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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (41 page)

—¡Qué horror! ¡Un desayuno pantagruélico! —dijo Olga entre risas, al observar la mesa ya servida por el camarero.

—Bueno, no te vendrá mal comer un poco —dijo Alberto sentándose—. Claro que a mí, tampoco.

Resultaba imposible dar cuenta de todo: quesos, tostadas, mantequilla, miel, confituras, yogures, muesli, cruasanes y bollos diversos, zumo de naranja, café con leche...

—¡No puedo más! —dijo Olga sujetándose el estómago.

—No seas exagerada. Tampoco has comido tanto...

—Mucho más de lo que suelo... ¿Y si volvemos a la cama?

—Me parece bien —dijo Alberto.

¿Le parecía bien? ¿Significaba que tenía ganas de hacer el amor?

Se echaron sobre las sábanas, con los albornoces puestos. Alberto cogió un libro.

Olga se acercó a él, puso la mano sobre el cinturón del albornoz y empezó a desabrocharlo. Alberto se puso rígido.

—¿Qué haces? —preguntó poniendo una mano sobre las de ella.

—Desabrocharte el cinturón, quitarte el albornoz. ¿No quieres...?

Alberto cerró los ojos por unos momentos. Parecía que no iba a decir nada. Olga esperó sin moverse hasta que él dijo:

—No me veo capaz. Lo siento, Olga. No lo tomes como algo personal, por favor...

De acuerdo, no lo tomaría como algo personal. ¿Seguro, Monegal? Y, pues, ¿cómo lo vas a tomar? Ni que se lo estuviera diciendo a la vecina...

—Lo siento de verdad, Olga. Espero que me pasará... Ahora no puedo.

¿Le pasaría? ¿Cuándo? ¿Durante el fin de semana? ¿Dentro de unos meses? ¿Cuando fueran dos ancianos? Olga suspiró. Se resignaría. ¿Seguro, Monegal? Tal vez no se trata de resignación sino de que tú también empiezas a perder las ganas de hacer el amor con él. A lo mejor, en el fondo, hasta te sientes aliviada por su negativa.

Permanecieron los dos en silencio, cada uno en un lado de la cama, con las cabezas apoyadas en las almohadas y mirando al techo. Por fin, Alberto habló:

—¿Qué te parece si vamos a dar un paseo por el bosque?

Sí, por lo menos, eso podían hacer. Se ducharon, se vistieron y salieron del hotelito.

El aire era fresco. El bosque olía a tierra húmeda. Las agujas de los pinos crujían entre sus pies. Bueno, tal vez no era un cataclismo. Quizás él tenía razón: la crisis de los cincuenta, para los dos. Se volvió para mirarlo. Dos lágrimas rodaban por las mejillas de Alberto.

—¿Qué te ocurre? Alberto, por favor, dime qué te pasa.

Alberto no respondió. Puso su brazo sobre los hombros de ella y la atrajo hacia sí. Olga sentía las lágrimas de él, lentas, ahora una, al cabo de unos segundos, otra, cayendo calientes sobre su mano.

—Alberto, ¿qué ocurre?

Él movió la cabeza, hasta que al fin consiguió decir:

—No. Todavía no. Te hablaré de ello cuando tenga las ideas más claras.

Entonces, había algo de que hablar, ¿no? Olga sintió que el estómago se le cerraba en un espasmo.

—Por favor, Alberto, dime de qué se trata.

—No, ahora no, Teresa.

 

 

Más tarde, por la noche, al dejarse caer en la cama como un fardo, Mari Loli se sentía como un gusano arrastrándose en el polvo del camino, lista para ser pisada por cualquiera. Sólo entonces se dio cuenta de su atroz cansancio, de que la excursión había resultado extenuante. Más, mucho más, que su triple jornada habitual de cajera, ama de casa y madre. A pesar de haberse movido menos que de costumbre —sentada en el coche de Estrella hasta la autopista, sentada en El León de Oro, viendo y oyendo al Malvaloca...—, estaba molida. Y, sin embargo, aparte de ese agotamiento, no había conseguido nada más. Nada había averiguado. Aunque, se dijo, tampoco le hacía falta ver a Manolo y a Angelines con sus propios ojos para estar segura de lo que era público y notorio, como decía la canción del Malvaloca.

Apoyó la cabeza en la almohada y se trasladó al coche de Estrella, donde sonaba una música muy rara. Parecía el ulular de un pájaro. Estrella conducía imperturbable; luego, esa voz inhumana no la sorprendía. Sería el cantante. Uno de esos locos modernos. O, cuando menos, tonto de baba, porque del uhu, uhu, uhu, no se movía. No era una canción de Telepatía Total ni de Síndrome de Abstinencia. Tampoco tenía nada que ver con las letras de los merengues, salsas y merecumbés, que tantísimo le gustaban a ella.

 

Anoche, anoche soñé contigo.

Soñé una cosa bonita,

qué cosa maravillosa...

 

¡Ay, soñar! Siempre había pensado: ¡qué gran cosa poder soñar despierta! Siempre se había dicho: ¡afortunadamente, soñar es gratis! Esas panzadas de sueños frente a la luna de su armario... Y, sin embargo, últimamente, hubiera pagado por no soñar. Por poder desconectar su cerebro cuando empezaba la película de Manolo y Angelines.

—¿Y la canción cuándo empieza? —había preguntado a su hermana.

—¿Qué canción?

—No sé, hija... Tú sabrás. La que has puesto.

—No es ninguna canción. Es una casete relajante.

Entonces Estrella le dijo que estaba nerviosa, que se le habían juntado varios problemas, aunque no quiso contarle de qué se trataba. Muy propio de ella...

Frenó bruscamente en el área de servicio de la autopista.

—¿Lo ves? —había dicho—. No está.

No, no parecía que el camión rojosangre con su banda
ILOLIRAMYOLONAM
se encontrara allí. ¡Mala pata, la suya! Para un día que Estrella se avenía a acompañarla, Manolo tenía un servicio de verdad, y no de los que prestaba a Angelines. O tal vez no había parado en la autopista... El caso era que no podría pillarlo en plena faena.

—¿Satisfecha? Nos vamos, ¿no? —había preguntado Estrella, que no se había tomado la molestia de aparcar el coche ni de apagar el motor.

Mari Loli no contestó en seguida. Miró a su hermana con un poquitín de resentimiento. ¡Jope! Casi parecía alegrarse de no haber tropezado con la cabina rojosangre. Hasta creía Mari Loli que una sonrisa burlona asomaba a los labios de Estrella. Bueno, quizás eran figuraciones suyas, de acuerdo. Aunque estaba claro que le producía satisfacción no haberse dado de bruces con el cachas de su cuñado. Mari Loli todavía esperaba algo, no sabía qué, para tomar la decisión de abandonar el lugar. Suspiró y miró a través de la ventanilla. Entonces sus ojos tropezaron con el letrero de neones rojos que, sobre la azotea de un edificio, anunciaba E
L
L
EÓN
DE
O
RO
. Junto al rótulo, un león enorme y dorado giraba sobre sí mismo, como una monumental veleta. Cada vez que les daba la cara, sus ojos, dos faros encarnados y brillantes, centelleaban.

—Vamos a ese puticlub —ordenó.

Su propia voz de mando le causó asombro.

—¿A El León de Oro? —preguntó Estrella, sorprendida.

Mari Loli contestó que sí con un cabezazo obstinado. Quizás fue la determinación de su voz o la energía del movimiento lo que llevó a Estrella a transigir. Total, ya que habían llegado tan lejos...

Puso primera, arrancó lentamente y salió del área de servicio. En unos minutos estuvieron en la nacional, junto a El León de Oro. Se metieron en el descampado habilitado como aparcamiento. Tampoco allí vieron el camión de Manolo.

—¿Vas a aparcar? —preguntó Mari Loli en el mismo tono que antes.

—No sé...

—¿No te vas a rajar ahora, eh?

Estrella paró el coche entre dos gigantescos y aterradores TIR.

—Así que, por fin, voy a saber qué se cuece en El León de Oro —exclamó avanzando, seguida de su hermana, sobre la estela intermitente que la mirada tartamuda y roja reflejaba en el asfalto.

Se sentía contenta. No, más que contenta, excitada. No sabía bien por qué. Tal vez por haber tenido valor de llegar hasta allí. Aunque ya no confiaba en encontrar a Manolo —a menos de que apareciese mientras ellas fisgaban en el local—, por lo menos iba a averiguar qué ocurría en aquel lugar que conocía sólo por medios comentarios de Manolo o José Antonio, por frases apenas terminadas, por risas sofocadas, por miradas como de colegas.

El edificio tenía el mismo aspecto que una enorme caja de zapatos gris abandonada en ese páramo, cercada por un nudo de carreteras y autopistas con gran circulación de tráfico pesado. Mari Loli sentía estremecerse el edificio al paso de los camiones. Con dos pisos —la planta baja y uno más—, con pocas ventanas, más que una sala de fiestas, ese bloque de cemento, feo y solitario, a Mari Loli se le antojaba un almacén o un garaje.

Las dos hermanas subieron una escalera breve y entraron en un vestíbulo pequeño y con poca luz. Se encontraron solas frente al mostrador de conglomerado sobre el que descansaba un taco de entradas y un folio con un mensaje escrito a mano: «e ido al vater. Ahora vuelbo». Detrás del mostrador, casilleros con llaves y un cartel en el que unas letras rojas anunciaban «se alquilan habitaciones».

—¿Tú crees que es sólo un puticlub? —preguntó Mari Loli fisgando detrás del mostrador. Un taburete, una estufita eléctrica apagada, una revista pornográfica y un cajón... cerrado con llave. La gente trabajaba en condiciones duras, incluso peores que las suyas, pensó Mari Loli, imaginando la soledad y el frío del lugar en pleno invierno.

—Puticlub y mueblé —dijo Estrella.

—¿Un qué? —preguntó Mari Loli.

—Una casa de citas —aclaró Estrella.

¡Pues claro! Manolo y Angelines debían de encontrarse allí. Un lugar cerca de la ciudad, solitario, abrigado de la curiosidad de las gentes, anónimo... Mari Loli podía imaginar mejor a su amiga en una habitación del mueblé, aunque no fuera la mundial, que en el remolque del camión, entre mantas polvorientas. Pero ¿y el riesgo de ser descubiertos por José Antonio? Porque él también paraba en ese puticlub... ¡Claro! Eso era: Manolo conocía de antemano los servicios de su compañero —y al revés—, de modo que no le era difícil perderse por El León de Oro justo cuando el marido de Angelines estaba en la otra punta del país.

Junto al mostrador, una escalera se hundía en el edificio. Un cartel y una flecha indicaban la sala de fiestas.

—Habrá que pagar, ¿no? —dijo Mari Loli señalando el taco de entradas.

Estrella hizo un gesto ambiguo con cara de fastidio.

—No veo cómo, si no hay nadie para cobrar.

—¡Buenas! —gritó Mari Loli, dispuesta a avanzar algo más en la exploración del territorio enemigo.

Nadie contestó a sus voces.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —insistió Mari Loli.

Ni en el pasillo frente al mostrador, ni en la escalera de la sala de fiestas apareció nadie.

—¿Qué hacemos? —preguntó Mari Loli.

—No sé.

¡Jope, con Estrella! Siempre tan decidida y, ahora... ¿Qué diablos le pasaba? ¿Estaba harta de la excursión? ¿Pensaba que ya había hecho bastante por su hermana? Tal vez alguno de sus novietes ya le había hecho visitar El León de Oro y por eso no sentía la menor curiosidad.

—Vamos —indicó Mari Loli.

Seguida de su hermana, Mari Loli bajó la escalera. Al llegar abajo, encontraron cuatro puertas cerradas en un descansillo iluminado por una bombilla roja como las de salida de los cines. Dos de las puertas eran gemelas. En una había una pegatina con una barra de labios y, en la otra, una pipa. Sobre la tercera, un letrero en el que podía leerse: privado, escrito en grandes letras negras. Y una cuarta puerta doble, sin ninguna marca especial.

—Entremos —dijo Mari Loli, al tiempo que empujaba una de las puertas sin marcas.

Se metieron de lleno en una enorme covacha. Porque, aunque quisieran disimularlo con terciopelos granates en las paredes y lamparitas del mismo color sobre las mesas redondas que circundaban la pista de baile, aquello no merecía el nombre de sala de fiestas. Con poca luz, sin ninguna ventilación, decrépito, el sitio era miserable. Parecía La Paloma, pero en plan cutre. Además, apestaba a tabaco frío, a sudor agrio y a coño mal lavado. Mari Loli arrugó la nariz.

Grandes bloques de humo compacto flotaban sobre las sillas de aguja, sobre las mesitas vestidas de granate, sobre la clientela. De vez en cuando, retazos de un bloque que se rompía huían a ráfagas, rojas o azules, según fuera el color del foco que los alcanzaba.

—Vamos a sentarnos —dijo Mari Loli. Y oteó la sala—: Allí.

Echó a andar hacia una mesa cercana a la pista. Estrella la siguió.

Mari Loli se quitó la chaqueta de angora, que había empezado a darle calor, y echó una ojeada a su alrededor. La mayoría de mesas estaban ocupadas por hombres solos, aunque en algunas había muchachas jóvenes, la mayoría tan rubias que no parecían del país. Después de esa primera mirada rápida, Mari Loli inspeccionó cada mesa con lentitud, no fueran Manolo y Angelines a estar en una —¿quién le decía a ella que no habían ido sin el camión?— y los pasara por alto. Cerca de ellas, tres hombres charlaban con una de esas muchachas. Vestida con una camiseta de malla de grandes agujeros por los que asomaba un pezón, con las nalgas apenas cubiertas por un pantaloncito cortísimo, no costaba adivinar su oficio. ¡Pobre criatura! ¡Menuda desgracia tener que acostarse con un desconocido, a lo peor maloliente, feo o loco!

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