Read Anoche soñé contigo Online

Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (54 page)

—Bien. Volvamos a la cuestión inicial. Como sabrás, la palabra crisis viene del griego. ¿Conoces su significado etimológico? Significa decidir. ¿No te parece relevante que, siendo ésa tu principal laguna (y siempre fiándome de lo que me has contado), hayas utilizado esta palabra?

Olga sonrió. Se sentía cómoda en la conversación con Susana. Le parecía menos dramático lo que le estaba ocurriendo.

—Sí, lo es.

—¿Por qué no llevas las bandejas a la cocina y le pides a Dori unos cafés?

Al regresar Olga con los cafés, Susana ya había encendido otro cigarrillo. Olga se sentó en la butaca después de dejar una de las tacitas en la mesita de noche.

—Bueno, entonces ¿qué hago?

—¿Qué haces de qué? Ahora no sé a qué te refieres.

Olga hizo un ademán casi como si estuviera espantando a una mosca.

—Me podría referir a distintas cuestiones, pero voy a centrarme sólo en una...

—El resto lo dejaremos para próximas sesiones de psicoterapia.

—Eso, ríete, antipática.

—No me río, tonta. Estoy encantada, si te sirve de algo hablar conmigo. Y no me divierte que lo estés pasando mal. Pero es cierto que me resultas más humana, más próxima, ¿sabes?

Olga asintió.

—Me refiero a Jorge.

—Creo que sólo tienes dos opciones: o le olvidas definitivamente o estableces contacto con él.

—¿Contacto? ¿Yo?

—Mujer, con lo que me has contado, no esperarás que lo haga él, ¿verdad?

—No, quizás no.

—Entonces, no empieces a oscilar como una boba entre las dos opciones sin decidirte por ninguna. Apuesta por una de ellas y lánzate a fondo.

—Y tú, por supuesto, optarías por establecer contacto con él.

—Claro. Creo que todos debemos escoger entre dos papeles: ser espectadores o actores en nuestra vida. Yo siempre he tenido muy claro que quería ser actriz. Es más, hay estudios que demuestran que no ando tan equivocada, que demuestran que quienes llevan las riendas de su propia vida obtienen resultados distintos y mejores, a los de quienes están convencidos de que la vida es una sucesión de fatalidades. De modo que ¿por qué no te decides a actuar?

—¿Y si me equivoco?

—Es cierto que, cuando una tiene que elegir entre dos caminos, puede tomar el equivocado. Pero permanecer quieta, sin aventurarse en ninguno, tampoco es la solución.

—¿Menos desestabilizante, tal vez?

—¿Por qué? Porque te da la impresión de que si las cosas no marchan bien, por lo menos tú no eres culpable, ya que nada has hecho para que tomen un rumbo u otro, ¿no es eso?

—Sí. Quizás... —contestó Olga, pensativa.

—No tomar ninguna decisión es tomar una, por defecto. Además, ir vegetando significa ir acumulando frustración y resentimiento.

—¿Y si todavía me meto en un laberinto más complejo?

—Puede ocurrir, desde luego. Lo importante es que tomes una decisión. ¿No estábamos en que ése era un aprendizaje que te faltaba?

—No sé qué hacer, Susana.

—¿Recuerdas?
Audacibus fortuna iuvat
, es decir, la suerte ayuda a los audaces. Creo que ser afortunado no es tanto una cuestión de azar (a unos les toca; a otros, no) como de ponerle una silla a la suerte para que, cuando pase por tu lado, se siente en ella.

—Tienes razón. Y, si me decido, ¿qué crees que debería hacer?

—No sé. Podrías utilizar algún mecanismo neutro, de modo que, si él no diera signos de interés, te batieses en retirada y se acabó.

—¿Por ejemplo, un correo electrónico con alguna excusa profesional?

—Por ejemplo. Me parece una buena idea. —Susana miró su reloj—. Oye, no quiero echarte, pero son las cuatro y media. ¿No tienes que ir al instituto?

—¡Huy!, ¿tan tarde? Sí, me voy.

Se acercó a la cama a darle un beso a Susana, que retuvo una de sus manos entre las suyas.

—Por cierto, ¿Jorge es casado?

—No. Está separado desde hace un año. ¿Por...? No me saldrás con prejuicios, ¿no?

Susana negó con la cabeza.

—¡Qué va! Te lo preguntaba por las teorías de mi manicura, ¿las recuerdas? —Antes de que Olga pudiera responder, Susana añadió—: Hay que buscarse amantes casados para evitarse líos.

Olga inició un gesto, dispuesta a protestar.

—Espera —la detuvo Susana—, precisamente, iba a decir que la teoría de mi manicura tiene fallos importantes. Resulta que se ha enamorado (aunque no era su intención, desde luego) del casado con el que lleva unos meses saliendo y lo está pasando fatal, porque el hombre le ha dicho que no se ve con ánimos para dejar a la mujer y a sus hijos. Total, ella está hecha unos zorros, y ha decidido dar por terminada la relación. Así que, hija, ya lo ves, en eso del amor, del sexo, de las relaciones, no puede haber reglas.

—Ya veo... Bien, antes de irme, ¿te traigo algo?

—No, nada, gracias. Voy a leer un rato.

Olga ya estaba en la puerta cuando Susana la detuvo:

—Espero que empieces a ejercitarte en la toma de decisiones. Piensa que no dispones de varios años para ésta. La vida va corriendo, el tiempo se termina y no tenemos otra posibilidad.

—¡Ay, cariño!, parece la letra de un bolero.

—Cuando me levanto con el espíritu de poetisa... Bueno, a lo que iba: tú eres capaz de tomar decisiones, porque yo te he visto hacerlo otras veces, de modo que ¡fuerza!

 

Anoche, anoche soñé contigo...

 

Olga abrió los ojos y se incorporó en la tumbona.

—María, ¿no te molesta la canción para trabajar? —le preguntó a su hija, que, apoyada sobre la mesa de la terraza, escribía en un cuaderno.

—¿Qué canción, mamá?

—Ésa... —Olga hizo un gesto en dirección al gimnasio.

—¡Ah! Jo, mamá, ni me había dado cuenta de que sonaba. Como estoy con el trabajo de sociales...

¡Qué suerte tener esa capacidad de concentración! Para ti la querrías, ¿no, Monegal? ¡Ay, sí! Especialmente en los últimos tiempos, cuando todo en su cabeza parecía andar manga por hombro.

—¿Quieres que te vaya a buscar los tapones de cera?

—Sí, cariño, por favor. Están en el botiquín.

La observó mientras entraba en la sala. Iba enfundada en un biquini a rayas de colores ácidos, azules y verdes. ¡Cómo había crecido! y, sin embargo, su cuerpo seguía sin desarrollarse. Seguro que el paso de María a la adolescencia sería tardío, como lo fue el suyo propio: a los quince años, dos después que Teresa y, sobre todo, cuatro más tarde que Susana.

 

... ¡Ay! Cosita linda, mamá.

 

—Toma, mamá.

Amoldó la cera en sus oídos. Volvió a echarse en la tumbona, cerró los ojos y se abandonó a los lametones aún suaves del sol. Sabía que, después de las once, huiría de la terraza porque no soportaría el calor. Pensó que, con los años, había ido perdiendo las ganas de tostarse. O quizás había perdido la resistencia para aguantar el sofoco, el sudor, la inmovilidad... Era incapaz de someterse a las largas sesiones de tortura infligidas a los veinte o a los treinta, en aras del bronceado. Sin embargo, si bien el sol se le antojaba un amante excesivo durante el cenit y en las horas anteriores y posteriores a él, le seguía pareciendo un amante espléndido en las bajas: delicado, envolvente, entregado, sensual, tomando a un mismo tiempo cualquier rincón de su cuerpo. Se sentía languidecer progresivamente en su abrazo. Se abandonaba a ese cosquilleo suave que acababa por provocar un incendio, primero en su piel, luego en su cerebro. Las imágenes eróticas nunca tardaban en llegar: se superponían unas a otras en ese duermevela en el que Olga se dejaba caer con complacencia. Ahora, como siempre, los rayos jugando entre sus piernas, sobre sus pechos, en sus labios, despertaron su deseo. Ahora, voluntariamente y con aguda lucidez, evocó su sueño recurrente y lo revivió despacio, con plena conciencia, poniéndole no sólo cara sino también nombre. Jorge, Jorge.

—Olga, ¿te apetece un zumo de naranja?

Sobresaltada, se incorporó bruscamente. Sintió en su pecho un estallido de cariño hacia Alberto, seguido de un intenso sentimiento de culpa. Una cosa era soñar; otra distinta, pensar.

—Lo siento. ¿Te he asustado?

—Supongo que estaba medio dormida. Eso habrá sido.

—¿Te traigo un zumo? Está empezando a hacer mucho calor, ¿no?

—Sí, cariño, gracias.

—A mí también, papá.

—De acuerdo.

Olga se había quedado sentada en la tumbona.

—María, te he apuntado al curso de inglés en Inglaterra, como el año pasado. Creo que no te lo había dicho, ¿verdad?

—No. ¿Cuándo me voy?

—El día 7 de julio, y regresáis el 7 de agosto.

—¿Antes podremos comprar los pantalones que te pedí?

—Podremos, sí.

—¿Esta tarde?

—No. Esta tarde hay la inauguración oficial del Centro Omega, y quiero ir. Si te parece, vamos cuando termines con este trabajo.

—Estupendo.

—¿Qué es estupendo? —preguntó Alberto, mientras les daba sendos vasos de zumo.

—Mamá y yo nos vamos de compras dentro de un rato —dijo María echando hacia un lado los cabellos que le barrían la cara.

—¡Ah! Bien, yo me voy. No me esperes a comer, Olga. Aún tengo mucho que hacer antes de las seis.

Olga le lanzó un beso, bebió unos sorbos de zumo y se recostó de nuevo en la tumbona, todavía con la culpa aleteando en su pecho. Monegal, manda la culpa a paseo durante un rato, ¿quieres? ¿No te recomendó Susana que te psicopatizaras un poco? Entonces pensaste que seguramente algo de razón tenía y que te quedaba mucho camino por recorrer en este sentido, ¿o no? Pues, ponte en marcha. Eso iba a hacer. Apartó de un manotazo los sentimientos de culpa, que se desvanecieron rápidamente sin dejar rastro, y volvió a sumergirse en la caricia de su amante solar y en las de Jorge. Desde que tuvo valor para mandar al geofísico un correo electrónico, muy profesional y bastante cálido, desde que él contestó con otro, bastante profesional y más cálido aún, aceptando participar como conferenciante invitado en el
workshop
de julio, se había regalado varias veces con ese sueño, ahora golosamente transformado en fantasía erótica.
Alea iacta est
, se rió Susana, cuando la llamó para decirle que había tomado una decisión, que se había puesto en contacto con Jorge y que él había respondido con agrado.

—La suerte está echada, ¿o no? —preguntó Susana, todavía entre risas—; ya has cruzado el Rubicón.

—Te equivocas —contestó Olga—; mi Rubicón será otro.

Esperaba ser capaz de vadearlo. Se temía. Temía sus indecisiones, que podían cruzar su vida al galope imprevisiblemente, echando a perder sus planes. Salir de sus rutinas habituales no sólo le provocaba inseguridad, sino reacciones inesperadas. Pero, en efecto, el primer paso estaba dado. Después de reflexionar largamente y de violentar su forma de ser —se había repetido varias veces a ella misma la recomendación de Susana: psicopatízate, Monegal, sal de tu jaula rígida, olvídate un poco del deber y dedícate algo más al placer...—, había decidido ponerse en contacto con Jorge. ¿Con qué excusa?, se había preguntado. Por fin se le ocurrió. Aunque el tema de sus estudios nada tuviera que ver con los de Álex o con los de ella misma, podían invitarlo a dar una charla. A Álex le había parecido una ocurrencia pertinente. Habrá que decírselo en seguida, dijo el geólogo, el tiempo se nos echa encima, además, si acepta, convendría invitarlo, también, a la reunión de fin de proyecto. Yo me encargo de ello, había respondido Olga, encantada con la sugerencia de Álex; la reunión de fin de proyecto, con la consiguiente juerga nocturna, iba a celebrarse en menos de dos semanas, de modo que quedaban diez días para verlo. ¡Sólo diez! Le parecía que no podía esperar tanto. Y, sin embargo, a ratos también estaba muerta de miedo.

—He terminado, mamá.

—Venga, vamos a ducharnos y nos lanzamos a consumir.

María la observó con una sonrisa.

—¿Qué te pasa, mamá? Llevas unos días de buen humor. Pareces tú otra vez y no esa mula a la que nos habías acostumbrado en los últimos tiempos.

—No sé qué será —dijo Olga riéndose—. Anda, ven a darme un beso.

¡Qué sagaz, la chiquilla! Casi antes que ella misma, María había percibido su cambio de humor. Era cierto: estaba más contenta, había recuperado la capacidad de sentir placer.

No tardaron ni media hora en estar listas para salir.

—Mami, ¿por qué no nos vamos a comer por ahí? A un McDonald's o a un Kentucky...

—¡Ags!, María...

—Anda, mamá. Hace mucho que no comemos comida basura. Ser tan sanos no debe de ser bueno para la salud.

Olga se rió. Le dejaron una nota a Édgar para que, al regresar del entrenamiento de hockey, se reuniera con ellas en un local de comida rápida.

Other books

Every Last Drop by Charlie Huston
Circo de los Malditos by Laurell K. Hamilton
Bone Rattler by Eliot Pattison
Silver and Salt by Rob Thurman
The Invisible Mountain by Carolina de Robertis
Evidence of Desire: Hero Series 3 by Monique Lamont, Yvette Hines