Anoche soñé contigo (23 page)

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Authors: Gemma Lienas

Se levantaron de la mesa tardísimo. Si querían aprovechar algunas horas de sueño antes del ajetreo del día siguiente, desembarcando material, máquinas y muestras en el puerto, era mejor que dieran la fiesta por terminada. Se despidieron todos en el pasillo.

—Te acompaño —dijo Jorge, enlazando a Olga por la cintura, por debajo de su forro polar.

¡El efecto mariposa! Ése fue el único pensamiento de Olga al sentir el peso de la mano de él cerca de su piel, notar su calor traspasando la camiseta de algodón y oír su voz tan cerca de su oído. Horas después, cuando ya habían desembarcado y Alberto conducía tan seriamente a su lado, Olga todavía recordaba ese efecto mariposa. Cómo, en determinadas condiciones, una causa pequeña puede actuar de catalizador y desencadenar procesos de envergadura mucho mayor.

Cuando llegaron ante la puerta del camarote, Olga la abrió y se dio la vuelta. Más que quedar frente a Jorge, quedó dentro de él, que la abrazaba y la empujaba hacia el interior de la minúscula habitación. No supo cuál de los dos dio el primer paso. Al cerrar la puerta tras ellos, se habían enzarzado en el primer beso. Era el efecto mariposa, obviamente. Y detrás de ése vinieron muchos más. También palabras susurradas, apenas comprendidas, pero no importaba. Su significado carecía de peso porque los gestos eran más explícitos. Y quitarse la ropa uno a otro, como si fuera la primera vez que desnudaran a alguien. Y echarse en la litera que, inexplicablemente, parecía mayor de lo que Olga había considerado cada noche cuando se metía en ella.

—Espera —dijo Jorge, inclinado sobre ella.

Ese gesto, al desabrocharle la gargantilla, una fina cadena de platino en cuyo centro colgaba un nudo pescador recubierto de pequeños brillantes y zafiros. Ese tacto de la cadena arrastrándose sobre su cuello. El sonido de las minúsculas mallas entrechocando. La ingravidez que, al ser desplazada, dejó la joya en su piel. Todo trasladó a Olga repentinamente al lado de Alberto, al día en que le regaló esa joya. La única, por otra parte, que ella lucía.

Se puso rígida. Jorge se quedó quieto.

—¿Pasa algo?

Olga sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos.

—Vete, por favor —dijo, ocultando el rostro entre las manos.

—¿Cómo?

—¡Que te vayas, por favor! Déjame.

Jorge permaneció todavía unos segundos inclinado sobre el cuerpo de ella. Y ella, obstinadamente, siguió cubriéndose los ojos.

No podía pensar más que en Alberto, y en lo que durante años se había prometido a sí misma. Y en el dolor tan intenso que la traición no consumada le estaba causando.

Oyó cómo la puerta se cerraba.

 

 

Miguel seguía inmóvil en la entrada del despacho, ambas manos firmemente asidas al marco de la puerta, como si, inconscientemente, quisiera evitar que Olga la cerrara dejándolo en el pasillo. A él y sus inaguantables soliloquios sobre la vacante a la dirección del instituto. Y ella pensaba que, desde luego, lo hubiera merecido, ¡por pesado! Otra vez contándole lo mismo de ayer y anteayer... ¡Qué obsesión! Se había obstinado en optar al puesto de director, ignorando el parecer contrario de sus compañeros de departamento. El claustro de presentación y elección de candidatos iba a celebrarse al día siguiente y él aún confiaba en sus politiqueos para obtener la victoria sobre su contrincante, una geóloga del departamento de Geología Marina. Sin embargo, Olga no se hacía muchas ilusiones. Miguel era un buen científico, pero un pésimo relaciones públicas.

Calma, calma, se dijo. El pobre y desamparado Miguel necesitaba apoyo, así que iba a escucharlo con amabilidad. Miguel siempre le inspiraba sentimientos contradictorios: irritación por esa intolerancia, esa extrema rigidez suya, y, a la vez, piedad por su escasa fortuna para los lazos afectivos. Total, tampoco era tan grave oírle ese absurdo razonamiento por tercera vez... Sí, era grave. ¡Pues claro que sí! Se moría por dejarlo con la palabra en la boca, cerrarle la puerta en las narices y sentarse delante del ordenador para comprobar de quién era el mensaje electrónico, cuyo ruidito característico al entrar en el buzón la había puesto en guardia.

Por mucho que se obligara a no pensar en Jorge, a no estar pendiente de los mensajes, su cuerpo se tensaba cada vez que uno nuevo se deslizaba en el buzón electrónico. Parecía el perro de Pávlov. ¡Campana, salivación por la comida anticipada! O, como en su caso —y después de un condicionamiento operante—, por una quimérica aproximación de Jorge, que, sin fundamento, ella seguía esperando. Según las teorías conductistas, a la larga, su comportamiento debería haberse extinguido al no ser premiado con un mensaje del geofísico. Y, sin embargo, ella seguía pendiente del dichoso correo. La culpa no era suya por no responder a los pronósticos conductistas, sino de ellos por haber supuesto que los comportamientos sólo guardan relación con lo que ocurre fuera de los individuos, con lo puramente observable. Pero un reforzador imposible de captar por un observador externo y sólo explicable por introspección era el placer que ella experimentaba fantaseando sobre una posible correspondencia con Jorge. Tampoco Descartes parecía haber dado en el clavo. Cogito, ergo sum. Pienso, luego existo. Es decir, sólo existe la conciencia; el resto —lo inconsciente— no existe. Cierto que su mente consciente pensaba en Jorge. Pero, cierto también, que un recuerdo anclado en algún punto de su memoria inconsciente —¿tal vez el ruidito de las mallas de la gargantilla al deslizarse por su piel?— asociaba ese chasquidito del ordenador con su estado de excitación sexual en el
Hespérides
. De modo que Olga se sentía vivificada por un torrente emocional cada vez que percibía el chasquidito, aunque estuviera en el despacho de Marina, por ejemplo, despacho al que, como sabía su mente consciente, Jorge no podía acceder. Eso le recordaba algo que le había contado Susana:

—Me pongo como una moto con el canto gregoriano y el incienso.

Cuando se lo confesó, Olga hizo un gesto de incredulidad. Ya estaba Susana con sus boutades. Le encantaba dejar a la gente boquiabierta.

—¡Si es cierto, caramba! —insistió.

Le contó que había tardado un tiempo en entender por qué se producía esa portentosa asociación. Procedía de un recuerdo anclado en el inconsciente. Cuando era una chiquilla, solía ir a los oficios de Semana Santa de la parroquia del pueblo.

—¿Tú? —se asombró Olga.

—Sí, yo. Aunque, no creas que me impulsaba la fe. Tenía un móvil romántico: el monaguillo me volvía loca. Te aseguro que recibía la comunión en un estado de exaltación erótica cercana a la mística, mientras el incensario se balanceaba sobre mi cabeza esparciendo su aroma y la bóveda de cañón románica redistribuía el sonido del gregoriano.

Bueno pues, Descartes tampoco estaba en lo cierto, se dijo Olga.

—¿Entiendes, Olga? Creo que si tú hablas con él, como está indeciso, probablemente lo convenzas para que me vote. Al fin y al cabo, si no, la vida en el instituto se le va a complicar porque fíjate que...

¡Señor! ¿Le iba a recitar lo mismo por cuarta vez?

—Que sí, Miguel, no sufras. Mañana temprano, en cuanto llegue, me voy a su despacho. Ahora vete, por favor. Aún me quedan un par de cosas que terminar y no quisiera salir tarde.

Parecía que ya se iba, pero no se fue.

—¡Ah! Y con Mariano. Con él también deberías hablar. Como tienes tan buen rollo con todo el mundo... —se interrumpió un momento para observarla con admiración—. La verdad, tienes un carácter estupendo. Nunca pierdes la calma, nunca te irritas. ¡Qué suerte!

—Sí, es una suerte —contestó Olga, pensando que en ese instante lo era sobre todo para él.

—Bueno. Ahora sí, me voy.

¡Finalmente!

Se lanzó sobre el ratón y lo movió para desactivar el protector de pantalla. ¡Se acabaron la espera y la esperanza! El mensaje era de Susana. Asunto: Fed up of everything. Contaba que esa semana habían tenido el cierre de la revista y no habían salido de la redacción ni una noche antes de las once y media. ¿Puedes imaginarte hasta dónde estoy de comer bocadillos y de llegar a casa cuando Jean-Claude sólo tiene interés por dormir?, preguntaba. Añadía que, cerrado el número, se moría de ganas de perder de vista las mesas de trabajo, las fotos escaneadas, la maqueta, los fotolitos, los ceniceros sepultados por toneladas de colillas malolientes, los vasos de plástico con restos de café y tabaco, los nervios de los maquetistas, los suyos propios... Que se iba a casa a descansar, vamos. ¿Por qué no vas a verme? Llegaré sobre las seis, terminaba.

¿Por qué no? Llevaba muchísimo sin visitarla a pesar de que vivía muy cerca del instituto. Los horarios de ambas eran poco coincidentes. O mejor dicho, coincidían tanto que salían de trabajar a la misma hora, con ganas sólo de retirarse. Sí, iría. Así, de paso, se ahorraría tener que abrirle la puerta a Teresa, si tenía la desfachatez de pasar a verla al salir del gimnasio.

Ya casi eran las seis. No merecía la pena mandarle un mensaje de respuesta, ni llamarla siquiera. Se presentaría sin avisar, y le daría una sorpresa.

Al poner en orden los papeles dispersados sobre la mesa, encontró el folio emborronado por Marina cuando, después de comer, había entrado para desahogarse un rato. Pobre, estaba angustiada y ya no lo disimulaba: seguía sin tener noticias del artículo enviado al
Journal of Science
. Olga sonrió al observar los jeroglíficos de Marina. Sólo con buscar folios como ése, hubiera podido seguir la pista de su jefa por despachos y laboratorios. Como Hansel y Gretel, dejaba un rastro, aunque probablemente no era consciente de ello. Antes de arrugar el folio, lo examinó. Siempre dibujaba los mismos motivos. Tres letras, siempre tres, con alambicada y gruesa caligrafía: J. L. M. Las repetía una y otra vez en distintos tamaños, rellenando los interiores con rayitas o uniformemente con algún color que tuviera a mano. Aunque resultaba curioso que siempre aparecieran esas tres únicas letras, Olga nunca había pensado en su significado. Sin embargo, después de aquella tarde ya lejana de confesiones íntimas, sabía que esas tres letras correspondían a las iniciales de un nombre. Un nombre, un recuerdo del que Marina, tantos años más tarde, seguía siendo gozosa y doliente prisionera. Olga se preguntaba si el resto de signos que manchaban el folio tenían también algún significado: la luna y el sol, flechas señalando los cuatro puntos cardinales, una manzana, una flor de lis... ¿Merecerían una interpretación como la que había intentado extraer de su sueño esa misma tarde al repetírselo a Marina?

—¡¿No me digas que estás decidida a que me lo aprenda de memoria?! —había exclamado su compañera al ver interrumpidas sus quejas de articulista frustrada—. ¿O ya no recuerdas que me lo contaste hace unos meses? Un islote en el Caribe, un refugio de alta montaña, el camarote de un barco... Y tú, con un desconocido. ¿Satisfecha? Lo recuerdo bien, ¿o no?

Sí, no había olvidado nada, sólo que se había introducido un cambio importantísimo en el reparto de los personajes. Marina había alzado las cejas y, al ver su vacilación, la había animado a seguir.

—Ya no se trata de un desconocido sino de Jorge, el geofísico con quien realizamos la última campaña.

—¡Vaya! —Marina estaba asombrada.

—Ahora que sabes el desenlace, ¿crees que pudiera haberse tratado de un sueño premonitorio?

—¡Olga, hija! ¿No estarás sufriendo reblandecimiento cerebral, tan joven? ¿Cómo es posible que una científica rigurosa crea en esas paparruchas?

—No creo en ellas, pero me pasma la coincidencia.

Marina se había echado a reír:

—No me parece que coincida nada o... —se había interrumpido, para añadir muy seria—, quizás un deseo de años que se concreta en Jorge.

—¿Entonces?

—Entonces, creo que estás enamorada.

Apagó el ordenador, abandonó el despacho y salió del instituto. Respiró a fondo para llenarse los pulmones del aire impregnado de salitre y echó a andar junto al mar, bruñido por el sol del atardecer. La tarde era magnífica para ir paseando hasta casa de Susana. ¡Qué lástima no disponer de tiempo para verse a solas más a menudo! Aunque la verdadera dificultad se originaba en Susana, porque los horarios de la empresa privada para los puestos directivos resultaban como de remero en las galeras reales. Al fin y al cabo, ella, en el instituto, era dueña de su tiempo y, si dedicaba muchas horas a la investigación, no era por presiones de la patronal, ni porque hubiera mucho trabajo para una plantilla limitada, ni por tener que competir en horas calentando la silla con el resto del staff, sino porque le gustaba y le interesaba.

Olga se paró frente a un sobrio portalón de cristal y acero. Pulsó el timbre del dúplex de Susana.

—¿Eres tú, corazón? —El interfono deformaba la voz de su amiga.

¿Monegal, serás tú ese corazón a quien habla? ¿O se estará dirigiendo a Jean-Claude o a cualquier persona que tenga a bien llamar a su puerta?

—Sí, soy yo —contestó.

—¡Sube, cariño!

El portal se abrió con ruido mecánico.

En el ascensor se miró en el espejo. Se arregló un poco el pelo. Sin que supiera por qué, ese gesto le recordó las palabras de Marina: estás enamorada de él. ¡Enamorada! ¿Sería posible?

Llegó al rellano. Susana no la esperaba pero la puerta estaba entornada, invitándola. Entró. Esa casa era una explosión de luz, como la propia Susana. El sol poniente entraba a través de los grandes ventanales, dorando todos los rincones.

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