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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (62 page)

Horas más tarde, aún despierta, fue consciente de que había cruzado el tablón, cabalgándolo, efectivamente, y que había alcanzado el otro extremo con placer. ¡Evohé!

A las siete y media, Olga entró en su habitación, con el tiempo justo de darse una ducha y vestirse. El chivato del teléfono estaba encendido. ¿Un mensaje? ¿A esas horas? Como no fuera de Álex para citarla a una de sus intempestivas y apremiantes reuniones... No. Tal vez era de Alberto. Quizás había llamado por la noche, mientras ella estaba con Jorge. ¡Con Jorge...! «Éste es un mensaje para la 236, grabado el 3 de julio a las 7.22 horas.» Tan temprano sólo podía ser de Álex, obviamente; resultaba inverosímil imaginar que Alberto se hubiese dado tal madrugón habiéndose ido a pasar el fin de semana con su amante. «Mensaje para la señora Jordano... para Olga Monegal. Le rogamos que, con la máxima urgencia, se ponga en contacto con nosotros...» Nosotros era el nombre y el número de teléfono de un hospital. A Olga, el estómago se le cerró en un espasmo y la mano se le crispó sobre el auricular.

 

 

No había querido que Jorge la acompañara, aunque él se había ofrecido.

—Tengo que ir sola.

Jorge había asentido con la cabeza. Lo entendía, por supuesto.

—¿Me llamarás, por favor?

—Claro. ¿Piensas que sería capaz de no hacerlo? —respondió Olga abrochándose el cinturón de seguridad—. Lo haré en cuanto me sea posible.

—Pero esta vez no tardaremos meses en volver a vernos, ¿verdad?

—Por mi parte, nos veremos tan pronto como consiga saber qué me espera, qué está ocurriendo.

Jorge introdujo la cabeza por la ventanilla para besarla una última vez. Luego ella arrancó. Cuando la figura de él fue engullida por el retrovisor, Olga perdió instantáneamente la euforia residual de aquella noche embrujada. Notó en los párpados el peso de un cansancio indómito y, sin embargo, inapreciable durante tantas horas. En esas horas de vigilia, de sentimientos y humedades, de caricias estremecidas, de gozar a Jorge, Olga se había sentido viva y llena de energía. Probablemente, se dijo, ese agotamiento súbito no era sólo el resultado de una noche de pasión, sino que obedecía a la intensa angustia, nacida con el mensaje del hospital y alimentada por la breve conversación telefónica posterior. Alberto había tenido un accidente. Grave. Lo estaban interviniendo en ese momento. No podían darle más noticias. Ni siquiera atinó a preguntar por la mujer que iba con él, por Teresa. Puso el aire acondicionado más fuerte, porque el calor ya apretaba. Pensó en Alberto y en su accidente de coche, que, quizás, se había producido en el mismo momento en que Jorge y ella hacían el amor. Se sintió culpable por haber estado experimentando placer mientras él sufría dolor. Bruscamente, apartó de su ánimo ese pensamiento absurdo. Monegal, no empieces a complicar la situación: no existe ninguna relación causa efecto. Haberte negado la noche junto a Jorge no hubiera evitado el accidente de Alberto. Luego...

Cierto, se dijo saliendo de la autopista y dejando atrás sus sentimientos de culpa. De nuevo, sin premeditación, fue asaltada por los recuerdos de la noche. Las predicciones de Susana habían resultado acertadas: muchísima emoción, muchísimo sentimiento, muchísimo placer, pero una ejecución poco brillante. Jorge se fue mucho antes de que ella hubiese llegado, pero, luego, la ayudó con caricias y penetrándola con los dedos. Al alba, cuando sus cuerpos se enredaron de nuevo, parecían conocerse mejor. Eso son las réplicas, había murmurado Jorge, todavía dentro de ella cuando, al término de ese placer que le había crecido como un rotundo y vibrante acorde de órgano trasladándose a cada rincón de su cuerpo, convulsiones aisladas aún sacudían su vagina. Entonces, sin cambiar de posición, Jorge le contó que las réplicas de un terremoto eran pequeños temblores de tierra que suceden al principal. Y eso otro, dijo besándole el cuello, un géiser. ¿Un géiser?, se dijo extrañada porque nunca antes había experimentado esa inundación durante el orgasmo.

A las nueve, Olga entraba en el aparcamiento de ese hospital, a medio camino de Barcelona y Palamós. Cerró el contacto y salió del coche, notando flaquear sus rodillas. Otra vez tenía a Alberto metido en su pensamiento y en su corazón. Llevaba muchos años queriéndolo. Con pasos rápidos se dirigió a la entrada del edificio. Cuando estaba empezando a subir la escalinata, oyó que la llamaban:

—¡Olga!

Se dio la vuelta para contemplar a Teresa, que venía en su dirección. Olga descendió tres peldaños y, pronto, se encontró junto a su amiga. Olga la observó con sorpresa, no tanto por verla allí —eso ya lo había supuesto—, sino porque hubiera salido ilesa de un accidente que para Alberto casi había sido fatal. Su aspecto torturado era pavoroso. Una Teresa nunca vista hasta entonces. Insólita. Despeinada, con huellas de lágrimas en las mejillas, los párpados enrojecidos e hinchados... Olga fue violentamente asaltada por dos sentimientos contradictorios. ¡Qué alivio!, por lo menos, ella estaba bien. Pero, a la vez, ¡qué coraje, saberla indemne!

—¡Teresa...! ¿Y a ti...? ¿A ti no te ha ocurrido nada?

—¿A mí? No. Yo no iba en el coche.

—¿Ah, no?

Olga sintió que las piernas le temblaban. La vista se le nubló. Si Teresa no iba en el coche, ¿cabía la posibilidad de que todo fueran simples elucubraciones suyas? ¿Habría estado inculpando a su marido y a su amiga sin fundamento? Luego, ¿habría sido real el fin de semana de trabajo? Pero, entonces, ¿qué estaba haciendo Teresa allí? Olga se envaró de nuevo, la rabia y el despecho creciendo en su interior. ¿La habrían llamado para avisarla del accidente de él? ¿Otra vez, como la tarde de la inauguración de Omega, estaba allí en calidad de la otra mujer de Alberto?

—No, Olga, estoy aquí por la misma razón que tú.

—¿Por el accidente de Alberto?

—Por el de Carlos. Iban juntos en el coche —añadió con la voz quebrada.

Olga tardó unos segundos en entender el tono y el significado de las palabras de Teresa. ¿Alberto y Carlos? ¿Alberto y Carlos juntos en el coche, el mismo fin de semana, el mismo accidente? ¿Todo hasta entonces había sido Alberto y Carlos? Olga miró a Teresa buscando en sus ojos la confirmación de lo que ya había comprendido.

Teresa se mordió los labios y sacudió la cabeza, para convencerla. El brusco movimiento desprendió dos lágrimas, que rodaron lentamente por sus mejillas.

Olga se notaba vacía de llanto. Vacía de pensamientos, de emociones. Hueca, como una cáscara sin fruto. En su interior, las palabras de Teresa —iban juntos en el coche— resonaban y rebotaban contra las paredes, aturdiéndola más aún.

—Vamos —dijo Teresa poniéndole una mano sobre el hombro.

Olga se dejó conducir por ella, escaleras arriba, hacia el vestíbulo del hospital y, luego, a una planta, donde las atendió uno de los médicos que había estado presente en la operación de Alberto. Durante aquel largo e hipnótico recorrido, Olga recordó con exactitud la charla exigida por Patricia unos días antes de que Alberto y ella se casaran. Solamente entonces, comprendía el miedo que encerraban las palabras de la que luego iba a convertirse en su suegra. Olga siempre estuvo persuadida de que la rotunda disconformidad de Patricia con la boda obedecía al dolor de renunciar a la compañía de su hijo único, por el que profesaba un amor que no parecía el de una madre, aunque también consideró la posibilidad de que las objeciones recayeran sobre la mala elección de Alberto, es decir, Olga. Tal vez otra mujer hubiera sido del agrado de Patricia. Tal vez no hubiera manifestado esa vehemente oposición si Alberto hubiera escogido a una mujer más femenina, más preocupada por la belleza, con la que ella pudiera tener alguna afinidad, o más sumisa, alguien a quien pudiera manejar a su antojo. Eso era lo que Olga había creído durante muchos años. Había necesitado llegar casi a los cincuenta y, sobre todo, había sido preciso que el destino se lo pusiera en bandeja delante de las narices, para darse cuenta de lo que Patricia había intuido veinticinco años atrás.

El médico fue muy amable y les dio las noticias con mucho tacto, pero su actitud no impidió que el horror y el dolor crecieran en el pecho de Olga.

—Lo siento. Nada pudimos hacer por él, sólo certificar su muerte —le contaba a Teresa, que no parecía sorprendida, como si ya hubiera sabido o, por lo menos intuido, el fallecimiento de Carlos.

Olga cogió la mano de Teresa, que había enmudecido. Inmóvil, como si fuera de piedra, con la vista baja fija en sus manos, sobre las que se despeñaban gruesas y brillantes lágrimas. Olga le dio un apretón, pero Teresa no pareció darse cuenta.

Pasados unos instantes, durante los cuales el médico se encerró en un respetuoso silencio, Olga preguntó:

—¿Y mi marido? ¿Ha terminado ya la intervención? Exactamente, ¿qué le ha ocurrido?

El médico la observó sin decir nada durante unos cuantos segundos, los suficientes para que Olga se diera cuenta de que Alberto no había salido con vida del quirófano.

—Ha muerto —se oyó afirmar.

—Sí. En la mesa de operaciones. Sus politraumatismos eran muy graves. El principal, el craneal, con pérdida de masa encefálica. Créame, pese a que hemos hecho todo lo posible por salvarlo, casi es preferible así. Las secuelas neurológicas hubieran sido irreversibles.

Olga seguía sintiéndose como una caja de resonancia en la que las informaciones iban de una pared a otra, como pelotas con inercia infinita: Alberto y Carlos, juntos; Alberto y Carlos, muertos; Patricia conocía la verdad desde siempre... Pero en su interior, sólo existían esas pelotas. Nada más. No sentía, no pensaba, no lloraba.

—Si creen que tienen fuerzas, deberían acompañarme a identificar sus cuerpos, aunque, si lo prefieren, pueden avisar a un familiar para que se ocupe de ello.

—No. Prefiero ocuparme yo misma —dijo Teresa, que parecía haber salido de su estado catatónico. Estrechó la mano de Olga, ahora blanda dentro de la suya—. ¿Eres capaz, tú?

Las pelotas apenas dejaban espacio para pensar. Alberto y Carlos. Muertos. Patricia... Cada vez golpeaban con mayor fuerza, se movían con mayor rapidez, entorpecían su mente con más y más ruido, con más y mayores sacudidas. Hubiese querido gritar, aullar, arrancarse del cerebro aquellos balones incansables, torturantes...

—Olga, ¿piensas que puedes ir? ¿Necesitas tomar algo, antes?

—¿Tal vez un café? —preguntó el médico con voz poco firme, como si dudase entre la cafeína y el valium.

—Un café estará bien, ¿verdad, Olga? —Luego, dirigiéndose al médico, Teresa añadió—: Se recuperará. Es mucho más fuerte de lo que parece.

Unos minutos después, Olga tenía un vasito de plástico con café quemándole los dedos. Lo bebió a sorbos cortos, concentrada en notar cómo la bebida, excesivamente caliente, le abrasaba la boca, el esófago... Cada pequeña ampolla levantada en su piel parecía frenar, moderar, las alocadas trayectorias de las pelotas, hasta que, por fin, al apurar el café, el movimiento cesó por completo. Entonces oyó la voz de Teresa preguntándole si tenía ánimos para reconocer el cuerpo de su marido.

No sabía si andaba muy bien de ánimos, pero de lo que estaba absolutamente segura era de que quería dar el adiós definitivo a Alberto. Si no lo hacía, lo iba a lamentar toda su vida.

Camino del depósito, a instancias de Teresa, el médico les contó lo que sabía del accidente. Se había producido a las seis de la mañana. ¡¿A las seis?! Teresa y Olga se miraron con la misma pregunta en los ojos: ¿Adónde irían a esas horas? Ésa era una cuestión que quedaría sin respuesta, enterrada con ellos. ¡Las seis de la mañana!, se dijo Olga con súbita lucidez. A esa hora, ella estaba sobre el cuerpo de Jorge, sintiéndolo, aprisionándolo, disfrutándolo. El amor y la muerte. Eros y Tánatos. El médico proseguía su explicación: al volante iba Alberto, que debía de haber tenido una distracción...

—Imposible —protestó Olga—. Era un hombre extremadamente cuidadoso, consciente del peligro que un coche representa, muy respetuoso con las normas...

—Pues algo debió de distraerlo porque, sin ningún motivo aparente, saltó la mediana de protección de la autopista y fue a empotrarse contra un jeep que venía circulando en sentido contrario.

Olga seguía molesta con las suposiciones del médico. ¿Distraerse, Alberto? A no ser que algo o alguien lo hubiese obligado a desatender el volante... ¿Carlos, quizás? ¿O cabía la posibilidad de una «distracción» voluntaria? Olga se estremeció violentamente. Su cara se cubrió de sudor y se enfrió rápidamente. ¿Le habría fallado ella como compañera? ¿Hubiera necesitado Alberto que ella fuera más receptiva, poderle contar...?

—¿Seguro que está bien? —le preguntó el médico, detenido ante una puerta.

Olga aseguró que sí, y entraron.

Al enfrentarse al cuerpo de Alberto, Olga se vio golpeada por una gigantesca ola de dolor que, al desplomarse sobre ella, barrió cualquiera de las anteriores emociones. Se inundó de llanto y pudo llorar su muerte y el fin de su vida en común.

Perdió la noción del tiempo en que permaneció inmóvil, sujetando la mano de Alberto, ya tan pálida y fría. Tampoco supo qué hicieron Teresa y el médico, entretanto. Miraba a su marido y le costaba hacerse a la idea de que ya no estaba. Hubiese querido poder hablar con él sobre ese último episodio de su común biografía del que, en realidad, ella había estado excluida. Sobre todo, hubiese querido preguntarle si aquellos veinticinco años viviendo juntos habían significado algo o no habían sido más que una enorme mentira.

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