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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (31 page)

—Enamorada, enamorada... El amor, el amor... Me sacas de quicio con tanta bobada. ¿Quieres dejar de ser tan cursi? Hija, parece mentira que, a tus años, sigas siendo tan pava.

—¡Chst!, que te va a oír —dijo Mari Loli.

Estrella siguió en voz baja. A fin de cuentas, los tíos eran unos cabrones. Eso ya se sabía. ¿Sí o no?

—No sé.

—¿No sabes? Joder, ¿pero tú qué necesitas para enterarte?

Mari Loli seguía sin estar convencida.

—Habrá de todo, ¿no? Como mujeres, digo yo.

Dónde vas a parar, le replicaba su hermana. Ellos son más cabrones.

—¿No ves que llevan siglos entrenando?

Mari Loli se encogió de hombros.

Estrella seguía a su bola. Manolo lo era, como los demás, pero por lo menos estaba cachas que daba gusto.

Tampoco una le sacaba mucho partido a eso, pensaba Mari Loli.

—Además, Manolo es muy marchoso y divertido.

Claro, pensó Mari Loli. Muy simpático y divertido con los de fuera de casa: con Estrella, con José Antonio, con Angelines... ¡La mala pécora de Angelines! Pero en casa era un muermo.

—Bueno, ¿qué vas a hacer?

¿Hacer? Mari Loli se quedó mirando a su hermana con la boca entreabierta. No se le había ocurrido que pudiera hacer algo.

Estrella interpretó su silencio y se adelantó a contarle que ella no veía más que dos soluciones:

—O lo mandas a tomar por el culo...

¿Dejarlo? ¿Dejar a Manolo? Sólo de pensarlo se quedaba traspuesta, con el corazón brincando locamente no en el pecho, sino en la garganta. ¿La vida sin Manolo? ¡Imposible, caray, si Manolo era su vida! Además, con tres chavales pegados al cogote. Y con su basurilla de salario. Como tuviera que apañarse ella sola con sus tres hijos y lo que le pagaban en Cadena Dos, estaba aviada, ¿o no? Y encima: sola. Sola para hacerles frente a las pequeñas o grandes dificultades. Claro que tampoco Manolo resultaba una gran ayuda. ¡Ay!, aun con todo, seguía siendo el hombre de su vida, el hombre del que se había enamorado, el hombre con el que quería vivir.

—O te lo tomas lo mejor que puedas mientras dure la historia. Vamos, que procuras no comerte el tarro, tranquilizarte y esperar hasta que a Manolo se le pase esa ventolera.

Era otra solución, claro. Pero ¿se veía capaz de no comerse el tarro como Estrella sugería? Eso una, que se conocía bastante bien, lo consideraba casi imposible. Porque, aunque intentaba serenarse y no pensar en eso, sin darse cuenta, aquel par de pichoncitos se le metían en el cerebro, que se iba acelerando solito, y en un pis pas tenía la mano fría debajo del corazón, la cuerda enroscada alrededor del pecho, y la nuca como un bloque de cemento. Si hubiera sabido cómo dejar de pensar, lo hubiera hecho.

—Anda, vamos a seguir con el corte, que ya casi terminamos —dijo Estrella poniéndose en pie. Luego preguntó—: Oye, ¿y cómo llevas eso de no probar bocado en tanto tiempo?

¿Bocado? ¡Ah, los revolcones! Pues mal, claro. ¿Cómo, si no? ¿Se podía llevar bien una cosa así?

—Más a mi favor —dijo Estrella. Y, para comprobar si sobresalía alguna punta, con el peine levantó suavemente algunos mechones, que luego cayeron blandamente—. Lo que yo te digo, nena, búscate a alguien y echa un kiki, que no te vendrá mal. Mira: te divertirás, te subirá la moral y encima te olvidarás de Manolo durante un rato... digo yo —añadió mirándola con recelo.

Sí. Seguramente tenía razón. Bueno, ya vería. No hacía falta correr.

—¿Y tienes idea de quién es? —preguntó Estrella, quitándole los últimos restos de humedad del pelo con el secador.

Mari Loli no sabía si contarle sus sospechas. Al fin y al cabo, podía estar equivocada... ¡Pero, no! Ojalá lo hubiera estado. Si el problema era que precisamente había dado en el clavo.

—Angelines.

Ahora sí, asombrada, Estrella casi suelta el secador.

—¿De verdad?

—Bueno, no sé. Eso es lo que yo me supongo.

Estrella movió el secador con más brío al tiempo que, con la otra mano, atusaba la mata de pelo. Una sonrisa extraña asomó a los labios de Estrella cuando oyó a Mari Loli decir:

—Figúrate, tú, esa mosquita muerta...

Estuvo en un tris de quemarle un párpado con el aire caliente.

—¡Huy! Lo siento —dijo Estrella chupándose un dedo y humedeciéndole la piel con saliva.

Luego, le dio la razón. Que se fiara de las mosquitas muertas... Ésas eran las menos recomendables. Si lo sabría ella, que cada día veía mujeres y más mujeres tumbadas en la camilla de su cabina. Había aprendido a conocerlas muy bien. Y las peores, siempre resultaban las más melindrosas.

—Hipócritas —soltó Estrella con desprecio—. Dicen una cosa, ¿sabes? Pero hacer, lo que se dice hacer, se dedican a lo contrario.

Si a Mari Loli le quedaba alguna duda respecto a la inocencia de su amiga, después de la conversación con Estrella se le disiparon todas. Porque su hermana tuvo muchos y acertados argumentos para acabar de convencerla de que Angelines se lo montaba con Manolo. ¡Con ese cuerpo serrano que tiene...!, apostillaba mientras le pasaba el secador. Un cuerpo de cine, con entrantes y salientes justo donde se necesitaban. Saltaba a la vista que había sido hecho para pasarlo bien.

—Pero ¿tú no has visto cómo cierra los ojos cuando come bombones? ¿Y de qué manera mueve las caderas al andar? ¿Y el sujetador que lleva para resaltar las tetas?

Además, seguía Estrella, ya enrollando el cable del secador, seguro que el morbo de lo prohibido le gustaba una barbaridad. No había más que pensar en su excitación al inventar historias sobre amantes viéndose a hurtadillas en el hotel. Aparte de que lo había planificado maravillosamente. Un asunto con un hombre casado... Eso no le iba a dar muchos quebraderos de cabeza. Por la cuenta que a él le traía, tendría cuidado en ser discreto y poco exigente, así ella podría seguir tan tranquila con José Antonio sin renunciar a ninguna de las ventajas que él le proporcionaba.

—El adosado con sus puntillitas y organdíes, más pasta de la que hubiera soñado nunca, ser una señorade y no tener que vivir sola.

Era cierto. Vivía como una reina, mucho mejor de lo que nunca se hubiera figurado cuando estudiaba administrativo. Además, a Angelines, una mujer que no tuviera un hombre al lado, como Estrella, por ejemplo, le parecía casi inexistente o sin objetivo en la vida.

—En fin, nena, que te lo tomes lo mejor que puedas. Y que eches un casquete con alguien, de vez en cuando; seguro que te subirá la moral. ¿Qué? ¿Te gustas?

 

 

Aunque el sonido del teléfono luego marcó una diferencia importante en su vida, ésa no empezó siendo una cena distinta a la de otros días. Como siempre, los cuatro abrían la boca sólo para meter en ella la cuchara o el tenedor. Tampoco se miraban, claro, porque nada más tenían ojos para la tele. Ponían un programa que les gustaba a rabiar. En eso, ves, coincidían los cuatro, ¡cosa rara!, por lo que resultaba fácil llegar a un acuerdo la noche de los miércoles. Al empezar «Pisotee a su enemigo», Toñuco, el presentador, desde el centro del cuadrilátero decía: a mi izquierda... Y se veía, pongamos por caso, a una señora como de cincuenta años, muy arreglada, maquilladísima, con un anticuado peinado de cartón piedra, a base de mucho rulo y mucha laca, pero vestida con un simple chándal. Ése era el uniforme del programa. Rosa para ellas y azul para ellos. Toñuco hacía la presentación: Maruja García, de cuarenta y ocho años, ama de casa y casada desde veintitrés años atrás con Juan González. Al llegar a este punto, las cámaras recogían la imagen del hombre en otra de las esquinas. A mi derecha, Juan González, de cincuenta y tres años, taxista y marido de Maruja, decía Toñuco. El marido saludaba, como antes había hecho su mujer, yendo al centro del ring, pegando cuatro saltitos y levantando las manos. El público del plató rugía con cada presentación. Toñuco seguía contando que Maruja y Juan se odiaban con «esa intensidad con la que sólo se pueden odiar dos personas que llevan viviendo juntas muchos años». Maruja y Juan, como dos fieras salvajes, se mostraban los colmillos. Una vez el presentador había tocado la campana, los dos rivales se quitaban las sudaderas, se quedaban en camiseta y se ponían en el centro del cuadrilátero. Ella era la que atacaba primero; por algo se había tomado la molestia de escribir al programa. Con los brazos en jarras y las piernas separadas, soltaba los primeros insultos, mientras en la mesa familiar largaban algún comentario.

En el momento en que Mari Loli iba a meterse el primer pedazo de tortilla en la boca, sonó el teléfono.

—¡Quién será el tocanarices! —gritó Manu.

Mari Loli y María hicieron el gesto de levantarse.

—¡Quietas! —dijo Manolo, poniéndose en pie antes que ellas.

Y salió corriendo hacia el supletorio de la habitación.

¡Jolín!, pensó Mari Loli. Menudas prisas se daba Manolo... ¿Le habría dado por la colaboración en casa? Además, ¿por qué iba al dormitorio? Como si en la salita no hubiese un aparato... Eso sería que estaba esperando la llamada. ¿O no?

Manu le prestaba atención por un igual a la tortilla y al programa.

María había perdido todo interés por «Pisotee a su enemigo». Preocupada, miraba a su madre, que, con gesto tenso y olvidada la tortilla, trataba de no pensar, de no permitir a la mano fría meterse en su pecho. Estrella había dicho que no le diera vueltas, que se esforzase en no comerse el tarro, y eso procuraba. No pensaba. Sólo trataba de oír la conversación de Manolo, pero no lo conseguía porque él había tenido la precaución —y la desfachatez— de cerrar la puerta del dormitorio. Desde luego, saltaba a la vista que había estado esperando esa llamada.

La puerta se abrió de golpe:

—Me largo —dijo Manolo sin dirigirse a nadie.

—¿Te vas a dejar la tortilla?

De pie junto a su silla, Manolo cortó un trozo grande y se lo metió en la boca. Luego farfulló:

—Tengo un servicio urgente.

Unos cuantos trocitos de tortilla catapultados de su boca salpicaron el hule que cubría la mesa.

Manolo se zampó otro trozo mayor aún.

—Pues sí que es urgente, sí —dijo Mari Loli con sorna.

Manolo, ya de espaldas, se encogió de hombros y se adentró en el pasillo. Mari Loli supo que estaba poniéndose la cazadora y, luego, le oyó salir. Para entonces, ya la mano fría se había metido debajo de su corazón y su respiración estaba agitada.

—¡Qué morro!

—Mama, anda, no te preocupes —le pidió María poniendo su mano sobre la de su madre.

—No, si no me preocupo, si...

—¿Vais a cortar el rollo de una puta vez? No me dejáis oír nada.

Mari Loli sintió que una ola de irritación profunda contra su hijo crecía en su interior, se agigantaba, la zarandeaba y se desbordaba.

—Me callo si me da la gana, ¿te enteras? Que estoy en mi casa, por si no te has dado cuenta —gritó Mari Loli, sintiendo que no sólo su voz sino también su cuerpo temblaban de indignación.

Manu la observó con los ojos chicos y fríos. Fríos como la hoja de un afilado cuchillo. Parecía capaz de cualquier barbaridad.

Mari Loli desvió la mirada, cansada de tanto acero.

Manu se levantó con violencia. Su silla cayó hacia atrás. El ruido retumbó en el pecho de Mari Loli, que, a pesar del miedo, no pudo dejar de lamentar el golpe. A ver si ahora, por culpa del mal carácter del chaval, se estropeaba ésa, ¡caray!

—¿Sabes qué te digo? ¡Que aquí os quedáis!

María miró a su hermano con los ojos húmedos.

—Por favor, no os peleéis.

—Por favor, no os peleéis —repitió Manu con voz aflautada y cara de bestia—. Eres tontalhigo, nena.

Se largó dando un portazo.

Durante dos o tres minutos María se quedó contemplando a su madre mientras ésta permanecía con la vista fija en su plato. Mari Loli suspiró, cogió el tenedor para dejarlo de nuevo. ¿Qué podía haber hecho mal para que todo se torciera? ¿O sería que hiciera una lo que hiciera era imposible que la vida resultara bien? Inspiró profundamente para que el aire llegara hasta sus pulmones. Respiraba mal, aunque en esta ocasión no sabía si por la pena, el miedo y la mano fría o bien por el ataque de rabia que aún le provocaba temblores. Eso, sí, era una novedad. Esa ola de rabia y de cabreo. Contra Manu. ¿Contra Manu solamente? ¡No! Aunque le costara admitirlo, notaba un resentimiento creciente e imparable contra Manolo. Vamos que si en aquel mismo momento le hubieran dicho: apretando ese botón lo haces fosfatina, lo hubiera aplastado decididamente, incluso con el pie, como a una cucaracha. ¡Caray! Se daba miedo a ella misma. ¡Menudos pensamientos tan tiernos hacia el hombre de su vida! A ese paso ¿quién le aseguraba que no terminaría por mandar una carta para participar en «Pisotee a su enemigo»? Pero la cuestión era que ya estaba harta, harta, harta de sufrir. Hablar con él, preguntar qué le ocurría, no iba a resolver nada, claro.

—Mama, no llores, por favor —le pidió María con los ojos desbordando lágrimas.

—Ay, hija, no seas pánfila. —Pero qué boba era aquella cría. ¿Pues no lloraba por el desconsuelo de su madre? Vamos, que no era para tanto. Esa hija suya no tenía remedio; de seguir por aquel camino, la vida le daría golpes sin descanso.

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