Anoche soñé contigo (18 page)

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Authors: Gemma Lienas

Jorge permaneció junto a los dos biólogos, fascinado por los organismos que iban apareciendo en el tamiz.

Olga suspiró. La suprema al vapor estaba muy rica, y ella, por lo que lamentablemente podía comprobar, seguía con una parte de ella misma en proceso de insubordinación. ¡A veces hasta el cielo podía presentar fracturas!

 

 

Cuando la puerta del despacho se cerró tras Marina, Olga abrió la agenda. Lunes, 16 de marzo, 1998. Aunque hoy no había sido posible, el modo en que le gustaba empezar su jornada era repasando las tareas prefijadas la víspera. También así era como la terminaba: listando lo que haría al día siguiente. A medida que avanzaba en la ejecución, iba tachando. Por supuesto, Monegal, te tranquiliza ordenarte. Moverse en unas coordenadas bien conocidas para escapar a sus angustias... No le importaba que quienes conocían sus listados se burlaran de ellos, mayormente Susana, incapaz de comprender tanta previsión. Hija, si no dejas ningún espacio para la sorpresa..., le reprochaba. Dime tú qué haces si una mañana tu ordenador casca o si te viene la regla y no tienes un tampón a mano o si te agarra un cabreo contra alguien y te pasas una hora echando espumarajos por la boca en lugar de dedicarla a tus informes sobre las merluzas del Mediterráneo... Aunque lo de las merluzas le daba un poco de risa, el resto de las observaciones, no. Bien era verdad que a Susana le podían ocurrir cualquiera de esos desastres u otros mucho más peregrinos. ¡Lo que no le pasase a Susana, no le pasaba a nadie! Pero, allá ella. A Olga nunca se le había estropeado el ordenador —tocaba madera por si acaso—. La regla no la pillaba jamás por sorpresa, sin un tampón en el bolso y una caja de repuesto en el despacho. Susana sí había vivido situaciones de alarma total en ese sentido. Como aquella vez, poco antes de que le quitaran la matriz por culpa de un fibroma, origen de aparatosas hemorragias, en que hallándose en una feria internacional de revistas, dejó al director general de su empresa con la palabra en la boca para correr a refugiarse en los lavabos del recinto ferial, donde no tuvo más remedio que desvestirse y lavar la ropa.

Olga tampoco consideraba probable que ella echase sapos y culebras por la boca, ni durante una hora ni siquiera durante diez minutos. Eso era, en efecto, más propio de Susana, que podía en un instante subirse a las más altas cimas de la felicidad y el amor, y, por un quítame allá esas pajas, caerse a un abismo de tristeza o de ira. No. Olga era mucho más estable. No poseía esa facilidad para el cambio emocional, ni tampoco experimentaba placer organizando rifirrafes con la gente. Prefería callar. Tragarte tu rabia, dejarla que crezca y estalle en tu pecho, ¿no, Monegal? No creas, le decía a menudo Susana, un poco de mala leche no te vendría mal. ¿Por qué no te cagas en los muertos de todo el mundo alguna vez? Pero Olga no contestaba la pregunta, sólo arremetía contra el vocabulario ordinario que con excesiva frecuencia utilizaba Susana.

El caso era que, hasta una hora después de llegar al instituto, no había podido echarle un vistazo al listado del día. Había tenido que escuchar a Marina. Y, aunque trastocase sus hábitos, lo había hecho gustosa. No sólo le había prestado su hombro sino que le había aplicado una sesión de psicoterapia de urgencia a Marina, medio desquiciada ya porque no había llegado ninguna respuesta del
Journal of Science
respecto a su artículo. Aun sabiendo que la contestación demoraría dos meses y a pesar de sus buenos propósitos para mantenerse tranquila, Marina iba perdiendo la calma. Empezaba a dudar de haberlo escrito con coherencia, de haber vertido en él todas las ideas imprescindibles para que los referees pudieran hacerse cargo de su tesis, de haber sido capaz de evitar escollos lingüísticos que entorpecerían la comprensión...

Olga no ignoraba que tarde o temprano Marina iba a entrar en su despacho con un discurso como el de esa mañana, de modo que había leído atentamente su artículo y había preparado un contradiscurso para atajar el previsible ataque de ansiedad. Después de una hora de charla, había conseguido tranquilizarla bastante, ¡por lo menos para las próximas dos horas!

—Gracias, Olga. Ha sido reconfortante hablar contigo —se despidió Marina, y le dedicó una sonrisa franca que animaba su rostro anguloso—. Te dejo trabajar.

Olga observó cómo Marina, su vestido de punto burdeos y su frágil tranquilidad salían de su despacho. Fue entonces cuando pudo abrir la agenda, revisar las tareas y decidirse a ir al laboratorio.

El sonido del teléfono la retuvo justo cuando acababa de levantarse.

El corazón le latió más deprisa. Se molestó por ello: ¿podía o no podía dejar de pensar en Jorge? Por lo visto, a fuerza de tesón llegaba a controlar sus pensamientos, aunque, por lo acelerado de su pulso, estaba claro que una parte de ella —¡insensible a sus deseos!— seguía pendiente de él.

Le temblaba la mano al descolgar el aparato.

—Hola, perla.

Susana.

—Hola.

—¡¿Cómo que hola con un tono de valiente mierda que sea ésa?! ¿Quién esperabas que fuera?

Ya empezaba la bruja de Susana.

—Que no, Susana, no inventes. Seguramente me has notado voz de velocidad porque me iba ahora mismo al laboratorio.

—¡Ah! Tendrás dos minutitos para mí, ¿no?

—Por supuesto. Si sólo son dos, que ya te conozco...

—Verás cómo sí. Necesito el teléfono de...

Cierto, la iba a entretener poco si eso era todo lo que quería.

—¿Algo más?

—Bueno, sí: una pregunta.

—Venga.

—¿Por qué no me has querido contar nada del científico que embarcó contigo en la campaña? Jorge se llamaba, ¿no?

—Porque no hay nada que contar.

—¿Estás segura? ¿No será que no te parezco una confidente fiable?

Olga se rió.

—¡Qué cosas tienes! Claro que me pareces fiable, pero no tengo ninguna confidencia que hacerte.

—Quizás no te lo reconoces ni siquiera a ti misma. Como eres tan comme il faut... ¡Uf! A lo mejor, un día estallas: ¡bam!, como quien se echa un pedo.

—Susana, hija...

—Bueno, pues nada. Besitos.

¡Menuda era! ¿Hubiera servido de algo hablar con ella? Con mucha probabilidad, no. ¿Qué le hubiera contado si ni ella misma sabía lo que le ocurría? Además, tampoco le apetecía hurgar en ello.

—Hola, Cloe. ¿Cómo vas? —preguntó a la becaria al entrar en el laboratorio de biología.

—Bien —contestó la chica levantando la cabeza de encima de la lupa binocular sobre la que había estado inclinada—... bien, pero tengo alguna duda.

—Me lo imagino —repuso Olga, sentándose en el otro taburete alto—, de lo contrario no serías becaria.

Esos días, Cloe trabajaba con las muestras. Después de lavarlas, las examinaba con la lupa binocular y las separaba por grupos faunísticos. Era bastante capaz de distinguir los nemátodos de los crustáceos, éstos de los caracoles, y a su vez de los equinodermos... Pero, llegado el momento de establecer para cada grupo faunístico las diferentes familias y para cada familia las diferentes especies, topaba con mayores dificultades. Para eso contaba con Olga, aunque ésta, al no ser taxónoma, a veces carecía de respuesta y debía buscar la colaboración de otros investigadores.

Clasificar el contenido de los estómagos no era una tarea obvia. Los restos podían ser diminutos. Unas veces se trataba de un pelo, otras de un ojo o de un trozo de pata. Mientras Olga comprobaba el trabajo, permanecieron en silencio.

—Ahí te has equivocado.

—¿Por qué?

—No es un mysidácea sino un decápodo.

—¿Cómo puedes ver la diferencia?

—Fíjate: esto sí es un mysidácea. Observa que tiene el pedúnculo ocular mayor y que, en el cefalotórax, hay más de cinco pares de patas.

Todavía permaneció con ella una media hora más, hasta que se dio cuenta de que faltaban quince minutos para la reunión de departamento.

Antes de ir hacia el despacho de Marina, pasó por el suyo para recoger la libreta de las reuniones y comprobar el correo electrónico. Habían entrado varios mensajes. Uno de Teresa, con un asunto más propio de Susana: carpe diem
.
Proponía para el último sábado del mes un encuentro de las tres gracias, como ellas mismas se autodenominaban, en su gimnasio, y posterior comida en algún restaurante. Sin maridos. Por ella, adelante. Por Susana, también: había respondido con un O.K., Horacio. Además, Teresa le mandaba la receta del rape mechado que les preparó para cenar a ella y a Alberto. Era afortunada por contar con dos chefs de la categoría de Teresa y Susana. Gracias a ello, disponía de un recetario particular estupendo, aunque algo desigual. Si la receta provenía de Teresa, se citaban las cantidades exactas, los tiempos de cocción e incluso algún truco para salir airosa en caso de dificultad. En las de Susana, todo resultaba aproximado. La leyó por encima: mechar con tocino entreverado dos colas de rape, previamente separadas de la espina... No parecía una receta complicada. Recordaba lo mucho que le gustó. Aquélla había resultado una cena agradable e interesante, como era habitual en casa de ellos, pero distinta de otras veces. De entrada, pese a que al inicio de la velada Alberto estuvo muy poco locuaz, quizás por el efecto acumulativo del champán francés, del blanco del Rin y del tinto de La Rioja, se fue destapando progresivamente, sobre todo con Teresa, con quien había estrechado lazos a raíz del proyecto conjunto. Además, las relaciones entre Carlos y Teresa parecían menos tirantes que de costumbre o, por lo menos, él estuvo un poco más afectuoso o más cortés. Y finalmente, Carlos exhibió ese buen humor con una pizca de desmesura que no se le recordaba en los últimos meses.

 

 

—No lo sé. Depende del modo en que esté programada a la hora de comer.

Teresa se volvió hacia Susana con impaciencia.

—¿Qué es eso del modo en que estés programada?

Olga las miró con cariño. Ambas se conocían desde hacía... ¿Cuántos años eran ya? Susana y ella coincidieron en el colegio sobre los once, de modo que ya eran treinta y siete años de amistad; luego, Teresa y ellas dos llevaban juntas treinta y uno, porque se habían conocido en preuniversitario. Bueno, pues, tantos años y todavía las rarezas de la una sorprendían a la otra, y viceversa. Recordaba bien cuando Teresa apareció por el centro. Aunque Susana y ella seguían siendo muy amigas, pasaban menos tiempo en la misma aula porque sólo cursaban juntas las asignaturas comunes. Desde cuarto, habían optado cada una por bachilleratos distintos: ella, el de ciencias; Susana, el de letras. Olga se inclinó por las ciencias no tanto porque le resultasen muy atractivas como porque le disgustaban menos que las letras. Estudiar latín le parecía aburridísimo y no entendía para qué podía serle útil en el futuro. Si es un juego de lógica, ¿no te das cuenta?, se apasionaba Susana con entusiasmo incurable; es como resolver un rompecabezas. Pues, a mí, respondía Olga, que me den el rompecabezas. Susana había protestado inútilmente. ¿Cómo resistirían permanecer en aulas diferentes una gran parte del día? Las clases sin ella no iban a ser lo mismo, se quejaba. Pero las clases, con o sin ella, siguieron resultando estimulantes para Susana porque su sentido lúdico transformaba cualquier situación en una fiesta. De modo que, a la semana de haber empezado el curso, ya andaba medio enamorada de su profesor de historia, loca por los mitos griegos y entusiasmada con la lectura de Unamuno. La pasión por el profesor duró menos de un mes, lo que tardó en encontrar a un chico de su edad con el que el amor resultase carnal y no virtual. Abandonó a Unamuno con bastante celeridad también, en cuanto se convenció de que era, verdaderamente, el sentimiento trágico de la vida. La mitología ya quedó anclada entre sus intereses para siempre.

En preuniversitario, Olga estableció lazos con Teresa, una de las recién llegadas. Al verla por primera vez, Olga recordó que, a los doce años, casi todas las niñas aspiraban, quizás por nefastas influencias de los No-Dos, a medir más del metro sesenta y ocho, ser rubias, con los ojos azules y vestir un uniforme azul marino de azafatas. Pues, Teresa, que reunía las condiciones exigidas, no estaba en absoluto interesada. Estudiaría medicina. Iba a especializarse en traumatología. Se negaba a ser ginecóloga como su padre o como sería su hermano Javier, dos años mayor que ella, estudiante ya en la facultad. Ese interés tan agudo por el arte —que no la ciencia, como años después insistía Olga— de Asclepios, llevó a la propia Olga a plantearse la posibilidad de ser médica también. Pero, después de soñar tres veces seguidas con la piscina de formol y sus cadáveres flotando, se vio incapaz de llevar adelante la idea. En cambio, estudiar la vida le seguía pareciendo fascinante. ¿Qué otra cosa mejor puede haber en este mundo que aprender acerca de los sistemas vivos?, decía Olga. Bucear en sus emociones, contestaba Susana, preparada para lanzarse de cabeza a la facultad de psicología en pos de las respuestas. Sólo que, luego, perdidamente enamorada de un estudiante de hispánicas, había cambiado de idea. Si tanto te interesa la vida, le dijo Teresa a Olga, ¿qué tal si te dedicas a la biología? Mmm. No era mala idea. Se tomó el período de vacaciones de Semana Santa para reflexionar. En Cadaqués, sentada en una roca mirando hacia la bahía, tomó la decisión. ¿No eran el mar y los organismos dos de sus mayores intereses? Pues iba a unirlos en una misma pasión: la biología marina.

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