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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (65 page)

—Claro. Será estupendo.

—¿Prefieres el sábado o el domingo?

—El sábado, que al día siguiente no hay que madrugar. Además, como Manolo no regresará hasta el lunes...

—El sábado, entonces.

 

 

Mari Loli hubiera podido esperar la llegada de esa cena en casa de Luis con algo de turbación, pero se le acumularon tantísimas obligaciones esa semana que no le dejaron espacio para muchos pensamientos brumosos; si acaso, pensaba con placer en ese rato de tranquilidad de que iba a disfrutar. Desde luego, la ausencia de María se notaba. Mari Loli sentía tal añoranza por ella... Además, nadie le echaba una mano en las tareas domésticas. ¡Cuánta falta le hacía! Y más esa semana en que Mari Loli, para celebrar el cumpleaños de Anabelén, había invitado a algunos de sus amiguitos de la guardería.

¿Quién le mandaría a ella meterse en tales fregados? Imposible saber cómo, pero entre los siete críos apenas necesitaron diez minutos para tener la sala y la habitación de las nenas como unos grandes almacenes después de las rebajas. ¡Lalechenbote! ¿No tenían más juguetes para desperdigar? ¿Más lápices para ir dejando por el suelo a ver cuánto tardaba uno de los chavales en romperse la crisma? ¿No había más piezas de plástico para meter en los sitios más inverosímiles? Total, lo mejor era no mirar, volver la cabeza hacia otro lado y que hicieran lo que les saliera del alma. Con tal de que no se mataran, una se daba por satisfecha.

Las dos madres que se habían ofrecido para ayudarla eran simpáticas, la verdad que sí. Bastante más jóvenes que ella. Ni siquiera debían de haber llegado a los treinta. Una era la mama de Kilian. La otra era la mama de Adoración. Anabelén y Adoración se habían besado y babeado como si llevaran dos años sin verse.

—Son muy amigas —le había dicho la madre de Adoración.

Pues ella no se había enterado ¿Sería que no se preocupaba lo que debiera por su hija? No. Era culpa de los malditos quebraderos de cabeza...

—¿Sabes? —siguió la madre de Adoración—, un fin de semana me la podrías dejar para que jueguen en casa, y luego se quedaría a dormir. Como la mía aún no tiene hermanos...

—¿No será molestia?

—¡Qué va! ¿Por qué no me la llevo el próximo fin de semana? El mes de julio ya está terminando, y luego nos iremos todos de vacaciones.

Era una idea, desde luego. Nada despreciable. Teniendo en cuenta que el sábado siguiente había quedado para cenar con Luis, que no podía contar con que cuidaran a la nena ni Manu —ése no lo había hecho en su vida—, ni Estrella —que le había contestado que pasaría el fin de semana fuera—, ni Manolo —que estaría de servicio—, podía dejarla con Angustias y Marcelino, pero habiendo esa otra solución... Así, le sobraría tiempo para ponerse guapa antes de ir a casa de Luis.

Cuando éste la hizo pasar a la sala-comedor, Mari Loli se quedó inmóvil, atónita. ¡No lo podía creer! Era, era...

Se dio la vuelta hacia él. Lo miró con los ojos muy grandes y brillantes, tapándose la boca de pura emoción. Estaba embelesada. La felicidad le desbordaba el pecho. ¿Era cierto lo que veían sus ojos? ¿Había puesto la casa de aquel modo por ella? Se veía incapaz de preguntar, sólo podía seguir muda y observando lo que Luis le había preparado.

Luis ladeó la cabeza y sonrió con aquella dulzura tan suya.

—Sí —explicó—. Por ti. Estoy tan contento de que hayas venido a mi casa... Había que celebrarlo, ¿no crees?

Mari Loli tragó saliva y movió un poco la cabeza para decir que sí. ¡Qué idea tan maravillosa! Todavía no podía hablar, todavía miraba a Luis con los ojos, muy redondos, inundados de un brillo líquido. De nuevo se dio la vuelta para observar bien la sala, que recordaba un entoldado en la fiesta mayor de un pueblo. Festoneando las paredes y colgadas cerca del techo, había vistosas guirnaldas de papel, verdes y rojas. De ellas pendían, cada poco, farolillos de papel con los lados de un material amarillo traslúcido. El techo casi quedaba oculto por el enrejado de serpentinas multicolores cruzándolo de punta a punta. ¡Qué pasada! Aquello era demasiado. Demasiado, de verdad. Si por lo menos pudiera decir algo. Parecía una boba, allí callada, con la mano delante de la boca.

—Una fiesta mayor, ¿ves? —seguía contando Luis—. Así me siento yo porque has venido a mi casa.

Mari Loli seguía asintiendo con la cabeza, incapaz aún de hablar. ¿Sería posible que eso le estuviera pasando a ella? ¿Sería posible que un hombre se tomara la molestia de hacer una cosa así por una? ¿Y sería posible que en el mundo hubiese hombres tan tiernos y atentos? Y aun si los hubiera, ¿sería posible que uno de ellos se hubiese enamorado de ella? Porque vamos...¿qué más podía significar esa decoración?

—¡Oh, Luis! Es... es estupendo.

Luis seguía observándola a ella, y ella, mirando la sala. ¡Caray! Con Luis, una iba de emoción en emoción. Primero había sido la del chocolate. Luego, la del mar y la arena, más intensa. Por fin, la de fiesta mayor. Mari Loli se sentía como si tuviera metidos en su pecho unos autos de choque y una caseta de pim-pam-pum y manzanas caramelizadas y una noria y un tiovivo. Hubiera querido decírselo de algún modo, hubiera querido darle las gracias, pero no había pensado en preparar nada, ni siquiera en comprarle un regalo. Le dio un beso.

Luis no pareció sorprenderse de encontrar a Mari Loli entre sus brazos.

¡Otra vez esos labios tan suaves y blandos! Y esos besos redondos, sabrosos, perfumados, maduros. Aquél no era el primer beso, y, sin embargo, sí fue el primero de fiesta mayor.

¡Ay, qué bien besaba! Y, aun con todo, Mari Loli tuvo que admitir que su cuerpo se negaba a reaccionar, a querer ir más allá de los besos. ¿Qué le ocurría? Le hubiera gustado que su deseo floreciera, pero no había manera. En fin.

—Bueno, anda —dijo Luis soltándola. Luego la ayudó a quitarse la chaqueta—. No vamos a quedarnos toda la noche contemplando la sala. Pasa.

Mari Loli dio tres pasos detrás de él y se quedó quieta, aún admirada de aquella fiesta en su honor.

—Mira, voy a terminar de preparar la cena. Tú siéntate en el sofá a descansar y a esperar a que saque unas bebidas. ¿De acuerdo?

Aparte del jolgorio de la fiesta mayor, la sala de Luis era como él mismo. Limpia, ordenada, tranquila... y con montones de detalles. Mari Loli había imaginado que sólo una mujer era capaz de cultivar tanto primor. No se trataba de creer a todas las mujeres ordenadas y cuidadosas —para muestra, el desbarajuste de Estrella—, pero sí estaba convencida de que sólo una mujer podía interesarse en que su piso fuera acogedor. En su cabeza no cabía un hombre preocupándose por algo así.

En la sala había un sofá de rinconera, tapizado en una tela de color crudo y, arrimado a la pared, un mueble con el televisor, una cadena de música y libros. Muchísimos libros. Bueno, una no sabía cuántos, pero, desde luego, jamás había estado en ninguna casa donde tuvieran tantos. De todos los tamaños, de todos los colores... No la sorprendía mucho esa biblioteca; sabía que a él le gustaba leer. Aunque la butaca orejera, en la que alguna vez ella lo había imaginado con un libro, no existía. Tampoco el gato, claro, pero, al bicho, ella ya lo había apartado de su ensoñación la tarde en que le dijo que los animales, en las casas, le parecían sucios.

Mari Loli se acercó al mueble para ver de cerca la fotografía de un portarretratos de plata. Era de una mujer. Debía de ser la de Luis... Vamos, la que murió. Una hubiese querido cogerla y mirarla con calma para hacerse una idea de cómo debía de haber sido, pero no se atrevía. ¿No sería de mala educación fisgar de ese modo en el retrato de una muerta? Le echaba breves ojeadas, aunque no le servían para hacerse una idea clara.

—Ésa era mi mujer —dijo Luis, detrás de Mari Loli.

¡Ay, qué susto! No lo había oído entrar.

—Perdona, te he sobresaltado, ¿no?

—Sí, un poco.

Luis tomó el portarretratos.

—Ésta era Elvira. —Luis miró la foto entornando los ojos—.Toma.

Puso el portarretratos en las manos de Mari Loli.

Elvira era risueña. Se reía no sólo con la gran sonrisa blanca que era su boca sino también con sus brillantes ojos verdes, de comisuras curvadas hacia arriba. ¡La pobre! Tan alegre y, sin embargo, estaba muerta. Ninguna relación tenía lo uno con lo otro, pero afligía pensar que una persona dichosa hubiese muerto joven. Porque ¿a qué edad debió de morir?

—Aquí tenía treinta y siete años.

¡Caray! Luis era algo brujo, ¿o no? Siempre parecía conocer los pensamientos de una. ¿Cómo diablos conseguía meterse en su cabeza? Un misterio.

—Dos meses después de hacerse esta foto se puso enferma.

Una mujer con un aspecto tan saludable... Porque anda que no respiraba salud por todas partes. Salud y alegría. ¡Treinta y siete años! Los mismos que Mari Loli.

—¿De qué murió?

—Fue un cáncer de páncreas. No hubo nada que hacer, ¿sabes? Al mes y medio de diagnosticárselo, ya no estaba.

¡Qué horror! Esas cosas le ponían a una los pelos de punta. ¡Qué pena de mujer! Y qué pena debió de ser también para él.

—Deberías haber visto cómo quedó, pobrecita. En menos de un mes, no fue más que la piel y los huesos...

Y, sin embargo, en la foto estaba gordita, se dijo Mari Loli. Saltaba a la vista que a Luis le gustaban las mujeres llenitas. Elvira tenía una cara redonda. Y, como Luis le había señalado a Mari Loli, la piel de la gente con algún kilo de más era espléndida, mejor que la de las personas delgadas. ¡Alguna ventaja merecían! Aparte de que, según Luis, era mucho más estimulante comer en compañía de una mujer a quien le apeteciera todo y no al lado de una de esas remilgadas que apenas prueban bocado por miedo a coger peso. Total, que Mari Loli y Elvira tenían un tipo parecido.

—¿Quieres ver el piso? —preguntó Luis, mientras suavemente le quitaba el portarretratos de las manos y lo depositaba de nuevo en la estantería.

En el comedor había una mesa ovalada con seis sillas de altos respaldos. Sobre la mesa, un tapete de ganchillo —había bastantes más en la sala; se conocía que Elvira debía de ser aficionada a las labores— y, sobre el tapete, una cesta de mimbre con frutos secos.

—Ven —dijo Luis, cogiéndola de la mano. Y fue enseñándole el resto del piso hasta llegar a la cocina.

—¡Ah, no! Prohibido entrar —dijo Luis cuando ella ya había empezado a abrir la puerta—. Aquí están mis secretos. Lo podrás ver después de cenar.

—¿Qué secretos? ¿Te gusta cocinar?

—Me encanta. ¿Y a ti?

—No mucho, la verdad.

¡Uf! Una nunca había conocido a un tipo así: capaz de tener la casa ordenada, capaz de organizar una fiesta mayor por una mujer y, encima, capaz de cocinar. Anda que no era distinto a los hombres que había conocido hasta el momento: su padre, Manolo, José Antonio...

—Tú, siéntate aquí —le dijo llevándola otra vez hasta el sofá de la sala—. Descansa, que ahora te traigo una cosa.

Luis salió de la sala y Mari Loli se quedó a solas con Elvira. ¡Ay, Elvira, maja!, si supieras el lío tan enorme en el que me he metido, le dijo con el pensamiento. Fíjate que tu marido es estupendo, pero mi cuerpo se niega a juzgarlo como yo. Elvira le sonrió, cómo animándola: No, mujer, ya verás cómo ni es un lío ni es tan grande como tú te imaginas. Mari Loli movió un poco el portarretratos. ¡Ojalá tuviera razón!

Luis regresó a los pocos minutos con dos copas barrigudas.

—Toma. Champán. Como sé que te gusta tanto...

—¡Muchísimo!

Luis se sentó junto a ella, adelantó su copa y dio un leve golpecito en la de Mari Loli, arrancándole un sonido agudo.

—Por ti —dijo Luis sonriendo. Luego añadió—: Por nosotros.

¡Por nosotros, sí! Esta vez el pornosotros no se le partió en dos mitades en la garganta como la noche de La Avioneta, sino que le supo a gloria.

Bebió a sorbitos pequeños, mientras las diminutas burbujitas doradas estallaban cerca de su nariz y provocaban un estremecimiento en su cuerpo. ¡Encontrar a otro como Luis, fijo que debía de resultar imposible, incluso con tres vidas por delante! Y, sin embargo, pese a que su corazón brincaba cada vez con mayor brío, con mayor fuerza a cada demostración de cariño de él, su deseo seguía sin prender. ¿Por qué? ¡Qué desastre! ¿Cuántas marilolis distintas podía haber dentro de una? ¡Ojalá Luis no le pidiera nada más allá de los besos, de lo contrario, sería un descalabro parecido al de La Avioneta, ¿o no? No. No ocurriría nada, porque Luis no forzaría la situación. De eso estaba segura, segura. De modo que, pese a que su cuerpo seguía dormido, Mari Loli no estaba muy angustiada.

Luis dejó la copa sobre la mesita baja y se levantó a poner la mesa.

—Oye, ¿seguro que no puedo ayudarte?

—¡Seguro! No ves que no sabes dónde tengo las cosas.

En eso llevaba razón.

—Bueno. Voy a buscar la cena. Anda, pasa a la mesa.

Charlaron como siempre, como viejos amigos, mientras comían unas berenjenas gratinadas con tomate. Luego, una pierna de cordero al horno.

Ella seguía pasmada con cada nuevo efecto que Luis se sacaba de la manga. ¡Cuántas molestias se había tomado por ella! Constantemente le daba las gracias.

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