Anoche soñé contigo (26 page)

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Authors: Gemma Lienas

¡Serás burra, Monegal! ¿Es así como pretendes demostrarle que estar sin noticias suyas durante este tiempo te ha resultado amargo?

—Será un placer recordar los días de campaña, ¿verdad? —dijo Álex.

—¡Sí! —gritó Cloe.

—Sí —dijo Olga. Aunque su respuesta quedó enmascarada por el grito jubiloso de la becaria.

—Pues, vamos. Marina, Silvia y Miguel nos están esperando a la salida.

—Nos morimos de hambre —los apremiaron sus compañeros, desde la verja que cerraba el jardincillo a la entrada del instituto.

Álex era conocido por la gente del departamento de Recursos Marinos Renovables. Jorge, no, y hubo que presentarlo.

—Encantada —dijo Marina, estrechándole la mano. Luego, cuando él ya no podía verlo, miró a Olga con expresión interrogativa.

¡Maldición! ¿Quién le habría mandado a ella contarle aquella primera vez el dichoso sueño a Marina? ¿Y, sobre todo, quién le mandaba confiarse a ella para explicarle que ya había puesto un rostro y un nombre al desconocido de sus fantasías? Ahora era imposible zafarse de la curiosidad, natural, de Marina.

Hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento. Y, a pesar de la improbabilidad de que pudiese ser captado por los demás, se sintió incómoda. Como si todos pudieran leer en su cara lo que estaba ocurriendo.

Marina levantó las cejas. ¿Admirativamente?, se preguntó Olga. Eso parecía. Tampoco era extraño. En su opinión, Jorge resultaba un tipo muy atractivo físicamente, aunque no respondiera a los cánones de belleza masculina habituales: ni era muy alto, ni estaba delgado, ni era musculoso, ni tenía anchas espaldas... ¡Y, sin embargo, qué apetecible era! Su sonrisa brillante y franca, sus ojos verdes y su tez oscura, sus manos grandes... Y, desde luego, psicológicamente, era una de las personas con mayor encanto que ella hubiera conocido.

Jorge, con su calidez, su risa contagiosa, su mirada brillante y su ternura, había conquistado sin esfuerzo a Silvia y a Marina. Miguel lo miró sin verlo. El pobre Miguel andaba alicaído al comprobar que sus planes para ocupar la dirección del instituto se iban al traste.

Se dirigieron al chiringuito habitual. Delante iba Jorge, flanqueado por Silvia y Cloe, con quienes charlaba animadamente. Los seguían Álex, Marina y Mariano, enzarzados en una discusión acerca del presupuesto que para investigación dedicaba el gobierno.

—Un 0,8 por ciento del producto interior bruto —estaba diciendo Marina—, uno de los más bajos de la Unión Europea.

Álex añadió:

—Sólo superamos a Portugal y Grecia.

Cerraban la comitiva ella y Miguel, los dos cabizbajos y sin ánimos para muchas charlas. Olga levantó la cabeza y vio el cabello castaño de Miguel que raleaba en la coronilla y en las entradas. No iba a tardar mucho en ser declaradamente calvo. Además, se estaba encorvando mucho. ¿O era el peso de los acontecimientos que le doblaba la espalda como si fuera una persona de edad avanzada? ¡Qué preocupado andaba! Había conseguido que el claustro elevara a la junta del instituto la propuesta de dirección con los dos nombres: el de la geóloga y, a pesar de haber conseguido menos votos, el suyo. Pero esa misma mañana se había enterado de que la junta se había pronunciado a favor de la otra candidata. Aunque no necesariamente hubiera perdido la oportunidad de ser el director —la última palabra la tenía la presidencia del consejo, en Madrid—, sus posibilidades eran cada vez más remotas. Olga no sabía si ese empeño de Miguel por acceder al puesto obedecía a sus ansias de poder, al deseo de renovar el aire en su rutinaria vida de investigador o al de mejorar su salario de científico, tan mezquino.

No atinó nada que decir para levantarle el ánimo. El suyo tampoco andaba boyante como para hacer alardes de generosidad. Quien sí parecía boyante era Jorge, que les contaba a Silvia y a Cloe algo probablemente muy gracioso, ya que la científica y la becaria se reían con ganas.

Entraron en el restaurante y quedaron situados de forma nada conveniente... por lo menos para ella, se dijo Olga. ¡A los demás debía de darles igual cómo se sentaran! Aunque, quizás a Jorge, no, porque no había perdido tiempo en colocarse entre las dos chicas.

Olga aguzó el oído para saber qué explicaba Jorge a ese par de bobas, pendientes de sus palabras. ¡Menuda gracia! Les estaba describiendo la campaña... No, si las mujeres eran tontas de remate. La una, con tantos años de investigación en su haber y harta de hacer campañas en el mar, lo escuchaba como si nunca hubiera puesto los pies en un buque oceanográfico, como si no supiera hasta la hartura qué significaba recoger muestras, estudiarlas, sacar datos... La otra, como si aquella campaña no tuviera nada que ver con la que a ella le había tocado. Las dos embebidas en sus palabras. Claro que había que ver también la gracia de él para describir un escenario y unas operaciones que hasta a ella se le antojaban mucho más apasionantes de lo que en efecto eran. ¡Qué barbaridad! Ese hombre veía la vida a través de gafas de colores. Probablemente ésa era una de sus mayores virtudes: ser capaz de ver la parte positiva de cualquier situación, tomárselo todo bien, disfrutar de la vida, tender a la felicidad...

Olga y Miguel habían dejado sus platos de arroz casi intactos cuando el camarero llegó con los segundos. Varias veces, Olga había sentido la mirada de Marina sobre ella; sin embargo, Jorge sólo parecía pendiente de su conversación con Silvia.

Por fin aquella comida terminaba. Se sintió aliviada; no creía que pudiera disimular más la tensión. Pagaron y se levantaron de la mesa.

Cuando estaban saliendo, Jorge se puso a su altura y ganó la puerta al mismo tiempo que ella.

—¿Es políticamente correcto decirte que estás muy guapa? —murmuró.

Olga lo miró, desconcertada. No lo esperaba, desde luego. La mirada de él era dulce, su comentario, amable, pero el tono... El tono, cortante. Como si esperase una respuesta impertinente por parte de ella.

Era el momento de demostrarle que sí estaba interesada en él. Que, en realidad, su actitud en el
Hespérides
había obedecido a sus sentimientos de culpa, a su ansiedad. Pero no sabía cómo comportarse: su cuerpo seguía bloqueado. Al final, sonrió ampliamente, aunque quizás había tardado mucho; en los ojos de él asomaba la desconfianza.

—Bueno, os dejo —avisó Jorge, despidiéndose del grupo y sin darle tiempo a Olga a añadir nada.

—Voy contigo —dijo Álex.

—Bien. Hasta pronto. Ya llamaré —dijo Jorge.

Los dos profesores se fueron en una dirección, mientras el grupo se alejaba en la contraria.

Ya llamaré... Tal vez había sido un comentario banal, como quien dice: a ver si algún día nos vemos. O quizás, por el contrario, significaba que iba a ponerse en contacto con la gente del instituto. Y si era así, ¿con quién? ¿Con ella? ¿Con Silvia?

—Olga...

Sí, era natural que Marina quisiera hablar de Jorge.

—Marina... luego nos vemos. Quiero acercarme al quiosco.

Se adelantó a paso vivo, sin esperar respuesta, segura de que Marina sabría entender que no tuviera ganas de comentar lo ocurrido.

En el quiosco estaba la mujer rubita y boba. Sostenía una revista del corazón abierta por una de sus páginas a todo color y señalaba la fotografía de un cantante melódico muy popular.

—Mira —le decía a Pepe, que la escuchaba con aire entre amable, divertido y conmiserativo—, dice en la entrevista que ahora sí se casa con ella. Y fíjate, la casa en la que van a vivir. Y, lo mejor: que viene a dar un concierto aquí. ¡Quién pudiera ir...!

Pepe le guiñó un ojo a Olga y, luego, dirigiéndose a la rubita, dijo:

—Tienes razón, sería estupendo.

—Ya —suspiró la rubia—, pero yo no puedo. Mi marido no soporta cómo canta.

—¡Lástima! Bueno, que hay gente esperando. Hasta mañana.

Pronto Olga estuvo de regreso en el instituto. Al entrar en su despacho encontró a Marina en él. ¡Qué raro que tuviese tantísima prisa por comentar la comida!

—¡Mira! —le dijo a modo de saludo blandiendo unos papeles con una indignación tal que más parecían un insulto que pasta de celulosa.

¡Ah! Ya le extrañaba que Marina pudiera estar tan interesada en cuestiones personales. Obviamente no la esperaba en el despacho para cotillear sobre Jorge sino por alguna razón de trabajo.

—¿Sabes qué es? —preguntó con rabia.

—No —respondió Olga, aunque, no bien lo hubo dicho, imaginó que se trataba de la respuesta del
Journal of Science
a su artículo. Respuesta negativa, por lo que se intuía.

Efectivamente.

—El editor del
Journal of Science
me devuelve el artículo con las anotaciones de los dos
referees
. Uno es favorable, pero el otro... el otro es demoledor. De manera que el editor me pide muchos cambios, tantos que no sé todavía si los voy a hacer. Sobre todo, porque, fíjate —dijo, enseñándole los dos informes—, creo saber quién está detrás del comentario negativo. Mira, los dos han sido escritos por personas de habla inglesa. Ningún no hablante inglés puede redactar con tanta soltura.

Olga echó una ojeada. Tenía razón. Sólo con leer unas cuantas líneas se podía comprobar lo que Marina señalaba.

—Bien. Si lo observas mejor te darás cuenta de que éste —agitó uno de los informes— ha sido escrito por alguien de Estados Unidos, mientras que este otro es de alguien de Inglaterra.

—¿Y bien? —preguntó Olga, sin saber todavía adónde quería ir a parar.

—Pues que detrás de éste, del inglés —exclamó triunfalmente—, está Tony Brown.

El nombre transportó a Olga al congreso sobre recursos marinos renovables que había tenido lugar un año y medio atrás en Vancouver y en el que Marina se había enzarzado en una violenta discusión pública con ese biólogo. Desde entonces, habían cruzado sus espadas más de una vez.

—Mujer, no puedes estar segura... Podría tratarse de otra persona que, efectivamente, no esté de acuerdo con tu planteamiento.

—¡Ni hablar! En este informe hay algo personal. Desde luego, el tío quiere minar mi credibilidad científica....

—Marina..., sabes bien que, incluso si el autor de este informe es Tony Brown, lo que persigue con su crítica no es destruirte profesionalmente sino defender sus propias teorías que, si no recuerdo mal, son opuestas a las tuyas.

—No, Olga. Te digo que este tipo va a por mí. Me quiere destruir.

Olga suspiró. Cuando Marina entraba en su casi delirio paranoico, era inútil tratar de convencerla. Bien, no se empeñaría en cambiar el punto de vista de su compañera; pondría el énfasis en defenderse ella misma para no caer en la telaraña que Marina era capaz de tejer con sus sospechas. No, Monegal, tú no vas a dejarte arrastrar por la
folie à deux
.

—¿Sabes, Marina? Creo que debes pensar con calma en la posibilidad de introducir esas modificaciones. Será la mejor manera de neutralizar a Brown.

Marina se levantó, pensativa.

—Quizás tienes razón. Me voy a meditar. Hasta luego.

Providencial
Journal of Science
, que la había librado de hablar de Jorge. No hubiera podido; tenía el corazón anudado. Trató de concentrarse en el trabajo, pero su mente estaba tan dispersa, o mejor, tan concentrada en otra cuestión, que no avanzaba. A las seis y media decidió abandonar. Se iba a su curso de yoga.

Al desenrollar la esterilla y tumbarse en ella, fue consciente de que se hallaba en el centro de estudios orientales y se dio cuenta de que había realizado el recorrido en metro y había paseado por delante de los escaparates lujosísimos del paseo de Gracia en estado casi catatónico.

Se concentró en las asanas para olvidarse de Jorge, aunque, como flashes, iban apareciendo de vez en cuando imágenes de la comida, que ella trataba de apartar. Finalmente, la clase terminó con la fase de relajación. Ahí sí iba a poder ahuyentar al geofísico de su mente.

Sintió su cuerpo pesado, pesado, como si fuera una muñeca de tela, rellena de plomo. Sus piernas, sus brazos, su tronco, su cabeza se hundían en la arena, fina y caliente. Su respiración se acompasó al ritmo de las olas del mar. Inspirar, espirar, inspirar, espirar... El mar turquesa del archipiélago de Los Roques saltaba, se desmoronaba, corría y moría mansamente a sus pies. Y ella seguía respirando al compás del movimiento del oleaje: paz, paz, paz... Unos manglares verdes y cerrados formaban un cabezal a su espalda. Los cormoranes volaban en círculos sobre los brillos del mar. Paz, paz, paz... Entonces su cuerpo se volvió ingrávido, se llenó de viento y, como Andoar, el macho cabrío de Michel Tournier en
Viernes o los limbos del Pacífico
, fue sólo un pellejo que vivía entre las nubes, atado por una cuerda a la sandalia de Viernes. Y flotaba, flotaba, flotaba...

 

 

Al bostezo neumático de las puertas del vagón, abrió los ojos. ¡Venga, Monegal, levanta! Es tu parada. Se precipitó al andén aún medio dormida. ¡Menos mal que había despertado a tiempo! Desde hacía una semana, cuando la visita de Jorge al instituto, había empezado a notar que, después de comer, las fuerzas la abandonaban y, a media tarde, ya sólo pensaba en acostarse. Tal vez se hallaba al inicio de otra de sus temporadas de hipersomnia, como protección ante los problemas.

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