Read Anoche soñé contigo Online

Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (37 page)

 

—Lo que no entiendo —interrumpió Pepe— es cómo conseguiste, por fin, convencer a tu marido. Me habías dicho que no quería ir...

—¿Qué dices? No lo convencí. —Entonces, bajando la voz, añadió—: Fui sola.

—¿Y? ¿A qué tanto misterio?

—Si mi marido se entera, me mata. Es muy celoso, ¿sabes? No es moderno, así como tú. ¡Qué va! No quería ir conmigo porque no soporta a Carlos Amadeo, ni su voz, ni sus canciones. Dice que canta amariconado. ¡Amariconado...! ¡Qué sabrá él de música...! Tampoco le gustan sus letras. Demasiado románticas, le parecen. ¡Ay!, con lo bonitas que son, siempre hablan de amor... Pues, nada: que no y que no íbamos. Y yo sola no podía ir, porque no quiere que salga de casa sin él.

¡La pata quebrada y en casa! Había funcionado durante siglos y seguía funcionando. Increíble, pero cierto.

—Así que me puse a pensar. No estaba dispuesta a perderme el concierto de Carlos Amadeo. Costara lo que costase, iría. Lo tenía claro, y me daba igual lo que opinase mi Pepe, porque tampoco se lo pensaba contar. ¿Cómo podía perderme un concierto suyo? No es fácil que dé uno en directo, ¿sabes? Bueno, pues, lo primero comprar la entrada. Luego a ver cómo me apañaba.

—Claro, claro.

—Cuando ya tuve la entrada en mis manos, me puse a darle vueltas al problema. ¿Cómo podía salirme con la mía sin que Pepe Antonio se enterase?

—¿Y?

—No sabía qué hacer. Estaba por contárselo a mi mejor amiga, a ver si se le ocurría algo, pero la pobre no está para muchas gaitas. Tiene un problema con su marido. No me pareció el mejor momento para andarle con cosas mías.

—Comprendo.

—Figúrate que ni siquiera me atrevía a confesárselo al día siguiente... Su marido y el mío son amigos y trabajan en la misma empresa. ¿Imagina que a ella se le escapa algo? Bueno, la que se arma...

—Claro, claro...

—Aunque, pasados unos días, sí tenía ganas de contárselo. Porque, pasados unos días, me parecía menos grave. Bueno, quiero decir, era como si el peligro ya se hubiese esfumado o como si todo el miedo se me hubiera borrado. Además, me sentía mal con ella. ¡Fíjate, tú, qué gracioso! No me importaba nada engañar a mi marido, pero a mi amiga... Si nunca hemos tenido secretos una con la otra. Pues no he podido hablar con ella porque anda rarísima. No sé, no hay forma de que se ponga al teléfono.

Olga la examinó. ¡Qué mujer tan peculiar! Se sentía más desleal con su amiga por mantenerla fuera de su secreto que con su pareja por haberla engañado. ¿Le había ocurrido a ella alguna vez? No, nunca. ¿Y en el futuro? ¿Podía ser que su pérdida de complicidad con Alberto acabase por multiplicar la confianza, por ejemplo, con Susana?

—Bueno ¿y cómo te lo montaste? Que, al paso que vamos, se termina la tarde sin que me lo hayas contado.

—Pues le dije que tenía que hacer el turno de noche en el hotel.

¡Ajá!, se dijo Olga. Eso significaba que trabajaba, seguro, en el hotel, y no en el hospital. Mira por dónde, finalmente se había enterado.

—¡Menudo peligro, princesa! ¿Y si te llega a llamar por alguna razón?

—¡Anda ya, me iba a llamar...! Llevo muchos años trabajando ahí y no me ha llamado nunca. Ni una sola vez. Además, tenía que levantarse de madrugada y seguro que se acostó en cuanto yo me fui.

—En fin, el caso es que no hubo ningún problema, ¿verdad?

—Ninguno. Bueno, cuando terminó el concierto, di algunas vueltas, ¿sabes?

—¿Vueltas?

—Sí. Por la calle. No podía regresar a casa a las tres. Mi marido aún iba a estar y se suponía que yo trabajaba toda la noche. Esperé hasta que fueron las cuatro, entonces sí fui a casa. Él ya se había ido.

Olga se dio la vuelta para contemplar a la rubita de ojos azules. Con ese aire de mosquita muerta y, sin embargo, capaz de mentir y disimular como una consumada actriz. Desde luego, su marido podía ir quebrándole la pata, que ella se las arreglaba para salir, aunque fuera con muletas. Olga sonrió imaginando el país poblado de mujeres como la camarera, hábiles burladoras de la vigilancia marital. Entonces tuvo que ahogar una carcajada al recordar una noticia, que confirmaba sus suposiciones. En un hospital español, durante un cierto tiempo, al realizar las pruebas metabólicas a los recién nacidos, les practicaron también otra prueba —¿genética, quizás?—, que arrojó resultados imprevistos: alrededor de un siete por ciento de hijos no lo eran de su padre legal. Tenía su miga comprobar que las mujeres lograban sustraerse a los controles masculinos.

 

 

La combinación armoniosa de colores y estampados no constaba entre las gracias de Cloe, se dijo Olga. La elegancia y la pulcritud, tampoco. La camiseta a rayas malvas y violeta había perdido la talla y la forma originales en el vientre de la lavadora. Los pantalones de algodón, caídos por debajo del ombligo, ajustados en las caderas y amplísimos en la base de las perneras, eran de cuadritos vichy, blancos y naranjas, como una tela de delantal escolar. Esa extraña mezcla de rayas y cuadros, malvas y naranjas, era una bofetada estética para Olga, aunque, tal vez, sus pantalones de gabardina beige y su polo de algodón tostado le provocaban el mismo desagrado a la becaria. ¡Quién podía saberlo! En realidad, las preferencias y los rechazos eran fruto de lo aprendido. ¿Por qué el malva y el naranja eran dos colores incompatibles? ¿Por qué, de pronto, no podían cambiar esas pautas estéticas? Por supuesto, podían. Eso era lo que parecía indicar la indumentaria de Cloe. Eso o un desdén mayúsculo por las convenciones. Además, Monegal, reconoce que sientes debilidad por el desenfado de Cloe, que es uno de sus mayores encantos. ¡Ya te gustaría a ti ser capaz de soltarte la melena y hacer lo que te diera la gana, al margen de lo que consideras correcto!

Cloe levantó la cabeza.

—¡Qué interesante! ¿Cuándo presentasteis estas conclusiones?

—Hace dos años. Organizamos un
workshop
de biología y climatología, porque dos equipos de disciplinas tan dispares habíamos sido capaces de cruzar los datos encontrados en una campaña conjunta y habíamos establecido unas conclusiones. Pudimos demostrar la relación existente entre las variaciones en la temperatura y la reproducción de determinadas especies.

—Y ahora te gustaría hacer lo mismo con los datos que estamos obteniendo, ¿no es así?

—Efectivamente. Eso es lo que le voy a proponer a Álex. Creo que deberíamos encontrar, a partir de análisis estadísticos o análisis multivariantes, la manera de relacionar los resultados de los geólogos, esto es, la dispersión de los sedimentos, con nuestros propios resultados en cuanto a cambios en la biodiversidad y en la abundancia.

—¡Me encantaría...! Bien. Te dejo. Todavía tengo un montón de trabajo pendiente en el laboratorio —dijo Cloe, levántandose y dejando el informe sobre la mesa.

Olga cogió el informe y lo guardó en el archivo. Luego se sentó frente a la pantalla para mandarle un mensaje electrónico al geólogo. En cuanto hubo tecleado el asunto, se detuvo. Monegal, ¿y si en lugar de organizar un
workshop
sólo con los geólogos, le propones uno en el que participe el equipo de Jorge? ¿Por qué no? Sería enriquecedor. Más lío y más trabajo, sí, pero tú te comprometes a buscar un hotel fuera de la ciudad, con salas en las que se puedan hacer las exposiciones, te ocupas del registro de científicos, de... de todo con tal de que vaya Jorge. ¿Sí? ¿Era eso lo que quería?¿Seguro? Quizás sería preferible olvidar de una vez al profesor universitario. ¡Ah! Olvidar... Afortunadamente las personas tienen capacidad de olvido, se dijo, si no, resultaría imposible sobrevivir a determinadas experiencias, a ciertos sentimientos... ¡Vaya! Tan preocupada por sus fallos de memoria y, a la vez, se descubría deseando que el tiempo le hiciera el favor de borrar a Jorge de su disco duro. ¿Era posible borrar una experiencia, mandarla a la papelera y contestar: «Sí, estoy segura de querer eliminarla para siempre»? Hubiera sido estupendo tener una memoria selectiva, pero no existía forma de borrar los recuerdos, que, con suerte, quedaban sólo enmascarados. ¡Maldita la gracia: una quedaba al albur de que resurgiesen inopinadamente! Por fortuna, el tiempo atenuaba su intensidad, de lo contrario nadie sobreviviría a experiencias tan traumáticas como la muerte de un ser querido. Y, sin embargo, con echar un vistazo alrededor, una percibía que, al margen de algunos duelos patológicos, la mayoría de gente acababa por adaptarse. ¿Olvidar? ¿Recordar? Entonces, ¿qué era mejor: proponer un
workshop
multidisciplinar y arriesgarse a compartir unos días con Jorge y, por tanto, a reavivar el recuerdo o intentar no verlo nunca más...? No volver a verlo. Eso era lo prudente. Lo fundamental era centrarse en Alberto y esperar con paciencia el fin de su historia con Teresa. Porque tendría un punto final, de eso no cabía duda. No se imaginaba a Alberto tomando la decisión de separarse de ella para irse con Teresa. Seguro que la paciencia era clave para no dar un paso en falso, aunque no tenía por qué significar pasividad. ¿No crees que algo podrías hacer, Monegal? Algo, de acuerdo, pero ¿qué?

Le mandó el mensaje a Álex proponiéndole el trabajo de cruce de datos y, si lo conseguían, un
workshop
conjunto. Luego, entró en la web de la Unión Europea para ver las convocatorias del quinto programa y decidir qué nuevo proyecto iba a presentar ahora que el de las artes de arrastre casi tocaba a su fin. Llevaba un buen rato estudiándolo, cuando la puerta de su despacho se abrió de sopetón y entró Cloe hablando casi a gritos.

—¿Te las ha mandado a ti?

Olga se frotó los ojos.

—No sé de qué me hablas.

—De esto —respondió Cloe, mostrándole la primera de una serie de fotos impresas a tamaño folio.

Menos mal que estaba sentada, de lo contrario se hubiera caído al suelo. Eso pensó, tal fue el topetazo de la foto en su pecho. Sobre el fondo azul prusia del mar, una bellísima imagen del rostro de Jorge; sus ojos, un aguazal de luz; sus labios gruesos, entreabiertos en una sonrisa. ¿Olvidar? ¡Menudo empeño! El azar —¿qué extrañas leyes lo regían?— parecía dispuesto a alimentar su memoria entorpeciendo sus propósitos.

—Está guapísimo, ¿no?

Olga sacudió la cabeza para decir sí. No podía hablar. Tenía a Jorge en la laringe. Se levantó para ponerse junto a Cloe, que le fue mostrando el resto de imágenes. En algunas aparecía Cloe; en otras, todo el grupo; en unas cuantas, él; pero la mayoría eran de Olga.

Al llegar de nuevo a la instantánea inicial, Cloe silbó admirativamente. Olga se preparó para enfrentarse a otro comentario sobre el atractivo del geofísico. En lugar de eso, la becaria dijo riendo:

—Pareces la vedette del barco.

No, la vedette, no, pero las preferencias de Jorge durante la campaña saltaban a la vista. Lo mismo que quedaban claras ahora. ¡Ay! ¿A qué lamentarse? La situación había variado porque ella había cambiado el rumbo de las cosas, ¿o no? Entonces, no podía quejarse: había ocurrido lo que deseaba. Le parecía... ¿Estás segura, Monegal? A veces ya no estaba segura de nada.

—¿Te las ha mandado Jorge?

—Sí. He recibido un mensaje electrónico suyo con un archivo adjunto.

—¡Ah! —Olga se sintió estúpida.

—¿No te las ha mandado a ti? —preguntó Cloe con asombro sincero.

—No lo sé —repuso Olga—. No he abierto el buzón. Estaba trabajando en Internet.

—Bueno. Me voy. Hasta luego.

Cloe salió del despacho llevándose las fotos.

Olga hubiera querido gritar: ¡espera, déjalas aquí! Se contuvo a tiempo. ¿Cómo justificaba ese interés desmesurado por lo que no era más que un reportaje sentimental de la campaña? ¡Y tan sentimental, caramba...! Pero le hubiera encantado quedarse una de las fotos, especialmente esa en la que estaban ellos dos de perfil, hablándose frente a frente, sus cabellos casi tocándose. La hubiera colgado en la pared, disimulada entre las postales y las otras fotos. Aunque no hubiera resultado saludable para olvidar, claro...

¿Y si las fotos estaban esperándola en su buzón?

Se precipitó sobre el ordenador. Cerró la web y pinchó el icono de Outlook Express. En el buzón había mensajes nuevos, pero ninguno de Jorge. ¡No podía creerlo! Le había mandado las fotos a Cloe y, sin embargo, a ella, no. Repite conmigo, Monegal: ¡maldición, maldición, maldición! Se sorprendió a sí misma con tanta vehemencia y se preguntó a quién o qué maldecía. Llevaba tanto tiempo entrenándose para soportar la ausencia de mensajes de Jorge, que sus músculos cerebrales se habían endurecido, de modo que su violenta reacción no podía justificarse por no haber recibido las fotos. ¿Entonces? Estaba claro: la había sacado de quicio que sí hubieran llegado a manos de Cloe. No podía soportar la idea de que la becaria disfrutase de aquellas imágenes y ella, no. Pues, eso tiene fácil arreglo, Monegal. Sí. Sólo con pedirle un reenvío de las instantáneas se solucionaba el problema. ¡Oh!, vamos, no te hagas trampas. En efecto, lo que sacudía sus cimientos emocionales era la elección de Jorge. Cloe, sí; Olga, no. ¿Eran eso los celos? Ella nunca se había considerado una persona celosa. Ni Alberto ni ella habían sido jamás atacados por el monstruo de ojos verdes. Ni siquiera podía afirmar que la relación de Alberto con Teresa se los hubiera provocado. No le gustaba ni la divertía, pero no se sentía celosa por saberlos enamorados. Y, sin embargo, con Jorge sí tenía una reacción de celotipia o de algo parecido. ¿Por qué? ¿Guardaba esa emoción un paralelismo con el enamoramiento? Y si era así, ¿tenía que admitir que estaba enamorada del geofísico? Entonces, ¿dónde quedaban sus intenciones, sus deseos de restaurar su relación con Alberto? Tal vez estaba desarrollando una esquizofrenia y tenía dos personalidades. O sólo estaba confundida entre dos poderosos sentimientos: el enamoramiento y el apego.

Other books

His Secret Desire by Drew Sinclair
Wyatt - 04 - Cross Kill by Garry Disher
THE HOUSE AT SEA’S END by Griffiths, Elly
The Mistress Files by Tiffany Reisz
A Witch's World of Magick by Melanie Marquis
Nowhere to Hide by Sigmund Brouwer