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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (36 page)

Sí, lo parecía, y así era. En realidad, se dijo Olga, ella y Teresa tenían un problema con el mismo nombre: Alberto. No, Monegal, reconoce que Jorge también tiene mucho que ver con tu cambio de humor. ¿O tal vez la cuestión esencial anida en tu interior, en tu forma de ser? ¡Maldición! ¡No quería pensar en ello!

—Bueno, debe de ser la nueva historia de Carlos...

—Mujer, a estas alturas, le ha tocado vivir más de una. No creo que la perturbe tantísimo la idea de Carlos enamorado de nuevo.

Susana se quedó pensativa.

—No, en realidad, no creo que la perturbe ya en absoluto. Quizás lo que ocurre es que ella tiene una nueva aventura. Fíjate lo inquieta que parece. Date cuenta de que nunca le sobra tiempo para vernos. Debe de tener otra liaison, con alguien más peligroso que un camarero de veintitantos años. Alguien que la está obligando a mirar su vida con Carlos con nuevos ojos, más críticos. Alguien que trastorna profundamente su estabilidad.

Olga permaneció inmovilizada, por miedo a que un gesto bastara para desenmascarar su turbación. Si Susana se hacía semejantes reflexiones, significaba que ella misma no andaba desencaminada.

Unos compases musicales, vibrantes, se colaron por la ventana entreabierta de la cocina.

—¡Qué horror! —dijo Susana y, señalándose el estómago, añadió—: Parece que esa música me sale de aquí.

Antes de que añadiera nada, se oyeron los primeros versos:

 

Anoche, anoche soñé contigo,

soñé una cosa bonita...

 

Por primera vez, esa terca canción le pareció un regalo a Olga. Era una interrupción providencial.

—Voy a cerrar la ventana —dijo Susana levantándose sin esperar la respuesta—. Es esa canción que te pone nerviosa, ¿verdad? Esto es como vivir sobre una discoteca. Una terraza tan bonita, estropeada por culpa del gimnasio de marras.

—Sí, pero no voy a cambiar de piso sólo por esa razón —contestó Olga, pero se dio cuenta de que Susana no la escuchaba. Se había sentado y permanecía con la vista fija.

—¿Sabes? —dijo de pronto, saliendo del trance—, enamorarse puede ser hasta cierto punto una putada.

—Desde luego —contestó Olga. Y, sólo después de decirlo, se dio cuenta de que su tono había sido demasiado vehemente para una discusión teórica de salón. Seguro que Susana no dejaba de notarlo e intentaba sonsacarle.

Pero Susana parecía más absorbida por el fluir de su propio pensamiento.

—Enamorarte te hace vulnerable.

—Sí, cierto, pero también te hace sentir eufórica, llena de vida... —Olga se sorprendió. Era el mundo al revés: ella, defendiendo un estado cercano a la enajenación, y Susana la loca, considerándolo pernicioso.

Susana suspiró.

—Sí, tienes razón, pero todo eso está bien sólo cuando te enamoras de la persona adecuada. Enamorarse de quien no te corresponde es una putada.

—¿Lo dices por Ricardo?

—No. Lo mío con Ricardo, aunque no funcionó, y aparte de que me dejó una hija tan fantástica como África, tampoco resultó destructivo. Me refiero a cuando nos enamoramos de alguien capaz de sacar de nuestro interior nuestra peor parte, ese abismo que todos llevamos dentro.

Olga la miró interrogativamente.

—Creo —continuó Susana— que la frontera entre la salud y la enfermedad mental es muy imprecisa. Fácilmente, cualquiera puede estar a un lado o al otro de esa frontera. Estoy segura de que la biografía de una persona puede contribuir a que pase temporadas más o menos acusadas en territorio enfermo. Creo que el enamoramiento puede ser particularmente causante de patologías. Te enamoras de quien no debes...

—¿De una persona tóxica, quieres decir?

—Por lo menos, para uno mismo; tal vez, nada tóxica para otros. Tomemos el caso de Teresa. Se enamoró de una persona que, para ella, lo es. Probablemente Carlos no resulta perjudicial para otro tipo de mujer. El caso es que a Teresa no ha hecho más que potenciarle su propio abismo, sumiéndola en la depresión crónica.

Calló unos instantes y, luego, prosiguió:

—Yo misma, por ejemplo, ¿te imaginas a Susana-la-vida-exagerada enamorada perdida de un tipo tóxico?

Olga trató de imaginarlo.

—Me habría consumido en el fuego de esa pasión.

Olga movió la cabeza como si negara las palabras de su amiga.

—Creo que no, Susana. Te habría salvado tu instinto de supervivencia.

Susana soltó una carcajada.

—Quizás, pero no estoy absolutamente segura... ¡Qué extraño el proceso de enamoramiento!, ¿verdad?

Olga se encogió de hombros.

—No tan raro. Neurotransmisores en acción.

—¡Ay! ¡Qué romántica eres, Olga! Bueno, imaginemos que estás en lo cierto y no es más que un proceso bioquímico. Pero ¿por qué elegimos a una persona y no a otra?, ¿por qué los neurotransmisores dichosos se ponen en funcionamiento con Pedro y no con Juan?

—Por nuestro mapa del amor. Según un sexólogo americano, entre los cinco y los ocho años, empezamos a configurar una plantilla mental que toma cuerpo definitivo en la pubertad: las carcajadas de tu padre, el sentido estético de tu madre, la capacidad compasiva de tu abuelo... Todas estas características van trazando el mapa del amor, que se pone en marcha cuando nos enamoramos.

—Entonces, según ese sexólogo, el enamoramiento está vinculado al aprendizaje, ¿no?

—Eso es: aprendizaje. Memoria, claro.

—Sin embargo, en algún sitio he leído que elegimos a alguien por una de tres razones. Bien porque la persona nos recuerda a nuestro primer amor, y, claro, nos resulta tan familiar como si lo hubiéramos conocido desde siempre. O bien nos enamoramos en espejo, de una persona que nos devuelve una imagen nuestra que se corresponde con lo que querríamos ser. O bien por su similitud o disparidad con nuestra madre o nuestro padre.

—¡Uf!, Susana, desde que vives con Jean-Claude te has vuelto tan freudiana...

—¡Tonterías...! Oye, ¿y la infidelidad? ¿Eso también es aprendizaje, en tu opinión?

Olga se echó a reír.

—La infidelidad probablemente la llevamos escrita en los genes. Algo así como memoria de especie.

—¡No me digas!

—Eso sostienen algunos antropólogos. Hace decenas de miles de años el objetivo de la humanidad era la supervivencia de la especie. La única solución era reproducirse, reproducirse y reproducirse, razón por la cual los machos copulaban con todas las hembras que podían. Cuantos más intercambios sexuales, más probabilidades de dejar su semilla implantada.

—Se entiende, claro. Pero entonces las hembras no tenían por qué copular con todos los machos. Imposible quedarse preñadas cada vez.

—Efectivamente. Pero ese comportamiento promiscuo diluía la paternidad. Los machos se responsabilizaban de las crías en general, ya que ignoraban quién era el padre de cada una.

—¡Qué listas, las tías!

—Ni más ni menos que actualmente. ¿Por qué crees que se dan las parejas con una diferencia de edad grande entre el hombre y la mujer? Desde un punto de vista genético, ellos buscan una muchacha buena reproductora. Y ellas se enamoran de hombres mayores por su estatus o su capacidad económica; también está en los genes: alguien que se ocupe de sus crías.

—En ese sentido, me parecen más cínicas las mujeres que los hombres... —Susana se quedó pensativa—. Sin embargo, hay algo que no cuadra en lo que cuentas. Si fuera cierto que la infidelidad está inscrita en los genes, las mujeres serían tan infieles como los hombres, pero las estadísticas dicen lo contrario.

—¡Ja! Las estadísticas en cuestiones íntimas son poco fiables, ¿no crees? Ellos siempre tienden a exagerar sus conquistas. Ellas prefieren esconderlas. No pierdas de vista que el adulterio femenino se juzga peor que el masculino. Pero, teniendo en cuenta que el ochenta y cinco por ciento de la población mundial vive en pareja, si un hombre es infiel, posiblemente la mujer con la que está teniendo la aventura está, a su vez, siendo infiel.

—Tal vez. Mientras el adulterio femenino se siga viendo como una afrenta, y al revés, no, será difícil conocer la verdad.

—No siempre fue así. A la mujer se le acabó la libertad a partir de la revolución agrícola.

—¡Joder! ¿No me digas que nuestra cruz va aparejada a la invención de la rueda?

—Eso parece. A partir del momento en que empiezan a cultivarse los campos, empieza a existir la propiedad privada. El hombre necesita asegurarse de que sus herederos son realmente sus herederos, de modo que pone a la mujer bajo control. Es entonces cuando la mujer es considerada una propiedad masculina.

—¡Cuánta injusticia! —exclamó Susana. Luego, con una carcajada, continuó—: En fin, alguna ventaja ha tenido.

—¡¿Cuál?! —se asombró Olga.

—
Madame Bovary, La Regenta, Ana Karénina
...

 

 

Después de su almuerzo en solitario, Olga se levantó sin esperar a tomar un café, aunque lo necesitaba. ¡Vaya si lo necesitaba! Si no, a las siete ya no se tendría en pie. O, durante la relajación en el curso de yoga, se dormiría profundamente. Como la semana pasada... ¡Qué bochorno! Cuando todos se habían levantado y enrollaban las colchonetas, la profesora la despertó. ¡Menuda relajación, hija! Si incluso roncabas... Aunque lo hubiera dicho suavemente, Olga sabía que le estaba recordando la diferencia entre relajarse y dormirse. No era lo mismo, y los efectos para la mente eran distintos. Tomaría el café en el instituto y aprovecharía para charlar con sus compañeros, pero antes pasaría por el quiosco a recoger la revista de Édgar.

Pepe, con su guardapolvo azul marino, sus vaqueros de pitillo y sus botas militares, estaba apoyado en el quicio de la puerta escuchando a la mujer rubia.

—¡Fue tan emocionante! —exclamaba ella en ese momento, arrastrando las palabras y cerrando los ojos con expresión arrobada.

Pepe también parecía subyugado por la narración. Desvió un instante la vista para guiñarle un ojo a Olga.

¿Sería que le pedía permiso para seguir escuchando a la rubia? Pues, por ella, no iba a quedar; total, nada urgente la esperaba en el instituto, excepto el café, claro.

—No tengo prisa —le dijo.

La rubia volvió la cabeza para ver quién hablaba. Olga hizo un gesto con la cabeza, como saludándola. Luego se fue hasta el mostrador a ojear las revistas.

—¿Te imaginas lo que era aquello? Un escenario enorme, enorme, con su nombre, Carlos Amadeo, escrito en letras picudas plateadas y muchísimos focos, y él, debajo de la luz, brillando más que el mismísimo sol.

—Me imagino. Sí, me lo puedo imaginar —dijo Pepe.

—Ahí estaba, en el centro del escenario, con su chaqueta brillante, como pintada de purpurina, ¿sabes? Y su corbata negra y su camisa blanca, echando besos sin parar. Venga a llevarse las manos a la boca y luego abrir los brazos en un gesto grande como para que los besos nos alcanzasen a todas. Y yo casi no me lo podía creer. ¿Era yo, yo, la que estaba sentada en las gradas, teniendo la suerte de poder recibir, a través del aire, esos besos salidos de sus labios?

—Desde luego... —dijo Pepe.

—Entonces, va y empieza a sonar el piano... Porque va acompañado de una orquesta, ¿sabes? Sólo con oír las primeras notas, supe qué canción era.
Otro querer
. ¿La conoces?

Pepe negó con la cabeza.

—Pero, hombre —se extrañó la rubia juntando las manos a la altura del pecho, en un gesto a medio camino entre la incredulidad y la lástima—, ¿cómo no la vas a conocer? La ponen cada dos por tres en la radio. Es tan bonita y tan triste... Mira, es así.

 

Si él se fue y estás llorando

porque otra lo está abrazando,

piensa que fuiste tú, quien lo empujó a un nuevo querer.

 

Él sufría cada día.

Tú, ingrata, sólo mentías.

La hiel es para ti; él ya ha encontrado otro querer.

 

Olga miró a la mujer durante unos segundos. Entonaba bastante bien, desde luego, aunque incluso cantando tenía voz de boba. ¿Habría ido al concierto de ese cantante melódico?, se preguntó Olga observando la portada de una revista del corazón en la que aparecía él, rodeado de público, mayoritariamente femenino. Todas muy arregladas, como para una selección de personal de alguna oficina fósil: mucha laca, mucho rulo y crepado, mucho vestido chaqueta pastel con botones dorados... La expresión que desfiguraba los rostros de esas mujeres contradecía su aspecto pulcro y convencional. Las bocas exasperadamente abiertas, como si gritasen hasta la afonía. Los ojos cerrados, como en un arrebato místico. Las manos levantadas al cielo de la carpa con los dedos separados y tensos. Un ataque de histeria colectivo parecido a los que podían observarse en las gradas de un campo de fútbol.

 

Él sólo te pedía un beso,

tú no le dabas ni eso.

Tus labios fríos son; él besa los de otro querer.

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