Anoche soñé contigo (11 page)

Read Anoche soñé contigo Online

Authors: Gemma Lienas

Siguió leyendo los titulares. «¿Qué espera en la cama un hombre de una mujer?» ¡Valiente tontería! ¿De verdad Susana creía que podía proporcionar fórmulas a las mujeres? Ni que todos los hombres estuvieran hechos con el mismo molde... Pues, habría de todo, como ocurría con las mujeres. Unos estarían encantados con una señora en plan pasmarote sumiso y otros, con una activa volcánica. Unos necesitarían siempre la misma rutina y otros se pirrarían por las novedades más salvajes. Unos no soportarían otra cosa que un silencio absoluto y una oscuridad total y otros se morirían por oír cochinadas sin fin y alumbrarse con iluminación verbenera. Y, aún más, si se combinaban todas las variables posibles acabarían resultando tantos tipos distintos que hasta sería arduo inventariarlos. Aunque —Olga no tenía ninguna duda— Susana se hubiera defendido argumentando que con ese artículo no se pretendía proporcionar un cliché de funcionamiento, sino dar ideas, y allá cada cual con las que pusiera en práctica. Entonces habría que aguantar de Susana, la jefa de redacción de
Mujer Diez
, revista femenina «moderna», una defensa a ultranza de ese tipo de publicaciones. Eso, reíd, reíd, les soltaba cuando ella y Teresa le recriminaban que no dirigiese algo más serio. ¿No sois conscientes de que, en parte, han contribuido al cambio de mentalidad de este país? ¿Os imagináis a vuestras madres preocupadas por saber qué esperaba vuestro padre en la cama de ellas? No, claro. Sólo conseguían figurarse a muchas mujeres de esa generación aceptando el débito conyugal para ver satisfechos sus deseos de maternidad. ¿Os creéis que la moral victoriana andaba muy lejos de la educación que recibieron? Si querían ser unas señoras, señoras, y no unas putarrancas, tenían que actuar de acuerdo con la norma del
XIX
, nunca dicha en nuestros lares: «Close your eyes, open up your legs and think of England!»
Tal vez Susana estaba en lo cierto.

¿Qué más? «Cómo aprender a ser feliz». Eso podía estar bien si se había planteado con sentido común. Se podía aprender a ser feliz, como se podía aprender cualquier otra habilidad que una se propusiera; sólo era cuestión de disciplina y constancia. De eso, ella estaba convencida.

Recetas golosas para los más pequeños. La cocina no era una de sus grandes pasiones. Además, cuando quería guisar algo fuera de lo habitual, les pedía las recetas a Teresa y a Susana, ambas consumadas cocineras.

El astrólogo y tú. ¡Menuda idiotez! Esa sección se la saltaba, seguro. Teresa hubiera hecho lo mismo. En cambio Susana... Seguro que ella sí lo miraba con un cierto interés, aunque fuera entre risas, para variar.

—Hola, cariño.

—¡Qué susto me has dado! No te he oído entrar.

—Pero ¿no te has arreglado?

—Voy bien así, ¿no?

¿Qué tenían de malo sus pantalones de gabardina negra cortados con un patrón de vaqueros? ¿Y su camisa de algodón a rayas? ¿Y sus botines de cuero? Bien, sí, resultaría, como siempre, distinta a Teresa, que iría hecha un brazo de mar. Pero ¿y qué?

—Ven, que vea cómo te han dejado.

Alberto se puso delante del sofá. Olga se incorporó para examinar su peinado. Parecía recién salido de un programa cultural de la televisión francesa. Desde luego, le habían cambiado por completo el estilo, tal como habían prometido en esa peluquería nueva cuando le conminaron a dejárselo crecer. No parecía él. Sin la barba y con ese corte geométrico, tan estructurado, resultaba casi un desconocido. Le habían hecho la raya a la derecha, partiéndole el pelo en dos masas desiguales. La más larga, la que arrancaba a la derecha y moría en la izquierda, caía como una capa, ocultando las entradas. La otra, más corta, no conseguía disimular la ya no tan incipiente calvicie. ¡Pero Olga les tenía apego a las entradas de Alberto! Le había encantado siempre su forma de peinarse el pelo para atrás al salir de la ducha.

—Bueno ¿qué tal?

—No sé... Distinto. Tendré que acostumbrarme.

Hubo unos instantes de silencio que a Olga se le antojaron densos, espesos, amargos como el poso del café. ¿Sería que ella continuaba muy cansada y estaba demasiado susceptible o era un problema de Alberto? Tal vez una combinación de algo que les sucedía a los dos, como individuos o como pareja. En cualquier caso, esa situación resultaba tan nueva y desconocida como el peinado de Alberto. ¿Tendría que aclimatarse a ese nuevo Alberto o recuperaría al antiguo?

En el baño, se pasó el cepillo por el pelo y se perfumó con su agua de colonia, muy ligera, con una base de aceite de almendras.

—Ya estoy lista —le dijo a Alberto mientras se abrochaba el abrigo de paño negro.

Fueron a casa de Teresa y de Carlos andando. Vivían en el mismo barrio, a menos de diez minutos.

Entrar en el piso de Teresa, a Olga, siempre le producía la misma agradable y viva sensación, parecida a ser bañada por un acorde en el que se combinaran armónicamente colores, texturas y olores. Aunque le gustaba todo el nicho ecológico de su amiga —un reflejo exacto de su forma de ser y de su manera de entender la vida—, su espacio predilecto era el salón, rectangular, enorme, separado del comedor por una doble puerta corredera de cristal mate. Era una pieza extremadamente cálida, presidida por el imponente hogar de mármol blanco con vetas naranjas y grises, que, desde uno de los lados, prometía una lumbre imposible, considerando que la calefacción central funcionaba siempre a pleno rendimiento.

Aunque no era a causa de la temperatura por lo que el salón era tan cálido sino, sobre todo, por los colores elegidos para decorarlo. Las paredes de un naranja pálido. Las cortinas, muy livianas, de un naranja vivo. Los dos confortables sofás tapizados en una gamuza de colores otoñales que iban del carmesí al naranja, pasando por los cobrizos con alguna salpicadura de bermellón. Los dos sillones imperio con damasco albaricoque y motivos color teja que reproducían el estampado cachemir —aunque también podían interpretarse como holoturias que navegasen por un océano amarillo—. Bajo la mesita cuadrada de madera de cerezo, una alfombra de Capadocia en tonos marrones, negros y ocres, y, colgado en una de las paredes, un tapiz del
XIX
describía una merienda en un jardín a base de hilos rosáceos, asalmonados y crudos.

En el comedor, en cambio, dominaban los azules. Azul índigo era la tapicería de las sillas isabelinas. También azul índigo las cortinas, del mismo material liviano que las del comedor. De porcelana blanca y azul, el jarrón antiguo del centro de la mesa. Azul ultramar, las altas velas que coronaban los dos candelabros de plata sobre el aparador. Azul, la lavanda seca que adornaba una vasija de cristal, de forma cúbica, junto a los candelabros. Azul y oro viejo, los colores dominantes en el mantón de Manila, suspendido a modo de tapiz.

El salón olía a canela. Olga no conseguía advertir de dónde salía el aroma, pero estaba segura de que Teresa había encendido barritas con esencia de canela para perfumar la casa. Sin embargo sabía que el comedor iba a estar libre de olores para que nada impidiese saborear la sin duda exquisita —¡y hermosa!— cena que Teresa habría preparado.

Se sentaron en el sofá otoñal, mientras un Carlos de excelente humor se alejaba a buscar un aperitivo, silbando la misma melodía que salía del equipo de alta fidelidad. Teresa bajó el volumen de la música. Olga permaneció atenta a la letra.

 

Mary, Peggy, Betty, July,

rubias de New York,

cabecitas adoradas que ¿vierte? el amor.

Dan envidia a las estrellas,

yo no sé vivir sin ellas.

Mary, Peggy, Betty, July, de labios en flor...

 

No era el tipo de música que solía escucharse en casa de Teresa y Carlos.

—Teresa, ¿qué es esta canción?

—Una canción de Gardel. Es un disco compacto que trajo Carlos de su viaje a Argentina.

¡Ah! Lo había olvidado. Unos meses atrás, Carlos estuvo en Buenos Aires, donde expuso sus últimos trabajos. En pocos años, de ser un fotógrafo excelente pero poco conocido, había pasado a convertirse en un retratista de fama internacional, con exposiciones en las mejores salas de Nueva York, Tokio, París, Londres... Eran célebres sus desnudos eróticos, de hombres y de mujeres. Fama y dinero le habían venido de la mano en los últimos tiempos gracias a ese reconocimiento unánime de sus —Olga tenía que reconocerlo— espléndidas fotografías. La arrogancia y su tendencia a explotar a los demás y muy en especial a Teresa —¡la suerte que tenía de vivir con él!, con la de mujeres que hubieran deseado estar en su lugar...— eran, desde luego, muy anteriores.

 

... deliciosas criaturas perfumadas,

quiero el beso de sus boquitas pintadas.

Frágiles muñecas del olvido y del placer,

ríen su alegría como un cascabel...

 

—¿Boquitas pintadas? ¿No era ése el título de una novela de Manuel Puig? —preguntó Olga a Teresa.

Con sus habituales movimientos pausados, calculados y elegantes, Teresa estaba cogiendo de una bandeja una de las flautas antiguas de cristal de baccarat que Carlos había traído llenas de champán francés. Se la entregó a Olga. Luego, Teresa volvió a sentarse, sin apoyarse en el respaldo del sofá, manteniendo bien rígida la espalda.

—Sí. Efectivamente.

—¡Qué gracia! Pues, sin duda, de este verso de la canción tomó prestado el título.

—¿Ésa era la novela en la que hacía una defensa de la homosexualidad? —preguntó Carlos ofreciendo una copa a Alberto. Luego añadió en tono muy festivo—:
Cheers
.

Las cuatro copas entrechocaron con sonido cristalino.

—No —respondió Olga, mientras tomaba un dátil relleno con espuma de
foie-gras
de una fuente colocada sobre la mesa baja—. Te refieres a
El beso de la mujer araña
, y por lo que yo sé no la defendía, la negaba.

—¿La negaba? —preguntaron Carlos y Teresa, sorprendidos.

Alberto permanecía al margen de la conversación, lo cual no resultaba una novedad ya que habitualmente era muy reservado en sus juicios, pero quizás en esta ocasión estaba más inhibido que otras veces. ¿O de nuevo era Olga quien interpretaba efectos y situaciones que sólo existían en su mente?

—Recuerdo que leí una entrevista que le hicieron unos años antes de su muerte, en la que afirmaba que la homosexualidad no existe, sino que es una proyección de las mentes reaccionarias.

—¡Vaya! En todo caso, será de mentalidades reaccionarias el considerar la homosexualidad como una perversión o como una conducta sexual indeseable —intervino Teresa con su voz grave—. Pero existir, por supuesto que existe.

—Espera. Déjame terminar. Lo que Puig defendía con tal argumentación era que el sexo no tiene, no debería tener, connotaciones morales. Debería ser como comer o dormir, una necesidad básica y nada más. Decía que la asociación de sexo con moral es una estrategia de control. Por eso no admitía que la identidad de las personas pasara por su sexualidad.

—Bueno. Como idea no está mal —admitióTeresa—. Reconoced que si el sexo se deslindara de la moral todos los homosexuales podrían salir del armario.

—Desde luego. Sería un avance extraordinario. No sólo para ellos sino también en general para las mujeres, que han sufrido durante siglos la represión masculina.

—Tienes razón. Además, la prohibición de las relaciones homosexuales, igual que la de la sodomía entre heterosexuales, deriva de la época en que la humanidad debía asegurarse la reproducción de la especie, pero actualmente el problema es casi el contrario —rió Carlos con más estridencia de la habitual.

—¿Estás sugiriendo que deberían imponerse las relaciones homosexuales? —preguntó Olga.

—Tampoco. No seas exagerada... —dijo en un tono simpático, para luego, guiñándole un ojo, añadir—: Aunque ya sabes que yo no tengo reparos morales de ningún tipo.

Desde luego, lo sabía. Lo sabían todos. Teresa permaneció impasible. ¡La reina de las nieves!

—¿Tenéis un poco más de champán? —interrumpió la conversación Alberto, como si quisiera zanjar algo que, presumiblemente, considerara incómodo para Teresa.

—Voy yo a por la botella —se adelantó Teresa—. De paso sacaré el primer plato del horno, o se quemará. Vosotros id a instalaros a la mesa.

Olga la contempló salir del salón, subida a sus zapatos de tacón, de los que no prescindía ni siquiera para estar por casa. Le resultaba incomprensible que su amiga anduviese todo el día con la planta de los pies en una pendiente de por lo menos el veinte por ciento respecto al plano horizontal. Incomprensible porque era de sentido común que aquel calzado debía de resultar perjudicial para la salud de los pies y de la columna vertebral. Pero incomprensible, fundamentalmente, por la profesión de Teresa. ¡Que una traumatóloga no tuviera en cuenta las normas higiénicas más elementales para su aparato locomotor era una auténtica incongruencia! Así, ¿cómo podía convencer a sus pacientes de que el uso continuado de tacones altos acortaba considerablemente el tendón de Aquiles? ¿Y cómo hacerles entender que la postura forzada de los dedos acababa produciendo lesiones que, a la larga, requerían el uso de plantillas ortopédicas? Suerte que compensaba las malas posturas a que la obligaban sus altas cumbres con sesiones diarias de gimnasia, aunque bien era verdad que no lo hacía por los zapatos sino por su profesión: para ejercer de traumatóloga necesitaba estar en forma.

Other books

I SHALL FIND YOU by Ony Bond
Mumbo Gumbo by Jerrilyn Farmer
Wolf Song by Storm Savage
Brooklyn Story by Suzanne Corso
Shadows of the Workhouse by Jennifer Worth
Deliver Us from Evil by Robin Caroll