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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (61 page)

Basta, ya, Olga, céntrate en lo que debes contar y déjate de preocupaciones absurdas. Si tiemblas, tiemblas, y no pasa nada.

A medida que fue adentrándose en la charla, Olga olvidó sus manos, el láser temblón y a Jorge. Fue contando los métodos empleados para el estudio. De vez en cuando, mostraba una nueva gráfica o una fotografía.

Llegó a los resultados sin que ninguna información importante fuera succionada por un agujero negro. Tampoco su pensamiento errante le provocó ningún contratiempo.

Les mostraba los ejes de coordenadas, que representaban los porcentajes de biomasa. El láser rojo se deslizaba sobre los perfiles sin demasiadas vibraciones.

Procurando no pensar en el coloquio ni en lo que habría más allá de él cuando salieran de la sala, Olga continuó adelante con la presentación, hasta llegar a su fin.

—Thank you for your attention —
terminó.

Se encendieron las luces de la sala y la
chairman
abrió el turno de palabras. Una, dos, tres manos en alto. Un micrófono fue pasando entre los participantes. La científica que había pedido la primera intervención se levantó y realizó una pregunta. Olga se encontró contestándola con mayor seguridad de la que había imaginado, lo que le dio confianza para hacer frente a la segunda y la tercera. ¿Lo ves, Monegal? Tu inglés es más que aceptable...

Jorge levantó la mano. ¡Oh, no! Podría habérselo ahorrado... Quiso no tener que responder, pero no podía esfumarse. Atendió a la pregunta del geofísico, que era, por supuesto, muy elemental —no sabía nada de biología marina...— y, sin embargo, lógica y pertinente. Mentalmente, Olga le concedió diez puntos. Era un tipo listo. Le perdonó la intervención, que, por otro lado, no la ponía en ningún compromiso.

La sesión —la última de la tarde— se cerró con esa pregunta. Olga recogió su portátil y bajó del estrado.

El público había empezado a abandonar la sala, pero Jorge no se había movido.

—Hola. Me alegro de que hayas podido llegar a tiempo.

—Ya debías de imaginar que no venía, ¿verdad?

Aprovecha, Monegal, aprovecha ahora para dar alguna indicación. No seas tonta o te arrepentirás.

—Tenemos a los hados en contra, por lo que parece.

Jorge la miró, sonriente.

—Pues será cuestión de forzar el destino, ¿no?

Se besaron con mayor calidez y morosidad de la que cabía esperar entre dos colegas.

¡Bien, Monegal, bien!

—¿Vamos a tomar algo antes de cenar?

—Estupendo.

Echaron a andar hacia la puerta, donde encontraron a Álex acompañado de otro científico.

—Excelente conferencia.

—Gracias.

—Os quiero presentar al doctor Jones. Tiene interés en hablar contigo, Olga. Supongo que tú también, porque le mandaste un correo preguntándole por un artículo suyo sobre prioridades económicas y socioculturales para la conservación marina, aparecido en el número de junio del
Journal of Science
, ¿verdad?

—
Glad to meet you —
Olga le estrechó la mano.

Jorge también lo saludó.

—Bien, si tenéis que hablar, te espero en el bar.

—Nosotros también vamos para allí —sugirió ella.

Olga y Jones se acodaron en un extremo de la barra, desde el cual ella controlaba los movimientos de Jorge, y viceversa.

A los quince minutos, la conversación con Jones ya se le antojaba a Olga excesiva. En cualquier otro momento, hubiera podido entusiasmarse con las explicaciones del galés, pero ahora, con Jorge esperando y después de tantos contratiempos, ahora hubiese deseado ver al tal Jones fulminado por algún rayo venido del cielo. ¿Tenían Jorge y ella el destino en contra? ¿Cómo podía ser que en tan pocos días se acumulase tal cantidad de azar de signo negativo para ambos? Al regresar a Barcelona iba a hablar largamente con Susana para demostrarle que, a veces, la fortuna era capaz de dar la espalda a los audaces. El tiempo iba pasando, y el biólogo galés no parecía perder capacidad oratoria sino que, estimulado por el malta, se revelaba un hablador incansable. Olga sí se fatigaba, no tanto por hablar, puesto que se limitaba a intercalar monosílabos con la intención de desanimarlo, como por escuchar —o fingir que escuchaba— sus argumentos.

Un carraspeo de Jorge llamó la atención de Olga, que levantó la cabeza. El bar había quedado vacío; él le indicó que iba hacia el comedor. Ella quería salir corriendo tras él, pero el tipo, malta en mano, seguía dándole una paliza interminable. Monegal, córtalo o vas a estar la noche entera con él. Con mucha educación, interrumpió el discurso del biólogo para recordarle que ya debían de estar sirviendo la cena. Pareció que comprendía el aviso y, sin embargo, aún quiso puntualizar algunos aspectos más de su trabajo. Un minuto, dijo. Pero esos sesenta segundos se dilataron y dilataron —quizás por efecto del calor del whisky— hasta que Olga tuvo la seguridad de que, por lo menos, habían transcurrido diez minutos más, y ellos dos seguían acodados en la barra. Esta vez, todavía con amabilidad, pero, sobre todo, con una firmeza que no admitía réplica, atajó el discurso y arrastró a Jones hacia el comedor. En cuanto entró, buscó a Jorge con la mirada. Esperaba que hubiese reservado una silla para ella... ¡Ahí estaba! Y, ¡sí!, había un asiento libre junto a él.

Olga se dirigió hacia allí con el galés, todavía perorando pegado a ella, que no se molestaba en fingir interés. ¡Qué pesado era ese hombre, caramba! ¡Y pensar que, antes de conocerlo, le había pasado por la cabeza pedir un sabático en la Escuela de Ciencias del Océano donde él trabajaba! Su obstinación y egocentrismo eran los de un enfermo o, por lo menos, los de un grosero.

¡Un grosero, un maleducado! Eso resultó el tal Jones, que no contento con haberla aturdido con su cháchara constante, al llegar a la mesa, se desplomó sobre la silla contigua a Jorge y echó mano al pan y a la mantequilla, como si un hambre de siglos le impidiera controlarse ni medio segundo más.

Jorge observó al tipo y, luego, a Olga con un aire entre dolido, pasmado y divertido.

Olga permaneció quieta, perpleja. Ese hombre tenía un ego inconmensurable, desde luego. Aunque le hubiera saltado a la yugular con gusto, se controló. No iba a organizar un bochinche delante de todo el mundo. Se tragó su rabia, le dijo adiós a Jorge —luego nos vemos— y se fue a buscar un sitio libre.

Más que comer, picoteó. No tenía hambre. Estaba de mal humor. Era el segundo día de
workshop
y, de momento, nada salía según lo previsto. Por lo menos, lo referido a sentimientos y a emociones. Afortunadamente, la parte profesional marchaba sobre ruedas. ¿De qué te quejas, Monegal?, hasta cierto punto tú te lo has buscado. ¿Ella? ¿Cuál era su responsabilidad en esa cadena de sucesos que empezaba con el padre de Jorge ingresado de urgencias en un hospital de Gerona, y terminaba con el tal Jones ocupando el que debía de haber sido su sitio, junto al geofísico? ¿Y tu rabia, Monegal? ¿Por qué te la has tragado? ¿Por qué no has tenido valor para decirle a aquel mamarracho que se fuera buscar otra silla, que ésa te estaba reservada? Siempre conteniendo tu cólera, siempre tratando de mantener la paz a toda costa. Así te va...

A ver si la situación se enderezaba después de la cena, se dijo, dándose la vuelta para charlar con la geóloga alemana de su derecha. Pero, al término, pasaron al bar, donde se formaron distintos grupos y, pese a que Olga y Jorge estaban en el mismo, no pudieron conversar a solas porque él no halló ninguna excusa para zafarse del interés que su conferencia, anunciada para el día siguiente, había despertado. Por fin, era tan tarde que se retiraron.

El ascensor se detuvo en el primer piso y algunos de los científicos bajaron, Jorge entre ellos.

—Me quedo aquí —le había dicho a Olga antes de salir—. Estoy en la 144. Pues, nada, a ver cuándo tenemos más suerte.

Se despidió con un beso, y salió.

No. Olga no había imaginado que la situación iba a desarrollarse de ese modo. Nada ocurría según lo deseado. Entró en su habitación y se quitó los zapatos. Fue al baño. Se miró al espejo. Jorge ni siquiera había hecho el más mínimo comentario sobre su peinado. ¿No le había gustado o no se había dado cuenta? Se pasó el cepillo por el pelo. A ella seguía encantándole. Dejó el cepillo sobre la repisa de mármol junto a la pila. Desaliento. Ésa era la palabra que definía exactamente sus emociones. Igual que si le hubiera pasado una apisonadora por encima y la hubiera dejado plana como una alfombra, sin aire, sin energía.

Salió del baño y se sentó en la cama, notando cómo una de sus defensivas pasiones de sueño crecía en su cabeza y la embrumaba. O la suerte se ponía de su parte a partir del día siguiente o ese
workshop
de sus sueños iba a terminar por diluirse sin ningún resultado. ¡Era desesperante! Y, luego, vuelta a la vida de siempre. A los sueños eróticos, a Alberto roncando junto a ella. ¿Vas a convertir a Jorge en un simple recuerdo? Monegal, ¿no me digas que a estas alturas de la vida estás dispuesta a transformarte en una Marina? ¿Me quieres hacer creer que dentro de diez años matarás el aburrimiento en las reuniones del instituto a base de escribir mil veces las iniciales J.R. en los folios? Monegal, no puedo creer que seas capaz de quedarte cruzada de brazos esperando... ¿Esperando qué? No pretenderás que alguien haga algo por ti...

Apenas habían avanzado, desde luego. ¿Qué sentía Jorge por ella? ¿Lo mismo que en el
Hespérides
o no? Era innegable una corriente de simpatía, pero... La simpatía no era suficiente. ¿Quedaba todavía pasión en él? ¿Y en ti, Monegal? En ella, por supuesto, la pasión estaba intacta, sólo que se esforzaba en dominarla para que no se le subiese a las barbas como el día de la visita de él al instituto, cuando perdió el control por completo y como nunca en su vida.

Pues, ¿sabes qué te digo, Monegal?, resultaría estupendo que te soltases el pelo, que tus pasiones salieran a darse una vuelta por ahí, a ver de qué son capaces. Porque ¿crees que Jorge ha sido inocente al señalarte su número de habitación? ¿Acaso no sonaba a invitación? No, por supuesto que no. Sonaba a... ¿A provocación tal vez? ¿A señuelo? ¿A pista a seguir? ¿Y la frase: a ver cuándo tenemos más suerte? ¿No hubiera resultado distinta de haber dicho: a ver si mañana...? ¿Existía la posibilidad de que ese «cuándo» fuera una sugerencia?

Olga se levantó de la cama con el corazón al galope. Podía haber sido más explícito, desde luego. Podía haber dicho: ¿quieres que charlemos un rato a mi habitación? Ay, Monegal, tú eres tonta. ¿Te habrás creído que esto es una película de Doris Day, en la que tú acabas en su habitación, sólo vestida con la camisa de él mientras os tomáis un whisky? Mucho cine y, además malo, eso es lo que te ocurre.

¿Qué hacía? ¿Lo llamaba y le preguntaba si...? No, Monegal, no cojas el teléfono. Coge el ascensor y baja hasta el primero. ¿Y luego? Luego, según la cara con que te reciba, se te ocurre algo, seguro.

Se puso los zapatos y entró en el baño de nuevo. Se delineó los párpados con un lápiz marrón, se pintó los labios, se lavó las manos y se perfumó detrás de las orejas. Luego se dirigió hasta la puerta. Con la mano en el pomo, titubeó. No, Monegal, ahora no puedes echarte atrás. Lo que tenga que ser, será.

Anduvo rápidamente hasta la escalera deseando no toparse con ninguno de los participantes. Fue poner el pie en el primer escalón y tener la certeza de que acercarse a él era el único gesto posible, como si llevase mucho tiempo preparando ese encuentro, como si hubiese bajado por esa escalera muchas, muchísimas veces en el pasado. Durante el primer tramo, se sintió feliz, segura de ella misma. Luego, cada peldaño hacia él, liberaba más y más su cuerpo. Lo sentía abrirse como una azalea roja, palpitar y humedecerse.

Al llegar al rellano, supo que estaba empezando a cruzar un puente. Ese pasillo que la conducía hasta la 144 era el puente. Su puente. Entonces recordó una escena de
Rayuela
y, como con su sueño erótico, volvió a sentirse en la novela de Cortázar. Oliveira, sin mate y queriendo ahorrarse las escaleras —¡hacía tanto calor!—, se asomaba a la ventana y le pedía a Traveler, asomado a la suya, que le tirase un paquete con la hierba. Traveler se negaba, argumentando que se estrellaría en la calle, tres pisos por debajo de ellos. Entonces sacaba un tablón y lo aseguraba en su ventana, mientras Oliveira lo afianzaba de su lado. Le pedían a Talita, la mujer de Traveler, que cruzara ese angosto e inseguro puente. Muerta de miedo, ella lo cabalgaba y empezaba a deslizarse sobre el vacío, mientras notaba, por encima de su cabeza, el puente verbal de velada rivalidad que Traveler y Oliveira, viéndola alejarse de uno y acercarse al otro, tendían entre sí. Así estaba Olga: cruzando el tablón. Sólo que no sentía miedo, ni vértigo. Llamó a la puerta de la 144.

—¡Voy!

¿Estaría ya en la cama? ¿Se habría dormido?

—Olga, te estaba esperando —murmuró Jorge, cerrando la puerta tras ella.

Olga lo abrazó de la misma forma en que él lo había hecho en el camarote del
Hespérides
.

—Me encanta tu colonia: huele a almendras. Y, también, me gusta tu nuevo peinado. Mucho, mucho —fue lo único que pudo decir Jorge, durante el mínimo rato en que Olga le liberó los labios para llevarlo hasta la cama.

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