Anoche soñé contigo (21 page)

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Authors: Gemma Lienas

—¡Qué burradas dices, María! —exclamó Alberto, poniéndose repentinamente serio—. No quiero que hables así ni en broma, ¿me oyes?

—¡Ay, papá, por favor, no te pases! Lo he dicho porque estás raro. No pareces tú, tanto reírte y meter ruido. Hablando como una moto...

La niña estaba en lo cierto. Alberto también debió de considerarlo así porque, a partir de entonces, puso bajo control esa excitación, que, sin embargo, chispeaba en sus pupilas. Olga le observó detenidamente varias veces a lo largo de la cena. No fue capaz de adivinar qué podía estarle ocurriendo, ni esa noche ni las siguientes, en que su ánimo decayó bruscamente. ¿Quién podía entenderlo? Regresaba de dos días de trabajo en Bruselas como si hubiera estado de verbena, hasta rejuvenecido. Luego, en cambio, pasaba un lunes en su despacho y entraba en casa encorvado como si fuera un viejo, sin ánimo, ausente. Se le iba la poca energía en besuquear y estrujar a los críos como si pudieran desintegrarse y desaparecer para siempre de su vida.

—¡Papáaaa! —se quejaba Édgar—. Estás un poco plasta, ¿eh?

—Hijo, no seas así. Soy tu padre y te quiero.

—Que eres mi padre, lo supongo...

—¡Édgar...!

—... y que me quieres, lo sé. Pero nunca te habían dado esos ataques de soba.

María procuraba escabullirse antes de ser alcanzada por las demostraciones afectuosas de su padre; no era muy partidaria de tanto abrazo. Indudablemente ni ella ni nadie en la casa estaban habituados a los excesos de ternura. Olga era la primera desconcertada. Alberto jamás había sido un hombre amoroso. ¿Entonces...? No hallaba explicación para ese cariño súbito y desmedido, que se limitaba a sus hijos; a ella no la alcanzaban los achuchones. Con ella seguía siendo amable y atento, pero menos cercano, menos cómplice. O esa sensación tenía Olga. A veces, hasta dudaba de sus impresiones. Tantos años juntos y, de pronto, parecía como si Alberto hubiese desarrollado una cara oscura de la luna. Olga se quedaba sentada del lado iluminado, especulando con preocupación acerca de la otra cara. ¿Qué se escondería en ese lado oscuro? ¿Estaría enfermo?

El decaimiento daba paso a breves episodios de euforia, durante los cuales recuperaba la locuacidad y la alegría de aquel domingo por la noche. Luego, al enfangarse de nuevo en la tristeza y el desánimo, parecía prisionero de una campana de cristal. ¡Ni siquiera la música lograba sacarlo de su abatimiento! Cuando por la noche, después de cenar, Édgar y María se encerraban en sus habitaciones a terminar los deberes y ellos dos se sentaban en la sala, Olga ponía un disco compacto que resquebrajara la campana.
Magdalena a los pies de Cristo
, un oratorio de Caldara que le gustaba mucho. Nada. Alfred Deller, su contratenor preferido, interpretando con acompañamiento de laúd canciones de Dowland. Absolutamente nada. Se limitaba a sentarse en el sofá, átono y desmadejado, con el rostro inexpresivo. En dos ocasiones ella intentó saber qué le ocurría, pero contestó que estaba cansado, que tenía mucho trabajo y muchos problemas...

Monegal, no te pongas pesada; si quiere hablar, ya lo hará. No lo atosigues.

Sin embargo no estaba tranquila, sobre todo porque no entendía esos cambios bruscos de humor de Alberto. Daba la impresión de ir montado en una montaña rusa, aunque el trayecto constaba de mayor número de bajadas que de subidas. De pronto se le ocurrió... ¿No padecería un trastorno bipolar? Navegó por Internet hasta toparse con la DSM-IV, la biblia taxonómica de la psiquiatría mundial. Después de mirarlo por encima y considerar que la diferencia entre clasificar nemátodos o trastornos emocionales y comportamentales era mínima, leyó con detenimiento los textos. La verborrea y la euforia de Alberto concidían con dos de los rasgos de la fase maníaca, sin embargo ni estaba irritable, ni dormía menos de lo habitual, ni sobrevaloraba sus propias capacidades, ni, por supuesto, mostraba una apetencia sexual exagerada —¡qué más quisieras tú, Monegal!—. Se ajustaba a las características que definían la fase depresiva, por estar más retraído que de costumbre y, sobre todo, falto de energía. Pero Olga no podía asegurar que tuviera fallos de memoria o de concentración; en casa no era evidente, y no le constaba que las tareas profesionales le resultaran más difíciles. ¿Pérdida del apetito? Sí... comía menos que antes, mucho menos. Realmente, había adelgazado. Llegó a la conclusión de que Alberto no padecía un trastorno bipolar, aunque para quedarse tranquila decidió abordar a Teresa alguno de los días que, terminada la sesión de gimnasio, subía a verla.

—¿Enfermo, Alberto? No me lo parece. ¿Por qué lo dices? ¿De qué tienes miedo?

Olga le contó lo observado desde su regreso de la campaña, incluso yendo en sus confidencias más allá de lo que las dos tenían por costumbre. Le describió los cambios observados y de qué modo perturbaban su estabilidad personal y su vida de pareja alguna de esas novedades. A lo mejor, la indujo a hacerlo el tono médico con que la escuchaba su amiga.

—Por ejemplo, llevamos meses sin hacer el amor.

—Eso... —respondió Teresa echando el humo del cigarrillo por la nariz—. Si te cuento los siglos que Carlos y yo no nos hemos tocado. Es más, hasta llevamos un mes y medio durmiendo separados.

Evidentemente, no había sido buena idea comentárselo. De haber sido Susana su paño de lágrimas, hubiera puesto el grito en el cielo, alarmada. ¿Cómo podía estar alguien más de una semana sin follar? ¡Las diferencias entre las personas eran tan grandes!, suspiró Olga.

Abandonó el tema del sexo, que a Teresa nunca le había interesado mucho.

—También está más distante conmigo...

—¿Más frío, más malhumorado, más...?

—No, no. Afable, como siempre. Sólo que ha puesto distancia. Tengo la sensación de que algo se ha roto entre los dos y, sin embargo, no sé decirte qué es.

Teresa apagó el cigarrillo, con aspecto de estar pensando.

—Pues, fíjate que yo no he observado ningún cambio. Claro que, en realidad, creo haber empezado a conocerlo bien a partir del momento en que iniciamos el proyecto relacionado con el ciclotrón.

—Pero si hace veinticinco años que lo conoces... Los mismos que yo, ¿recuerdas?

—Claro. Pero tú eres su mujer y yo, la amiga de su mujer. Además, como es tan reservado... El caso es que ahora creo haber captado su personalidad, pero no soy capaz de decir si existen diferencias con el Alberto de unos meses atrás.

—Ya... Pero no te parece enfermo, ¿verdad? Quiero decir que no crees que tenga algún trastorno psiquiátrico, como lo que te he comentado o quizás otro.

Teresa se echó a reír.

—¡Qué va! ¡En absoluto! Al revés, me parece que tienes muchísima suerte de contar con un compañero como él. ¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo!

Olga se quedó más tranquila. Teresa no era psiquiatra, pero algo habría estudiado durante la carrera. De modo que si ella decía que no existía motivo de preocupación, por algo sería.

Justo entonces, cuando Olga se convenció de que lo de Alberto no debía de ser grave, Édgar pasó de ser un adolescente sólo cretino a ser un adolescente perturbador.

—¡Cariño! ¡Otra vez en la cama...! ¿No se te ocurre nada mejor?

—Cómo te pones por nada...

—Me da grima verte tumbado todo el día, como si a los quince años no tuvieras otra cosa que hacer.

—¡Jo!, no entiendes nada, mamá. Estoy pensando el argumento de una novela. Ya te lo he dicho otras veces. Quiero ser escritor.

—A mí me parece que tu vocación es ser vago. A ver, mírame. ¿Por qué tienes los ojos tan enrojecidos?

—No sé —contestó Édgar encogiéndose de hombros.

—¿Y se puede saber a qué huele tu habitación?

—A nada, mamá.

—¿Cómo que a nada? Si apesta a hierba.

¡De modo que le daba a los porros y le faltaba valor para confesárselo! Ni que ella hubiera sido una madre a la que no se le pudiera explicar nada, ¡caramba! Con el cuidado que siempre habían puesto Alberto y ella en demostrarles a sus hijos que la confianza era primordial, que podían contarles cualquier problema...

Al fin, loca de inquietud, se lo explicó a Susana, antes incluso de comentárselo a Alberto, que ya bastante desajustado andaba, el pobre, como para ir dándole malas noticias sobre cuestiones domésticas.

—Olga, tesoro, ¿no irás a montar un pollo por un poco de marihuana, eh?

—Mujer, no me hace gracia. Además, si te crees que él me lo ha dicho... Me he dado cuenta yo. Su habitación apesta.

—¿Y qué esperabas? ¿Que viniera a decirte: mamá, ya soy un hombre, hasta fumo canutos? Venga, Olga, no seas ingenua. Por mucha confianza que haya habido en casa, no puedes figurarte que te lo va a contar todo. ¿Acaso te ha notificado ya su primer morreo? ¿O que se ha estado acariciando con la chica que le gusta?

—¡No...!

—Y hasta debes creer que, como no ha dicho nada, será que no ha ocurrido nada, ¿no?

Olga asintió con la cabeza.

—A veces, las madres somos un poco tontas, ¿sabes? —explicó Susana con una mueca graciosa.

—Bueno, en este caso, tampoco Alberto se ha enterado de nada.

—¡Ja! —rió Susana—. Figúrate que, si nosotras somos tontas algunas veces, ellos lo son siempre; no se enteran de la película hasta que nosotras se la contamos.

—Volviendo a los porros, me preocupa que de ahí pase a probar drogas duras. No sé... El éxtasis, el crack... Son tantos los peligros que los acechan a la salida del instituto o a las puertas de las discotecas...

—Lo normal será que le dé un tiempo más al canuto y aquí se acabe la historia. Eso fue lo que ocurrió con África.

—¿Tu hija fumaba?

—Hace ya mucho. A los dieciséis o diecisiete. ¡Y, ya ves, ahora, ni siquiera soporta que yo fume tabaco!

Sería por los porros o porque el argumento de su novela lo mantenía demasiado ocupado, el caso fue que las calificaciones escolares experimentaron un descenso brusco.

Alberto, ya al tanto de los petardos, y ella sostuvieron una conversación con su hijo, que prometió enmendarse. No iba a fumar más porros, iba a dedicar más tiempo al estudio, dejaría la novela para el verano... y se ocuparía de Dulcinea.

No era mal chaval. Estaba en plena crisis adolescente.

La tranquilidad duró poco.

—¡Édgar!

Se iba a enterar. La jaula del periquito se asemejaba a un vertedero no controlado.

Silencio.

—¡Édgaaaaaaaaar!

Se asomó a la puerta de la sala, aullando:

—Yo no he sido.

Este comentario gracioso de Édgar, defendiéndose de una posible inculpación antes de que ella abriese la boca, la hubiera hecho reír unos días atrás. Pero cuando vio sus ojos irritados, sanguinolentos, se le pasaron súbitamente las ganas de bromear. ¡Ya estaban otra vez a vueltas con los canutos!

—Si no limpias la jaula, abro la puerta y dejo que Dulcinea se vaya al mundo exterior, tú mismo.

No se lo tuvo que repetir.

—Caramba, hijo, vaya novedad —comentó Alberto al llegar a casa. Luego, mientras se aflojaba el nudo de la corbata, le preguntó—: ¿Has decidido por fin limpiar la pocilga del bicho?

Édgar no contestó, en cambio Olga levantó la vista del libro que leía para advertir:

—Lástima que sólo se decida cuando le pongo la navaja en el cuello.

Alberto se sentó en el sofá y ya no volvió a abrir la boca. Estaba mano sobre mano con la mirada perdida entre la paloma de Picasso y las nubes de Magritte. Olga dejó el libro y le observó. Llevaba días ausente, completamente desinteresado de todo. Durante la cena también se desconectó de la conversación general. María lo llamó tres veces hasta conseguir captar su atención.

—¡Jo!, papá. No te enteras de nada, ¿eh? —lo reconvino. Luego, dirigiéndose a Olga y como si su padre no existiera, advirtió—: ¿Será que está enamorado? Trae la misma cara de bobo que se le puso a Édgar en verano cuando se enamoró de la alemana del camping. ¿Te acuerdas?

¿Enamorado? ¡¿Enamorado?! ¿Sería posible? Fue como si María le hubiese encendido una luz en el cerebro. ¡Enamorado...! ¿Por qué no? Algunos signos concordaban, aunque resultaba raro pensarlo. Alberto no era un hombre enamoradizo. Ni siquiera de joven lo fue. Le costó enamorarse de ella, o por lo menos, confesárselo. Vamos, que si Olga no lo llega a ayudar, quizás nunca hubieran empezado a salir juntos. A lo peor, si ella no lo hubiera empujado, no habrían sido novios, ni compartido la cama, ni decidido vivir bajo el mismo techo. Y, por supuesto, si llega a escuchar a la arpía de su suegra la noche antes de la boda, no se casa. Desde luego, considerando el enamoramiento como un impulso físico, un cataclismo de neurotransmisores y hormonas, costaba imaginar a Alberto con esa agitación.

Realmente resultaba extraño imaginarlo víctima de un flechazo. Y, sin embargo, podía ser, ¿o no? La idea la trastornó durante un rato. En la cama rebullía inquieta. ¿Alberto enamorado de otra? ¿Como un Carlos cualquiera? Él, tan cabal, tan fiable, tan sólido...

Se levantó a beber un vaso de agua. Se sentó en la sala, donde Dulcinea la recibió con arrumacos sonoros.

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