Anoche soñé contigo (13 page)

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Authors: Gemma Lienas

Mari Loli lo escuchaba sin creerlo, pero con muchas ganas de poder hacerlo.

—No me habías dicho nada de esa fiesta.

—Mujer, como si tuviera que ir contándotelo todo. Además, que seguramente te avisé de la juerguecita, y luego lo olvidaste.

Ella seguía sin darle crédito.

—Bueno. Por la cara que pones ya veo que no me crees. Pues, mira, vamos a llamar a José Antonio. Él te dirá que es verdad.

—También se lo puedo preguntar a Angelines, si a eso vamos.

Manolo ladeó la cabeza. Luego añadió:

—No creo que ella sepa nada. José Antonio no pudo ir porque estaba de servicio. Lo llamamos.

Manolo se levantó y se dirigió hacia el teléfono.

Aquel gesto sí le pareció a Mari Loli una señal.

—Vale, vale, te creo. No sé, yo pensaba que...

—Ahí le has dado. Eso es lo malo de las tías: que pensáis demasiado. Siempre os andáis comiendo el tarro con memeces. Y claro, luego, nosotros pagamos el pato.

—Hombre, Manolo, yo...

—Que me dejes terminar, que aún me queda por decir. Lo que pasa es que las tías sois un coñazo: que si me quieres, que mírame, que nunca me dices nada, que si te gustan más las otras... —resopló—. Tonterías. Lo que yo te diga. Que si no tuvierais la cabeza a pájaros, nosotros, los hombres, viviríamos más a gusto.

Estuvo unos días más tranquila, diciéndose que vaya follón había organizado, al fin y al cabo sin que viniera a cuento. Tenían razón Manolo y Estrella. Las mujeres —algunas— eran un poco merluzas, siempre pendientes del amor, como si no hubiera otras cosas en la vida. Hasta le dieron ganas de cantar, del peso que se había quitado de encima. ¡Qué alegría! Todo eran figuraciones suyas.

—Mama, qué contenta estás.

—Ya ves, reina.

Se sentía ligerita como una pluma, como si hubiera perdido peso. Hasta los niños, la casa y Cadena Dos se le antojaban una carga menos pesada. Aunque, algunas veces, una sombra le cruzaba el pensamiento y la dejaba con mal cuerpo sin que supiera por qué. ¿En qué debía de haber estado pensando para que se le hubiera puesto otra vez el pecho de blandiblú? Otras veces, miraba a Manolo y sentía un cierto resquemor. ¿Le habría dicho la verdad? Bueno, vamos, vamos, se decía. No se podía poner pava o Manolo tendría motivos para enamorarse de otra. Pero, cuando pasaba por delante de la cazadora o de la chaqueta, no resistía la tentación de meter la mano en los bolsillos. Y, ¡qué alivio!, nunca encontraba nada. Hasta que un día, al abrir el cajón de la ropa interior de Manolo, sus dedos tocaron algo duro en el fondo. Era un paquetito pequeño, de un tamaño no mucho mayor que una compresa plegada. Envuelto en un papel rosa pálido, con una etiqueta dorada en la que se leía: Joyería Bertrán. ¡Anda! ¿Me ha comprado un regalo?, se dijo. Con la ilusión, se le puso la piel de gallina. A lo mejor era para quitarle el mal sabor de boca por las entradas a La Paloma.

No tardó más de unas horas en darse cuenta de su error: el paquetito de la joyería no era para ella. Por la noche, Manolo dijo que salía, que volvía en unas horas. Ella, con una sospecha engordando su pecho, fue a hurgar en el maldito cajón de la cómoda. El paquetito había volado. Dos días más tarde, Manolo le dijo que tardarían más de lo previsto en poder comprar el nuevo microondas que tanta falta les iba haciendo. Fue como si el techo, fulminado por la dichosa aluminosis, se hubiera desplomado encima de Mari Loli. Aunque, a decir verdad, tampoco fue una sorpresa descomunal. En algún sitio perdido de su cerebro, muy escondido, lo había sabido siempre: Manolo tenía novia, a pesar de que lo negase.

—Oye, mírame —le dijo unos días más tarde Manolo entrando en la cocina y acercándole mucho la cabeza a los ojos—. ¿Qué tengo ahí?

—¡Ay, hijo! No veo nada.

—¿Cómo vas a ver si todavía no te he dicho dónde tienes que mirar?

Mari Loli le dio la espalda y movió el mando del quemador para reducir el gas.

—Aquí —señaló Manolo.

Mari Loli lo puso debajo de la luz y le examinó un pedazo de piel detrás de la oreja derecha.

—Me escuece. ¿Qué es?

Mari Loli tardó unos instantes en responder. ¿De dónde salía ese olor? No el de caldo. Ese otro olor fresco, como de colonia joven, verde, poco pesada.

Mari Loli se le acercó más. Parecía que fuese a darle un beso, pero en realidad lo estaba oliendo. ¿Se habría echado colonia? No. Más bien parecía que se había arrimado a alguien que la llevaba y se le había pegado a su piel. De modo que ésa era la colonia de la otra. ¡Joder...!

—Bueno ¿qué es?

—Un granito —contestó ella—. Nada importante. No lo toques.

 

 

—Que sí, venga, el miércoles por la tarde —acabó Mari Loli en un suspiro.

Lo que Angelines quisiera, vaya. Necesitaba hablar con ella, porque, si no, pronto le estallaría el pecho de tanta pena, rabia y angustia acumulada. ¡Una no era de piedra! Aunque algunas veces le hubiera encantado serlo. Una conversación con Angelines no le resolvería la vida. A lo peor, ni siquiera le servían sus consejos. Pero seguro que su amiga la escuchaba con interés y cariño.

Colgó el teléfono de los vestuarios y se dirigió a su puesto en la caja.

—¡Buenos días, chicas! Aquí me tenéis de nuevo: Toni Cadenas, el delirio de las nenas. ¿A que me habéis echado de menos?

Sin dejar de reponer productos en la zona de droguería, Florita lanzó una mirada torcida al recién llegado. Con un ojo en la caja registradora y el otro sobre su compañera, Mari Loli se preparó para la declaración de guerra. Siempre estaban con lo mismo aquellos dos. En cuanto se veían, andaban a la greña. Mari Loli no sabía por qué Florita le tenía tanta hincha al representante de pastas El Conejo. ¡Valiente nombre, las benditas pastas! Le iba al tipo que ni pintado. Y él, claro, le sacaba partido. Con lo que le iban la marcha y las mujeres y las farras... Era simpático. Siempre estaba de broma. Pero Florita se tomaba las chanzas de la peor forma posible.

Mari Loli vio que la chica balanceaba lentamente algo sobre su dedo. ¿Qué era...? ¡Jolín! ¡El tangacereza! Cómo le gustaba a Florita exasperar al Delirio. Pues ella, a lo suyo. A pasar los productos por el lector del código de barras, a cobrar, a devolver cambio... Como si aquellos dos no existieran. Ya tenía bastantes problemas con Jooose para buscarse otro más.

Mari Loli se puso un puñado de kikos en la boca.

El tangacereza se mecía suavemente sobre el índice de Florita. Lo tenía sujeto por la parte más estrecha, la trasera. Era tan delicado que parecía una mariposa. La chica miraba al Delirio con una mueca a medio camino entre la burla y el odio. Parecía decir: acércate y verás.

El Delirio se aproximó bastante. Luego, más. Y aún un poco más. Cuando estaba ya casi tocándola, a ella y su tangacereza, en el pasillo de droguería apareció Jooose. La escena quedó congelada: el tangacereza colgaba flácido del dedo inmóvil de Florita. A pesar de hallarse tan cerca, el Delirio no hizo ningún gesto. Jooose fue el único que se movió.

—Venga, Cadenas, que llevo cinco minutos esperándote.

Florita se dio la vuelta con rapidez y devolvió el tangacereza a la estantería. Mari Loli vio al Delirio abrir los labios para soltar algo que sólo Florita pudo oír. Mari Loli podía suponer alguna burrada.

—Anda. Al despacho, que no tengo tiempo que perder, Cadenas —insistió Jooose, lanzando una mirada aviesa a la espalda de Florita.

Cadenas también lanzó una mirada al trasero de Florita, aunque de un calibre distinto. Mari Loli estaba de acuerdo con la opinión que expresaban los ojos del Delirio, porque el uniforme, sabiamente estrechado y alcorzado, marcaba bien las curvas de la cajera y sólo quedaba unos centímetros por debajo de su ropa interior; las piernas siempre bien a la vista. Y las de Florita eran largas, largas, largas, como si nunca fueran a terminar. Hasta los zuecos blancos de trabajo tenían un aire gracioso en los pies de Florita. Bueno, quizás era porque los llevaba no reglamentarios, o sea, con unas plataformas que mareaban. ¿Sería por una chica como ésa por quien Manolo había perdido la chaveta? Mari Loli sacudió la cabeza, dispuesta a no permitir un nuevo asalto de sus pensamientos obsesivos. Se frotó la nuca para hacer desaparecer la tensión que, de nuevo, empezaba a anidar allí. ¡Cómo le dolía...!

Los dos hombres desaparecieron por entre los cepillos para el pelo, las cremas suavizantes y los champús de uso frecuente.

Aprovechando una calma en la caja, Florita se acercó a Mari Loli.

—¡Qué salido, el mamón!

—Hija, Florita, no es para tanto.

—¿Que no? Tú todavía no te has enterado de quién es éste. Un cerdo de campeonato, te lo digo yo.

—Mujer, tampoco es de extrañar que te diga lo que te dice, yendo tú como vas.

—¡¿Cómo voy yo?!

Mari Loli ya conocía los arrebatos de mal genio de su compañera, pero esta vez parecía más subido de tono.

—Bueno, déjalo. No nos vamos a enfadar por esa bobada.

—¡No! ¡Déjalo, no! Que tú todavía no te enteras de la película, guapa. Si lo que quieres decir es que voy muy corta y muy ceñida y con un pelo extravagante que se ve a diez kilómetros de distancia, te voy a dar la razón. Voy así porque me gusta, pero eso no da permiso a ningún gilipollas para meterme mano o decirme lo que le pase por el pito. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Vamos a ver, Mari Loli. ¿Te imaginas tú que nosotras, las tías, nos pusiéramos en plan salido cada vez que vemos a un cachas con camiseta sin mangas, de esas que dejan los bíceps al descubierto? ¿O a uno de esos que van con unos vaqueros que más parecen guantes que pantalones? Pues irán como les da la gana, ¿no? Y nosotras no tenemos por qué creer que todo el monte es orégano. ¿O tú lo crees?

No. Qué se iba a creer una..., si lo tenía delante de las narices en casa, si dormía a su lado, si parecía un anuncio de ropa interior, y ella sin creer que todo el monte fuera orégano. Ni todo ni siquiera una pizquita, vamos.

Mari Loli notó otra vez el pecho de blandiblú y, luego, una opresión que no la dejaba respirar bien. Se zampó otro puñado de kikos.

—Además, eso sería como si tú te tirases sobre cualquiera de esas pijas que vienen por aquí y le arrancases a bocados su anillo de brillantes. ¿O los brillantes de marras no son una provocación? Pues, oye, en el juicio la culpa te la echarían a ti, no a ella por llevar una provocación en el dedo.

—Bueno, hija, pero no te acalores, que no vale la pena.

—Vale. Pero ¿me has entendido?

—Que sí, claro.

Era verdad que la había entendido. Lo cierto era que nunca lo había visto de esa forma. Mari Loli inspiró con fuerza para que el aire le llegara a los pulmones. Luego empezó a respirar con más regularidad.

—Ahora va a venir a por ti —la avisó Florita.

—Bueno. A mí no me importa, hasta me parece simpático.

Florita le guiñó un ojo. Ya se le había pasado el cabreo. Ella era así. Florita se fue a las estanterías a seguir con la reposición de productos y Mari Loli aprovechó para limpiar con glásex la cinta transportadora. Miró la hora: faltaba una para salir y más de dos para la reunión con la tutora de Manu. Total, para que le dijera que el chaval era un caso perdido, que no tenía remedio. Eso ya lo sabía ella. Para eso no necesitaba perder el tiempo en el instituto. Lo que le hubiera gustado era que la tutora le diera alguna solución. ¿Cómo lo controlaba si a ella, su madre, no le hacía el más mínimo caso? ¿Cómo conseguía que estudiase un poco, no se metiera en líos o no destrozase cabinas de teléfonos —la última diversión de su basca, según tenía entendido—? Claro que a lo peor la profesora sólo le contaba paparruchas, como ésa de que en la adolescencia todos se ponían así. Pues ella no veía que todos los chavales de esa edad estuvieran como el suyo. Una cosa era que fueran un poco alocados, y la otra que tuvieran la mala idea de su Manu. Aquel crío llevaba un demonio en el cuerpo.

—Adivina quién te dio, que la mano te cortó.

Oyó esa cantilena a la par que sentía una mano revoloteando cerca de su trasero, como midiendo distancias, explorando espacios, calculando si iba a ser bien recibida o no.

Mari Loli se dio la vuelta.

—Toni, las manos quietas.

—Ay, nena, si tú quisieras... —suspiró Toni.

Mari Loli lo observó. No era guapo, desde luego, pero tenía tanto desparpajo que resultaba salado. Claro que lo del desparpajo lo decía ella, que en cambio Florita estaba harta de llamarle fanfarrón. Y su mayor bravuconada, la de creerse el delirio de las nenas. ¡El delirio de las nenas!, repetía Florita arrastrando las palabras y con una mueca de desprecio en los labios. ¿Con qué se imagina ese imbécil que podría encandilarnos? Pues tan mal no estaba, pensaba Mari Loli. Ahí lo tenías, por ejemplo. Vestido con bastante gusto. Mujer, no era la moda que le iba a Florita, claro que no. A ella, la enloquecía su Pepe con sus chupas de cuero, sus botas militares, sus vaqueros de pitillo y sus pelos largos recogidos en una coleta que le llegaba a media espalda. Que los traía demasiado largos, en opinión de Mari Loli; a veces incluso recogidos en una coleta colgando hasta media espalda. A lo que iba, Toni vestía muy fino: una chaqueta de solapas grandes, a cuadros azules y amarillos de tamaño medio, un pantalón granate, una camisa de color vainilla y una corbata salpicada por muchas manchas de colores. Tenía unos ojillos pequeños pero alegres: reían al mismo tiempo que su boca. Cuando soltaba la primera carcajada, ya se arrugaban y achicaban, como acompañando el gesto.

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