Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
âSusana, hija, ¿cómo le voy a decir algo asÃ?
âNo veo por qué no. Bueno, ensayemos algo menos directo. Aunque no sé por qué lado saldrá Jorge. Veamos esta otra entrada. Soy Jorge: Olga, ¿no llevas ya tu gargantilla?
âNo, la he perdido.
â¡Ni hablar! Piensa una respuesta mejor.
Olga se quedó un momento pensativa, luego se lanzó:
âNo. Me la he quitado por ti. No quiero que una gargantilla me impida el paso.
â¡Bieeeeeeeeeeeeen! âchilló Susana, entusiasmada.
Jean-Claude llamó a la puerta, la abrió e introdujo la cabeza en el baño.
â¿Estáis bien?
âEstamos estupendamente. ¿Por qué no nos traes una copa de champán para celebrarlo?
âEstás como un cencerro. No sé qué es lo que vais a celebrar, pero traigo el champán. ¿Tú también, Olga?
âTambién âcontestó Susana antes de que ella tuviera tiempo de abrir la bocaâ. Forma parte de la terapia.
El tiempo que Jean-Claude tardó en presentarse con las dos copas, a ellas les bastó para preparar alguna estrategia más.
âGracias, cariño âle dijo Susana a su maridoâ. Bien, lo bebemos y salgo de la bañera, que empiezo a estar arrugadita como una pasa.
Después de brindar por el éxito de la noche, Olga bebió un sorbo y, luego, dijo:
âEn realidad, creo que estoy enamorada de los dos.
Susana la miró interrogativamente.
â¿De los dos?
âSÃ. De Jorge y de Alberto.
âNo creo, querida. Me parece imposible estar enamorada de dos personas a un tiempo. El enamoramiento es un sentimiento muy exclusivo. Amar, en cambio, no lo es.
âEntonces âadmitió Olgaâ, me parece que estoy enamorada de Jorge. Además, creo que es la primera vez en mi vida que me siento asÃ. Tan ida, tan fuera de mÃ, tan enajenada. Pero sigo queriendo a Alberto.
âBueno, la meta del enamoramiento es el amor. Dicho en otras palabras, primero la pasión, luego el apego.
âPues... fÃjate que la mayorÃa de personas no llega a alcanzar el objetivo final. Se acaba el enamoramiento, y no queda nada. No han aprendido a amar...
âO se habÃan enamorado de la persona equivocada âinterrumpió Susana.
âSÃ... A mÃ, el apego me parece un sentimiento más noble que el enamoramiento, ¿sabes? En la medida en que en el enamoramiento hay una tormenta hormonal incontrolable, mientras que en el apego interviene la voluntad.
â¡Eh, eh, un momento! âdijo Susana poniéndose de pie en la bañera y abriendo el grifo de la ducha para enjuagarseâ. Leà el libro de esa antropóloga que me recomendaste y aprendà algunas cosas. Por ejemplo, durante el enamoramiento una tromba de anfetaminas nos inunda el cerebro (por eso perdemos el apetito, estamos eufóricos, podemos permanecer toda la noche despiertos...), luego, cuando la novedad se desvanece, el cerebro incorpora las endorfinas, y sentimos paz y seguridad. De modo que, de acuerdo, en el apego interviene la voluntad, pero también las hormonas...
âSiempre que hayas elegido a la persona correcta, porque si con ella no sientes ni paz ni seguridad...
â... o te aburres como una ostra o te pasas la vida temiendo desplantes o peleas... De acuerdo, pero ¡ojo al parche con dos cuestiones! La primera, según esa antropóloga que tanto te gusta, la tendencia a separarnos también tiene un componente fisiológico. El exceso de seguridad provoca una respuesta por empacho. Las endorfinas cerebrales pierden su efecto y nos preparamos para el desapego, es decir, para el divorcio.
â¿Necesariamente?
âNo lo sé ârespondió Susana, frotándose enérgicamenteâ. La antropóloga es tuya, no mÃa. Se supone que tú la conoces mejor. DeberÃas saberlo. Incluso llega a decir ella que quizás estamos programados para la monogamia en serie: enamoramiento necesario para copular y procrear, apego para que los machos se encariñen con las hembras mientras éstas crÃan a los hijos y las protejan y las ayuden a obtener alimentos, y, por fin, separación. Y vuelta a empezar.
â¿Y segunda? QuerÃas señalarme dos cuestiones, ¿recuerdas? Ãsta era la primera.
âSÃ. La segunda, no confundas el apego con la rutina. Está muy bien querer a alguien, pero seguir a su lado por puro hábito, sin sentimiento, es una estupidez.
â¿Lo dices por mà y por Alberto?
âNo. Lo digo en general. Das el tipo de esas personas que se aferran a algo aunque esté terminado, sólo por el terror de la separación, sólo por no perder tus hábitos. Pero no estoy diciéndolo porque crea que es asÃ. Os he visto durante muchos años a ti y a Alberto para saber, o creer que sé, dos cosas. Una, que os queréis. Y dos, que quizás él no sea exactamente el hombre de tu vida. Suponiendo que esta chorrada exista, claro âterminó Susana a carcajadas.
âMmmm. Voy a meditar sobre todo lo que me has dicho.
âHarás bien, porque, además, si preguntas en otra parte, te darán consejos mucho más conservadores que los mÃos. ¿No te has fijado que la gente se resiste a admitir la separación de las parejas amigas?
âSusana, no tengo la menor intención de separarme de Alberto.
âNi yo te lo estoy sugiriendo, tonta. Sólo te digo que, si un dÃa llegas a esta decisión, no esperes que tu entorno te comprenda o te jalee, sino todo lo contrario; tratarán de disuadirte. Bueno, y basta de cháchara, que nos van a dar las uvas y tú, sin maquillaje.
Sentó a Olga en el taburete y le examinó la cara con atención.
âBueno, antes que nada, una hidratante âdijo embadurnándole la caraâ, porque tienes la piel tan reseca que parece la de un elefante. ¿Sabes qué te digo? Te voy a regalar una crema y espero que te la pongas.
âLo haré. Formará parte del paquete de reformas a aplicar.
âBien dicho.
Luego Susana perfiló, sombreó, empolvó, pintó, cepilló...
â¡Por favor, no te pases, Susana!
âNo te preocupes, cariño. No soporto las caras rebozadas. Se trata de tener mejor aspecto, no de parecer una drag queen.
Al cabo de pocos minutos, le pidió que se levantara y se mirara en el espejo.
â¿Qué tal?
âMuy bien âcontestó Olga, encantadaâ. Parezco yo, pero mejorada.
âClaro. Venga, siéntate, que falta un toque con el secador y el cepillo para dejarte un poco más airoso el pelo... ¡Ay, Olga!, no sé por qué no haces algo con tu peinado. Te lo he dicho muchÃsimas veces...
âEstaba pensando en ir a tu peluquerÃa y pedirles un nuevo look. ¿Qué dices?
â¿Yo? Mujer, ya serÃa hora. Llevo siglos insistiendo.
âBueno, pues, antes de que me vaya, me das el teléfono.
â¿Otra vez?
â¿Otra vez? ¿Cuándo me lo has dado?
âCreo que en más de tres ocasiones. Y la última fue durante las fiestas de Navidad en un restaurante, cenando contigo, con Alberto y Jean-Claude. ¿No lo recuerdas? Tú no tenÃas nada para apuntarlo, y lo hizo Alberto en una de sus tarjetas profesionales.
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[...] pues lo que estaba en juego era algo mucho más importante que la lujuria. El encuentro con otra realidad, otra vida más honda, ante la que la vida de todos los dÃas palidecÃa. Uno de esos encuentros decisivos que nos cambian el alma y a partir de los cuales ya nada vuelve a ser lo mismo.
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USTAVO
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ARTÃN
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,
El pequeño heredero
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Olga y Ãlex llevaban más de dos horas eligiendo las fotos. Avanzaban a un ritmo más lento de lo previsto, ya que, a menudo, los criterios entre ellos eran dispares, cuando no, antagónicos.
âVamos a ver âdijo Olga señalando la foto de la draga con los sedimentosâ, ¿se puede saber por qué te interesa este amasijo de barro?
âPorque permite ver la estructura secular del sedimento al ser depositado.
âBien ârespondió Olga.
Escaneó la foto y la grabó en el fichero de su común conferencia.
Cuando terminaron con las fotos, se dedicaron a las figuras, en cuya selección también invirtieron mucho tiempo. Después de avanzar bastante ágilmente en las tres primeras, se encallaron en la representación de la turbidez.
âNecesito que el eje del tiempo se divida en fracciones de diez segundos âdecÃa Ãlex.
â¿Por qué quieres unos tiempos tan cortos?
âPara poder observar las variaciones casi instantáneas en la nube levantada después de pasar el arte de pesca.
âPues, a mÃ, me ocurre lo contrario. Necesito fracciones de veinticuatro horas, es decir, tiempos largos, para que exista variación perceptible en el bentos.
Finalmente, importaron el archivo, para tratar cada imagen con el
powerpoint
y modificar sus márgenes o añadir color y rótulos. A las nueve de la noche, aún les quedaba mucho por hacer y acordaron continuar al dÃa siguiente.
âMañana sin falta debemos terminar âdijo Olga.
âMañana estará listo, seguro, aunque tengamos que batirnos en duelo.
En efecto, al dÃa siguiente, antes de comer, terminaron con las imágenes y les dio tiempo a hacer el ensayo final antes del
workshop
.
Cuando Ãlex se marchó, Olga recogió sus cosas volando. Pensaba aprovechar el rato de la comida para ir a la peluquerÃa de Susana. La tarde anterior, súbitamente, habÃa decidido cambiar su peinado y no tenÃa intención de dar más vueltas a la idea. Lo iba a hacer, y punto. Al salir, por el pasillo se cruzó con Cloe.
âMarina te está buscando âla previno la becaria.
âGracias.
¿PasarÃa por el despacho de Marina y se expondrÃa a tener que anular la hora reservada en la peluquerÃa? ¡Ni hablar! No dejarÃa pasar su oportunidad. Además, se habÃa comprometido con Susana. Pase lo que pase, te cortas la coleta, habÃa bromeado su amiga. Y, luego, le habÃa cantado un bolero: «te puedo yo jurar ante un altar...». Eso, sÃ, lo juro. Júrame, también, que, al terminar, te acercas a mi despacho para que te vea y te dé mi bendición. ¡No me lo quiero perder!, habÃa exclamado Susana, excitada como si su propia cabeza fuera a ser la protagonista del cambio.
Decidió salir del instituto sin ver a Marina.
Cuando estaba a punto de cruzar la puerta cristalera que daba al vestÃbulo, oyó la voz de la jefa de departamento.
â¡Olga!
Retrocedió unos pasos, hasta el amplÃsimo ojo circular de la escalera.
âDime, Marina âdijo mirando hacia arriba, donde, efectivamente, su compañera estaba asomada.
La expresión de Marina era radiante.
â¿No te ha dicho Cloe que te buscaba?
âSÃ, pero ando con prisa. Mañana hablamos, si quieres. Esta tarde ya no vuelvo.
âSólo querÃa decirte que, después de presentar las modificaciones, los del
Journal of Science
han aceptado mi artÃculo. ¿Qué te parece?
âMe alegro muchÃsimo, muchÃsimo.
â¿Lo tenéis todo listo para el
workshop
?
âCasi. Felicidades, Marina. Me voy o llegaré tarde.
âHasta mañana.
En la peluquerÃa de Susana, la acomodaron ante uno de los tocadores, entre un hombre hipnotizado por una revista de coches y una mujer aletargada con una revista del corazón. Olga abrió una novela, pero, antes de que pudiera leer más de diez lÃneas, la peluquera, una chica joven y risueña, la interrumpió.
âHola, soy Claudia. Voy a atenderla yo. ¿Qué le gustarÃa?
âNo tengo ni idea. Quisiera un cambio de imagen, porque hace siglos que llevo lo mismo, pero preferirÃa algo poco sofisticado, poco artificioso.
Claudia la examinó con atención mientras le cepillaba el pelo en todas direcciones.
âSÃ. Podemos ir a un peinado natural y cómodo, que no requiera mucho secador.
âPreferiblemente, nada de secador. No se me da muy bien y, además, tampoco tengo mucho tiempo.
âBien. Podemos aprovechar sus rizos grandes y naturales para un corte como éste.
Claudia se inclinó sobre el tocador, cogió un catálogo de peinados, lo hojeó y, finalmente, le mostró una página.
âMe gusta âdijo Olgaâ. ¿Me quedará bien?
âSeguro ârespondió la peluqueraâ. Con su cara y ese pelo tan sano, le sentará de maravilla.
Le atusó un poco el flequillo con los dedos.
â¿Sabe? Creo que unos reflejos suaves y dorados le animarÃan el color y, de paso, la cara.
â¿Usted cree? Yo nunca me he teñido el pelo... ¿Y si luego no me gustan?
âLos tapamos de nuevo... Entonces, ¿qué dice?
âQue sÃ, vamos. Ya puesta...
Mientras Claudia le entregaba un peinador doblado, dentro de una bolsa de plástico, se acercó la manicura, una mujer muy delgada, de alborotada melena cobriza, de rizos marcados y algo despeinados.
â¿Necesita arreglarse las manos?
âNo, gracias. No me hace falta.
¿O debiera haberse decidido, como Alberto, a hacerse la manicura? Bueno, la próxima vez. Por ahora, ya estaba bien. Se asustaba sólo con imaginarse los reflejos dorados y el corte, todo a un tiempo. Y si luego no se sentÃa ella, ¿qué?
Claudia acercó un carrito con una pequeña jofaina azul, llena de una pasta blancuzca, poco espesa.
âLo primero, los reflejos.
Olga observaba, con asombro y algo de temor, las maniobras de la peluquera, que, ayudándose con el extremo del peine, tomaba finÃsimos mechones de su pelo. Cada mechón era colocado sobre un trozo de papel de aluminio, embadurnado con un pincel previamente mojado en la sustancia viscosa de la jofaina y, finalmente, enrollado junto con el aluminio.
âAhora tiene que esperar media hora, hasta que suba el color âavisó Claudia.
Puso el minutero en marcha y la dejó sola.
Olga contempló al ser galáctico del espejo. De su cabeza salÃan múltiples protuberancias de plata. ¡En fin! Todo fuera por la causa... Esperaba gustarse. Terminó por admitir que, aunque básicamente lo hacÃa por ella, anhelaba, también, complacer al geofÃsico. Pero, peinados aparte, ¿seguÃa gustándole ella o no? La noche de la cena de fin del proyecto, apenas pudo comprobarlo. Jorge habÃa llegado cuando ya todos estaban sentados a la mesa. Olga habÃa tenido la precaución de guardarle un sitio cerca de ella, pero no habÃa conseguido evitar que otras dos sillas quedasen vacÃas; él deberÃa elegir. ¿Y si se sentaba en el otro extremo de la mesa? Monegal, no seas pardilla.
Audacibus fortuna iuvat
, ¿recuerdas? SÃ, sÃ, audacia. Pues, haz algo, vamos. ¡Jorge!, lo llamó, aquà tienes una silla. Ãl, dándose por enterado, levantó la mano, sonrió al grupo y fue a sentarse allÃ. Bien, Monegal, bien, bien, bien. ¿A que no era tan difÃcil? Mira, tú, qué natural es decirle eso a un compañero. Jorge la besó. Un beso amistoso, un beso sin ninguna marca especial. ¡Vaya...! Bueno, ¿y qué esperabas, Monegal? Después del camarote del
Hespérides
y de la visita al instituto, ¿crees que él va a dar el primer paso? Pues no, quizás no. Probablemente Susana tenÃa razón, pero Olga ignoraba cómo empezar. Se le fueron varios minutos pensando en una posible fórmula para romper el hielo. ¿Qué hielo, Monegal? ¿Pero de qué hielo hablas? El deshielo se inició con tu correo electrónico. Ahora tienes que caldear un poco más el ambiente. Vamos, Monegal, no vas a dejar que se esfume la noche sin abrir la boca, ¿verdad? No, claro, pero ¿qué decÃa? Lo que te parezca. Sé espontánea. ¿Espontánea? Ella no era Susana. A ver, Monegal, ¿estás contenta de verlo? ¡Muerta de gusto! Pues, ¿por qué no se lo sueltas? AsÃ, tal cual: Estoy contentÃsima de que hayas venido, Jorge, rabiaba por verte. Un poco de vino, Olga. SÃ, gracias. Yo también tenÃa muchas ganas de verte, Olga. ¡Uf! Bueno, Monegal, uno a cero. ¿Has visto cómo no era tan complicado? Sigue, anda. ¿Sabes, Jorge? Tengo un recuerdo excelente de nuestra campaña en el mar de Ligur. Olga, mi vida, esa frase es digna de una reunión de antiguas alumnas del colegio. Anda, mejórala un poco. ¿Sabes, Jorge? No me quito de la cabeza esos dÃas en el
Hespérides
y lo que sentÃ. ¡Glups! ¿Me he pasado? No, Monegal, no, sigue por ahÃ. La expresión de Jorge revelaba asombro, su mirada lÃquida habÃa cobrado calor. Yo, también, Olga. Lo que me sorprende es que tú..., se interrumpió. ¿Que yo...? ¿Te sorprende que lo experimentase o que siga pensando en ello? Jorge parpadeó. No que lo sintieras, ya que tus sentimientos eran evidentes en el barco, pero te imaginaba arrepentida, creÃa que simplemente habÃa resultado un espejismo del que quisiste apartarte.
Olga bebió un sorbo de vino para darse tiempo. Monegal, deja de beber y contesta. Dile algo, dile que no lo soñó, que no fue un espejismo, que sigue vivo. ¡Maldición, Olga, habla! Fue un ataque de pánico. Jorge se inclinó hacia ella. ¿Cómo? Más alto, Monegal, coño, que no se entera. Olga carraspeó. Digo que fue un ataque de pánico provocado por mi gargantilla. Jorge sonrió y, en el momento en que abrÃa la boca para responder, sonó un teléfono. ¡Vaya, mi móvil!, exclamó, buscando en el bolsillo de su chaqueta colgada en la silla. ¿SÃ?
Mientras él atendÃa la llamada y para que pudiera hablar con mayor libertad, Olga se volvió hacia el otro compañero de mesa, aunque tampoco prestó mucha atención a sus comentarios, preocupada por el ritmo de sus avances con Jorge. No lo estoy haciendo tan mal, ¿verdad? ¡Qué va, Monegal! Estás muy bien, desconocida te dirÃa. Anda, vete pensando cuál será la siguiente estrategia. Vete pensando cómo le dices que estás chiflada por él. No tendrÃa valor para eso. No y no... Jorge le tocó el brazo. Lo siento, tengo que marcharme. ¿Cómo? Olga no conseguÃa entender que, realmente, el geofÃsico abandonara el restaurante antes, incluso, de empezar la cena. Lo siento, de verdad, tendremos tiempo de hablar en el
workshop
, sin duda. Ahora debo irme en seguida: inesperadamente han ingresado a mi padre en el hospital. Parece que el asunto ofrece mal aspecto. A pesar de su propia decepción, Olga entendió la inquietud del geofÃsico. Lo lamento, Jorge. ¿Puedo hacer algo por ti? Nada, de momento. Tal vez en Palamós.
Tal vez en Palamós, tal vez en Palamós, tal vez en Palamós...
â¿Quiere pasar a la pila, por favor? Voy a lavarle la cabeza.
â¿Ya están listos los reflejos?
Â
Â
â¡Olga! âgritó Susana cuando su amiga entró en su pecera de cristalâ. Estás estupenda, virguera...
Olga se habÃa quedado parada en la puerta del despacho.
âAnda, acércate y dime: ¿te gustas o no?
â¿La verdad? âdijo Olga, bajando la voz en un gesto cómpliceâ. ¡A rabiar!
â¿Lo ves, cagueta? Tanto miedo a los cambios, tanto miedo, y... ¡observa el resultado!
Olga se sentó en una de las dos butacas frente a la mesa.
Susana levantó el teléfono:
âNo me pases llamadas, por favor.
Colgó el auricular y fue a instalarse en la butaca contigua a la de Olga. Le cogió la mano.
âTonta, más que tonta. ¿Ves cómo tienes que hacerme caso? âLe observó la manoâ. ¿Por qué no has pedido que te hicieran las uñas? Hubieras conocido a mi manicura.
â¿Esa de pelos cobrizos?¿La que está hecha unos zorros porque su amante casado no piensa abandonar a...?
âSÃ. Se trata de ella. Sólo que la situación ha cambiado. Ahora está como unas castañuelas porque su amante ha determinado plantar a la mujer y a los hijos para irse a vivir con ella.
âMira qué suerte...
âLo dices como si fuera una desgracia.
âBueno, para la mujer de él quizás lo sea, ¿o no?
Susana se encogió de hombros.
âNo sé. No he pensado en ella.
âPues yo sÃ, ¿sabes?
â¿Y eso?
Olga cruzó las piernas y respiró a fondo. Contarle aquello a Susana era una pequeña traición a Alberto, pero...
âAlberto tiene una aventura.
â¿Cómo? âSusana la miraba atónitaâ. ¿Alberto? ¡No me lo puedo creer!
âNo sé por qué no.
âNo le pega, no...no... ¿Estás segura?
Olga afirmó.
â¿Sabes con quién?
Monegal, contrólate, no lo sabes. Aunque crees saberlo, no puedes estar segura. No involucres a Teresa. Olga suspiró.
â¿Eso qué importa? No cambia nada. El caso es que está enamorado de otra.