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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (16 page)

No hubo forma de sacarlo del cabreo, de modo que la pobre Angelines se quedó sin críos.

—Que sí, claro que me acuerdo, ¿pero qué tiene que ver una cosa con la otra?

—Sí, tiene. Verás: antes de ir al médico, cuando Pepe Antonio y yo hacíamos ñiqui-ñiqui no me daba gustito.

Mari Loli se metió la última patata brava en la boca, empujó con el pulgar una gota de salsa que le había salpicado la comisura y se dispuso a escucharla con mayor atención.

—Me quedaba quieta debajo de Pepe, cerraba los ojos y esperaba....

—¿Esperabas qué?

—No sé, hija... Esperaba pasarlo bien. Como tú. Siempre decías que era fenómeno, pero yo no le veía la gracia. Pepe me hacía daño la mayoría de veces.

—¿Cómo que te hacía daño?

—Chica, no sé. Daño. La tendría demasiado grande...

Mari Loli la miró con cara de lástima.

—O puede que fuera porque siempre iba a la suya. Vamos, que yo no me enteraba de nada. Encima me dolía. Además, luego tenía escozor y hacía pis cada poco rato. Empecé a pensar que a lo peor no me quedaba preñada porque no tenía gustito.

Entonces, contó Angelines con su voz lenta y perezosa, con la idea de poder tener un hijo, empezó a preocuparse por aprender. Y aprendió, sí, porque en una revista femenina descubrió que su cuerpo tenía un botoncito despiporrante y cómo ponerlo en marcha. Pero lo consiguió ella solita, nunca con la colaboración de su Pepe, que seguía yendo a su bola, sin mucho interés porque ella saliera de su ignorancia. De modo que cuando fue a que la visitara el médico, acabó por explicarle su problema. El ginecólogo la sacó del error. No tenían que ver los orgasmos con la preñez.

—Me quitó un peso de encima, ¿sabes?

Mari Loli lo suponía.

—¿Qué más ocurrió? ¿Fueron mejores los revolcones con Pepe, después de todo eso? —la animó a seguir, viéndola atorada.

Angelines sacudió la cabeza. La melena y la A doradas se balancearon suavemente.

—No —suspiró—. Siempre nos fue mal.

—¿Os fue? ¿Quieres decir que ahora nada de nada?

—No —Angelines cruzó el índice y el medio de la mano derecha—. Que dure, hija. No sabes cómo me alegro de que José Antonio ya casi nunca me lo pida.

Mari Loli la miró con la boca abierta.

—Él, por su lado. Yo, por el mío.

—¿Tú, por el tuyo? —repitió Mari Loli, incrédula.

—Yo con mis amores...

Mari Loli la observó, perpleja.

—... imaginarios, claro. Pero me lo paso bomba. Ni te lo figuras.

Desde luego que no. ¿Quién lo hubiera dicho? Vaya con la mosquita muerta de Angelines...

—Oye, cuenta, cuenta, que me tienes pasmada. ¿Qué haces? —pidió Mari Loli, acodándose en la mesa y sujetándose la cabeza con las palmas de las manos apoyadas en las mejillas.

¡Vaya lo que contó! Todo dependía del tiempo libre, sin su Pepe, que tuviera por delante. Con mucho, se lo montaba divino. Se compraba un ramo de flores y las metía en agua en un jarrón. Se preparaba un baño de espuma, se ponía un par de velas de color malva encendidas cerca de la bañera, junto al jarrón con el ramo, colocaba un marco con la foto de Carlos Amadeo...

—¿Carlos Amadeo?

—¿No me digas que no sabes...?

—Claro que sé. Ese cantante tan dulce, al que le tiembla la voz cuando canta esas canciones de amor —interrumpió Mari Loli—. Sólo que no me lo puedo creer. Si ese tipo es una momia.

—¿Una momia? —se ofendió la otra—. ¡Qué va a ser una momia! Un encanto, eso es. Además, tiene una voz...

Sí: cantaaaaaaba de un moooooodo tan pegajoooooooso y duuuuuuuulzón, que muchas mujeres babeaban al oírlo.

Total, colocaba la foto de Carlos Amadeo en el borde de la bañera. Ella entraba en sus nubes de espuma y apoyaba la nuca en el borde contrario para ver bien a Carlos Amadeo. A mano siempre tenía una copita de licor dulce de café y un platito con bombones. Se hacía la idea de que el cantante le había regalado las flores y le decía cosas tiernas. Luego metía la mano por debajo de la espuma, llena de burbujas, todas ellas con el arco iris. Imaginaba que sus manos eran las de él. Y...

Angelines se quedó parada. Miró a su alrededor como si de pronto tuviera conciencia del lugar en el que se encontraba. El bar se había ido llenando de gente. Las conversaciones iban subiendo de volumen rápidamente.

Mari Loli tenía los ojos como platos. Aquélla no parecía su Angelines de toda la vida.

—¿Y?

—Hija, lo otro ya te lo figuras tú solita, ¿no?

Sí, claro, no era difícil.

—¿No crees que tú también te lo podrías montar así? Con un amante imaginario.

—No, no creo. Tú y yo somos muy distintas —suspiró Mari Loli. Luego miró la hora—. ¡Qué tarde es! Tengo que irme.

—¡Huy! Mi Pepe me mata si no me encuentra en casa. ¡Ay!, por cierto, con todo ese lío, no creo yo que hayas llamado a ese programa de la tele, ¿verdad?

—No. Ni acordarme, ya ves tú.

—Bueno, si te decides, cuenta conmigo.

Se levantaron las dos al mismo tiempo, y a la vez se pusieron las chaquetas. Luego arrimaron las mejillas simulando un beso. El cutis con tendencia a los brillos de Mari Loli contra el cutis sin granos pero áspero de Angelines.

¿A qué olía Angelines? Mari Loli se quedó unos segundos tratando de recordar dónde había olido ella aquella fragancia de colonia: fresca, joven, verde, ligera...

¡Laleche! ¡Era el mismo olor de la nuca de Manolo! Era el olor que la otra le había dejado pegado a la piel. ¿Sería posible que...? Observó a su amiga: sus grandes ojos azules e inocentes, su boca fresca, abultada y juvenil, su melena aniñada... Su amiga de toda,
TODA
, la vida. Y, sin embargo, tan nueva después de aquellas confesiones. No, Mari Loli no podía creerlo. ¿Significaba que su amiga...? No tenía valor ni para darle forma al pensamiento. ¿Iba a dejar que Angelines se fuera sin preguntar nada?

Cuando ya salían a la calle, le dijo:

—Oye, Angelines, ¿qué colonia usas? ¿Es nueva, no?

Angelines contestó distraídamente. ¿O sería con una cierta mala voluntad?

—Sí, es nueva de hace unos días. No sé... Una de esas para toda la familia. Marazul, creo que se llama.

La cuerda volvió a anudarse con fuerza alrededor del tórax de Mari Loli. ¡Lo que costaba respirar, caray!

 

 

¡De hoy no pasaba! Olga lo llevaba entre ceja y ceja. En cuanto viera a Alberto dejar el periódico, aprovechando la siesta del sábado y la ausencia de hijos, lo arrastraría a la cama, aunque tuviera que reducirlo con una llave de judo. ¡No podía ser! Llevaban cuatro meses sin hacer el amor. Primero fue porque Alberto andaba liado y preocupado por la instalación del ciclotrón y por el trabajo a realizar con Teresa. Luego fue su campaña en Ligur y el inevitable cansancio al regresar, y luego... Hacía ya tres semanas desde su desembarco, y durante ese tiempo Alberto había eludido cualquier ocasión de encontrarse a solas con ella en la cama. Por las noches, o dejaba que Olga fuera a acostarse primero y él se lo tomaba con tanta calma que, cuando por fin se decidía, ella, sometida por el sueño, ya no se enteraba de nada. O bien, actuaba al revés: si advertía que Olga todavía iba a estar un rato más levantada, él se precipitaba hacia la habitación, donde poco después ella lo encontraba durmiendo. O eso parecía.

En general, su frecuencia de intimidad no bajaba de una vez al mes, aunque tampoco a menudo superaban ese hito. Cierto que, en alguna ocasión, a consecuencia de problemas laborales o de salud habían dejado pasar incluso más tiempo, pero ¡cuatro meses! le parecían a Olga un período excesivamente largo, no sólo para sus propias necesidades, sino para la salud de su vida en común. Una pareja sin sexo no era una pareja. De la misma manera que una pareja sólo con sexo tampoco lo era. Cuando una historia sentimental se basaba solamente en la atracción física, estaba sentenciada, porque la pasión tenía fecha de caducidad: la de una pequeña molécula llamada feniletilamina, cuyo período de vida, por lo visto, era de unos dos o tres años. Después, ¡kaputt!, a no ser que los componentes de la pareja se hubieran dedicado a cultivar deliberadamente esa excitación y hubieran sabido generar el apego, emoción mucho más afiliativa que el enardecimiento sexual. De modo que, al término de la feniletilamina, existían tres posiblidades: una, romper con la pareja; dos, seguir con la pareja gracias a ese sentimiento tan cálido que es el apego; tres, y según Olga la más habitual, seguir con la pareja, a pesar de que el deseo hubiera muerto y aunque no existiera apego, o mejor dicho, porque existía un apego basado en el odio, el resentimiento y la rutina. Ése era el cemento que mantenía unidas a muchas personas. Ella no estaba dispuesta a conformarse con una pareja sin sexo, que, a la larga y en general, también parecía llevar estampado el «consumir antes de fin de: ver la tapa».

Alberto dejó el periódico sobre el sofá. Aunque Olga ya había empezado a acostumbrarse a ese nuevo Alberto barbilampiño, todavía echaba de menos su barba. Seguía pensando que la cara al descubierto no lo favorecía. Tenía un rostro demasiado delgado. Además, ¿no había perdido peso en los últimos tiempos?

Alberto se quitó las gafas, reclinó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Olga no perdió ni un segundo: se arrodillo ante él y le desanudó un zapato.

—¿Qué haces? —preguntó Alberto, incorporando la cabeza.

—Quitarte los zapatos y los calcetines. No me gustaría hacerte el amor con ellos, como el Pijoaparte de
Últimas tardes con Teresa
. ¿O tal vez me confundo y el de los calcetines era otro personaje?

Alberto suspiró.

—Francamente no sé de quién me hablas.

—De un personaje de una novela —respondió Olga masajeándole la planta del pie desnuda.

De nuevo, Alberto reclinó la cabeza.

Olga le besó la punta del pie.

—Bueno, ¿qué me dices? ¿Vamos a la habitación? ¿O quieres que nos quedemos aquí, en el sofá?

Estaba segura de que no. Hacía años que no lo habían hecho en un lugar distinto a la cama ni en otra posición que no fuera la del misionero. Alberto se desconcentraba tan rápidamente que era preferible mantener unas rutinas.

—Estoy cansado, Olga.

—Sí, ya sé que lo estás. Pero por la noche aún te sentirás peor y, al paso que vamos, envejeceremos sin volver a echar un polvo. ¿No crees?

Alberto sonrió débilmente.

Olga pensó que estaba ganando terreno.

—Venga. Voy a preparar un tónico. Tú, espérame en la cama. Voy volando.

Se levantó a buscar una copa de Calvados. Mientras, con el rabillo del ojo vigilaba los movimientos de él, que, sin un entusiasmo excesivo, se había levantado y estaba abandonando la sala. ¡Uno a cero, Monegal!

Cuando entró en la habitación, Alberto ya se había metido en la cama.

—Toma —le dijo alcanzándole la copa.

Olga se desnudó y fue dejando las piezas de ropa sobre el silloncito Luis XVI, esmaltado en un tono crema y tapizado con una seda a rayas caqui y beige, regalo de su suegra cuando cambiaron de piso. Patricia no soportaba su desinterés por la decoración del hogar. Olga y ella —en eso y en tantas otras cosas— eran las dos caras de la medalla. Por no decir que eran incompatibles. Patricia estaba siempre pensando en redecoraciones para la casa: nuevo mobiliario, nuevas cortinas, nuevas tapicerías, traslado de muebles de una habitación a otra... Eso cuando su ocupación principal, es decir, restaurarse ella misma, le dejaba un hueco: tintes, cortes, permanentes, masajes, tratamientos hidratantes, reafirmantes... No podía hacer nada para obligar a su nuera a pasar por la peluquería con mayor regularidad o para que vistiera con más elegancia, pero por lo menos cooperaba para que la vivienda de su hijo fuera más parecida a un hogar que a un laboratorio. Seguro que ése era el pensamiento de Patricia cada vez que aterrizaba con algún elemento decorativo nuevo, sonrió Olga.

Se metió en la cama y se arrimó a él, que no pareció enterarse. Estaba ensimismado.

—¡Alberto! Estoy aquí —le dijo con afecto, incorporando el torso y apoyándose sobre el codo derecho mientras con la mano izquierda lo saludaba.

—Ya te veo —dijo él. La atrajo hacia sí.

¿Uno a uno, Monegal?, se preguntó ella, no muy segura del objetivo de ese abrazo cariñoso, más propio de un amigo o un hermano que de un amante. Permaneció inmóvil junto a Alberto, que tampoco hacía ningún gesto, como si tener la cabeza de ella recostada casi en su axila lo complaciera, pero no lo invitara a más. Olga cerró los ojos.

Al cabo de unos minutos, convencida de que él había vuelto a sumergirse profundamente en sus pensamientos, se entretuvo en acariciarle dulcemente el vello del pecho, atenta a sus reacciones; no parecía exultante, pero por lo menos respiraba tranquilo. Olga decidió ir más allá: le puso una mano sobre el sexo. No, definitivamente no estaba nada animado. Lo miró unos momentos, antes de desaparecer bajo las sábanas, entre sus piernas. Aplicó su boca con ternura al sexo de él, pero no consiguió resucitarlo. Cuando percibió que Alberto no sólo no iba a tener una erección sino que estaba perdiendo la placidez, se dijo a sí misma: ¡Monegal, tablas!, y emergió de entre las sábanas.

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