Anoche soñé contigo (19 page)

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Authors: Gemma Lienas

Afortunadamente, Susana tenía un enorme corazón, que contenía dosis ingentes de cariño y ternura, y, por supuesto, no consideraba el amor un sentimiento exclusivo y empequeñecedor, sino todo lo contrario. Que apareciese un nuevo afecto no suponía barrer del paisaje al resto de ellos. Por eso sus ex novios seguían siendo más o menos sus amigos. Y por esa razón también no tuvo ningún inconveniente en compartir a Olga con Teresa. Nunca sintió amenazada su amistad.

—¿Nos vas a explicar eso del modo en que estés programada? —insistió Teresa viendo que Susana tardaba en responder.

Susana la miró con aire divertido y luego, bajando la voz como si fuera a contar un secreto trascendental, dijo:

—No sé si estaré en modo contenido o en modo desatado.

Teresa observó a Olga levantando la ceja. Olga sonrió internamente. Ya estaba Susana con sus gansadas. Desde luego, era una locatis...

—Sigo —dijo Susana, anticipándose a la posible estocada verbal de Teresa—, el puente de la semana pasada me fui de viaje con Jean-Claude...

—¡Ags! A alguno de tus apetecibles destinos, me figuro —interrumpió Olga—. Pues, por favor, no te explayes, que nos vas a matar de envidia.

—No tan envidiable. Fuimos a Bruselas. El sábado por la mañana él tenía una reunión en la universidad. Luego aprovechamos para visitar Brujas, la pequeña Venecia del norte. ¡Qué maravilla de ciudad! Los canales, la arquitectura, los pintores flamencos, el pescado... Me chiflaron, os lo aseguro. Pero lo que me dejó majareta perdida fue el chocolate. Los belgas son los reyes en eso, ¿eh? Me he forrado a comer bombones, mousses, pasteles, tartas... Estaban de cagarse.

—Susana, guapa, cada día hablas un poco mejor.

Susana prescindió del comentario de Olga y siguió adelante con el relato:

—Total, un kilo y medio en cuatro días. Todo aquí, ¿veis? —indicó señalando las cartucheras—. ¡Estoy desesperada!

—No pasa nada. Ahora en el gimnasio lo quemas. Aún no he comprendido qué significa lo del modo contenido y el otro... No recuerdo cuál era —dijo Teresa.

—Desatado. Muy fácil. Desde el lunes y hasta este momento, me encuentro en modo contenido, o sea, no comeré casi nada. Una ensaladita y un yogur o algo así. Pero puede ocurrir —en realidad ocurre con una frecuencia exasperante— que a la hora de comer esté en pleno modo desatado y sea capaz de zamparme un buey. Como es imprevisible, os dejo a vosotras decidir el restaurante.

—Entonces, ¿os parece bien si nos quedamos a comer en el del gimnasio? —preguntó Teresa. Luego, viendo que las dos asentían, añadió—: Vamos a entrar, ¿no? Estamos perdiendo el tiempo miserablemente.

Pasaron por delante de recepción, donde Teresa entregó su tarjeta de socia y rellenó dos invitaciones. Les dieron tres llaves para las taquillas. Penetraron en aquel sanctasanctórum de la élite de mujeres burguesas y deportistas.

—Bueno, ¿qué queréis hacer? —preguntó Teresa, sentándose en el banco que separaba las dos filas de taquillas—. ¿Algo un poco duro?

—¡Ni hablar! —gritó Susana con aspavientos horrorizados—. ¿Tú nos quieres matar o qué?

—Algo suave, Teresa, por favor, que Susana y yo no estamos en forma como tú.

Teresa suspiró:

—A ese paso, no lo vais a estar nunca. Bueno, vamos a ir a la sala de máquinas.

Olga y Susana se miraron sin saber muy bien si eso era una ventaja o un inconveniente. No recordaban haber estado en dicha sala. Las demás veces habían sido arrastradas hasta uno de los cursos colectivos.

Se desnudaron. Después de encarar costuras, alisar pliegues y ahuecar hombros, Teresa colgó en una percha sus pantalones de cuero marrón y el
body
impecable de color tabaco y mostaza. Su cuerpo podía competir con el de la mayoría de treintañeras que Olga conocía; por no decir que les sacaba una cómoda ventaja. Admiró su cuerpo, a medias cubierto por un espectacular y barroco conjunto de tanga y sujetador de balconcillo, color salmón. No estaba delgada porque no era de esas chifladas que no comen. Tampoco estaba gruesa. El ejercicio repartía bien los kilos y mantenía en perfecto estado de dureza su carne. Se le marcaba bien la musculatura, sin que ello quisiera decir que parecía una de esas mujeres, montañas de bultos relucientes, amantes del culturismo. No. Teresa tenía unos músculos firmes y largos, que acentuaban su aire aerodinámico. Parecía una de esas atletas de color.

—Oye, cariño, ¿tienes desmaquillador de ojos? —preguntó Susana, saltando por encima de sus pantalones de lana y licra gris marengo tirados sobre el banco.

—Sí tengo, claro —contestó Teresa, desabrochándose el sujetador.

Lo dobló, lo metió en la taquilla y sacó del neceser un frasquito blanco.

—¡Joder, Teresa! No me provoques, que te voy a dar un mordisco. ¡¿Cómo es posible que tengas estas tetas tan estupendas?! ¿No te las habrás operado en un descuido nuestro, verdad?

—No seas payasa, Susana. ¡Claro que no me las he operado! Trabajo cada día los pectorales en la sala de máquinas.

Olga había dejado sus pantalones negros y su camisa de algodón gris antracita en la taquilla y se quitó su
body
, que nada tenía que ver con los conjuntos de sus amigas. Maravillosos, sí. Pero ¿cómodos? No estaba nada segura. Ella prefería ese
body
de licra beige, que prácticamente se confundía con su piel. Casi tan suave como una media. Tan escueto que le cabía en la mano cerrada. Sin costuras, sin copas, sin arandelas de hierro. Sin nada.

—Venga, chicas, en marcha.

Para llegar hasta la sala de máquinas, situada en el último piso, había que recorrer todo el gimnasio.

—¿El ascensor? —preguntó Susana, con una mueca, conociendo de antemano la respuesta de Teresa.

—¡Ni hablar! Eres una perezosa. Así no me extraña que se te ponga todo en las cartucheras.

—¡Ags! —se quejó Susana—. Traidora, mala amiga.

—No he dicho que estés gorda, sólo que deberías moverte más.

—Ya me muevo, cielo, día sí y día no, al mismo ritmo que Jean-Claude —respondió Susana, siguiéndola por la escalera.

—No piensas más que en eso.

—No creas... Me da tiempo a pensar en dos o tres cositas más.

Olga cerraba la comitiva.

Tardaron un poco en llegar a la sala de máquinas porque Susana se empeñó en hacer un repaso del resto de plantas.

—Hija, si no es la primera vez que vienes... —se quejó Teresa.

—No. Pero ya no me acuerdo. Sólo sé que me chifla y me chifla. Un día voy a sacar un reportaje sobre este gimnasio en
Mujer Diez
. Y otro día, cuando sea muy viejecita y tenga tiempo, hasta es posible que me matricule para practicar un poco.

Pasaron por delante de varias salas de gimnasia, y en una de ellas...

 

Anoche, anoche soñé contigo...

 

—¡Mi canción! —gritó Olga, entre la náusea y el éxtasis.

—¿Tu canción?

—¿Desde cuándo te interesas por una canción de salsa a ritmo funky?

—¿A ritmo, qué?

—A ritmo de lo que sea, pero, en cualquier caso, trucado para que lo puedan utilizar en los cursos de gimnasia colectiva.

—No me intereso. Me obligan a ello. Fíjate: esa ventana de la sala da a mi terraza. ¡Una cruz!, lo que yo te diga.

 

Chiquita, qué lindo tu cuerpecito...

 

—Hala, vamos —las arrastró Teresa.

Entraron en la sala de máquinas.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Susana, sentándose en uno de aquellos artefactos pertrechado con brazos, poleas, pesas...

A los tres minutos, Susana estaba interesadísima en las explicaciones de Teresa. Quería saber qué grupo de músculos potenciaba cada máquina, y Teresa se prestaba encantada a hacer de cicerone. Olga las dejó para subirse a una cinta de footing. Desde allí, veía a sus dos amigas charlando y ejercitándose. Teresa, naturalmente, incluso vestida para hacer deporte resultaba espectacular. Se había dejado puestos sus pendientes largos de aguamarinas y su anillo en forma de serpiente con dos brillantes por ojos. Después de seleccionar los kilos de resistencia que creía necesitar para el desarrollo de sus pectorales, sentada en la butterfly, Teresa le mostraba a Susana cómo desplazar la barra hacia adelante y por encima de sus hombros, indicándole, al tiempo, cuándo tenía que inspirar y cuándo espirar. Susana observaba y escuchaba con atención, como siempre: dejándose arrebatar por lo que la interesaba. Todo lo contrario de Teresa, incapaz de vehemencia ninguna. Olga sonrió. Las dos tan distintas, y sin embargo, a veces, tan próximas. Claro que, eso, en cierta medida ocurría con las tres. También ella y Susana formaban una curiosa pareja desde los once años. Probablemente complementaria. Susana era la vida, la alegría y la luz, aunque también el nerviosismo y los embrollos. Olga era la reflexión y el cumplimiento de las normas, aunque también —debía reconocerlo— el bloqueo. Algunas veces, en pleno ataque de lucidez, se preguntaba si habría alguna forma de romper aquel blindaje autoimpuesto. En opinión de Susana, Olga era la mejor de las amigas posibles, alguien en quien se podía confiar a ciegas, siempre dispuesta a ayudar —no en vano Susana y Teresa la llamaban con ternura hermanita de la caridad—. Desde primero de bachillerato esa relación complementaria no había cesado nunca. Ella salvaba a Susana, la de vida exagerada, cuando se metía en uno de sus extravagantes líos, y Susana mantenía viva a Olga. ¿Qué intereses comunes tenían Susana y Teresa? Pocos, y sin embargo se llevaban bien. Quizás su punto de encuentro era la belleza: la suya, la de sus hombres, la de su casa, la de los lugares que frecuentaban... También, esa profundidad con que acometían cualquier tarea. En el caso de Teresa, por su perfeccionismo. En el de Susana, por su pasión y curiosidad. ¿Qué le echaba en cara la reina de las nieves a la vida exagerada? Su sentido lúdico, que ella veía como una forma de frivolidad, y su exceso. Viceversa, Susana se quejaba a Teresa de su frialdad, que ella interpretaba como puritanismo. Más de treinta años llevaban queriéndose las tres, y un amor tan longevo difícilmente podía ya morir.

Teresa miró el reloj:

—Bien, chicas, os habéis ganado el premio.

Pasaron por el vestuario para dejar la ropa de deporte y envolverse en las mullidas toallas blancas.

Al subir la amplia escalinata de mármol negro que conducía a las termas, Olga sintió que su cuerpo se esponjaba anticipando la sensualidad que las esperaba tras las puertas correderas. Si una no había estado antes allí, era imposible adivinar que detrás de los cristales esmerilados, de una frialdad casi clínica, todo estaba pensado para el placer de los sentidos: vapores ambarinos, aguas cálidas, esencias de espliego y azahar, fríos mármoles, piscinas de agua cristalina... La puerta, accionada por la célula fotoeléctrica, se abrió a su paso. Dentro, las envolvió una atmósfera muy cálida que invitaba a la desnudez. El silencio era casi total, salpicado sólo por el murmullo del agua.

Se dieron una ducha y luego se metieron en la sauna. Susana la excesiva se tendió en la grada superior, donde el vapor se concentraba y el calor resultaba más intenso. Teresa se puso a la misma altura que Susana, aunque en sentido contrario, de modo que sus cabezas estaban muy cerca. Olga se sentó en una de las gradas inferiores.

Durante un momento ninguna habló. La primera en abrir la boca fue Susana:

—¿Os he contado lo feliz que soy desde que estoy menopáusica?

—Que yo recuerde, querida, tú nunca has dejado de ser feliz —dijo Teresa.

—Bueno, pues más feliz. Vamos, que he alcanzado un estadio superior de humanidad. ¿Os interesa o no?

—Claro —dijeron a coro. Luego Olga añadió—: Ya sabes que en estas cuestiones tú eres nuestra guía. Como has sido la primera en llegar...

—Veréis: me vino la regla por primera vez a los diez...

—Tú siempre corriendo para todo.

—No la tengo desde hace un año. A una media de vez por mes, doce veces al año, por treinta y siete años significa que he pasado unas cuatrocientas cincuenta veces por tal experiencia...

—¡Oh, no!

—¡Cielos! ¡Qué cantidad de celulosa desperdiciada!

—... esencialmente definible por las siguientes miserias. Al empezar a ovular (aparte del posible pero no seguro dolor en el costado correspondiente), la insoslayable hinchazón, que llega a su punto máximo dos días antes de menstruar: los anillos quedan atorados en la base de los dedos, la goma de la ropa interior taladra la cintura, la barriga abulta como en un embarazo al tercer o cuarto mes, el sujetador parece haber encogido dos tallas, los pechos estallan de dolor...

El discurso de Susana se veía puntualmente jalonado por los comentarios de sus amigas, que participaban de su opinión.

—... por supuesto, mejor no subirse a la báscula porque te da un patatús: entre un kilo y dos más. Una crispación, una irritabilidad, un malhumor, incluso sin haber pasado por la maldita báscula, que te predisponen a morder no sólo a la gente a la que no soportas sino también a la que adoras. Por no hablar de las lágrimas, listas para desbordarse a la más mínima, aunque sea porque se ha pegado la bechamel. Dolor de cabeza intenso; en mi caso, por lo menos durante tres días y situado en el tercer ojo. Un sabor horrible en la boca, como si estuvieras chupando sin cesar la barra de apoyo de un autobús.

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