Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Se levantaron de la mesa tardÃsimo. Si querÃan aprovechar algunas horas de sueño antes del ajetreo del dÃa siguiente, desembarcando material, máquinas y muestras en el puerto, era mejor que dieran la fiesta por terminada. Se despidieron todos en el pasillo.
âTe acompaño âdijo Jorge, enlazando a Olga por la cintura, por debajo de su forro polar.
¡El efecto mariposa! Ãse fue el único pensamiento de Olga al sentir el peso de la mano de él cerca de su piel, notar su calor traspasando la camiseta de algodón y oÃr su voz tan cerca de su oÃdo. Horas después, cuando ya habÃan desembarcado y Alberto conducÃa tan seriamente a su lado, Olga todavÃa recordaba ese efecto mariposa. Cómo, en determinadas condiciones, una causa pequeña puede actuar de catalizador y desencadenar procesos de envergadura mucho mayor.
Cuando llegaron ante la puerta del camarote, Olga la abrió y se dio la vuelta. Más que quedar frente a Jorge, quedó dentro de él, que la abrazaba y la empujaba hacia el interior de la minúscula habitación. No supo cuál de los dos dio el primer paso. Al cerrar la puerta tras ellos, se habÃan enzarzado en el primer beso. Era el efecto mariposa, obviamente. Y detrás de ése vinieron muchos más. También palabras susurradas, apenas comprendidas, pero no importaba. Su significado carecÃa de peso porque los gestos eran más explÃcitos. Y quitarse la ropa uno a otro, como si fuera la primera vez que desnudaran a alguien. Y echarse en la litera que, inexplicablemente, parecÃa mayor de lo que Olga habÃa considerado cada noche cuando se metÃa en ella.
âEspera âdijo Jorge, inclinado sobre ella.
Ese gesto, al desabrocharle la gargantilla, una fina cadena de platino en cuyo centro colgaba un nudo pescador recubierto de pequeños brillantes y zafiros. Ese tacto de la cadena arrastrándose sobre su cuello. El sonido de las minúsculas mallas entrechocando. La ingravidez que, al ser desplazada, dejó la joya en su piel. Todo trasladó a Olga repentinamente al lado de Alberto, al dÃa en que le regaló esa joya. La única, por otra parte, que ella lucÃa.
Se puso rÃgida. Jorge se quedó quieto.
â¿Pasa algo?
Olga sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos.
âVete, por favor âdijo, ocultando el rostro entre las manos.
â¿Cómo?
â¡Que te vayas, por favor! Déjame.
Jorge permaneció todavÃa unos segundos inclinado sobre el cuerpo de ella. Y ella, obstinadamente, siguió cubriéndose los ojos.
No podÃa pensar más que en Alberto, y en lo que durante años se habÃa prometido a sà misma. Y en el dolor tan intenso que la traición no consumada le estaba causando.
Oyó cómo la puerta se cerraba.
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Miguel seguÃa inmóvil en la entrada del despacho, ambas manos firmemente asidas al marco de la puerta, como si, inconscientemente, quisiera evitar que Olga la cerrara dejándolo en el pasillo. A él y sus inaguantables soliloquios sobre la vacante a la dirección del instituto. Y ella pensaba que, desde luego, lo hubiera merecido, ¡por pesado! Otra vez contándole lo mismo de ayer y anteayer... ¡Qué obsesión! Se habÃa obstinado en optar al puesto de director, ignorando el parecer contrario de sus compañeros de departamento. El claustro de presentación y elección de candidatos iba a celebrarse al dÃa siguiente y él aún confiaba en sus politiqueos para obtener la victoria sobre su contrincante, una geóloga del departamento de GeologÃa Marina. Sin embargo, Olga no se hacÃa muchas ilusiones. Miguel era un buen cientÃfico, pero un pésimo relaciones públicas.
Calma, calma, se dijo. El pobre y desamparado Miguel necesitaba apoyo, asà que iba a escucharlo con amabilidad. Miguel siempre le inspiraba sentimientos contradictorios: irritación por esa intolerancia, esa extrema rigidez suya, y, a la vez, piedad por su escasa fortuna para los lazos afectivos. Total, tampoco era tan grave oÃrle ese absurdo razonamiento por tercera vez... SÃ, era grave. ¡Pues claro que sÃ! Se morÃa por dejarlo con la palabra en la boca, cerrarle la puerta en las narices y sentarse delante del ordenador para comprobar de quién era el mensaje electrónico, cuyo ruidito caracterÃstico al entrar en el buzón la habÃa puesto en guardia.
Por mucho que se obligara a no pensar en Jorge, a no estar pendiente de los mensajes, su cuerpo se tensaba cada vez que uno nuevo se deslizaba en el buzón electrónico. ParecÃa el perro de Pávlov. ¡Campana, salivación por la comida anticipada! O, como en su caso ây después de un condicionamiento operanteâ, por una quimérica aproximación de Jorge, que, sin fundamento, ella seguÃa esperando. Según las teorÃas conductistas, a la larga, su comportamiento deberÃa haberse extinguido al no ser premiado con un mensaje del geofÃsico. Y, sin embargo, ella seguÃa pendiente del dichoso correo. La culpa no era suya por no responder a los pronósticos conductistas, sino de ellos por haber supuesto que los comportamientos sólo guardan relación con lo que ocurre fuera de los individuos, con lo puramente observable. Pero un reforzador imposible de captar por un observador externo y sólo explicable por introspección era el placer que ella experimentaba fantaseando sobre una posible correspondencia con Jorge. Tampoco Descartes parecÃa haber dado en el clavo. Cogito, ergo sum. Pienso, luego existo. Es decir, sólo existe la conciencia; el resto âlo inconscienteâ no existe. Cierto que su mente consciente pensaba en Jorge. Pero, cierto también, que un recuerdo anclado en algún punto de su memoria inconsciente â¿tal vez el ruidito de las mallas de la gargantilla al deslizarse por su piel?â asociaba ese chasquidito del ordenador con su estado de excitación sexual en el
Hespérides
. De modo que Olga se sentÃa vivificada por un torrente emocional cada vez que percibÃa el chasquidito, aunque estuviera en el despacho de Marina, por ejemplo, despacho al que, como sabÃa su mente consciente, Jorge no podÃa acceder. Eso le recordaba algo que le habÃa contado Susana:
âMe pongo como una moto con el canto gregoriano y el incienso.
Cuando se lo confesó, Olga hizo un gesto de incredulidad. Ya estaba Susana con sus boutades. Le encantaba dejar a la gente boquiabierta.
â¡Si es cierto, caramba! âinsistió.
Le contó que habÃa tardado un tiempo en entender por qué se producÃa esa portentosa asociación. ProcedÃa de un recuerdo anclado en el inconsciente. Cuando era una chiquilla, solÃa ir a los oficios de Semana Santa de la parroquia del pueblo.
â¿Tú? âse asombró Olga.
âSÃ, yo. Aunque, no creas que me impulsaba la fe. TenÃa un móvil romántico: el monaguillo me volvÃa loca. Te aseguro que recibÃa la comunión en un estado de exaltación erótica cercana a la mÃstica, mientras el incensario se balanceaba sobre mi cabeza esparciendo su aroma y la bóveda de cañón románica redistribuÃa el sonido del gregoriano.
Bueno pues, Descartes tampoco estaba en lo cierto, se dijo Olga.
â¿Entiendes, Olga? Creo que si tú hablas con él, como está indeciso, probablemente lo convenzas para que me vote. Al fin y al cabo, si no, la vida en el instituto se le va a complicar porque fÃjate que...
¡Señor! ¿Le iba a recitar lo mismo por cuarta vez?
âQue sÃ, Miguel, no sufras. Mañana temprano, en cuanto llegue, me voy a su despacho. Ahora vete, por favor. Aún me quedan un par de cosas que terminar y no quisiera salir tarde.
ParecÃa que ya se iba, pero no se fue.
â¡Ah! Y con Mariano. Con él también deberÃas hablar. Como tienes tan buen rollo con todo el mundo... âse interrumpió un momento para observarla con admiraciónâ. La verdad, tienes un carácter estupendo. Nunca pierdes la calma, nunca te irritas. ¡Qué suerte!
âSÃ, es una suerte âcontestó Olga, pensando que en ese instante lo era sobre todo para él.
âBueno. Ahora sÃ, me voy.
¡Finalmente!
Se lanzó sobre el ratón y lo movió para desactivar el protector de pantalla. ¡Se acabaron la espera y la esperanza! El mensaje era de Susana. Asunto: Fed up of everything. Contaba que esa semana habÃan tenido el cierre de la revista y no habÃan salido de la redacción ni una noche antes de las once y media. ¿Puedes imaginarte hasta dónde estoy de comer bocadillos y de llegar a casa cuando Jean-Claude sólo tiene interés por dormir?, preguntaba. AñadÃa que, cerrado el número, se morÃa de ganas de perder de vista las mesas de trabajo, las fotos escaneadas, la maqueta, los fotolitos, los ceniceros sepultados por toneladas de colillas malolientes, los vasos de plástico con restos de café y tabaco, los nervios de los maquetistas, los suyos propios... Que se iba a casa a descansar, vamos. ¿Por qué no vas a verme? Llegaré sobre las seis, terminaba.
¿Por qué no? Llevaba muchÃsimo sin visitarla a pesar de que vivÃa muy cerca del instituto. Los horarios de ambas eran poco coincidentes. O mejor dicho, coincidÃan tanto que salÃan de trabajar a la misma hora, con ganas sólo de retirarse. SÃ, irÃa. AsÃ, de paso, se ahorrarÃa tener que abrirle la puerta a Teresa, si tenÃa la desfachatez de pasar a verla al salir del gimnasio.
Ya casi eran las seis. No merecÃa la pena mandarle un mensaje de respuesta, ni llamarla siquiera. Se presentarÃa sin avisar, y le darÃa una sorpresa.
Al poner en orden los papeles dispersados sobre la mesa, encontró el folio emborronado por Marina cuando, después de comer, habÃa entrado para desahogarse un rato. Pobre, estaba angustiada y ya no lo disimulaba: seguÃa sin tener noticias del artÃculo enviado al
Journal of Science
. Olga sonrió al observar los jeroglÃficos de Marina. Sólo con buscar folios como ése, hubiera podido seguir la pista de su jefa por despachos y laboratorios. Como Hansel y Gretel, dejaba un rastro, aunque probablemente no era consciente de ello. Antes de arrugar el folio, lo examinó. Siempre dibujaba los mismos motivos. Tres letras, siempre tres, con alambicada y gruesa caligrafÃa: J. L. M. Las repetÃa una y otra vez en distintos tamaños, rellenando los interiores con rayitas o uniformemente con algún color que tuviera a mano. Aunque resultaba curioso que siempre aparecieran esas tres únicas letras, Olga nunca habÃa pensado en su significado. Sin embargo, después de aquella tarde ya lejana de confesiones Ãntimas, sabÃa que esas tres letras correspondÃan a las iniciales de un nombre. Un nombre, un recuerdo del que Marina, tantos años más tarde, seguÃa siendo gozosa y doliente prisionera. Olga se preguntaba si el resto de signos que manchaban el folio tenÃan también algún significado: la luna y el sol, flechas señalando los cuatro puntos cardinales, una manzana, una flor de lis... ¿MerecerÃan una interpretación como la que habÃa intentado extraer de su sueño esa misma tarde al repetÃrselo a Marina?
â¡¿No me digas que estás decidida a que me lo aprenda de memoria?! âhabÃa exclamado su compañera al ver interrumpidas sus quejas de articulista frustradaâ. ¿O ya no recuerdas que me lo contaste hace unos meses? Un islote en el Caribe, un refugio de alta montaña, el camarote de un barco... Y tú, con un desconocido. ¿Satisfecha? Lo recuerdo bien, ¿o no?
SÃ, no habÃa olvidado nada, sólo que se habÃa introducido un cambio importantÃsimo en el reparto de los personajes. Marina habÃa alzado las cejas y, al ver su vacilación, la habÃa animado a seguir.
âYa no se trata de un desconocido sino de Jorge, el geofÃsico con quien realizamos la última campaña.
â¡Vaya! âMarina estaba asombrada.
âAhora que sabes el desenlace, ¿crees que pudiera haberse tratado de un sueño premonitorio?
â¡Olga, hija! ¿No estarás sufriendo reblandecimiento cerebral, tan joven? ¿Cómo es posible que una cientÃfica rigurosa crea en esas paparruchas?
âNo creo en ellas, pero me pasma la coincidencia.
Marina se habÃa echado a reÃr:
âNo me parece que coincida nada o... âse habÃa interrumpido, para añadir muy seriaâ, quizás un deseo de años que se concreta en Jorge.
â¿Entonces?
âEntonces, creo que estás enamorada.
Apagó el ordenador, abandonó el despacho y salió del instituto. Respiró a fondo para llenarse los pulmones del aire impregnado de salitre y echó a andar junto al mar, bruñido por el sol del atardecer. La tarde era magnÃfica para ir paseando hasta casa de Susana. ¡Qué lástima no disponer de tiempo para verse a solas más a menudo! Aunque la verdadera dificultad se originaba en Susana, porque los horarios de la empresa privada para los puestos directivos resultaban como de remero en las galeras reales. Al fin y al cabo, ella, en el instituto, era dueña de su tiempo y, si dedicaba muchas horas a la investigación, no era por presiones de la patronal, ni porque hubiera mucho trabajo para una plantilla limitada, ni por tener que competir en horas calentando la silla con el resto del staff, sino porque le gustaba y le interesaba.
Olga se paró frente a un sobrio portalón de cristal y acero. Pulsó el timbre del dúplex de Susana.
â¿Eres tú, corazón? âEl interfono deformaba la voz de su amiga.
¿Monegal, serás tú ese corazón a quien habla? ¿O se estará dirigiendo a Jean-Claude o a cualquier persona que tenga a bien llamar a su puerta?
âSÃ, soy yo âcontestó.
â¡Sube, cariño!
El portal se abrió con ruido mecánico.
En el ascensor se miró en el espejo. Se arregló un poco el pelo. Sin que supiera por qué, ese gesto le recordó las palabras de Marina: estás enamorada de él. ¡Enamorada! ¿SerÃa posible?
Llegó al rellano. Susana no la esperaba pero la puerta estaba entornada, invitándola. Entró. Esa casa era una explosión de luz, como la propia Susana. El sol poniente entraba a través de los grandes ventanales, dorando todos los rincones.