Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
âEspera, mamá, mira lo que le he enseñado.
Olga se sentó en la mesa conteniendo las ganas de dar un berrido y estropearles la diversión. Calma, Monegal, controla. MarÃa estaba en lo cierto, llevaba unos dÃas de un humor imposible. Tan irascible, tan a punto de saltar por la menor nimiedad, no parecÃa la Olga de siempre. Le daba vergüenza que su familia, sus compañeros, pensasen que se estaba volviendo una vieja cascarrabias.
Sobre la mesa, frente a Dulcinea, Ãdgar habÃa dejado una galletita esférica rellena de trocitos de almendra. El periquito la miró y, luego, observó a Ãdgar inclinando la cabeza hacia uno y otro lado.
âVenga, dale ya.
El pájaro pareció entenderlo y la emprendió a patadas con el dulce.
â¡AquÃ, aquÃ! âle gritaba Ãdgar, que habÃa levantado un tenedor y un cuchillo, formando con ellos un arco.
âPero ¿se puede saber qué es esto?
âEsto es pájaro jugando al fútbol âaclaró MarÃa con voz mecánica.
Dulcinea seguÃa chutando la galleta dirigiéndose a toda velocidad hacia la porterÃa de Ãdgar.
Ãdgar seguÃa jaleando al pájaro:
â¡Dale, dale, que ya es tuya!
MarÃa se reÃa tanto que se le saltaban las lágrimas. Olga se puso de buen humor a pesar de que su estómago se habÃa contraÃdo en un espasmo.
â¡Goooooooooool! âberreó Ãdgar, entusiasmado.
Entonces Dulcinea se lanzó de cabeza a comerse el balón.
âBueno, me voy âdijo Alberto, apareciendo en el comedor. Los besó a los tresâ. Hasta mañana.
Cuando la puerta del piso se cerró, Olga se sintió cansadÃsima. La abandonaron las pocas fuerzas que le quedaban. Sólo querÃa meterse en la cama y dormir, dormir. Monegal, pareces un oso en plena época de hibernación.
âRecoged la mesa, por favor. Estoy muerta, me gustarÃa acostarme en seguida.
âPues, anda, vete. Ya nos ocupamos nosotros de todo ârespondió Ãdgar mientras devolvÃa a Dulcinea a su jaula.
â¿Y qué más, guapo? âprotestó MarÃaâ. Lo arreglarás todo tú, supongo, porque yo tengo que estudiar. No puedo perder el tiempo.
âVale, vale. ¡Uf! ¡Qué incordio! No sé cómo la fabricasteis tan mal.
âBuenas noches. No os vayáis a dormir muy tarde, por favor.
Mientras se lavaba los dientes se le ocurrió. ¿Por qué no llamaba a Teresa y comprobaba si su corazonada era cierta o no? Por supuesto, pensó enjuagándose la boca, eso era lo que iba a hacer.
Después de ponerse el pijama y meterse en la cama, llamó desde el aparato colocado en la mesita de noche de Alberto.
âHola. No estamos en casa. Al oÃr la...
Antes de que el contestador emitiera el mensaje completo, descolgaron el aparato.
âSà âdijo la voz de Carlos superponiéndose a la de Teresa que terminaba con su «... señal puedes grabar tu mensaje».
âHola, Carlos. Soy Olga.
â¡Vaya, Olga! Me pillas por los pelos. Estaba a punto de salir.
âPues no te entretengo. QuerÃa hablar con Teresa.
âLo siento, pero no está. TenÃa guardia en el hospital. ¿Le dejo algún recado?
âNo. Es igual. Ya la llamaré mañana.
No pensaba dejarlo para el dÃa siguiente. Iba a probar llamando al hospital. A lo mejor era cierto que Teresa estaba allà y entonces tendrÃa que admitir lo absurdo de sus sospechas. Y los sentimientos de culpa la matarÃan, claro. Le estarÃa bien, por estúpida.
â¿Teresa Bellido? No está. Mañana por la mañana la podrá encontrar.
ParecÃa que habÃa acertado en sus predicciones. Ahora ya no merecÃa la pena echarse atrás. Era preciso llegar hasta el final comprobando si, por lo menos, Alberto estaba en Omega.
¿Qué milonga le contaba al de seguridad? ¿Que habÃa encontrado una nota de su marido en la cocina, pero que el gato habÃa vomitado sobre ella y no conseguÃa leer dónde le decÃa su marido que habÃa ido? ¿Que por la mañana él habÃa dicho que no lo esperase, que tenÃa trabajo, y ahora ella no recordaba si estaba en el despacho o no? ¿Disfrazaba la voz y se hacÃa pasar por otra? La verdad, todo le parecÃa igual de mezquino y ruin. Aparte de que probablemente ningún vigilante del mundo serÃa tan estúpido como para creer los embustes de una mujer al acecho de su marido a esas horas de la noche. Lo primordial era que el vigilante no la identificase para evitar que dejara una nota a Alberto, supuestamente ausente.
Ensayó una voz que retenÃa el aire y simulaba una carraspera casi digna de una laringuectomizada.
âNo. No está. Lo puede encontrar mañana. ¿Quién le digo que ha llamado?
El espasmo de su estómago se intensificó. Incertidumbre: cero. Creyó que no podrÃa pegar ojo en toda la noche, que no podrÃa quitarse de la cabeza a Alberto y Teresa juntos en algún hotel, ni las palabras de Patricia recriminándole tan a menudo su falta de coqueterÃa, que no podrÃa dejar de preguntarse en qué le habÃa fallado como compañera, qué era lo que no habÃa sabido darle. Sin embargo se durmió inmediatamente.
Luego, durante los siguientes dÃas, su malestar, sus trastornos, se fueron acentuando: las pasiones de sueño, su compulsión por las Digesta âÃdgar, que por alguna desconocida e incomprensible razón, coleccionaba los envoltorios, estaba encantadoâ, su irritabilidad...
Sin embargo, los cambios que más llegaron a inquietarla fueron los intelectuales. Su memoria se plagó de agujeros negros por los que desaparecÃan las palabras, las ideas, las fechas... sin dejar rastro. Y su pensamiento se hizo errante. Le resultaba difÃcil mantener, durante unos minutos, la atención sobre una misma idea: tan pronto la habÃa focalizado, sus pensamientos, incapaces de permanecer quietos observándola, se movÃan, resbalaban, se aceleraban. Y cuando ella trataba de darles alcance, como bolitas de mercurio, escapaban entre sus dedos.
Por último, observaba con desagradable sorpresa cómo su capacidad para el placer se iba borrando. Se estaba convirtiendo en una criatura más pensante que sintiente. SabÃa que querÃa a Alberto y a sus hijos, pero lo sentÃa menos. Estaba segura de que le encantaba el yoga, pero experimentaba poco placer practicando. Era consciente de que le gustaba su trabajo, pero cada dÃa se le hacÃa más cuesta arriba ir al instituto.
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Anabelén se reÃa a carcajadas y su padre, también. Menuda risa tenÃa. Unas carcajadas soltadas a todo gas, como si montones y montones de canicas se estuvieran cayendo por unas escaleras. Saltaban, saltaban, saltaban. Lo que le gustaba oÃrlo reÃrse de aquella forma... A ella, la risa de él siempre le habÃa vuelto el cerebro al revés. ¡Ay! La de tiempo que llevaban las canicas sin rodar por las escaleras.
Manolo no paraba de hacerle cosquillas a Anabelén. La pequeña se retorcÃa sobre el sofá como si fuera un gusano. La perra miraba la escena desde debajo de la mesa de metacrilato, enseñaba un poquitÃn los colmillos y gruñÃa con fiereza, pero quedamente. No se atrevÃa a más. ConocÃa bien los puntapiés de Manolo. La cara de Anabelén estaba cada vez un poco más congestionada. Una lo veÃa: le iba a dar algo a la crÃa.
âManolo, se está excitando mucho...
âJoder, Mari Loli, no te pongas palizas âprotestó Manolo redoblando la fuerza de las cosquillas.
âPapa, papa. Noooo. Pipi.
Anabelén habÃa pasado de la risa al llanto en un momento.
âMira cómo eres... La niña se ha meado encima por tu culpa.
Mari Loli cogió en brazos a su hija para llevarla al baño.
â¡Ay, laleche! ¡A ti no hay Dios que te entienda, ¿eh?! Que nunca me ocupo de los niños, que nunca me ocupo de los niños, y para un rato que juego con ella, te cabreas. Lo dicho: a las tÃas no hay por dónde agarraros. Otro dÃa que esté sin servicio, desde luego no me quedo en casa, porque para ganarme broncas no estoy yo.
Mari Loli oyó las últimas palabras desde el baño, mientras desnudaba a la crÃa y la lavaba. Después le puso el pijama. Total, para la hora que era.
âAnda, vete a jugar âle dijo dándole una palmadita en el culo.
Mari Loli preparó una lavadora y la puso en marcha. El tambor empezó a girar entre chirridos estridentes. Mari Loli se apoyó en la pared y bostezó. ¡Qué sueño! Claro, ¡dónde vas a parar!, si no podÃa ser lo de despertarse cada madrugada a las cuatro. Y ya no habÃa forma de dormirse de nuevo. Era como que su cabeza se convertÃa en un cine. RugÃa el león de la Metro en la pantalla. Hacia la derecha. Hacia la izquierda. Y echaban la pelÃcula. Los actores siempre eran los mismos: Angelines y Manolo. Haciéndose arrumacos, sobándose, compinchándose. Aunque se esforzara por pensar en algo distinto, no podÃa. Era un programa de sesión continua. ¡Hala!, siempre la misma pelÃcula. La sabÃa de memoria, y le dolÃa un montón. Porque era una de llorar y llorar. Ahogó otro bostezo justo en el momento en que Manolo entró en el baño. Por la cara, se notaba que ya no estaba enfadado. ¡Menudo chollo tenÃan aquella tarde! Estaba claro que habÃa aprovechado el mediodÃa para menesteres placenteros.
âOye, me caigo de hambre.
âHijo, ¿no has comido o qué?
Lo preguntó con mala intención, pensando: ¡hala, otro dÃa en lugar de darte el filetazo, come!
âPoco y mal. ¿No habrÃa algo para picar? ¿Un poco de chorizo o unas patatas fritas o asÃ?
âVoy a ver.
Salieron los dos del baño. Mari Loli apagó la luz y cerró la puerta.
Ya en la cocina, Mari Loli abrió una bolsa de patatas fritas de tamaño familiar, mientras él cogÃa una cerveza de la nevera. Aún no habÃa cerrado la puerta del frigorÃfico, cuando dijo:
â¡Ah!... Casi se me olvida...
Mari Loli se dio la vuelta.
âA media mañana ha venido Pili...
â¿Qué Pili?
âLa vecina del quinto, sÃ, mujer, a la que le pasó lo de...
â¡Ah!, la rarita.
â¿La rarita?
âSÃ, hijo, más rara que un perro verde.
âYo no la encuentro nada rara, al revés...
¡JolÃn! Los tÃos nunca se enteraban de nada.
â... bueno, pues, que ha venido a por un par de huevos. Que no tenÃa en casa. Se los he dado.
âVale, pues bien hecho. ¿Y qué?
âY nada, ¡coño!, que te aviso, que luego te quejas si tocamos las cosas sin decÃrtelo. Que tú a lo mejor tenÃas pensado utilizarlos para algo.
¡Cuánta consideración!
Manolo cogió el paquete de patatas fritas. Ella salió de la cocina tras él.
âDame unas pocas, ¿no? âpidió cogiendo un puñado.
Antes de meterse otra vez en la cocina, echó un vistazo a la pequeña, que se entretenÃa con el teléfono móvil de plástico, regalo de Reyes. Era el único juguete que aún seguÃa entero. Se oÃa la musiquilla: ping, ping, ping, ping, cada vez que supuestamente alguien marcaba el número. Luego el riiiing, riiing hasta que Anebelén contestaba.
Manolo se habÃa repantigado en el sofá, con los pies sobre la mesita de metacrilato, fumando, bebiendo cerveza y comiendo patatas. Miraba una pelÃcula de chavales jóvenes en la tele. El sonido estaba tan alto que el coche de policÃas, con la sirena dando vueltas y aullando, parecÃa estar aparcado en la salita. Ese ruido se mezclaba con el de las ambulancias que, muy a menudo, pasaban por debajo de su bloque, camino del hospital. Escáner se mataba a ladrar a los dichosos vehÃculos vociferantes.
MarÃa, sentada a la mesa del comedor, hacÃa los deberes.
Entró en la cocina para continuar con la cena. Puso las alubias en la olla a presión y cinco rodajas de merluza a descongelar en el microondas. El microondas, todavÃa en peor estado que la lavadora, soltaba sus mugiditos, mientras la válvula de la olla giraba y silbaba. Pronto estuvieron las paredes y los armarios húmedos de vapor.
Mari Loli se fue a planchar. Instaló la tabla en el comedor, junto a la mesa. Llenó el depósito de la plancha con agua y conectó el aparato. Por encima de todos los ruidos de la casa, se alzó la voz de TelepatÃa Total, conjunto al que era aficionado el vecino del séptimo tercera:
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Eres mi chica ideal, nunca vi nada igual.
Toda pellejo, ni un gramo de grasa.
Mucho gracejo y siempre de guasa.
En los labios, mermelada de frambuesa.
En los ojos, kilovatios de la Fecsa.
Eres mi chica ideal, nunca vi nada igual.
Â
Las letras de sus merecumbés o cha-cha-chás eran muchÃsimo mejores, dónde vas a parar, se dijo Mari Loli. ¡Ay! ¡Cuántos dÃas llevaba sin encerrarse en su habitación para bailar con su espejo de luna! No estaba de humor, claro.
De pronto, Manolo levantó la voz por encima de los niños, de los disparos, de los ladridos de Escáner, de los berridos de TelepatÃa Total y de los aullidos de la ambulancia que recorrÃa su calle, para avisar:
âEste fin de semana no contéis conmigo. Tengo servicio.
Cuando estaban cenando, llamó Estrella para saber si el viernes por la noche Mari Loli iba a estar en casa.
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Estrella era la mayor de los tres hermanos. Primero Estrella, que tenÃa treinta y ocho. Luego venÃa ella, Mari Loli, y entre las dos se llevaban sólo un año y pico. El tercero, Diego, el pequeño. ¡Uf, el pequeño...! Lo era porque habÃa nacido el último y porque seguÃa siendo un irresponsable, y al paso que iba no dejarÃa de serlo, aunque cada año era algo más mayorcito: veintisiete habÃa cumplido ya. Eso de la droga âel caballo como la llamaba élâ le habÃa fastidiado el carácter. Vaya, ¡y los brazos! O, a lo peor, por culpa de su carácter se enganchó, quién sabe. Diego nunca habÃa tenido voluntad, siempre habÃa sido muy blando, bastante haragán. En cambio, Estrella era lo contrario. Ãsa habÃa nacido con un temperamento animoso y desafiante que la llevaba a ponerse el mundo por montera. Aunque luego la vida, con sus zancadillas, habÃa puesto mucho de su parte para que Estrella no pudiera desfallecer nunca y estuviera siempre dispuesta a luchar para salir adelante. La verdad, resultaba una mujer muy especial. Cortante como un cuchillo de cocina afiladÃsimo. Dura como una plancha. Independiente, independiente hasta decir basta, a veces parecÃa no necesitar a nadie para vivir. Tú no te puedes poner minifalda, ¿eh, Estrella?, porque irÃas enseñando los huevos, se burlaba Diego en cuanto se presentaba la menor ocasión; y sin ella también. Era más lista que el hambre. EntendÃa cualquier cosa a la primera. Además, como ponÃa mucha atención, se le quedaba sin esfuerzo en la cabeza. De modo que, a pesar de no haber estudiado muchÃsimo, sabÃa bastante de todo. ¡No iba a saber, si se pasaba los ratos libres leyendo...! Y también aprendÃa de las mujeres a las que les hacÃa la estética en La PeluquerÃa. Sobre todo de la directora de
Mujer Diez
, esa que le regalaba la revista. Una pija simpática, que no paraba de contarle cosas. Claro que, por lo visto, ella también preguntaba mucho. En fin, que toda la fuerza de voluntad a repartir entre los hermanos se le fue a su madre en el primer parto. Estrella usaba la fuerza de voluntad para conseguir todo lo que se proponÃa. ¿Siempre sabes lo que quieres?, le preguntó Mari Loli, maravillada, una de las muchas veces que la vio actuar en plan demoledor, como un bulldozer. Ella le contestó que no, que a veces no lo sabÃa. Y añadió: Pero siempre sé lo que no quiero. Ahora mismo, por ejemplo, estaba liada con tantas y tantas historias que no le debÃa de alcanzar el tiempo ni para respirar. De diez a tres y media y de seis a ocho, cinco dÃas a la semana, en La PeluquerÃa, situada no muy lejos de Cadena Dos. Libraba el domingo y otro dÃa que no era fijo. En La PeluquerÃa trabajaba de estetisién.