Anoche soñé contigo (51 page)

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Authors: Gemma Lienas

Mari Loli hablaba de su trabajo en el supermercado. Y ese Luis tan buen mozo era el de siempre: pendiente de sus palabras, ladeando la cabeza como si quisiera atenderla mejor y animándola a seguir con su dulce sonrisa.

—Me gusta tu sonrisa, ¿sabes? —dijo él en aquel momento.

¿Eso era un comentario de amigo o algo más?

Mari Loli no contestó. Lo miró con cariño.

Quizás estimulado por su mirada, Luis añadió:

—Tienes una sonrisa de luz.

¡De luz! ¡Caray! Nunca, nunca, nunca, ni en mil años, a una le habían dicho algo tan divino. ¡Jope! Era como para escribir esa frase en un papel y colgarla en la pared de su habitación para leerla cada noche varias veces antes de dormirse. Pero fijo que esa delicadeza era una señal de un interés particular de Luis. ¿O estaría confundiéndose?

Mari Loli volvió a sonreír. Luis le devolvió la sonrisa. ¡Cómo relucían sus ojos, madremía! En los ojos kilovatios de la Fecsa, decía la letra de Telepatía Total, ¿no? Pues Mari Loli acababa de entender qué significaba aquello. Y, lo mejor, parecía que el hombre no pudiese hacer nada por apagar ese resplandor. ¡Jope! Años hacía que nadie la miraba de ese modo. ¡Una hoguera en la mirada!

Sin darse cuenta, se fueron inclinando más sobre la mesa hasta que no sólo sus cabellos se tocaron, sino también sus antebrazos.

Mari Loli se quedó muy quieta. Aun sin mirar, podía percibir la cercanía de él. Durante unos instantes, apenas escuchó lo que él decía. Estaba mucho más pendiente de sus manos, tan próximas... ¿Qué hacía? ¿Se retiraba un poco? ¿Se iba a creer él que...? Al final, se olvidó de sus manos y atendió a lo que Luis le contaba. Una vez más, lo mucho que le envidiaba esa familia y esos tres hijos. A él le hubiera encantado tener varios, pero no había tenido ninguno. Le hubieran podido aliviar esa soledad tan honda que sintió al enviudar. Tal vez, incluso, hubieran podido ayudarle en el negocio, que él sólo se apañaba, pero cada vez un poco peor. Mari Loli lo escuchaba, como siempre, aunque en esta ocasión sin la angustia de saber a Anabelén aguardándola en la guardería; sólo con la preocupación de saber que a las ocho en punto debía abandonar el local y llegar a tiempo para ocuparse de la cena de la pequeña. Así habían quedado con María, que se había citado a las nueve con sus amigas.

—No sabes tú lo duro que es llegar a casa por las noches, y que no haya nadie esperándote. Cenar solo. Ver el telediario solo. Sentarte en un sillón a leer solo.

Mari Loli suspiró. Sí... Lo entendía, claro. Pero, algunas veces, ¡hubiera dado la luna! con tal de estar sola y no tener que ocuparse de nadie, sólo de ella misma. O sólo de las niñas, que eran muy ricas. Pero Manu... ése era otro cantar.

—Yo creo que exageras. Seguro que no es para tanto.

¡¿Cómo no iba a ser para tanto?! Iba a ser para muchísimo de seguir por aquel camino. Sólo había faltado la trastada del ayuntamiento.

—¿Qué trastada? —se extrañó Luis.

—¿No te lo he contado?

La pregunta estaba de más. Mari Loli sabía perfectamente que Luis nunca olvidaba algo de ella y, menos, tratándose de una cuestión importante. Lo puso al día.

—Ya me dirás... ¿Cómo me apaño ahora?

Luis se quedó pensando unos minutos, muy serio, con la cabeza ladeada.

—Se me ocurre una solución —dijo—. ¿Qué te parece si me lo quedo de aprendiz en la carnicería?

Mari Loli casi se sintió aturdida, un poco mareada con la propuesta de Luis. ¿Cómo era posible que aquel hombre, sin ninguna relación con Manu, se tomara más interés por él que su propio padre? De verdad que Luis y todas sus atenciones hacia ella eran un regalo de la vida, ¿o no?

Sin darse cuenta, con su natural espontaneidad, Mari Loli avanzó su mano derecha hasta colocarla sobre el puño de Luis. Lo acarició brevemente. Entonces, cuando vio la expresión de asombro en los ojos de él, se sintió avergonzada. ¿Habría hecho mal? ¿Qué habría pensado? Si sólo era una caricia de amiga agradecida... Desconocía ese paso del baile. Levantó la mano volando.

—¿Serías capaz de algo así? —preguntó con la voz cargada de dudas y admiración.

—Pues, mujer, por ayudarte sería capaz de mucho más. Por otro lado, ya no sólo es pensando en ti y el crío, sino también en mí. Hace tiempo que debería haberme buscado un ayudante.

—Sí, claro, pero ¿pero tú sabes lo mala pieza que es mi hijo? No te haces idea, vamos —dijo Mari Loli con un aspaviento.

Luis la tranquilizó. Él no creía que Manu fuese tan desastre como ella opinaba. Por otro lado, consideraba lógico que, siendo su madre y teniendo que lidiar con sus desplantes y trastadas, viera el futuro emborrascado. Pero él confiaba en que fueran problemas ocasionales derivados de la adolescencia y de la falta de motivación por los estudios.

—Si te parece, lo probamos durante los meses de verano. Si no funciona, pues, oye, en septiembre lo olvidamos.

Ella murmuró que quizás se podía intentar, claro.

Luis insistía en darle confianza. Si salía mal, no pasaba mucho. Pero ¿y si salía bien? ¿Y si al chaval le gustaba trabajar en la carnicería?

—Creo que ya te lo he dicho otras veces: hay gente que no sirve para los estudios y, sin embargo, metida en un trabajo que le interesa, resulta una joya.

¿Una joya, su Manu? A Mari Loli le costaba creerlo, pero, en fin, por probar no se perdía nada. Además, con eso se resolvía el problema de julio. Y, apurando, también el de agosto, porque ¿a ver quién era el listo que conseguía algo de Manu durante el mes de vacaciones?

También hablaron de María y de la perra. De la perra, muy poco, la verdad. Porque, cuando ella se lamentó del maldito chucho y de sus ataques de locura, del día en que tuvieron la mala ocurrencia de darle permiso a Manu para quedarse con él, de la trabajera ocasionada por sus meadas intempestivas y sus paseos obligados, Luis la interrumpió:

—No soporto a los perros y me resulta difícil entender cómo hay personas con uno en casa.

¿Cómo que no los soportaba? Pues ¿no le guardaba carne o huesos para Escáner muchísimas tardes?

—¡Huy! Estás confundida, Mari Loli —replicó Luis, que llevaba unos minutos adelantando el puño milímetro a milímetro hasta la mano de ella. Se había quedado a unos escasos dos centímetros de indecisión para tocarla—. A quien se lo guardo es a ti.

La perra no le importaba lo más mínimo. Menos aún: no quería verla ni en pintura. Los bichos, en general, le parecían sucios. Podían contagiar enfermedades a las criaturas. Si por lo menos estaban al aire libre, le daban menos grima, pero encerrados en un piso...

—Me parece un hábito muy poco higiénico.

¡Qué bien hablaba Luis! Como siempre, Mari Loli estaba maravillada por sus palabras.

Cuando terminaron con la perra, se pusieron con María, que no le acarreaba ningún problema, sino todo lo contrario, pero que era demasiado buenaza. Luis la interrumpió:

—Pero, vamos a ver, Mari Loli, ¿tú qué pretendes con tus hijos? Manu, que es un poco granuja, te parece un golfo sin remedio. En cambio, la otra, más buena que el pan, te parece una boba.

¡Ay!, pues era verdad, tú. ¿Sería que una no se aclaraba? En realidad, era miedo que, de tan buenaza, resultase pánfila y le ocurriese lo mismo que a su madre.

—¿Y a ti qué te ha ocurrido, si puede saberse?

Mari Loli miró el reloj. A ver si se le iba a pasar la hora. No. Todavía había tiempo para confesarle sus problemas, aunque le daba un poco de apuro. De eso, jamás se había atrevido a decirle ni palabra.

Mari Loli notó contra su rodilla la de él. Fue un contacto leve pero cálido, que la decidió. Se lanzó a las confidencias. Y Luis la miraba con una cara nueva y los ojos más brillantes aún.

—¡Sí que lo siento, Mari Loli!

Se lo acabó contando todo. Era tan fácil hablar con él.

Luis la escuchó, con ganas pero sin hacer comentarios, como si le pareciera más prudente guardarse la opinión. Aunque —Mari Loli lo notaba— Luis estaba de su lado y en contra de Manolo. ¡Vaya si se notaba!

Luis levantó su mano muy despacito, como para evitar que un movimiento brusco provocase un replegamiento de la de ella, y le arrebujó el puño. El corazón de Mari Loli brincó. ¿Sería un gesto de amigo-amigo o significaría algo más? Bueno, fuera lo que fuera, ella se sentía cómoda dentro de la mano de él. Aunque, ¿y si su inmovilidad originaba un equívoco? ¡Bah! ¡Qué más daba! Ella estaba contenta, y él, feliz. ¡Las ocho y cinco! Tenía que salir volando si no quería que María llegase tarde a su cita con las amigas.

—¿Vas en metro? —preguntó, mientras sacaba un billete de la cartera y lo dejaba sobre la mesa. Cuando vio a Mari Loli afirmar con la cabeza, añadió—: Vamos. Te acompaño.

En la calle había mucha menos gente que antes. Pudieron andar deprisa. Casi no se hablaron hasta llegar a la parada.

—Bueno, adiós —dijo Mari Loli.

—¿Cómo que adiós? No, no. Cojo el metro contigo, así tenemos tiempo para charlar un rato más y no nos despedimos de esta manera tan brusca. ¿No te parece?

En el metro, ya más tranquila, Mari Loli le puso al corriente de su afición por el baile.

—¿Y qué es lo que bailas? —quiso saber él.

—¡Huy!, de todo. Pero lo que más me gusta es la salsa, los mambos, los cha-cha-chás, los merecumbés... ¿Te canto mi canción preferida?

—¡Por favor, sí!

 

... bailando este meneíto,

yo sé que tú me dirás:

Ay, merecumbé pa'bailar.

 

—¿Sabes que cantas muy bien?

—¿Tú crees? Pues, bailar, bailo mejor. Fijo.

—¿Y vas a menudo a bailar?

—¿Yo? Qué más quisiera... No. Bailo sola en mi habitación.

Luis la miró con ternura y también con un poco de pena. No, le dijo, no tenía por qué compadecerla. Mari Loli lo pasaba pipa con sus servilletas rojas sobre los apliques de la cabecera y con la música enlatada. Aunque —era verdad— ahora hacía mucho, mucho, que no estaba de humor para esas historias.

—¿Y no te divertirías más en una sala de fiestas de verdad?

—¡Bueno! Dónde vas a parar... Eso sería la mundial.

—¿Sabes qué te digo? Que un día tú y yo salimos a bailar.

 

 

Olga oyó el ruido del auricular al ser dejado sobre una superficie dura. Con el suyo pegado a la oreja, se levantó de la silla. La ventana enmarcaba el paisaje, que recordaba un dibujo infantil. Los dos azules, el del mar y el del cielo, separados en el horizonte por una línea de color indefinido. El sol, suspendido en el cielo, como una gran moneda dorada. La arena ya empezaba a reverberar bajo una luz muy blanca. Las ramas de las palmeras permanecían inmóviles, sin que el más leve soplo de aire las balanceara. Tenían ya el verano encima, se dijo.

—¿Olga?

—Sí, dime.

—Susana dice que te espera a comer con ella «en su lecho de dolor». Eso ha dicho, aunque no parece muy doliente.

—Bien. Pues, sobre las dos estaré ahí.

Olga colgó el teléfono, comprobó la hora y salió del despacho. Se dirigió a la biblioteca a por el último número del
Journal of Science
para fotocopiar un artículo.

Saludó al bibliotecario y cogió la revista.

—Te la devuelvo en seguida.

Bajó las escaleras y se acercó a la fotocopiadora de su planta. Hojeó la revista. Antes de encontrar el artículo que buscaba, tropezó con otro, cuyo título la intrigó, y empezó a leerlo en diagonal.

—Buenos días, Olga.

Levantó la vista para saludar a Mariano. Como siempre, y a pesar del calor de junio, él seguía con sus eternas camisas de manga larga. ¡El frío del reino del microscopio electrónico! Aunque temía el bochorno del verano, Olga no se hubiera cambiado por su compañero.

Sólo cuando él desapareció, Olga se dio cuenta de que había malgastado casi un cuarto de hora de pie junto a la máquina, leyendo un texto sobre inteligencia artificial, que, claro, no guardaba ninguna relación con la comunidad bentónica. Ni siquiera ante ella misma podía justificar esa distracción. Podría ganar el premio a la científica más organizada del universo. Eso sería si alguien conociera sus debilidades de los últimos tiempos, si alguien hubiera podido adivinar hasta qué punto se columpiaba por las ramas, perdiendo de vista su objetivo principal. Pasó las páginas de la revista buscando el artículo. Ahí estaba: «Prioridades económicas y socioculturales para la conservación marina», por B. Jones. Tecleó en la fotocopiadora su código para que el servicio de administración pudiera imputar el coste de las copias a su proyecto y colocó la revista sobre la superficie de cristal.

Cuando acabó, devolvió la revista y fue a su despacho. Hasta que apareciera Cloe y se pusieran a trabajar juntas, tenía una media hora por delante, tiempo más que suficiente para leer ese texto... si no se ponía a divagar, claro. Atacó el artículo con atención, escribiendo, a ratos, algún signo o frase en los márgenes del papel. Al terminar, se puso en contacto con ese profesor de la Escuela de Ciencias del Oceáno de Gales. Lo felicitó por el trabajo y le hizo un par de preguntas y un par de observaciones. Cuando terminaba la redacción del mensaje, entró Cloe en su despacho.

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