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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (60 page)

—Te sigo, pero no sé adónde quieres ir a parar.

—¡A Teresa, claro!

—¿A Teresa? Hijo, no digas tonterías.

¡Caramba, qué obsesión tenían todos con Teresa!

—No son tonterías, mamá. Fíjate, Teresa extiende un certificado diciendo que me he roto la tibia...

—No creo que una tibia rota, bien enyesada, sea un impedimento para no poder asistir a un curso de inglés. Édgar, se trata de Inglaterra, no de Kenya.

—Bueno, pues la cadera. Eso. Puede poner que me he roto la cadera. Seguro que una fractura así te obliga a pasar un tiempo tumbado en la cama, con trapecios y poleas y esas cosas, ¿o no?

—Has visto muchas películas, tú. No sé...

—Por lo menos, se lo podrías preguntar.

—¿Quién, yo?

—¿Y quién, si no? Tú eres su amiga de toda la vida.

Olga bajó un instante los ojos para mirarse las uñas y, luego, levantó la cabeza de nuevo.

—No —respondió, poniéndose en pie—. Es preferible que se lo pida papá.

—¿Papá? ¿Por qué, papá?

—Pues... pues, entre otras cosas, porque yo me voy ahora mismo hacia Palamós. Hoy es 1 de julio. Hasta el 5 no regresaré y, entonces, será demasiado tarde para las gestiones. Deberíais ocuparos sin perder tiempo.

—Tienes razón. Voy a hablar con él.

—Por cierto, déjame una copia de tu narración sobre la mesa de mi estudio. La leeré a la vuelta.

En el momento en que, con la bolsa, la cartera y la chaqueta en la mano, Olga se disponía a dejar la habitación, sonó el teléfono. Lo descolgó.

—Diga.

—Olga, soy Teresa. —Su voz tenía un timbre ansioso.

¡Vaya, hombre! Hasta en la sopa...

—¿Quieres hablar con Alberto?

—¿Con Alberto? No —Teresa expresaba franca sorpresa—, quería hablar contigo. Tengo que contarte algo muy importante. Algo grave, vamos.

—De acuerdo. Te escucho —dijo Olga, sentándose en la cama.

—No. Por teléfono, no. ¿Podríamos vernos esta noche?

—Imposible, me voy dentro de —¡maldición, las siete, ya! A este paso llegaría tarde a la cena y, aparte de no querer descuidar su papel de anfitriona, no estaba dispuesta a desperdiciar ni medio segundo de los que pudiera pasar con Jorge—... de dos minutos, si no, ya no llego. Esta noche empieza el
workshop
para presentar los resultados de la campaña sobre los artes de arrastre...

—¡Ah!, sí. Me lo habías comentado.

¡Ya! Quizás se lo había comentado; no estaba segura. Pero, en cualquier caso, Teresa lo sabía perfectamente. ¿O no se iba a pasar el fin de semana con Alberto? En fin...

—Bueno. Lo dejamos para la vuelta, ¿de acuerdo?

Olga salió de la habitación mientras pensaba cuál podía ser esa confidencia tan importante que no podía ser dicha por teléfono. Por supuesto, algo que ver con la relación Teresa-Alberto. Pero ¿qué le diría? ¿Que estaba enamorada de él? ¿Sólo enrollada? Probablemente le pediría que dejara libre a Alberto, incapaz de tomar una decisión por temor a lastimarla y a que no sobreviviera sin él. Eso se lo había comentado Susana; por lo visto era otra teoría de su manicura, aunque Susana también la suscribía. Muchos hombres utilizaban a sus legales para no comprometerse a fondo en una relación. La amante odiaba a la legal, por no soltarlo. La legal odiaba a la amante, por seducirlo. Y él, jugando a dos bandas, se libraba de la aversión de las dos, cuando, en realidad, ambas debieran abominar de él.

Olga se despidió de la familia y bajó a por el coche. Mientras esperaba a que la puerta del garaje se abriera, se miró en el retrovisor. Aún no se había acostumbrado a su nuevo aspecto. Todavía su propia imagen asomada a un espejo, con ese corte y esos reflejos dorados, la desorientaba como si fuera la de una extraña. Y, sin embargo, se gustaba. Tantos titubeos, tantos años oscilando entre la pretensión de seguir ofreciendo la imagen de toda la vida y el anhelo de un cambio más acorde con su edad, tantísimo tiempo perdido yendo de un sitio para otro, y vuelta a empezar... Y, por fin, cuando se había decidido, lo había hecho con obstinada determinación. ¿Y te sorprende, Monegal? No, ¿verdad? Eres tozuda como una mula. Siempre lo has sido. ¿A quién crees que ha salido María? La misma terquedad que tú. Aunque, desde luego, sin tus vacilaciones, sin tus dudas constantes. El caso, Monegal, es que te cuesta años tomar una decisión, pero, una vez tomada, nada ni nadie puede obligarte ya a dar tu brazo a torcer. Cierto. Entonces, Monegal, ¿qué me dices respecto a Jorge? Jorge... Bueno, el geofísico no resultaba una decisión tan trivial como cambiarse el corte o el color del cabello. Además, su paso por la peluquería no interfería en su vida familiar, y su paso por la cama de Jorge podía tener consecuencias. No exageres, Monegal. De acuerdo. Tal vez no iba a representar un cataclismo magno, pero una perturbación de algún tipo, seguro. ¿Eso significa que te echas atrás, Monegal? No. Pero tenía que pensar también en su vida de pareja. ¿Qué vida de pareja? ¿La que llevas ahora es una vida de pareja? No fastidies, Monegal. No empieces a liarte con cuestiones que no guardan relación con lo que te preocupa realmente. Que ésa es otra de tus características sobresalientes: entorpecer tu capacidad de decidir, obsesionándote con problemas no resueltos o quedarte pegada a los recuerdos. Luego tendrás narices para considerar a Marina una idiota integral por vincularse a la memoria de J.L.M.

El caso era montárselo para no tener que decidir. Cierto, se dijo al entrar en la autopista, que, contra todo pronóstico, estaba bastante despejada. No decidir, ¿verdad, Monegal?, no hacer ruido, quedarte quieta en un rincón, esperando a que los nubarrones se desvanezcan, observando los conflictos sin intervenir jamás, anhelando la paz para los tuyos y para ti misma. Siempre había sido así. Por lo menos, desde que ella se recordaba como persona. Tal vez hacia los diez años. En cualquier caso, después de la muerte de su madre. Probablemente, adoptó ese comportamiento en un intento de aliviar el dolor de la familia. El fallecimiento de su madre había sumido a su padre en una tristeza honda, de la que nunca llegó a reponerse por completo. Aunque, más que afligido, Olga lo recordaba inhibido. Siempre callado, sin un gesto de cariño, inapetente, aislado. Los abuelos, en cambio, expresaban tristeza. A menudo hablaban de la hija que se había ido; entonces derramaban lágrimas y se consolaban uno a otro. Olga procuraba pasar desapercibida para no molestar a los mayores. Tantísimos años después, se preguntaba si hubiera podido perturbarlos de algún modo, ya que para ellos resultaba invisible. Ésa era la vaga sensación que permanecía: nadie se ocupaba de ella. Pese, pues, a que no recibía mucha atención, o precisamente por ello, se esforzaba en acechar los deseos de los demás y en satisfacerlos inmediatamente en la medida de lo posible, llegando a ignorar, incluso, sus propios anhelos, por esa necesidad acuciante de fusionarse con su entorno. Lo cierto era que, a veces, sentía una cólera violenta creciendo en su interior porque se consideraba injustamente tratada. Sin embargo, esa cólera nunca llegaba a estallar. La guardaba para sí. Con lo que terminaba por lastimarse. Los abuelos —no así su padre— consiguieron sobreponerse a su aflicción valiéndose de su máxima más querida: la obligación antes que la devoción. Y su nieta Olga, claro, resultaba un deber a cumplir. Fue entonces cuando la ilustraron con su «querer es poder», pensamiento que la lectura de
Un hombre de verdad
se encargó de reforzar. Olga hizo suyos ambos principios educativos —deber, poder— y los aplicó a organizarse la vida de tal modo que le permitiera atenuar su angustia. Las rutinas se revelaron como una fórmula muy eficaz. Mientras se mantenía en sus parámetros de siempre, mientras su agenda continuaba organizada con rigor, mientras cumplía cada día los mismos rituales, mientras seguía manteniendo los mismos lazos con las personas que siempre habían formado su entorno, no sentía temor. Sin embargo, ahora su corsé rígido, su dique, se había resquebrajado.

Olga puso la radio para distraerse.

 

... yo sé que tú me dirás:

¡Ay!, merecumbé pa'bailar.

 

¡No! ¡No era posible! Se sentía perseguida por esa canción...

Pulsó el botón para pasar de la radio a los discos compactos.

Llegó a Palamós a las nueve menos cuarto.

En recepción, se registró.

—La doscientos treinta y seis —dijo el hombre, entregándole la llave.

Al entrar en su habitación, vio el chivato del teléfono encendido. Un mensaje. Sería de Álex, impaciente por reunirse con ella en el comedor y saludar a los participantes. ¿O tal vez de Jorge, diciéndole en qué habitación estaba?

Se lanzó sobre el aparato. «Éste es un mensaje para la 236, grabado el 1 de julio a las 20.28 horas. Olga..., te supongo enterada de la muerte de mi padre. Siento no haber podido hablar contigo y siento tener que retrasar mi llegada hasta mañana por la mañana. No me es posible llegar a Palamós antes, porque tengo que acompañar a mi madre a Barcelona. Desayunaremos juntos, ¿de acuerdo? Un beso.»

 

 

Olga subió al estrado, saludó a la
chairman
—¡menuda tontería, llamar a la presidenta de la sesión «hombre que preside»! Habría que ir pensando en inventar una nueva palabra, más acorde con los tiempos— y dispuso sus papeles y su ordenador portátil sobre la mesa. Conectó el proyector al portátil. Luego, de pie junto al micrófono y antes de empezar su exposición, lanzó una ojeada a las butacas. Entonces lo vio sentándose en uno de los varios asientos libres que quedaban en primera fila. Jorge levantó discretamente el brazo en señal de saludo. Olga sonrió, aunque no estuvo segura de que su sonrisa pudiera ser captada por él. ¡Por fin, había llegado!

Había estado esperando, con impaciencia, verlo aparecer durante el desayuno. Luego, ya con franco desasosiego, mientras supervisaba el registro de participantes, comprobaba que todos recibían sus tarjetas de identificación y sus carteras de lona con los documentos básicos y resolvía los pequeños e inevitables inconvenientes. A la hora de comer, desalentada, tampoco lo vio entrar en el comedor. Después, antes de las sesiones de la tarde, subió a la habitación sólo para comprobar si había algún recado para ella. Efectivamente, el chivato estaba encendido. Descolgó el teléfono con angustia, casi con malhumor. ¿Y si era un mensaje diciendo que la situación se había complicado más y que no podría asistir? Monegal, querida, así aprenderás a no perder los trenes cuando pasan por delante de tus narices. Bueno, y ahora que estaba dispuesta a subirse a ese tren, ¿no volvería a circular por una vía cercana? ¿Estás segura de tu determinación, Monegal? ¿No será que te ves muy capaz precisamente porque estás lejos de poder ponerlo en práctica? Piénsalo, no vayas a llevarte una sorpresa si Jorge viene. No. Su ánimo no flaquearía. Estaba preparada y nada, ni siquiera Alberto, la apartaría de su objetivo. Bueno, Monegal, ya veremos. «Éste es un mensaje para la 236, grabado el 2 de julio a las 14.16 horas.» ¡Maldición!, si en lugar de irse al comedor se hubiese quedado en el cuarto con sus Digesta, como había sido su primer propósito, hubiese podido hablar con él. Suponiendo que lo fuera, claro. «Olga, lo siento. Mi intención, como sabes, era llegar esta mañana a la hora de desayunar, pero, ayer por la noche, hubo un problema con mi madre —nada grave—, que me obligó a retrasar la salida de Gerona. Acabo de dejarla con mi hermano, voy para casa, recojo mis cosas y ¡a Palamós! Espero que no haya ningún contratiempo más y consiga llegar a tu exposición. Y...» ¿Y? ¿Por qué vacilaba? ¿Qué le había llevado a dejar una pausa entre ese «y» y la última frase?: «... tengo muchas ganas de verte». Tal vez no estaba seguro de las ganas de ella. Tal vez había sido sólo una frase educada. Tal vez... Tal vez deberías dejar de darle vueltas a todo, Monegal. Lo sabrás a las siete, cuando estés a punto de empezar tu presentación. Pero había entrado en la sala sin vislumbrar a Jorge en el horizonte. Y ahora, sin embargo, cuando ya dudaba no sólo de la posibilidad de verlo aparecer, sino también de su existencia, de él como de alguien de carne y hueso —¿lo habría soñado todo?, ¿sería una entelequia, fruto de su sueño erótico recurrente?, ¿estaría acercándose a la locura de tal modo que confundía lo soñado con lo vivido?—, Jorge se sentaba en la primera fila y la saludaba.

Monegal, deja de pensar en Jorge y concéntrate en tu exposición. A ver si, entre tus agujeros negros, tu pensamiento errante y el nerviosismo por la presencia de él, vas a dar una charla digna de una neófita. Cierto. En ese momento, casi hubiese preferido que Jorge llegase más tarde, al término de su conferencia. Pero, bueno, Monegal, ¿eres idiota? ¿Por qué no vas a querer que Jorge te oiga? Por si incurría en algún error, por si tenía un lapsus y se quedaba en blanco... Y, sobre todo, por su inglés, que no era tan bueno como hubiera deseado. De acuerdo, sí, pero has ensayado la exposición varias veces, no se va a presentar ninguna dificultad, lo vas a hacer bien, ¿sabes? ¡Ya...! ¿Y el coloquio, qué? Ahí no valía preparación alguna... Bueno, el coloquio, se verá. Tampoco te pongas pelmaza antes de llegar a él.

La
chairman
abrió la sesión, presentó a Olga y le cedió la palabra.

—
Dear colleagues, as you know, Mediterranean fish
...

Olga siguió hablando mientras sacaba el micrófono del pie en el que estaba encajado y se acercaba al ordenador para pasar la primera figura. Cuando la tuvo en la pantalla, tomó el puntero y dirigió el láser sobre los datos que quería evidenciar. La luz roja se estremecía sobre la imagen proyectada en la gran pantalla. ¡Maldición! El puntero era muy sensible a cualquier temblor. Siempre, aunque se tratase de una levísima palpitación casi natural, el láser la recogía, la transmitía, la exageraba, como si los científicos padeciesen una alteración neurológica. Mucho más en su caso y ahora, cuando, efectivamente, sus manos temblaban ligeramente desde que sabía a Jorge entre el público. El láser rielaba sobre la pantalla como una luna roja sobre un mar de papel. Cuanto más acusadas eran las convulsiones, más se preocupaba Olga, y más temblaban sus manos. ¿Sería perceptible para su auditorio? ¿Se daría cuenta Jorge de la vibración y la imaginería relacionada con él?

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