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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (58 page)

—Susana, hija, ¿cómo le voy a decir algo así?

—No veo por qué no. Bueno, ensayemos algo menos directo. Aunque no sé por qué lado saldrá Jorge. Veamos esta otra entrada. Soy Jorge: Olga, ¿no llevas ya tu gargantilla?

—No, la he perdido.

—¡Ni hablar! Piensa una respuesta mejor.

Olga se quedó un momento pensativa, luego se lanzó:

—No. Me la he quitado por ti. No quiero que una gargantilla me impida el paso.

—¡Bieeeeeeeeeeeeen! —chilló Susana, entusiasmada.

Jean-Claude llamó a la puerta, la abrió e introdujo la cabeza en el baño.

—¿Estáis bien?

—Estamos estupendamente. ¿Por qué no nos traes una copa de champán para celebrarlo?

—Estás como un cencerro. No sé qué es lo que vais a celebrar, pero traigo el champán. ¿Tú también, Olga?

—También —contestó Susana antes de que ella tuviera tiempo de abrir la boca—. Forma parte de la terapia.

El tiempo que Jean-Claude tardó en presentarse con las dos copas, a ellas les bastó para preparar alguna estrategia más.

—Gracias, cariño —le dijo Susana a su marido—. Bien, lo bebemos y salgo de la bañera, que empiezo a estar arrugadita como una pasa.

Después de brindar por el éxito de la noche, Olga bebió un sorbo y, luego, dijo:

—En realidad, creo que estoy enamorada de los dos.

Susana la miró interrogativamente.

—¿De los dos?

—Sí. De Jorge y de Alberto.

—No creo, querida. Me parece imposible estar enamorada de dos personas a un tiempo. El enamoramiento es un sentimiento muy exclusivo. Amar, en cambio, no lo es.

—Entonces —admitió Olga—, me parece que estoy enamorada de Jorge. Además, creo que es la primera vez en mi vida que me siento así. Tan ida, tan fuera de mí, tan enajenada. Pero sigo queriendo a Alberto.

—Bueno, la meta del enamoramiento es el amor. Dicho en otras palabras, primero la pasión, luego el apego.

—Pues... fíjate que la mayoría de personas no llega a alcanzar el objetivo final. Se acaba el enamoramiento, y no queda nada. No han aprendido a amar...

—O se habían enamorado de la persona equivocada —interrumpió Susana.

—Sí... A mí, el apego me parece un sentimiento más noble que el enamoramiento, ¿sabes? En la medida en que en el enamoramiento hay una tormenta hormonal incontrolable, mientras que en el apego interviene la voluntad.

—¡Eh, eh, un momento! —dijo Susana poniéndose de pie en la bañera y abriendo el grifo de la ducha para enjuagarse—. Leí el libro de esa antropóloga que me recomendaste y aprendí algunas cosas. Por ejemplo, durante el enamoramiento una tromba de anfetaminas nos inunda el cerebro (por eso perdemos el apetito, estamos eufóricos, podemos permanecer toda la noche despiertos...), luego, cuando la novedad se desvanece, el cerebro incorpora las endorfinas, y sentimos paz y seguridad. De modo que, de acuerdo, en el apego interviene la voluntad, pero también las hormonas...

—Siempre que hayas elegido a la persona correcta, porque si con ella no sientes ni paz ni seguridad...

—... o te aburres como una ostra o te pasas la vida temiendo desplantes o peleas... De acuerdo, pero ¡ojo al parche con dos cuestiones! La primera, según esa antropóloga que tanto te gusta, la tendencia a separarnos también tiene un componente fisiológico. El exceso de seguridad provoca una respuesta por empacho. Las endorfinas cerebrales pierden su efecto y nos preparamos para el desapego, es decir, para el divorcio.

—¿Necesariamente?

—No lo sé —respondió Susana, frotándose enérgicamente—. La antropóloga es tuya, no mía. Se supone que tú la conoces mejor. Deberías saberlo. Incluso llega a decir ella que quizás estamos programados para la monogamia en serie: enamoramiento necesario para copular y procrear, apego para que los machos se encariñen con las hembras mientras éstas crían a los hijos y las protejan y las ayuden a obtener alimentos, y, por fin, separación. Y vuelta a empezar.

—¿Y segunda? Querías señalarme dos cuestiones, ¿recuerdas? Ésta era la primera.

—Sí. La segunda, no confundas el apego con la rutina. Está muy bien querer a alguien, pero seguir a su lado por puro hábito, sin sentimiento, es una estupidez.

—¿Lo dices por mí y por Alberto?

—No. Lo digo en general. Das el tipo de esas personas que se aferran a algo aunque esté terminado, sólo por el terror de la separación, sólo por no perder tus hábitos. Pero no estoy diciéndolo porque crea que es así. Os he visto durante muchos años a ti y a Alberto para saber, o creer que sé, dos cosas. Una, que os queréis. Y dos, que quizás él no sea exactamente el hombre de tu vida. Suponiendo que esta chorrada exista, claro —terminó Susana a carcajadas.

—Mmmm. Voy a meditar sobre todo lo que me has dicho.

—Harás bien, porque, además, si preguntas en otra parte, te darán consejos mucho más conservadores que los míos. ¿No te has fijado que la gente se resiste a admitir la separación de las parejas amigas?

—Susana, no tengo la menor intención de separarme de Alberto.

—Ni yo te lo estoy sugiriendo, tonta. Sólo te digo que, si un día llegas a esta decisión, no esperes que tu entorno te comprenda o te jalee, sino todo lo contrario; tratarán de disuadirte. Bueno, y basta de cháchara, que nos van a dar las uvas y tú, sin maquillaje.

Sentó a Olga en el taburete y le examinó la cara con atención.

—Bueno, antes que nada, una hidratante —dijo embadurnándole la cara—, porque tienes la piel tan reseca que parece la de un elefante. ¿Sabes qué te digo? Te voy a regalar una crema y espero que te la pongas.

—Lo haré. Formará parte del paquete de reformas a aplicar.

—Bien dicho.

Luego Susana perfiló, sombreó, empolvó, pintó, cepilló...

—¡Por favor, no te pases, Susana!

—No te preocupes, cariño. No soporto las caras rebozadas. Se trata de tener mejor aspecto, no de parecer una drag queen.

Al cabo de pocos minutos, le pidió que se levantara y se mirara en el espejo.

—¿Qué tal?

—Muy bien —contestó Olga, encantada—. Parezco yo, pero mejorada.

—Claro. Venga, siéntate, que falta un toque con el secador y el cepillo para dejarte un poco más airoso el pelo... ¡Ay, Olga!, no sé por qué no haces algo con tu peinado. Te lo he dicho muchísimas veces...

—Estaba pensando en ir a tu peluquería y pedirles un nuevo look. ¿Qué dices?

—¿Yo? Mujer, ya sería hora. Llevo siglos insistiendo.

—Bueno, pues, antes de que me vaya, me das el teléfono.

—¿Otra vez?

—¿Otra vez? ¿Cuándo me lo has dado?

—Creo que en más de tres ocasiones. Y la última fue durante las fiestas de Navidad en un restaurante, cenando contigo, con Alberto y Jean-Claude. ¿No lo recuerdas? Tú no tenías nada para apuntarlo, y lo hizo Alberto en una de sus tarjetas profesionales.

VII

 

 

 

 

[...] pues lo que estaba en juego era algo mucho más importante que la lujuria. El encuentro con otra realidad, otra vida más honda, ante la que la vida de todos los días palidecía. Uno de esos encuentros decisivos que nos cambian el alma y a partir de los cuales ya nada vuelve a ser lo mismo.

 

G
USTAVO
M
ARTÍN
G
ARZO
,
El pequeño heredero

 

 

 

 

 

Olga y Álex llevaban más de dos horas eligiendo las fotos. Avanzaban a un ritmo más lento de lo previsto, ya que, a menudo, los criterios entre ellos eran dispares, cuando no, antagónicos.

—Vamos a ver —dijo Olga señalando la foto de la draga con los sedimentos—, ¿se puede saber por qué te interesa este amasijo de barro?

—Porque permite ver la estructura secular del sedimento al ser depositado.

—Bien —respondió Olga.

Escaneó la foto y la grabó en el fichero de su común conferencia.

Cuando terminaron con las fotos, se dedicaron a las figuras, en cuya selección también invirtieron mucho tiempo. Después de avanzar bastante ágilmente en las tres primeras, se encallaron en la representación de la turbidez.

—Necesito que el eje del tiempo se divida en fracciones de diez segundos —decía Álex.

—¿Por qué quieres unos tiempos tan cortos?

—Para poder observar las variaciones casi instantáneas en la nube levantada después de pasar el arte de pesca.

—Pues, a mí, me ocurre lo contrario. Necesito fracciones de veinticuatro horas, es decir, tiempos largos, para que exista variación perceptible en el bentos.

Finalmente, importaron el archivo, para tratar cada imagen con el
powerpoint
y modificar sus márgenes o añadir color y rótulos. A las nueve de la noche, aún les quedaba mucho por hacer y acordaron continuar al día siguiente.

—Mañana sin falta debemos terminar —dijo Olga.

—Mañana estará listo, seguro, aunque tengamos que batirnos en duelo.

En efecto, al día siguiente, antes de comer, terminaron con las imágenes y les dio tiempo a hacer el ensayo final antes del
workshop
.

Cuando Álex se marchó, Olga recogió sus cosas volando. Pensaba aprovechar el rato de la comida para ir a la peluquería de Susana. La tarde anterior, súbitamente, había decidido cambiar su peinado y no tenía intención de dar más vueltas a la idea. Lo iba a hacer, y punto. Al salir, por el pasillo se cruzó con Cloe.

—Marina te está buscando —la previno la becaria.

—Gracias.

¿Pasaría por el despacho de Marina y se expondría a tener que anular la hora reservada en la peluquería? ¡Ni hablar! No dejaría pasar su oportunidad. Además, se había comprometido con Susana. Pase lo que pase, te cortas la coleta, había bromeado su amiga. Y, luego, le había cantado un bolero: «te puedo yo jurar ante un altar...». Eso, sí, lo juro. Júrame, también, que, al terminar, te acercas a mi despacho para que te vea y te dé mi bendición. ¡No me lo quiero perder!, había exclamado Susana, excitada como si su propia cabeza fuera a ser la protagonista del cambio.

Decidió salir del instituto sin ver a Marina.

Cuando estaba a punto de cruzar la puerta cristalera que daba al vestíbulo, oyó la voz de la jefa de departamento.

—¡Olga!

Retrocedió unos pasos, hasta el amplísimo ojo circular de la escalera.

—Dime, Marina —dijo mirando hacia arriba, donde, efectivamente, su compañera estaba asomada.

La expresión de Marina era radiante.

—¿No te ha dicho Cloe que te buscaba?

—Sí, pero ando con prisa. Mañana hablamos, si quieres. Esta tarde ya no vuelvo.

—Sólo quería decirte que, después de presentar las modificaciones, los del
Journal of Science
han aceptado mi artículo. ¿Qué te parece?

—Me alegro muchísimo, muchísimo.

—¿Lo tenéis todo listo para el
workshop
?

—Casi. Felicidades, Marina. Me voy o llegaré tarde.

—Hasta mañana.

En la peluquería de Susana, la acomodaron ante uno de los tocadores, entre un hombre hipnotizado por una revista de coches y una mujer aletargada con una revista del corazón. Olga abrió una novela, pero, antes de que pudiera leer más de diez líneas, la peluquera, una chica joven y risueña, la interrumpió.

—Hola, soy Claudia. Voy a atenderla yo. ¿Qué le gustaría?

—No tengo ni idea. Quisiera un cambio de imagen, porque hace siglos que llevo lo mismo, pero preferiría algo poco sofisticado, poco artificioso.

Claudia la examinó con atención mientras le cepillaba el pelo en todas direcciones.

—Sí. Podemos ir a un peinado natural y cómodo, que no requiera mucho secador.

—Preferiblemente, nada de secador. No se me da muy bien y, además, tampoco tengo mucho tiempo.

—Bien. Podemos aprovechar sus rizos grandes y naturales para un corte como éste.

Claudia se inclinó sobre el tocador, cogió un catálogo de peinados, lo hojeó y, finalmente, le mostró una página.

—Me gusta —dijo Olga—. ¿Me quedará bien?

—Seguro —respondió la peluquera—. Con su cara y ese pelo tan sano, le sentará de maravilla.

Le atusó un poco el flequillo con los dedos.

—¿Sabe? Creo que unos reflejos suaves y dorados le animarían el color y, de paso, la cara.

—¿Usted cree? Yo nunca me he teñido el pelo... ¿Y si luego no me gustan?

—Los tapamos de nuevo... Entonces, ¿qué dice?

—Que sí, vamos. Ya puesta...

Mientras Claudia le entregaba un peinador doblado, dentro de una bolsa de plástico, se acercó la manicura, una mujer muy delgada, de alborotada melena cobriza, de rizos marcados y algo despeinados.

—¿Necesita arreglarse las manos?

—No, gracias. No me hace falta.

¿O debiera haberse decidido, como Alberto, a hacerse la manicura? Bueno, la próxima vez. Por ahora, ya estaba bien. Se asustaba sólo con imaginarse los reflejos dorados y el corte, todo a un tiempo. Y si luego no se sentía ella, ¿qué?

Claudia acercó un carrito con una pequeña jofaina azul, llena de una pasta blancuzca, poco espesa.

—Lo primero, los reflejos.

Olga observaba, con asombro y algo de temor, las maniobras de la peluquera, que, ayudándose con el extremo del peine, tomaba finísimos mechones de su pelo. Cada mechón era colocado sobre un trozo de papel de aluminio, embadurnado con un pincel previamente mojado en la sustancia viscosa de la jofaina y, finalmente, enrollado junto con el aluminio.

—Ahora tiene que esperar media hora, hasta que suba el color —avisó Claudia.

Puso el minutero en marcha y la dejó sola.

Olga contempló al ser galáctico del espejo. De su cabeza salían múltiples protuberancias de plata. ¡En fin! Todo fuera por la causa... Esperaba gustarse. Terminó por admitir que, aunque básicamente lo hacía por ella, anhelaba, también, complacer al geofísico. Pero, peinados aparte, ¿seguía gustándole ella o no? La noche de la cena de fin del proyecto, apenas pudo comprobarlo. Jorge había llegado cuando ya todos estaban sentados a la mesa. Olga había tenido la precaución de guardarle un sitio cerca de ella, pero no había conseguido evitar que otras dos sillas quedasen vacías; él debería elegir. ¿Y si se sentaba en el otro extremo de la mesa? Monegal, no seas pardilla.
Audacibus fortuna iuvat
, ¿recuerdas? Sí, sí, audacia. Pues, haz algo, vamos. ¡Jorge!, lo llamó, aquí tienes una silla. Él, dándose por enterado, levantó la mano, sonrió al grupo y fue a sentarse allí. Bien, Monegal, bien, bien, bien. ¿A que no era tan difícil? Mira, tú, qué natural es decirle eso a un compañero. Jorge la besó. Un beso amistoso, un beso sin ninguna marca especial. ¡Vaya...! Bueno, ¿y qué esperabas, Monegal? Después del camarote del
Hespérides
y de la visita al instituto, ¿crees que él va a dar el primer paso? Pues no, quizás no. Probablemente Susana tenía razón, pero Olga ignoraba cómo empezar. Se le fueron varios minutos pensando en una posible fórmula para romper el hielo. ¿Qué hielo, Monegal? ¿Pero de qué hielo hablas? El deshielo se inició con tu correo electrónico. Ahora tienes que caldear un poco más el ambiente. Vamos, Monegal, no vas a dejar que se esfume la noche sin abrir la boca, ¿verdad? No, claro, pero ¿qué decía? Lo que te parezca. Sé espontánea. ¿Espontánea? Ella no era Susana. A ver, Monegal, ¿estás contenta de verlo? ¡Muerta de gusto! Pues, ¿por qué no se lo sueltas? Así, tal cual: Estoy contentísima de que hayas venido, Jorge, rabiaba por verte. Un poco de vino, Olga. Sí, gracias. Yo también tenía muchas ganas de verte, Olga. ¡Uf! Bueno, Monegal, uno a cero. ¿Has visto cómo no era tan complicado? Sigue, anda. ¿Sabes, Jorge? Tengo un recuerdo excelente de nuestra campaña en el mar de Ligur. Olga, mi vida, esa frase es digna de una reunión de antiguas alumnas del colegio. Anda, mejórala un poco. ¿Sabes, Jorge? No me quito de la cabeza esos días en el
Hespérides
y lo que sentí. ¡Glups! ¿Me he pasado? No, Monegal, no, sigue por ahí. La expresión de Jorge revelaba asombro, su mirada líquida había cobrado calor. Yo, también, Olga. Lo que me sorprende es que tú..., se interrumpió. ¿Que yo...? ¿Te sorprende que lo experimentase o que siga pensando en ello? Jorge parpadeó. No que lo sintieras, ya que tus sentimientos eran evidentes en el barco, pero te imaginaba arrepentida, creía que simplemente había resultado un espejismo del que quisiste apartarte.

Olga bebió un sorbo de vino para darse tiempo. Monegal, deja de beber y contesta. Dile algo, dile que no lo soñó, que no fue un espejismo, que sigue vivo. ¡Maldición, Olga, habla! Fue un ataque de pánico. Jorge se inclinó hacia ella. ¿Cómo? Más alto, Monegal, coño, que no se entera. Olga carraspeó. Digo que fue un ataque de pánico provocado por mi gargantilla. Jorge sonrió y, en el momento en que abría la boca para responder, sonó un teléfono. ¡Vaya, mi móvil!, exclamó, buscando en el bolsillo de su chaqueta colgada en la silla. ¿Sí?

Mientras él atendía la llamada y para que pudiera hablar con mayor libertad, Olga se volvió hacia el otro compañero de mesa, aunque tampoco prestó mucha atención a sus comentarios, preocupada por el ritmo de sus avances con Jorge. No lo estoy haciendo tan mal, ¿verdad? ¡Qué va, Monegal! Estás muy bien, desconocida te diría. Anda, vete pensando cuál será la siguiente estrategia. Vete pensando cómo le dices que estás chiflada por él. No tendría valor para eso. No y no... Jorge le tocó el brazo. Lo siento, tengo que marcharme. ¿Cómo? Olga no conseguía entender que, realmente, el geofísico abandonara el restaurante antes, incluso, de empezar la cena. Lo siento, de verdad, tendremos tiempo de hablar en el
workshop
, sin duda. Ahora debo irme en seguida: inesperadamente han ingresado a mi padre en el hospital. Parece que el asunto ofrece mal aspecto. A pesar de su propia decepción, Olga entendió la inquietud del geofísico. Lo lamento, Jorge. ¿Puedo hacer algo por ti? Nada, de momento. Tal vez en Palamós.

Tal vez en Palamós, tal vez en Palamós, tal vez en Palamós...

—¿Quiere pasar a la pila, por favor? Voy a lavarle la cabeza.

—¿Ya están listos los reflejos?

 

 

—¡Olga! —gritó Susana cuando su amiga entró en su pecera de cristal—. Estás estupenda, virguera...

Olga se había quedado parada en la puerta del despacho.

—Anda, acércate y dime: ¿te gustas o no?

—¿La verdad? —dijo Olga, bajando la voz en un gesto cómplice—. ¡A rabiar!

—¿Lo ves, cagueta? Tanto miedo a los cambios, tanto miedo, y... ¡observa el resultado!

Olga se sentó en una de las dos butacas frente a la mesa.

Susana levantó el teléfono:

—No me pases llamadas, por favor.

Colgó el auricular y fue a instalarse en la butaca contigua a la de Olga. Le cogió la mano.

—Tonta, más que tonta. ¿Ves cómo tienes que hacerme caso? —Le observó la mano—. ¿Por qué no has pedido que te hicieran las uñas? Hubieras conocido a mi manicura.

—¿Esa de pelos cobrizos?¿La que está hecha unos zorros porque su amante casado no piensa abandonar a...?

—Sí. Se trata de ella. Sólo que la situación ha cambiado. Ahora está como unas castañuelas porque su amante ha determinado plantar a la mujer y a los hijos para irse a vivir con ella.

—Mira qué suerte...

—Lo dices como si fuera una desgracia.

—Bueno, para la mujer de él quizás lo sea, ¿o no?

Susana se encogió de hombros.

—No sé. No he pensado en ella.

—Pues yo sí, ¿sabes?

—¿Y eso?

Olga cruzó las piernas y respiró a fondo. Contarle aquello a Susana era una pequeña traición a Alberto, pero...

—Alberto tiene una aventura.

—¿Cómo? —Susana la miraba atónita—. ¿Alberto? ¡No me lo puedo creer!

—No sé por qué no.

—No le pega, no...no... ¿Estás segura?

Olga afirmó.

—¿Sabes con quién?

Monegal, contrólate, no lo sabes. Aunque crees saberlo, no puedes estar segura. No involucres a Teresa. Olga suspiró.

—¿Eso qué importa? No cambia nada. El caso es que está enamorado de otra.

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