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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (30 page)

Se sentaron en un banco de madera a llorar las dos. Al cabo de un rato, Estrella se secó las lágrimas, miró la noria, que seguía gira que te gira, y dijo:

—No lo puedo entender... No puedo entender cómo, estando Julio muerto, todo sigue funcionando igual que siempre. Por ejemplo, esta noria. Cuando una tiene un dolor tan terrible, parece imposible que la vida siga, sin alterarse ni un poquito.

Mari Loli comprendió bien lo que quería decir.

Lo enterraron al día siguiente. Daba una pena tan grande aquella cajita blanca. Todos lloraban menos Estrella. Parecía haber vertido todas las lágrimas bajo la noria verde y blanca. Había recuperado esa expresión terca y ceñuda que sólo Julio había conseguido borrar durante los meses que vivió.

La tarde era gris y fría. Estuvo chispeando todo el rato y, cuando abandonaron el cementerio, estaban calados. Paco y Estrella se fueron juntos, uno al lado del otro, aunque sin tocarse ni darse consuelo. Pero, a la hora, Estrella se plantó en la casa familiar con sus cosas metidas en una bolsa de lona.

—He dejado a Paco —dijo.

No pudo añadir más, no la dejaron. Su madre gritaba:

—¡¿Cómo has podido hacer eso?!

—Porque era...

—Da igual lo que fuera. Las mujeres estamos para aguantar.

Su padre gritaba muchísimo más:

—Puta, más que puta. Te vas a ir de esta casa. No quiero volver a verte.

Y se fue. Se instaló en una pensión. Desde aquel día, Marcelino y Angustias no se hablaban con Estrella.

 

 

Cuando le abrió la puerta seguía con la misma sonrisa luminosa de aquel sábado en que le tiñó el pelo. ¡Caray!, ese novio debía de ser una perla para durar tanto y ponerla así de radiante. Habría que cruzar los dedos para que no se le echase a perder.

Desde luego, su hermana tenía estilo, no se podía negar. Aunque no fuera muy arreglada, su desaliño no era feo ni vulgar. Tampoco era postizo ni estirado. No. Era natural y hasta airoso. Lo que a Estrella le salía del alma. Parecía que no le costaba ningún esfuerzo. Estaba divina incluso con unos vaqueros lavados mil veces, un jersey con los puños desbocados, porque siempre se subía las mangas hasta la mitad del antebrazo y, claro, los agrandaba, y unos botines de ante negro. Para salir a la calle, hiciera el tiempo que hiciera, se ponía una chaqueta de cuero negro, gastada de tanto uso, pero que le daba un aire muy interesante. Y en la boca siempre un cigarrillo negro. Eso era lo menos elegante, no porque fumar a una le pareciera poco fino, sino porque acercarse a ella era como estar junto a un cenicero repleto de colillas aplastadas el día anterior. ¡Pestilentes! En fin, pero ella no lo podía dejar, decía. El pelo de Estrella era castaño, con rizos grandes y suaves. Se lo dejaba largo para llevarlo suelto cuando quería estar despampanante y alucinar al personal, que ya se sabe, decía Estrella, las melenas ayudan un montón a ligar, que los hombres son, en eso, muy clasicones. Pero luego le molestaba tanto pelo revoloteando por la cara, y con un lápiz o lo que tuviera a mano lo recogía en un moño. También le quedaba muy bien. Casi mejor, según el parecer de Mari Loli, porque le dejaba a la vista esa cara tan especial. No era guapa, de acuerdo, pero tenía ángel: unos ojos marrón oscuro, debajo de unas cejas estupendamente dibujadas. Bien es verdad que las limpiaba un poco para darles buena forma. Los pómulos muy altos, las mejillas hundidas, como las top models esas que casi parecen a punto de morir de hambre. Los labios gruesos, prietos y redondeados, como dispuestos siempre para echar un beso al aire. Y lo único que fastidiaba el conjunto era ese gesto áspero y severo que se le había puesto cuando su boda por penalti con Paco, que había ido de mal en peor después de la muerte del niño y que había resultado ya imborrable con los problemas de dinero y trabajo que le cayeron encima después. Los novios de quita y pon le mejoraban el humor a ratos, pero no siempre.

—Caray, hijo, no esperaba verte —dijo Estrella, que estaba abrazando a Manolo en la entrada de la salita.

—Pues, mira, tú —respondió el otro sin dejar de sobarla—. ¿Te pongo algo para beber?

—¡Eso! —Estrella se liberó de los tentáculos de su cuñado.

Mientras Manolo se ocupaba de Estrella, Mari Loli se fue a la cocina para acabar de recoger los cacharros de la cena. ¡Qué grandísima suerte, contar con las manos de Estrella! Con la gracia que tenía... Su hermana era como dice el refrán: perro ladrador, poco mordedor. Mucha brusquedad, pero en el fondo, un encanto. Lástima que lo disimulara. Ni siquiera sus novios de usar y tirar debían de llegar a enterarse. Con esa manía que le había dado después de lo de Paco, pasaba de puntillas y bien rapidito por la vida de todos ellos. Eso sí: siempre tenía algún hombre a mano. Mujer, si encontrar un tío para follar es facilísimo; ¿no ves que a eso se apuntan todos? Mari Loli lo dudaba. Tal vez lo pretendían con alguien como Estrella, pero por fuerza debía de ser distinto con una gorda y correosa. ¿O no? Mari Loli no lo podía jurar; nunca lo había intentado. Lo que sí tenía claro era que Estrella se perdía una parte muy importante de la vida. Porque follar era fenómeno, de acuerdo, pero follar enamorada... ¡eso era la lechenbote!

Apareció Estrella con un vaso de whisky en una mano y un cigarrillo encendido en la otra.

—Oye, ¿tienes un poco de hielo? —Meneó el vaso indicándole para qué lo quería.

—No tengo cubitos, pero sí agua fresca. ¿Quieres?

Estrella asintió con la cabeza. Cogió la jarra que le tendía su hermana y diluyó un poco la bebida. Agitó el vaso. Antes de beber el primer trago, ahogó un bostezo.

—Si estás cansada, lo dejamos para mañana o el domingo...

—No. No voy a poder.

—¿Trabajas mañana?

—Estoy libre. Pero me largo todo el fin de semana.

Estrella se apartó para no estorbar a Mari Loli, que barría. Se apoyó en el quicio de la puerta, bebió un trago y dio una chupada al cigarrillo. La observaba sin decir nada. Luego, Mari Loli fregó y, al terminar, fue al baño a vaciar el cubo. Al regresar a la cocina, se encontró a Manolo charlando con Estrella.

—¿Qué, guapa? ¿A que estaba rico el whisky que te ha puesto tu cuñadito? —le decía.

—Buenísimo. Como tú, vamos.

Montones de canicas cayendo por las escaleras. Manolo se reía con ganas. Mari Loli, embobada, escuchaba a su marido y, antes de que tuviera tiempo de retenerlo, éste entró en la cocina a servirse una cerveza.

—Manolooooooo...

—¿Qué coño pasa?

—El suelo está mojado, joder.

Manolo soltó un bufido y cerró el frigorífico de un portazo.

—Mira que eres pesada, ¿eh? ¿A que es un latazo? —preguntó a Estrella, que bajó la vista para mirar su vaso de whisky. Como no obtuvo respuesta de su cuñada, siguió—: ¿Es que no va a poder uno beber una cerveza cuando le apetece? Si lo que quieres es que me vaya, avisa.

Salió con la cabeza alta echada para atrás, y el gollete de la botella apoyado en los labios. Bebió un trago largo de cerveza y pasó por delante de las dos sin mirarlas.

Sobre las baldosas de la cocina habían quedado, impresos en negro, los diamantes de sus suelas de goma. Mari Loli los frotó con la fregona todavía húmeda.

—Anda, vamos —le dijo Estrella dejando el vaso vacío en el suelo, junto al cenicero—. Luego lo entraré a la cocina.

Se fueron al baño.

Mari Loli había sido atacada de nuevo por el miedo. Las canicas de Manolo rodando por los peldaños habían puesto en marcha la mano fría, por debajo del corazón. ¡Ya empezaba otra vez! No podía respirar, se ahogaba. Inspiró y espiró con fuerza. A ver si lograba deshacer la cuerda que le estrechaba el pecho.

—¿Qué te pasa? —preguntó Estrella sin dejar de frotarle la cabeza.

—Nada.

—¿Nada? Pues, hija, respiras como si te faltara el aire.

Empezó a cortarle el pelo sin añadir palabra, aunque Mari Loli seguía respirando con dificultad. ¡Menuda era la mano fría del pecho! Parecía mentira que sólo con sentir ese miedo tan aterrador, la mano se pusiera en movimiento. Y el corazón brincaba y brincaba como la maldita lavadora en los centrifugados.

—Levanta la cabeza —le ordenó Estrella desde detrás, mientras con los dedos le alzaba la barbilla firmemente—. Y ahora no te muevas.

De espaldas a Estrella y con el perfil inclinado hacia el techo, Mari Loli no podía ver a su hermana directamente, pero contemplaba su imagen en el espejo colgado sobre el lavabo. Estrella separaba un mechón de cabellos con el peine, tomaba la medida de lo que sobraba respecto al anterior, y cortaba unos dos centímetros. Luego volvía a empezar con un nuevo mechón. Las manos, el peine, las tijeras se desplazaban con celeridad y precisión.

—No te muevas.

—No me muevo.

—Claro que sí. Cada dos por tres bajas la cabeza.

Mari Loli fijó la mirada en el espejo, sobre el rostro de su hermana. Y vio sus pendientes. No los recordaba. Bueno, ahora que caía, lo que no recordaba era haber visto nunca a Estrella con pendientes. No, efectivamente. Ésos no estaban mal: eran dos criollas pequeñitas, y en cada una, una piedra que lanzaba destellos. ¿Sería un brillante? ¡Anda! ¡Valiente tontería! ¡Cómo iba Estrella a comprarse unos brillantes, con la pasta gansa que costaban! Claro que a lo mejor no se los había agenciado ella misma sino que se los había dado el fulano con el que se lo montaba últimamente. Pues, si eran brillantes de verdad, él debía de estar forrado ¿Dónde podía haber conocido Estrella a un tipo rico? ¿En La Peluquería tal vez? Quizás. A fin de cuentas, La Peluquería no era sólo de mujeres. Era un salón de belleza unisex.

—Baja la cabeza. —Estrella la obligó a mirarse los pies empujándole la coronilla. ¡Huy, cómo le dolía la nuca!

De pronto, ¡zas!, como un fogonazo. ¡Toma!, ¿cómo no había caído antes en ello? Seguro que la A que Angelines llevaba colgada del cuello era un regalo de Manolo. El paquetito que ella había descubierto en un cajón de la cómoda. ¡No te fastidia!

Del susto, Mari Loli casi se traga un mechón de cabellos.

—¡Oye! Que te estés quieta, hija, que pareces una criatura.

Mari Loli se quedó petrificada, viendo cómo sobre su falda y junto a sus zapatos se iban arremolinando los mechones. Eran pelos curvados, apelmazados unos con otros por la humedad. Cuando llevaban un rato en el suelo, se secaban. El aire que provocaban los pies de Estrella al moverse los hacía revolotear. La A de Angelines y la madre que la parió. ¡Es que no la podía aguantar! Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Levanta la cabeza.

Estrella se puso frente a su hermana para comprobar si el pelo, a ambos lados de la cara, tenía la misma longitud.

—Oye, ¿estás llorando?

Mari Loli no contestó. Bajó la cabeza y las lágrimas rodaron por su cara hasta despeñarse sobre las manos, que reposaban, cubiertas de pelos, en sus rodillas.

—¿Qué te pasa, niña? ¿Te encuentras mal? ¿Estás triste? ¿Tienes algún problema?

Estrella, todavía con el peine y las tijeras en la mano, se sentó en el borde del polibán.

—Anda, cuéntamelo —pidió en un tono zalamero—. Deja que te ayude.

Mari Loli ahogó un sollozo, se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada y se secó las mejillas con las manos. Infinidad de minúsculos pelillos quedaron adheridos a su piel.

—Espera, espera. Te los vas a meter en los ojos —dijo Estrella, viendo cómo intentaba limpiarse.

Enchufó el secador y dirigió el aire al rostro de su hermana.

—Ahora, cuenta —le dijo.

Mari Loli se lo soltó como había hecho con Angelines. Sin preámbulos, sin circunloquios, tal cual y de buenas a primeras. Estrella se quedó tan pancha, como si por aquí le entrase y por allí le saliese.

—¡Jolín! Me habías asustado con tanta llorera. Creía que era algo grave.

¿Te parece poco?, quiso decirle Mari Loli, pero las palabras se le quedaron atoradas en la garganta por la inopinada respuesta. Ella esperaba comprensión de su hermana.

Estrella siguió hablando. Ya se sabía que estas cosas pasaban y no era el fin del mundo. ¿O sí? La ciudad estaba llena de parejas con el mismo problema. ¿Se daba cuenta de que era mucho más práctico no poner todos los huevos en la misma cesta? Es decir, que sus teorías respecto a no enamorarse de un hombre, a no comprometerse a fondo, eran de lo más acertadas. Además, ¿no le había dicho que llevaban sin hacerlo desde antes de nacer Anabelén? Pues, mujer, ya podía haberse imaginado que Manolo se lo iba a montar por ahí.

—¡Rediós, Estrella! —contestó Mari Loli, picada—, que una cosa es montárselo por ahí y la otra, tener un cuelgue de adolescente.

Estrella se quedó un momento ensimismada antes de contestar. Luego dijo:

—Eres pánfila como cuando tenías quince años, hija. Pues ya te podías figurar que un día u otro podía ocurrir, ¿no? Además, vamos a ver, ¿te parece muy distinto?

Sí, claro que le parecía distinto.

—Pero yo sigo enamorada de él, ¿sabes?

Estrella hizo un gesto brusco con el peine y exclamó en un tono airado:

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