor, parecÃa que el hombre no pudiese hacer nada por apagar ese resplandor. ¡Jope! Años hacÃa que nadie la miraba de ese modo. ¡Una hoguera en la mirada!
Sin darse cuenta, se fueron inclinando más sobre la mesa hasta que no sólo sus cabellos se tocaron, sino también sus antebrazos.
Mari Loli se quedó muy quieta. Aun sin mirar, podÃa percibir la cercanÃa de él. Durante unos instantes, apenas escuchó lo que él decÃa. Estaba mucho más pendiente de sus manos, tan próximas... ¿Qué hacÃa? ¿Se retiraba un poco? ¿Se iba a creer él que...? Al final, se olvidó de sus manos y atendió a lo que Luis le contaba. Una vez más, lo mucho que le envidiaba esa familia y esos tres hijos. A él le hubiera encantado tener varios, pero no habÃa tenido ninguno. Le hubieran podido aliviar esa soledad tan honda que sintió al enviudar. Tal vez, incluso, hubieran podido ayudarle en el negocio, que él sólo se apañaba, pero cada vez un poco peor. Mari Loli lo escuchaba, como siempre, aunque en esta ocasión sin la angustia de saber a Anabelén aguardándola en la guarderÃa; sólo con la preocupación de saber que a las ocho en punto debÃa abandonar el local y llegar a tiempo para ocuparse de la cena de la pequeña. Asà habÃan quedado con MarÃa, que se habÃa citado a las nueve con sus amigas.
âNo sabes tú lo duro que es llegar a casa por las noches, y que no haya nadie esperándote. Cenar solo. Ver el telediario solo. Sentarte en un sillón a leer solo.
Mari Loli suspiró. SÃ... Lo entendÃa, claro. Pero, algunas veces, ¡hubiera dado la luna! con tal de estar sola y no tener que ocuparse de nadie, sólo de ella misma. O sólo de las niñas, que eran muy ricas. Pero Manu... ése era otro cantar.
âYo creo que exageras. Seguro que no es para tanto.
¡¿Cómo no iba a ser para tanto?! Iba a ser para muchÃsimo de seguir por aquel camino. Sólo habÃa faltado la trastada del ayuntamiento.
â¿Qué trastada? âse extrañó Luis.
â¿No te lo he contado?
La pregunta estaba de más. Mari Loli sabÃa perfectamente que Luis nunca olvidaba algo de ella y, menos, tratándose de una cuestión importante. Lo puso al dÃa.
âYa me dirás... ¿Cómo me apaño ahora?
Luis se quedó pensando unos minutos, muy serio, con la cabeza ladeada.
âSe me ocurre una solución âdijoâ. ¿Qué te parece si me lo quedo de aprendiz en la carnicerÃa?
Mari Loli casi se sintió aturdida, un poco mareada con la propuesta de Luis. ¿Cómo era posible que aquel hombre, sin ninguna relación con Manu, se tomara más interés por él que su propio padre? De verdad que Luis y todas sus atenciones hacia ella eran un regalo de la vida, ¿o no?
Sin darse cuenta, con su natural espontaneidad, Mari Loli avanzó su mano derecha hasta colocarla sobre el puño de Luis. Lo acarició brevemente. Entonces, cuando vio la expresión de asombro en los ojos de él, se sintió avergonzada. ¿HabrÃa hecho mal? ¿Qué habrÃa pensado? Si sólo era una caricia de amiga agradecida... DesconocÃa ese paso del baile. Levantó la mano volando.
â¿SerÃas capaz de algo asÃ? âpreguntó con la voz cargada de dudas y admiración.
âPues, mujer, por ayudarte serÃa capaz de mucho más. Por otro lado, ya no sólo es pensando en ti y el crÃo, sino también en mÃ. Hace tiempo que deberÃa haberme buscado un ayudante.
âSÃ, claro, pero ¿pero tú sabes lo mala pieza que es mi hijo? No te haces idea, vamos âdijo Mari Loli con un aspaviento.
Luis la tranquilizó. Ãl no creÃa que Manu fuese tan desastre como ella opinaba. Por otro lado, consideraba lógico que, siendo su madre y teniendo que lidiar con sus desplantes y trastadas, viera el futuro emborrascado. Pero él confiaba en que fueran problemas ocasionales derivados de la adolescencia y de la falta de motivación por los estudios.
âSi te parece, lo probamos durante los meses de verano. Si no funciona, pues, oye, en septiembre lo olvidamos.
Ella murmuró que quizás se podÃa intentar, claro.
Luis insistÃa en darle confianza. Si salÃa mal, no pasaba mucho. Pero ¿y si salÃa bien? ¿Y si al chaval le gustaba trabajar en la carnicerÃa?
âCreo que ya te lo he dicho otras veces: hay gente que no sirve para los estudios y, sin embargo, metida en un trabajo que le interesa, resulta una joya.
¿Una joya, su Manu? A Mari Loli le costaba creerlo, pero, en fin, por probar no se perdÃa nada. Además, con eso se resolvÃa el problema de julio. Y, apurando, también el de agosto, porque ¿a ver quién era el listo que conseguÃa algo de Manu durante el mes de vacaciones?
También hablaron de MarÃa y de la perra. De la perra, muy poco, la verdad. Porque, cuando ella se lamentó del maldito chucho y de sus ataques de locura, del dÃa en que tuvieron la mala ocurrencia de darle permiso a Manu para quedarse con él, de la trabajera ocasionada por sus meadas intempestivas y sus paseos obligados, Luis la interrumpió:
âNo soporto a los perros y me resulta difÃcil entender cómo hay personas con uno en casa.
¿Cómo que no los soportaba? Pues ¿no le guardaba carne o huesos para Escáner muchÃsimas tardes?
â¡Huy! Estás confundida, Mari Loli âreplicó Luis, que llevaba unos minutos adelantando el puño milÃmetro a milÃmetro hasta la mano de ella. Se habÃa quedado a unos escasos dos centÃmetros de indecisión para tocarlaâ. A quien se lo guardo es a ti.
La perra no le importaba lo más mÃnimo. Menos aún: no querÃa verla ni en pintura. Los bichos, en general, le parecÃan sucios. PodÃan contagiar enfermedades a las criaturas. Si por lo menos estaban al aire libre, le daban menos grima, pero encerrados en un piso...
âMe parece un hábito muy poco higiénico.
¡Qué bien hablaba Luis! Como siempre, Mari Loli estaba maravillada por sus palabras.
Cuando terminaron con la perra, se pusieron con MarÃa, que no le acarreaba ningún problema, sino todo lo contrario, pero que era demasiado buenaza. Luis la interrumpió:
âPero, vamos a ver, Mari Loli, ¿tú qué pretendes con tus hijos? Manu, que es un poco granuja, te parece un golfo sin remedio. En cambio, la otra, más buena que el pan, te parece una boba.
¡Ay!, pues era verdad, tú. ¿SerÃa que una no se aclaraba? En realidad, era miedo que, de tan buenaza, resultase pánfila y le ocurriese lo mismo que a su madre.
â¿Y a ti qué te ha ocurrido, si puede saberse?
Mari Loli miró el reloj. A ver si se le iba a pasar la hora. No. TodavÃa habÃa tiempo para confesarle sus problemas, aunque le daba un poco de apuro. De eso, jamás se habÃa atrevido a decirle ni palabra.
Mari Loli notó contra su rodilla la de él. Fue un contacto leve pero cálido, que la decidió. Se lanzó a las confidencias. Y Luis la miraba con una cara nueva y los ojos más brillantes aún.
â¡Sà que lo siento, Mari Loli!
Se lo acabó contando todo. Era tan fácil hablar con él.
Luis la escuchó, con ganas pero sin hacer comentarios, como si le pareciera más prudente guardarse la opinión. Aunque âMari Loli lo notabaâ Luis estaba de su lado y en contra de Manolo. ¡Vaya si se notaba!
Luis levantó su mano muy despacito, como para evitar que un movimiento brusco provocase un replegamiento de la de ella, y le arrebujó el puño. El corazón de Mari Loli brincó. ¿SerÃa un gesto de amigo-amigo o significarÃa algo más? Bueno, fuera lo que fuera, ella se sentÃa cómoda dentro de la mano de él. Aunque, ¿y si su inmovilidad originaba un equÃvoco? ¡Bah! ¡Qué más daba! Ella estaba contenta, y él, feliz. ¡Las ocho y cinco! TenÃa que salir volando si no querÃa que MarÃa llegase tarde a su cita con las amigas.
â¿Vas en metro? âpreguntó, mientras sacaba un billete de la cartera y lo dejaba sobre la mesa. Cuando vio a Mari Loli afirmar con la cabeza, añadióâ: Vamos. Te acompaño.
En la calle habÃa mucha menos gente que antes. Pudieron andar deprisa. Casi no se hablaron hasta llegar a la parada.
âBueno, adiós âdijo Mari Loli.
â¿Cómo que adiós? No, no. Cojo el metro contigo, asà tenemos tiempo para charlar un rato más y no nos despedimos de esta manera tan brusca. ¿No te parece?
En el metro, ya más tranquila, Mari Loli le puso al corriente de su afición por el baile.
â¿Y qué es lo que bailas? âquiso saber él.
â¡Huy!, de todo. Pero lo que más me gusta es la salsa, los mambos, los cha-cha-chás, los merecumbés... ¿Te canto mi canción preferida?
â¡Por favor, sÃ!
Â
... bailando este meneÃto,
yo sé que tú me dirás:
Ay, merecumbé pa'bailar.
Â
â¿Sabes que cantas muy bien?
â¿Tú crees? Pues, bailar, bailo mejor. Fijo.
â¿Y vas a menudo a bailar?
â¿Yo? Qué más quisiera... No. Bailo sola en mi habitación.
Luis la miró con ternura y también con un poco de pena. No, le dijo, no tenÃa por qué compadecerla. Mari Loli lo pasaba pipa con sus servilletas rojas sobre los apliques de la cabecera y con la música enlatada. Aunque âera verdadâ ahora hacÃa mucho, mucho, que no estaba de humor para esas historias.
â¿Y no te divertirÃas más en una sala de fiestas de verdad?
â¡Bueno! Dónde vas a parar... Eso serÃa la mundial.
â¿Sabes qué te digo? Que un dÃa tú y yo salimos a bailar.
Â
Â
Olga oyó el ruido del auricular al ser dejado sobre una superficie dura. Con el suyo pegado a la oreja, se levantó de la silla. La ventana enmarcaba el paisaje, que recordaba un dibujo infantil. Los dos azules, el del mar y el del cielo, separados en el horizonte por una lÃnea de color indefinido. El sol, suspendido en el cielo, como una gran moneda dorada. La arena ya empezaba a reverberar bajo una luz muy blanca. Las ramas de las palmeras permanecÃan inmóviles, sin que el más leve soplo de aire las balanceara. TenÃan ya el verano encima, se dijo.
â¿Olga?
âSÃ, dime.
âSusana dice que te espera a comer con ella «en su lecho de dolor». Eso ha dicho, aunque no parece muy doliente.
âBien. Pues, sobre las dos estaré ahÃ.
Olga colgó el teléfono, comprobó la hora y salió del despacho. Se dirigió a la biblioteca a por el último número del
Journal of Science
para fotocopiar un artÃculo.
Saludó al bibliotecario y cogió la revista.
âTe la devuelvo en seguida.
Bajó las escaleras y se acercó a la fotocopiadora de su planta. Hojeó la revista. Antes de encontrar el artÃculo que buscaba, tropezó con otro, cuyo tÃtulo la intrigó, y empezó a leerlo en diagonal.
âBuenos dÃas, Olga.
Levantó la vista para saludar a Mariano. Como siempre, y a pesar del calor de junio, él seguÃa con sus eternas camisas de manga larga. ¡El frÃo del reino del microscopio electrónico! Aunque temÃa el bochorno del verano, Olga no se hubiera cambiado por su compañero.
Sólo cuando él desapareció, Olga se dio cuenta de que habÃa malgastado casi un cuarto de hora de pie junto a la máquina, leyendo un texto sobre inteligencia artificial, que, claro, no guardaba ninguna relación con la comunidad bentónica. Ni siquiera ante ella misma podÃa justificar esa distracción. PodrÃa ganar el premio a la cientÃfica más organizada del universo. Eso serÃa si alguien conociera sus debilidades de los últimos tiempos, si alguien hubiera podido adivinar hasta qué punto se columpiaba por las ramas, perdiendo de vista su objetivo principal. Pasó las páginas de la revista buscando el artÃculo. Ahà estaba: «Prioridades económicas y socioculturales para la conservación marina», por B. Jones. Tecleó en la fotocopiadora su código para que el servicio de administración pudiera imputar el coste de las copias a su proyecto y colocó la revista sobre la superficie de cristal.
Cuando acabó, devolvió la revista y fue a su despacho. Hasta que apareciera Cloe y se pusieran a trabajar juntas, tenÃa una media hora por delante, tiempo más que suficiente para leer ese texto... si no se ponÃa a divagar, claro. Atacó el artÃculo con atención, escribiendo, a ratos, algún signo o frase en los márgenes del papel. Al terminar, se puso en contacto con ese profesor de la Escuela de Ciencias del Oceáno de Gales. Lo felicitó por el trabajo y le hizo un par de preguntas y un par de observaciones. Cuando terminaba la redacción del mensaje, entró Cloe en su despacho.