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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (59 page)

—¡Joder, joder, con Alberto! ¡Quién lo iba a decir! —Susana miró a Olga fijamente—. Bueno, tú eres tonta rematada. Si Alberto tiene una aventura, ¿por qué tienes tantos escrúpulos para liarte con Jorge? Si él puede, ¿por qué tú no?

—Porque... porque no hace más que complicar mi propia situación. Además, deja eso, que estoy camino de vencer mis escrúpulos.

—Eso espero...

—Aunque estoy algo nerviosa. Nunca me he acostado con otro hombre que no sea Alberto.

—¡Qué desperdicio, cariño! Bueno, ¿y qué?

—Que no sé qué va a ocurrir.

—Yo, sí. ¿Te lo cuento?

—Por favor...

—Nada que ver con las películas o las novelas. En la ficción, ni hombres ni mujeres tienen inhibiciones. Vamos, que follan a la primera como si fueran amantes desde lo menos cinco años atrás. Los hombres nunca tienen problemas de erección, nunca eyaculan precozmente; las mujeres, desmintiendo el informe de Shere Hite sobre la sexualidad femenina, pueden tener orgasmos en todas las posiciones, incluso las más inverosímiles.

—¿La realidad?

—La realidad es que, para empezar, si le gustas mucho, mucho, si está muy emocionado, igual ni se le levanta. Igual se corre en seguida. Igual tú no alcanzas el orgasmo, por la misma razón que él: demasiada emoción. O demasiada descoordinación.

—¡Menudo panorama! Es desolador.

—¡Qué va a ser desolador! Es la puta realidad. Y, además, es estupendo. Primero, porque la emoción de los primeros encuentros es casi irrepetible. Segundo, porque ese aprendizaje juntos es uno de los mejores de esta vida, en mi opinión.

—Eso, suponiendo que haya otras veces.

—Claro. Si no... si no, es un poco frustrante. Bueno, eso también lo cuenta tu antropóloga preferida: las mujeres suelen alcanzar el orgasmo cuando están relajadas, con compañeros que se ocupan sexualmente de ellas...

—¿Que no te tratan como a una sandía, quieres decir? —preguntó Olga, recordando el cotilleo que Susana había contado en la cena de amigos.

Susana se echó a reír.

—Querida, en nuestro medio, eso se da por sobreentendido. Difícilmente alguno de los señores que nosotras frecuentamos actúa así. Pero algunos han caído en el extremo contrario: se esfuerzan en conseguir de ti una determinada respuesta como si, más que una señora, fueras un manual. Es más, los hay que tienen un dominio tal de su orgasmo, lo retrasan tantísimo, que acaban por conseguir que te sientas como si estuvieras practicando esquí de fondo en lugar de sexo. Y, por último, según la antropóloga: las mujeres tienen una mejor respuesta sexual (cosa que no necesariamente les ocurre a ellos) con compañeros de bastante tiempo.

 

 

Sobre un extremo de la cama, Olga había ido apilando lo que metería en la bolsa para los cuatro días del
workshop
: la ropa doblada, incluidas las —¿demasiado?— despampanantes adquisiciones realizadas con Susana —un traje pantalón, dos camisas y un
body
—, el neceser, los zapatos, un libro... Repasó los montones ordenados sobre la colcha para estar segura de no olvidar nada. Aunque nunca solía despistarse al preparar las maletas, ahora, con los malditos agujeros negros, podía ocurrir cualquier desastre. Por ejemplo, dejarse en el instituto el ordenador portatil con las imágenes para la presentación.... No. Estaba guardado en la cartera, junto con la copia de su ponencia, la carpeta con los formularios de inscripción recibidos hasta entonces y otro montón de papeles. ¿Qué más? Pañuelos de papel, la agenda, el...

—¡Mamá! ¿Sabes dónde están mis bermudas vaqueras?

—No lo sé, María. Tal vez en la cesta de la plancha...

—¡Jo! Me las quería llevar...

—No veo por qué tienes que renunciar a ello. Con coger la plancha tú misma, listos.

—Mamá...

—María, por favor, ya tengo bastante lío con organizaros tan precipitadamente este fin de semana fuera de casa, como para que tú vengas con exigencias. Si quieres las bermudas, te las planchas. ¿De acuerdo?

—Sí.

¡Menuda complicación había sido resolver su ausencia y la de Alberto tan atropelladamente! ¿Cómo se le había ocurrido a Alberto avisarla el viernes mismo, horas antes de que ella se fuese a Palamós? Decirle que no contase con él para ocuparse de los niños durante el fin de semana, que le había salido un viaje profesional... ¡Qué casualidad! Una salida de trabajo en sábado y domingo —últimamente abundaban, cuando en el pasado no había sido así—, coincidiendo con sus dos primeros días de
workshop
. ¿Se estaría volviendo un cínico? ¡Valiente salida de trabajo...! Como si una fuera tonta... Estaba claro que, a última hora, había persuadido a Teresa para pasar juntos el fin de semana, aprovechando el viaje de Olga. Bueno, Monegal, ¿y qué? ¿No tienes tú, también, tus propios planes? Pues, entonces...

Se pasó la mano por la frente y cogió un par de Digesta del paquete que estaba sobre su cama. Su capacidad de goce era mayor y sus pasiones de sueño vespertino habían desaparecido, sí, pero persistían el enganche a las galletas, sus lagunas de memoria y de concentración y gran parte de su inseguridad. La de toda la vida y otra, de más reciente génesis: la originada por su próximo encuentro con Jorge. Para empezar, ¿acudiría al
workshop
? Desde el día de la cena, una semana atrás, no había vuelto a saber nada de él. Le había mandado un correo electrónico, que no había tenido respuesta. Bien era verdad que, a través de Álex, supo que su padre había empeorado, y que Jorge había permanecido junto a él en Gerona, su ciudad natal, hasta el fin. El comprensible dolor por la pérdida, sumado al natural trajín doméstico derivado de este tipo de situaciones —sobre todo, cuando la viuda es una persona mayor, con pocos recursos para desenvolverse sola—, debían de haber multiplicado las gestiones a realizar, impidiéndole siquiera comunicarse con ella. O, por lo menos, trataba de convencerse de ello; de lo contrario, se hubiera desplomado en su mar de dudas y hubiera naufragado. No cabía otro remedio que esperar. En fin, la paciencia era una de sus características más destacadas. La mejor, aunque, quizás, también la peor, porque, si se descuidaba, podía pasar la vida entera esperando. Esta vez, no, Monegal. Prométemelo. Esta vez vas a participar activamente en la construcción de lo que sea, aunque sólo sea eso: un polvo con Jorge. De acuerdo, de acuerdo...

Se levantó para coger el biquini. Entre tantas sesiones de trabajo, encontraría algun momento para darse un chapuzón en el mar.

—Hola, cariño.

Alberto entró en la habitación con la correspondencia en una mano y desanudándose la corbata con la otra. Dejó las cartas sobre la cama, y la corbata y la chaqueta sobre el respaldo del silloncito Luis XVI.

—¿A qué hora te vas? —preguntó, después de acercarse a Olga y darle un beso.

Olga comprobó la hora. Las seis y media. Si quería llegar sobre las nueve a Palamós, no podía tardar mucho.

—Dentro de un cuarto de hora, más o menos.

—Por cierto, puedes llevarte el coche tranquila. Yo he cogido uno de la empresa —dijo Alberto, inclinándose sobre la cama para recuperar la correspondencia.

Revisó el destinatario de cada uno de los sobres.

—¡Qué curioso! Un sobre de propaganda a nombre de Édgar.

—Bueno, tíralo. Ya sabes cómo las gastan las casas comerciales... Tienen un marketing tan agresivo que son capaces de mandar propaganda hasta a los bebés.

—O felicitarle su cumpleaños o algo así... Digesta —leyó Alberto.

—¿Cómo? —Olga se acercó hasta él y miró por encima de su hombro—: Efectivamente, Digesta.

—¿Te suena de algo?

—Es la marca de unas galletas —respondió ella señalando el paquete sobre la colcha.

Alberto se encogió de hombros.

—Bueno, sea lo que sea, lo tiro ¿no?

De pronto, una idea estalló en la mente de Olga. ¿Guardaría relación ese sobre con los envoltorios de galletas requisados por Édgar durante tanto tiempo? ¿Y si el niño lo estaba esperando?

—No. No lo tires. Dáselo. Al fin y al cabo, es para él.

—Bien. Voy a dárselo y, de paso, a decirles que saldremos a cenar fuera y que, por la mañana temprano, los dejo con mamá.

—Sí. Y, también, que se acuerden de coger a Dulcinea
;
no vaya a quedarse sola todo el fin de semana.

Alberto salió de la habitación y Olga empezó a llenar la bolsa de mano.

De pronto, se abrió la puerta y entró Édgar blandiendo un papel.

—¡Mamá!, te lo dije. Te dije que quizás haberme matriculado en el curso de Inglaterra era tirar el dinero.

Olga cerró la cremallera de la bolsa y contempló a su hijo.

—¿De qué me hablas?

—De esto —respondió entregándole una carta y señálandole un párrafo.

Olga leyó: «... y tenemos el placer de comunicarte que tu narración breve, titulada
Mi cama y yo
, ha superado todas las fases eliminatorias y ha resultado vencedora de nuestro concurso “Escritores en ciernes”. El jurado consideró que, además de un lenguaje bien elaborado y de una estructura bien diseñada, tu narración tenía un buen ritmo narrativo y desarrollaba un tema muy original. Te felicitamos y te animamos a proseguir con disciplina el camino que te has marcado.»

—¿Has ganado un concurso literario, hijo? ¿Eso era lo que hacías con los envoltorios?

—Pues, sí, ya ves. Tenía que mandar treinta junto con la narración de diez páginas. ¿Has terminado la carta?

—No... no. Todavía no.

—Pues, anda sigue, que aún te queda lo mejor.

«Tal como quedaba explicitado en las bases de nuestro concurso, tu narración, junto a la de los ganadores de cada comunidad autónoma en la franja comprendida entre catorce y dieciséis años, será publicada en Navidad en un volumen colectivo que regalaremos con cada paquete de galletas.»

Olga levantó la vista, todavía incrédula. Pues, ¡vaya con el escritor en ciernes!

—Sigue, sigue hasta el final.

«Como sabes, has ganado, en compañía del resto de finalistas, una estancia de quince días en nuestra casa cultural de Teruel, donde disfrutarás de un curso para futuros escritores a cargo de gente del mundo de las letras españolas.

»Tú, en calidad de ganador absoluto de nuestro concurso, recibirás, además, una colección de materiales, entre los cuales te adelantamos que figurará una enciclopedia en CD-ROM, el diccionario del español de la Real Academia de la Lengua...

»La estancia, pagada por galletas Digesta, se desarrollará del 8 al 23 de julio...»

—¡Édgar! ¡No podrás ir! Estarás en Inglaterra.

—Mami, ya te avisé del error de matricularme sin habérmelo dicho.

—Bueno, pero ahora ya nada se puede hacer.

—Te aseguro que no me lo pienso perder. ¿Cuántas veces te he dicho que quiero ser escritor? ¿Crees que hay muchas oportunidades de asistir a un curso como ése?

—No. Probablemente, no. Pero no creo que tu trayectoria termine aquí. Me parece, a mí, que leer novelas es la mejor formación, ¿o no?

—Tal vez. Pero no me dirás que no es una oportunidad estupenda oír a la gente que lleva tiempo escribiéndolas. Nos contarán su metodología, sus trucos, sus recursos...

—O no. Quizás sea mucho menos práctico de lo que imaginas.

—Bueno, en cualquier caso, quiero ir. ¡Espera! —Édgar detuvo a su madre antes de que tuviera tiempo de meter baza—. Sé que me dirás que el curso y los billetes de avión ya están pagados, pero me he preocupado de ver si podemos renunciar a ello y si tenemos derecho a devolución.

Édgar había soltado la parrafada casi sin respirar, como si quisiera asegurarse de que su madre no lo interrumpiría hasta el final.

Olga se sentó en la cama y le observó con curiosidad. Había qué ver el cambio que, de pronto, había pegado el chaval a sus ojos. Un vago, tumbado en la cama y fumando porros, transformado por arte de las galletas Digesta en un tipo inquieto, capaz, incluso, de prever alguna forma de arreglar el desaguisado. No salía de su asombro. ¿De modo que, cuando algo le interesaba de verdad, conseguía ponerse en marcha? Resultaba que, finalmente, en contra de las predicciones de Olga, el chaval no tenía la sangre de horchata. ¡Qué suerte! Sólo por esa razón ya merecía ser escuchado. Al final, iba a tener que bendecir las galletas de sus atracones, mira por dónde.

Édgar tomó aire y prosiguió:

—Los billetes de avión se pueden devolver. Sólo perdemos un diez por ciento del importe. No es mucho, aunque ya sé que es bastante, pero estoy dispuesto a ponerlo de mis ahorros.

No estaba mal el detalle de pensar en resarcir a sus padres. Aunque, obviamente, si conseguían enderezar el lío y Édgar se iba a la casa de cultura de Teruel, no le iba a reclamar el pago de nada. Claro que no.

—Bien. ¿Y el importe del curso en Inglaterra, qué?

—Verás, leí en el contrato que la única forma de echarse atrás es una enfermedad. Para ello necesitamos un certificado médico —Édgar miró a Olga pícaramente—. ¿Me sigues?

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