Anoche soñé contigo (12 page)

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Authors: Gemma Lienas

Se sentaron a la mesa. Olga y Carlos, de espaldas al aparador. Alberto, frente a ellos y junto a la silla vacía de Teresa.

—Alberto, te sienta muy bien el nuevo corte de pelo —comentó Carlos.

—¿Ah, sí? —preguntó Alberto, algo envarado, pasándose la mano derecha por la cabeza—. A Olga no le ha gustado mucho.

Carlos hizo un gesto con la mano que podía significar: no importa, las mujeres son así, o algo por el estilo. Luego escanció el vino tinto.

La mesa estaba puesta con el esmero de siempre. Un mantel de hilo blanco, impecablemente planchado, aunque, por supuesto, ni Teresa ni Carlos se habrían ocupado de ello. No. Una empresa habría recogido y devuelto, en perfecto estado de revista y tres días más tarde, camisas, manteles y otras prendas. A pesar de su aspecto aristocrático y sus caros atuendos, a pesar de aquel piso tan rematadamente burgués, construido para durar y decorado para el placer de los sentidos, Teresa tenía un agudo sentido de la justicia social que la impulsaba a aborrecer, por ejemplo, la práctica privada de la medicina. Esa misma solidaridad con los desfavorecidos era la que le impedía tener una ayuda en casa.

En el blanco del mantel destacaban los cuatro platos de presentación, de cristal azul índigo, y, sobre ellos, otros de fina porcelana blanca. Azul, azul, azul...

También azul era el
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de licra que llevaba Teresa. Un
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abierto en diagonal desde el nacimiento del pecho hasta debajo de la mandíbula, de modo que resaltaba aún más el ya de por si largo y lujoso cuello de Teresa. Y azules, muy azules, se veían hoy sus ojos, aunque Olga sabía que era un reflejo de la luz proporcionada por el
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. Porque los ojos de Teresa eran parecidos a las alejandritas, esas piedras preciosas con aspecto de pirámides truncadas y color verde esmeralda, capaces de cambiar al fucsia, al turquesa o al gris en función de la luz. Olga sabía, también, que Teresa trataba de disimular con el maquillaje un defecto de sus ojos sólo perceptible para ella misma: el derecho era más pequeño que el izquierdo. Pero ningún maquillaje conseguía paliar la fría luz de su mirada, el desdén con el que, a menudo, lo bañaba todo.

Teresa había aparecido con cuatro soperitas individuales, cuya boca estaba cubierta por un hojaldre hinchado y dorado.

—Sopa Champs Elysées —anunció.

¡Espectacular! ¿Cómo habría conseguido aquello?

—Muy fácil —les contó cuando ya todos habían roto la bóveda hojaldrada con la cuchara y habían empezado a comer la sopa, sabrosísima.

—Primero preparo la sopa. Luego...

—No tan rápido —la detuvo Alberto—. ¿Qué has puesto en ella? Está muy rica.

—Es un caldo de gallina con verduras y trufas cortadas en juliana y una copita de jerez. El truco efectista consiste en cortar cuatro círculos en una masa de hojaldre y colocarlos sobre las soperas pintándolos con yema de huevo. Con unos minutos en el horno, la pasta sube y se tuesta.

—Buenísimo —declararon Olga y Alberto.

—¿Y a ti, Carlos, te gusta?

—Sí. Está bien.

Como siempre, Carlos era incapaz de celebrar un éxito de Teresa. Aunque quizás no se trataba de que quisiera felicitarla o no, sino de que era ciego para lo que no fueran sus propios logros. Con toda probabilidad, pensaba que merecía sobradamente los esfuerzos de Teresa por cocinar siempre de esa forma: era lo que le correspondía a un hombre fuera de lo común como él.

En algunos aspectos sí resultaba Carlos distinto. Por ejemplo, esa capacidad de observación tan acusada, a veces hasta enfermiza. Esa capacidad de observación que le había permitido darse cuenta del nuevo corte de pelo de Alberto, algo en lo que la mayoría de hombres no hubiera reparado. Era esa misma habilidad la que le ayudaba a captar, en los rostros de sus modelos, expresiones que hubieran escapado al análisis de los demás. Por otro lado, Carlos conservaba un aspecto juvenil del que carecían ellos tres. No aparentaba más de treinta y cinco años, pero había cumplido los cuarenta y nueve. Era un año más joven que Alberto y uno mayor que Olga y Teresa. Sus cabellos de un castaño muy claro, ondulados, fuertes, espesos y sin canas, sus pupilas brillantes, su naricita redondeada, sus pómulos altos y marcados y su andar elástico desmentían su edad. Además, estaba dotado de una elegancia natural que ponía de relieve más aún su belleza. Daba igual cómo vistiera. Con unos vaqueros raídos y un chaleco de lana viejo resultaba tan atractivo como con unos pantalones y un polo de algodón o con el traje más caro de la ciudad. La elegancia de Teresa, por el contrario, era mucho más impostada; resultaba algo artificial. A su lado, Teresa siempre parecía sobrevestida y sobremaquillada.

—Esta sopa la tomamos en París hace dos meses. ¿Lo recuerdas, Carlos?

—Por supuesto —afirmó él, sonriendo algo burlonamente.

—Me gustó tanto que, al día siguiente, busqué un libro de cocina con esa receta. ¿Cómo se llamaba el restaurante? El sitio era espléndido, en plan estación ferroviaria Belle époque... —Teresa se detuvo unos instantes y, finalmente, dijo—: ¡Ah, ya lo recuerdo! Le Train Bleu.

Olga apenas tuvo tiempo de destacar la similitud del nombre con el del tranvía azul de Barcelona porque Alberto, en un descuido nada habitual en él, acababa de tirar la copa de vino. Realmente, en los últimos tiempos no ponía atención en nada de lo que hacía.

—Lo siento muchísimo, Teresa.

—No te preocupes. No es nada grave.

Carlos parecía divertirse muchísimo. No podía parar de reírse. Hacía meses que Olga no recordaba a un Carlos tan efervescente. Brillaban sus ojos, su pelo, su piel... Estaba claro que Buenos Aires había sido un gran éxito, que el viento soplaba a su favor y que él sacaba provecho de la situación.

III

 

 

 

 

Los hombres no se preocupan por las cosas, sino por las opiniones que de ellas tienen.

 

E
PICTETO
Enchiridion

 

 

 

 

 

De pronto, mientras colgaba el auricular del teléfono, Mari Loli, horrorizada, lo comprendió todo. Una sensación incómoda le invadió el vientre y de allí se fue extendiendo a todo su cuerpo, como si fuera un veneno. El pensamiento le había cruzado el cerebro con la rapidez y la fuerza de una descarga eléctrica. Casi de inmediato, el malestar le creció desde el centro de la tripa. Tuvo que sentarse: las piernas se le habían puesto blandas, de algodón. Y la saliva, dulce. Y una mano muy fría le había entrado en el pecho, por debajo del corazón, para aturullarla y dejarla sin aliento. Y el corazón le latía en la garganta. Era como si, de pronto, se hubiera enterado de que su corazón existía. Le palpitaba fuertemente, tanto que lo podía oír: bum, bum, bum. Casi lo habría podido escuchar cualquiera que hubiese entrado en la sala-comedor en ese momento. Pero estaba sola. Bueno, sola... Las niñas dormían en su habitación. Manu estaba desaparecido, como siempre. Manolo había salido de casa justo al sonar el teléfono. Bajo al bar a por pitillos, había dicho. Últimamente, eso ocurría a menudo: parecía que el timbre del teléfono le disparaba a Manolo una imperiosa necesidad de largarse a la calle. A por tabaco, a por el periódico, a dar una vuelta, a tomar el fresco... Y muchas veces ni siquiera contaba para qué salía.

Cuando se metió en la cama, Manolo todavía no había regresado con el dichoso paquete de cigarrillos. Sin peligro de sufrir interrupciones, Mari Loli pudo pensar libremente en el pánico que había sentido. ¿Y todo por qué? ¿Porque alguien había llamado por teléfono y había cortado la comunicación al oír su voz? ¡Quiá! Si tampoco era la primera vez que pasaba... Que ella recordase, en la última semana por lo menos había ocurrido tres veces. Quizás más. ¿Entonces? ¡Que se había caído del guindo! De pronto se había dado cuenta del significado de aquello, y de muchas otras cosas. Había una perica en la vida de Manolo. No, no era exactamente eso. Era que, así, como en un suspiro, se había enterado de algo realmente grave: la doña no era de quita y pon como las demás; esta vez, Manolo se había encoñado. ¡Que estaba chalupa perdido, vamos! ¡Joder...! Si sería tonta... No haberlo visto hasta aquel instante. Se hubiera dado dos bofetadas. Pero bueno ¿por qué? El que se las merecía era el jodido de Manolo. Él sí que era una mala pieza de mucho cuidado. Aunque, ya ves, tú, con lo bobos que son los hombres, fijo que un pendonazo lo había engatusado. ¡La muy zorra! Si la estaba viendo... Seguro que tenía un cuerpo de vértigo: un par de tetas bien puestas —no esas dos berenjenas que la adornaban a ella desde que amamantó a Anabelén— y unos muslos firmes —no como sus flanes— y un hermoso pelo. ¡Con lo guapo que era Manolo, podía elegir donde le apeteciera! ¿O no?

Como si alguien estuviese pasando una película en su cerebro, empezó a reparar en situaciones de los últimos tiempos a las que no había dado importancia o que había interpretado bobamente. Le hubiese gustado tener el mando a distancia de su cerebro para cambiar de canal y ver otra película. O hacer zapin. Poco importaba, con tal de dejar de sufrir. Pero su cerebro no le daba descanso. Para empezar recordó aquella tarde —y seguramente no era la primera— en que lo descubrió pasándose la cuchilla por el rostro con un esmero infrecuente en los últimos años. Se estaba afeitando como cuando eran jóvenes; en aquellos tiempos apuraba a conciencia para no irritarle la cara con arrumacos rasposos.

—Manolo, ¿qué te da?

—Me afeito. ¿No se nota?

—Pues, sí. Por eso. Se nota demasiado. Hacía mucho que no te afeitabas tan a menudo y tan bien.

—Año nuevo, vida nueva —dijo él con buen humor.

—¿Año nuevo? A buenas horas... Pero ¿tú te has enterado de que estamos en marzo?

—¿Ya? Bueno: más vale tarde que nunca.

Mari Loli se quedó sin saber si la respuesta de Manolo era una broma o si, de verdad, estaba un poco mal de la cabeza y no atinaba ni con la fecha.

Manolo siguió sonriéndose bobaliconamente desde el otro lado del espejo. Y haciendo la cusqui a toda la familia al tomar el baño por banda como si lo tuviera en exclusiva. Le dio no sólo por afeitarse sino también por ducharse a diario. Y se había comprado calzoncillos nuevos. Azul marino. Menos vistosos que los naranja o los amarillos, aunque más elegantes. Le sentaban tan bien que una se hacía gaseosa. También había comprado una camisa. Muy moderna, como de chaval más joven.

Luego estaban las llamadas. ¿Cuándo habían empezado? ¿Hacía un mes? ¿Más? ¿Menos? ¿Empezaron al mismo tiempo que la sonrisa de gilipollas? Lo ignoraba. Sólo sabía que la última de las llamadas había encendido una lucecita en su cerebro. Hasta entonces las había creído un error de alguien. ¡Pues, no! ¡Se trataba de la novia de Manolo! Fijo. El corazón se le encogió de nuevo como una ciruela pasa. ¡Cómo dolía! A ver si le iba a dar algo... Porque una cosa era imaginar que Manolo se lo montaba por ahí de vez en cuando. Algún polvete con alguna camarera de un motel en ruta, alguna recepcionista de las empresas donde entregaba mercancía o incluso con una tía de alterne allí, en Barcelona. Todas esas amantes ocasionales no le importaban nada. O casi. Estaba claro que, si con ella no quería, con alguna tenía que hacerlo, ¿o no? Pero, ¡ojo!, otra cosa muy distinta era que estuviese enamorado. ¡Caray! Entonces ella, su mujer, ya le importaba poco, muy poco.

Al miedo se sumó la rabia. De pronto sintió que la manta y las sábanas le daban un calor asfixiante. Estaba sudando. Se las quitó de encima bruscamente. ¿Quién podía ser? Fuera quien fuera, como la pillase, se iba a enterar.

Se levantó a por un vaso de agua. Al salir de la cocina, se le ocurrió acercarse al pequeño distribuidor de la entrada, donde colgaban los chaquetones. La cazadora de Manolo había desaparecido con él, pero su chaqueta seguía allí. Metió la mano en uno de los bolsillos. Un caramelo de menta. ¿Un caramelo de menta? En la otra no había nada. Decidió dejar de ir a la caza de pistas para descubrir quién era esa mujer. Ya desandaba otra vez el pasillo, seguida de la perra, que creía llegada, la muy burra, su hora de salir a mear, cuando recordó el bolsillo interior de la chaqueta. Metió la mano en él. ¡Jope! Ahí estaba la prueba de que ella no se equivocaba. Dos entradas. Dos entradas para... Fue como si le hubiesen pegado un puñetazo en mitad del pecho. Para La Paloma. ¡Qué desfachatez! ¡Qué mala sombra! ¡Qué traición! ¡Qué...!

Entonces, el pecho no le estalló, pero empezó a ablandársele. Lo sentía como si fuera un trozo de blandiblú. Blandengue, con mal color, enfermo. Acabó llorando a moco tendido. Hipando se apoyó en la pared, el rostro cubierto por los pelos, húmedos de sudor y lágrimas. Seguía con el vaso de agua en la mano, que temblaba y temblaba al ritmo de sus estremecimientos. Buena parte del líquido se derramó. La perra lo lamió, aunque en seguida perdió interés; parecía más impresionada por el llanto de Mari Loli, que, dando bandazos, se fue a la habitación y se tumbó sobre la cama. En un momento sus lágrimas empaparon la almohada. Entonces se acordó de su primer baile con Manolo.

Ella y Angelines conocieron a Manolo y a José Antonio en Dinámica 2000, la discoteca de moda en tiempos de su juventud. Un camarero de blanco les había servido un San Francisco, un combinado que, además de rico, era un primor. De color naranja, con dos guindas confitadas al fondo: una roja y la otra verde. El borde de la copa estaba adornado con azúcar pegado. Con las luces, el azúcar brillaba como si fueran cristalitos o diamantes muy, muy pequeños. ¿Bailáis?, preguntó uno de los dos hombres que se les habían acercado. De los de verdad, le sopló Mari Loli a Angelines, pegándole un codazo. Porque Mari Loli llevaba ya tiempo suspirando por un hombre de verdad, y no los niñatos de la pisería donde trabajaban las dos. Cuando Angelines fue elegida por el que tenía una cara muy redondita, como de chico bueno, Mari Loli ya había decidido que ella se quedaba con el otro. Fueron hacia la pista justo cuando empezaban los compases de un merecumbé. ¡Estupendo!, pensó Mari Loli —aunque interesada por el hombre, más engolosinada con la posibilidad de conquistar algún caza-gogós de la sala—, si me ve bailar con una pareja, fijo que me contrata.

 

Soñé una cosa bonita,

qué cosa maravillosa.

 

Era una canción fetén para lucirse. Alegre y vivaz, como Mari Loli, que movía ágilmente los pies. Izquierdo adelante, derecho adelante, izquierdo adelante abriéndose, derecho adelante rotando. Mari Loli vibraba y notaba la vibración de su pareja. Aunque bailaban separados, de vez en cuando, él cogía la mano de ella y la atraía hacia sí. Mari Loli, casi apoyada en el pecho de él, se mareaba... de gusto. ¡Ay!, así no se bailaba la canción, así nadie iba a contratarla, pero ¡qué fantástico sentirse en los brazos de él!

 

Soñaba, soñaba que me querías.

Soñaba que me besabas...

 

Cada vez más a menudo, él repetía el gesto de enlazarle las manos y atraerla. Aunque, al principio Mari Loli intentó mantener las distancias, la lucha era desigual. Él tenía muchas ganas de acercarse y unos brazos como dos pilares, y ella tenía poca fuerza y bastantes ganas. Al final, pudieron más las ganas de los dos. Mari Loli se encontró a menos de medio palmo del hombre, respirándole la piel, y la camisa, y... Olía de una forma estupenda. ¿Quién hubiera podido resistirse a un olor como aquél? Mari Loli, no. Recostó la cabeza sobre el pecho de él y se emborrachó, por primera vez en su vida, con todas aquellas fragancias. Al decirle su nombre, no se reconoció la voz. Le temblaba, como su cuerpo. Suerte que Manolo, así dijo llamarse, la aguantaba sin vacilaciones. Mari Loli se sentía perdida. ¿Qué le estaba pasando? Se habían desplazado hacia un rincón de la pista, bajo uno de los globos de espejitos, y les caían encima los rayos de luz, irisados, como de nácar. Ya no bailaban, apenas se movían muy suavemente al compás de la música. Manolo, que hasta entonces la había cogido por los hombros, movió las manos. Mari Loli las notó en su cintura. No las veía, pero las imaginaba muy bien: grandes, fuertes, de color canela como el resto del cuerpo. ¡Lo que debía de ser tener un dedo de esas manos resiguiendo los labios de una! Y si encima el dedo estaba húmedo. Y si además el dedo empujaba los labios y entraba en la boca y le tocaba la lengua... Los pelillos de la nuca de Mari Loli estaban erizados. ¿Y tener las dos manos sobre la espalda? ¿Y más abajo, más abajo, más abajo? Los pezones de Mari Loli estaban duros, pequeños, puntiagudos. Después de que ella confesara sus dieciocho años, Manolo le dijo que tenía veintitrés, y estrechó el abrazo. Mari Loli notaba todo el calor del cuerpo de él entrando en su piel. Tuvo la sensación de fundirse, como si los dos cuerpos formaran un solo bloque. Manolo le puso las manos sobre el pecho y ella le acarició el pelo. De pronto encontró los labios de Manolo sobre los suyos. Estaban algo húmedos, eran blandos y resultaban más dulces que todos los San Franciscos del mundo y del cielo juntos. Casi en seguida, la lengua de Manolo empujó con fuerza y ella la encontró en su boca. Las dos lenguas se enroscaron furiosamente, como si aquello fuera lo único realmente importante bajo los reflejos de nácar.

Se durmió de puro cansancio, sobre la almohada todavía húmeda, y no supo a qué hora había regresado Manolo, por fin, de comprar los malditos cigarrillos.

—Manolo, tenemos que hablar —le dijo.

Había tardado una semana en decidirse a hacerlo.

Manolo seguía poniendo cara de bobo sentado frente al televisor.

—¿Me oyes? Tenemos que hablar.

Manolo la miró con aire de oírla por primera vez. Con desconcierto.

—¿Hablar? ¿Hablar de qué?

—De nosotros.

—¿De nosotros?

Ésa era una táctica de Manolo. Si algo le provocaba enfados atroces era tener que hablar de sentimientos y, por tanto, nunca le apetecía. Entonces, se hacía el idiota.

Mari Loli se lo tomó con calma.

—De nosotros, sí —respondió ella sentándose a su lado en el sofá y accionando el mando a distancia, al primer anuncio—. Bajo el sonido, ¿eh?

—Bueno, y ahora ¿qué te pasa? —preguntó Manolo, con hastío.

—Que quiero hablar; ya te lo he dicho —contestó ella en un tono agresivo.

Manolo le lanzó una mirada torva.

—No te me pongas borde, ¿vale?

Mari Loli suavizó el tono. Si empezaban de ese modo, acabarían peor.

—Que... que quería preguntarte si...

—Oye, vamos, acaba de una vez.

—Que si te has enamorado de otra.

Lo contempló fijamente para pillarlo en un renuncio, pero Manolo, como si fuera de mármol. No movió ni una ceja. Al fin dijo:

—Pero ¿qué mamonadas son ésas? ¿Ahora vas a empezar a darme ese latazo?

—Yo sólo he preguntado.

—Eso es lo malo. Ya estás como todas.

—Hombre, tengo motivos para pensarlo.

—¿Ah, sí? ¿Qué motivos?

—Por ejemplo, éstos —le respondió mostrando las dos entradas La Paloma.

Lo miró otra vez, sin perder comba. A ver si pescaba algo. Pero, no.

Manolo rió casi sin ganas.

—Hay que ver la que estás organizando por esta chorrada.

—¿Chorrada dos entradas a una sala de fiestas para una noche en que llegaste a casa de madrugada?

—Verás... —Manolo hizo una pausa. ¿Estaría inventando una excusa?—, celebrábamos una fiesta con algunos compañeros de Espidi. Yo pagué la entrada de la telefonista. Por eso estaban las dos en mi bolsillo.

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