Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Delante de la puerta de su piso, rebuscó la llave en el bolso. Aquel simple gesto le costó un esfuerzo colosal. No era extraño. Llegaba tan tarde... Se habÃa entretenido mucho en el instituto, demasiado.
¡Maldita fuera! ¿Quién le mandaba cargar con bolsos tan monumentales y repletos de zarandajas? No habÃa forma de encontrar nada. Iba a tener que vaciarlo.
Con bastante brusquedad sacó la agenda personal, la profesional, el artÃculo sobre cocolitoforales, los pañuelos de papel, las gafas de ver de cerca, los rotuladores, el fular, la cajita de las pastillas, el frasquito de colonia... ¡Por fin! En último lugar, según la ley de Murphy, ahà estaban las llaves. Las cogió de un tirón. ¡Cielos! El rellano parecÃa un puesto de venta ambulante, y, eso, sin ser ella ni Susana ni Teresa, que hubieran añadido la bolsita del maquillaje, el teléfono móvil, las gafas de sol y a saber qué más.
âHola âdijo, mientras colgaba la chaqueta en el recibidor.
âHola, mamá âcontestaron sus hijos desde la sala, al pasar ella por delante de la puerta entornada.
Fue a dejar la correspondencia en su despacho.
Â
... qué cosa maravillosa,
¡Ay! Cosita linda, mamá...
Â
¡Caramba con la dichosa canción! Cada dÃa le atacaba más los nervios. O quizás cada dÃa estaba un poco más irritable y la soportaba peor. De pronto se dio cuenta de que su umbral de tolerancia hacia las pequeñas frustraciones habÃa disminuido muchÃsimo. Cualquier pequeño contratiempo la encrespaba sobremanera.
Se acercó a la ventana para cerrarla. ¿Quién la habrÃa dejado abierta? Ãdgar o MarÃa, claro. Uno de los dos habÃa estado trabajando en su ordenador, seguro. De acuerdo que tenÃan permiso para hacerlo, pero podrÃan por lo menos acordarse de dejar el estudio tal como lo encontraban, ¿o no?
Entró en la sala taconeando, dispuesta a recriminarles sus desquiciantes costumbres.
â¿Se puede saber qué estáis haciendo?
Ãdgar y MarÃa la miraron, a la defensiva.
âVer la tele. ¿No se nota?
¡Claro que se notaba! Lo incomprensible era pillarlos, con Alberto en casa, seducidos por aquel programa basura, de parejas escarbando en sus miserias personales y agrediéndose con reproches largo tiempo macerados. En un escenario pugilÃstico, un hombre y una mujer, vestidos con bobaliconas sudaderas, celeste y rosa respectivamente, se batÃan por demostrar quién era el más zafio de los dos.
Pero Alberto, abrigado por las orejas de su sillón preferido, con cascos inalámbricos y ojos cerrados, gravitaba en su universo musical, ajeno a las estupideces televisivas y a sus responsabilidades de padre.
Se acercó al televisor a paso vivo:
â¡Se acabó! âexclamó apagando el aparatoâ. No lo consiento.
â¡Mamá! âse quejaron sus hijos.
âNi mamá ni porras. ¿Cómo tengo que decir que no os quiero colgados de la tele a todas horas y muchÃsimo menos para ver tonterÃas?
âEres una fascista, mamá âse quejó MarÃa.
â¿Una qué has dicho? Mira, MarÃa, no me saques de quicio, que ya bastantes problemas tengo...
âDesde luego, debes de tener montañas de problemas. Porque llevas unos dÃas de un humor de perros. Me parece que nunca, nunca te habÃa visto asÃ.
âEs verdad, mami, últimamente no pareces tú. Saltas por cualquier burrada âintervino Ãdgar.
â¿Qué pasa aquÃ? âpreguntó el ave Fénix, ya sin cascos, contemplando a su familia con extrañeza.
âUna pelea âinformó MarÃa.
âNo. Nada de peleas. Simplemente he apagado el televisor porque no quiero que vean programas basura y ârespondió Olgaâ... Oye, ¿te has vuelto a cortar el pelo?
âPues sà ârespondió Alberto, poniéndose en pie. Se pasó la mano por la cabezaâ, habÃa crecido mucho ya, y me avisaron de que para mantener la lÃnea del corte debÃa repasarlo con frecuencia.
¿Era su Alberto o seguÃa siendo el nuevo? ¡Qué manÃa con arreglarse el pelo!
âDesde luego, en esa peluquerÃa se las saben todas, ¿no? Porque claro, asÃ, obligándote a ir cada tres semanas, ellos se hacen de oro. âLuego, mirando a sus hijos, que seguÃan derrumbados en el sofá, añadió, ahora controlando ya el tonoâ: ¿Por que no ponéis la mesa, por favor?
MarÃa observó a su madre con irritación, resopló y se levantó. Fue a coger los manteles individuales de un cajón del aparador y los puso sobre la mesa.
âTú, mientras âle indicó a su hijoâ, ve a calentar la cena, anda. Olivia debe de haber preparado patatas y judÃas, y sardinas rebozadas. Yo voy al baño.
Al regresar, Alberto habÃa desconectado los auriculares, y un motete de Bach se derramaba suavemente por la sala.
Se sentaron a cenar. Ãdgar y MarÃa se mantenÃan obstinada y manifiestamente enfurruñados.
âCome bien, MarÃa.
âJo, mamá. Estás imposible, ¿lo sabÃas? Eso para no hablar de tu inflexibilidad de siempre...
â¿Mi inflexibilidad? ¿Lo dices por el programa de la tele? No me hagas reÃr, MarÃa. No puedes confundir rigidez con el deseo de daros una buena educación.
âYa. Y tú crees que saldrÃamos irremediablemente marcados por verlo, aunque sólo fuera una vez, ¿no?
âMamá âintervino Ãdgarâ, querÃamos echarle un vistazo para comentarlo en clase. No estamos al dÃa, porque nunca podemos ver lo que todos...
âYa será menos.
âQue sÃ, mamá, de verdad. La mayorÃa de programas te parecen basura y nosotros resultamos unos analfabetos televisivos. No podemos discutir de nada con la peña.
âPodéis discutir sobre muchÃsimas otras cuestiones, digo yo.
âSÃ, claro. Podemos hablar de los serbios o de Cachemira o del desastre de Doñana. Son temas apasionantes para nuestros coleguis.
âPues mira, no irÃa mal que comentaseis la violencia que suelen desatar el nacionalismo o el fanatismo religioso. Y tampoco está de más que sepáis hasta qué punto todas las especies del parque de Doñana se verán afectadas por la ola negra de las minas de pirita...
âMamá, por favor âbizqueó MarÃaâ. ¿No podrÃas cambiar de tema? Siempre estás con lo mismo... Nos conviertes en extraterrestres.
âA mà no me lo parecéis.
âClaro, de tal palo, tal astilla. Mira, mamá, empezaste a hacer de mà una marciana al negarte a que tuviera una Barbie.
â¡Ah! Eso sà que no. Esa muñeca estúpida, con cuerpo de anoréxica y cerebro de mosquito, que no piensa más que en cambiar de vestido y en buscar novio...
â¿Y tú te crees que yo me iba a volver idiota sólo por tener una Barbie? Pues sà que tienes confianza en mÃ.
â¿Dime tú qué harÃas con una de esas muñecas horteras?
âAhora ya nada, pero cuando tenÃa siete años, mucho. No sabes la rabia que me daba ver que todas mis amigas tenÃan una, y yo, no.
âSÃ, eres un poco fascista, mamá, reconócelo âsaltó Ãdgarâ. ¿Recuerdas cuando tiraste todos mis juguetes?
âÃdgar âcontestó Olga dejando el tenedor sobre el plato. Se frotó los ojos. ¡Vaya nochecita le estaban dando!â, no tiré los juguetes. Me limité a sacar del armario unas cajas olvidadas allà cinco años atrás. Aparte de ocupar un espacio necesario para otras cosas, tú ya eras mayor para jugar con ellos, y podÃan ser útiles en algún hospital.
âSÃ..., pero a mà me creaste un trauma. Recuérdalo. Me lo dijo mi tutor, que es especialista en filosofÃa. Dijo que te habÃas deshecho de mi infancia y que con dificultad superarÃa el trauma...
âA mà me parece que el trauma más importante es que hayas tenido profesores temerarios, capaces de enunciar semejante memez. Anda, vete a la cocina a buscar las sardinas.
â¡Jo! Papá, di algo, ¿no?
âSà âAlberto pareció apearse de un sueñoâ. SÃ... ¿De qué habláis?
â¡JolÃn, papá!
â¿Quieres hablar mejor, MarÃa? âcasi gritó Olga.
âDesde luego, cada dÃa estáis peor los dos. Papá, que parece pasmado. Y tú, siempre mosqueada... Luego dirás que no quieres el televisor encendido a la hora de las comidas, pero, para estar peleando como gallos, mejor ver la caja tonta.
Ãdgar apareció con una bandeja.
âPapá, tu móvil está sonando.
Alberto se levantó muy rápidamente y desapareció camino de la habitación.
âMarÃa, dame el plato.
â¡Una!
âTres.
âMamá... No me gustan las sardinas.
âMe da igual. Tienes que comerlas. Ãdgar, el tuyo.
âMuchas, muchas. Las mÃas y las de MarÃa.
¿Dónde meterÃa tanta comida aquel crÃo? Desde luego, crecer crecÃa a un ritmo casi perceptible a simple vista. Estaba altÃsimo, más que su padre. Se parecÃa bastante a Alberto, pensó Olga, sirviéndole tantas sardinas que las colas bailaban en el borde del plato. El pelo, negro como el de Alberto... antes de que encaneciera. Aunque las ondas eran de ella. Los ojos también muy oscuros, como los de Alberto. La misma miopÃa, la misma mirada tierna y tÃmida, aunque luego resultara que el único realmente dotado de ternura fuera el crÃo. Bueno, la viva imagen de su padre. Con razón era la niña de los ojos de Patricia. Sobre todo porque MarÃa no se ajustaba a sus esperanzas: una nieta presumida y dócil a quien proporcionar los modelitos con los que no habÃa podido favorecer a su único hijo, cuando era pequeño. MarÃa le habÃa salido rana. O, por decirlo con mayor exactitud, se parecÃa demasiado a Olga, con lo que Patricia ya no confiaba en captarla para su secta. Con Ãdgar tampoco conseguÃa sus propósitos. ¡Ya se hubiera ocupado la propia Olga de desbaratarle los planes si hubiera tenido la más mÃnima posibilidad! Pero Patricia no parecÃa darse cuenta, por el momento, de que el chiquillo no iba a resultar barro entre sus manos. Como era tan encantador y mimoso, su abuela chocheaba, aunque, luego, él hacÃa lo que le daba la real gana.
âLo siento. Tengo que irme âdijo Alberto apareciendo de sopetón, como si hubiese corrido los cien metros vallas por el pasillo. Estaba sudoroso, incluso despeinado.
â¿Dónde? ¿A la guerra, papá?
â¿A la guerra? âAlberto no parecÃa estar para bromas. Se le veÃa alteradoâ. No. Ha habido un problema en Omega con el ciclotrón. Tengo que ir para allà de inmediato.
â¿Algo grave?
âEspero que no, o que, por lo menos, tenga solución.
â¿No vas a comer el pescado?
âNo me da tiempo. Además, no tengo mucho apetito.
âY no le gustan las sardinas, mamá âañadió MarÃa.
âCállate, MarÃa. Bueno, te las dejo en la cocina y te las calientas tú al regresar.
âNo, cariño, déjalo. Mejor que no me esperes en toda la noche. No creo que vuelva ya.
Se acercó a darle un beso. Olga lo retuvo unos instantes cogiéndole la mano. Al fin se la soltó y él salió del comedor. Al rato, le oyó en el baño.
âBueno, venga, cómete las sardinas, MarÃa, que tú no has tenido ningún problema con el ciclotrón.
â¿Puedo comerme las de papá?
âSÃ, pesado.
De pronto tuvo una corazonada. No. Esa llamada nada tenÃa que ver con el trabajo. Iba a comprobarlo.
âAhora vuelvo âdijo, levantándose de la mesa.
Al pasar por delante de la puerta del baño, oyó el ruido de la ducha. No le daba tiempo a terminarse la cena y, sin embargo, podÃa malgastarlo duchándose... Pues era extraño, pero, para llevar a cabo la súbita decisión de Olga, preferible. Aunque fuera invadirle la intimidad, querÃa salir de dudas.
Entró en su habitación. Se sentó sobre la cama, alargó la mano y cogió el teléfono móvil. La lucecita verde de encendido lanzaba destellos intermitentes. Seleccionó en el menú «registro de llamadas» y, una vez en esa pantalla, seleccionó «llamadas recibidas». Pulsó la tecla y en la pantalla apareció: «llamada sin identificar 1». No correspondÃa a ningún número que Alberto tuviera en memoria, eso desde luego. PodÃa tratarse de un número de una centralita antigua o el de una cabina telefónica o el de un usuario que lo tuviera protegido... En fin, cualquiera de esas posibilidades no encajaba con una llamada de Omega. Ese número sà deberÃa haber aparecido en pantalla. No habÃa podido confirmar que fuera Teresa, pero por lo menos quedaba descartada una llamada de trabajo.
Olga dejó el teléfono sobre la cama instantes antes de que Alberto entrara en la habitación. Ãl la miró como si fuera a decir algo, pero debió de cambiar de opinión porque, sin abrir la boca, se dirigió al armario y parsimoniosamente empezó a elegir algunas prendas de vestir. Olga decidió salir; no querÃa ver su dedicación al seleccionar la ropa.
Al entrar en el comedor, vio a Dulcinea sobre la mesa.
â¿Qué hace el pájaro entre los platos?
âEs un gestionador de residuos sólidos âcontestó Ãdgar.
âSÃ. Algo asà como el edil municipal en acción âse burló MarÃa.
â¿No os he dicho mil veces que me parece una marranada? Sácalo de aquÃ, Ãdgar, vamos.