Anoche soñé contigo (20 page)

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Authors: Gemma Lienas

Las otras seguían estando de acuerdo con ella.

—Te viene la regla. ¡Qué descanso! Espera..., no corras tanto: todavía te queda el asunto ingrato de las compresas o los tampones y acordarte de cambiarlos a tiempo (no insistiré en mis desventuras en ese terreno), aguantar las náuseas y el dolor en los riñones o en la barriga, suponiendo que tengas suerte y no pertenezcas al porcentaje de la población que sufre de dismenorrea. Si es así: cólicos intensísimos, vómitos y fiebre. Nadie sabe por qué algunas mujeres son víctimas de este trastorno ni cómo curarlo. Será que no les ha dado todavía tiempo a investigarlo... Total, sólo afecta a las mujeres desde hace unos cuantos siglos.

—Bien dicho.

—Sigo. Además de haber perdido de vista para siempre los tampones, me he olvidado para siempre también de la maldita planificación familiar. ¡¡No me puedo quedar preñada!! Me parece tan extraordinario poder follar sin miedo a embarazos no deseados... Pasando de los anovulatorios, que, como bien sabéis, a mi edad y siendo fumadora, representan un riesgo cardiovascular de mil pares de narices. Pasando también de dius, que, como bien sabéis, ya tuvieron la amabilidad de dejarme preñada dos veces. ¡Dos! Pasando también de preservativos, que, aunque no tienen mucha gracia, por lo menos no cargan sobre nosotras el mochuelo de las hormonas o aparatos extraños en nuestro cuerpo... Bueno ¿qué os ha parecido?

Olga y Teresa aplaudieron.

—Bien. Pues esas miserias se acabaron. Por ello digo que he entrado en un estadio superior de humanidad, o sea, como viven ellos: sin la regla, sin peligro de embarazo, sin obligarse a tomar precauciones, pero sigo siendo una mujer.

—Y, además, con pinta de cría, desde luego.

—Por supuesto, y lo que te rondaré, morena. El envejecimiento, como todo, es también una cuestión de coco. Hay personas de treinta y cinco que parecen viejas. Y personas de sesenta que están estupendamente. Un consejo: mantened la jovialidad. Bueno... en vuestro caso, antes deberíais descubrirla. Os convendría desempolvar un poco la vida. O echar unos cuantos polvos salvajes.

—No empieces.

Al salir de la sauna, estaban hambrientas.

—¿Queréis un aperitivo?

—Yo me tomaría un zumo de zanahoria —dijo Olga.

—¡Qué idea! Yo, también —dijo Susana, estallando en una de sus carcajadas—. Todavía estoy en modo contenido. ¿Os dais cuenta?

Olga contempló los ojos verdes de su amiga bajo el flequillo oscuro. Le quedaba estupenda esa media melena con las puntas hacia afuera. A ver lo que iba a durar, porque Susana era incapaz de llevar el mismo peinado seis meses seguidos.

—Chin —dijo Teresa cogiendo su vaso de ginebra y haciéndolo chocar contra los zumos de ellas.

—A ver, un acertijo —dijo Susana, echando el humo del cigarrillo por la nariz—. Un tío y una tía están follando...

—Vaya, querida, ¿y qué otra cosa podrían estar haciendo un tío y una tía en tu opinión?

Susana ignoró a Teresa:

—¿Quién de los dos puede decir: la tengo dentro? ¿Él o ella?

—
Good question
—se rió Olga de ese acertijo sin solución.

—Bueno, para evitar ambigüedades se puede utilizar la frase de las feministas francesas en mayo del 68:
Je me suis farcie d'un mec
—explicó Teresa.

Olga y Susana la miraron con asombro.

—Caramba, Teresa, pareces una transformación de Susana.

—Ya ves, a la vejez, ¡viruelas!

—¿Quieres decir que follas, hija mía?¿Eso significa que estáis mejor tú y Carlos?

—Corazón, Carlos y yo nunca vamos a estar mejor, porque lo nuestro no tiene arreglo.

—¡Joder, Teresa!, es la primera vez que te oigo un juicio tan lúcido respecto a tu pareja.

—Sin embargo, la otra noche me pareció que... —empezó Olga.

—¿Qué? ¿Que Carlos era menos grosero conmigo? ¿Que resultaba más amable, incluso cariñoso? ¡No te confundas! Siempre que Carlos empieza una relación amorosa importante, me trata con guante blanco. Para que esté tranquila y no le fastidie el invento.

—¿Eso quiere decir que tiene una aventura?

—Quiere decir que se ha enamorado.

—Bueno. No parece muy grave. Eso, a tu marido le pasa una o dos veces por semana, ¿no?

—No. Una o dos veces por semana, incluso más, encuentra a alguien a quien seducir. Es como un deporte, ¿sabes? Enamorarse perdidamente, le ocurre pocas veces. ¿No te fijaste en su buen humor, en su alegría? —preguntó Teresa a Olga.

—Sí, pero no imaginé que ésa fuera la razón. Creía que estaba relacionado con su éxito profesional.

—No sé cómo lo aguantas.

Teresa suspiró.

—Ya lo sabes. Siempre he estado enamorada de él...

—Siempre has estado enferma de él...

—Quizás... En realidad, ha podido hacer conmigo lo que ha querido. —Teresa levantó una ceja, apuró su ginebra y añadió—: Aunque lo cierto es que después de cada ligue ocasional, después de cada aventura, incluso después de los amores absolutos, ha vuelto a mí. Será que me prefiere a las demás, ¿o no?

—O que tú soportas lo que nadie más soportaría —dijo Susana mientras aplastaba el cigarrillo contra el cenicero—. Yo introduciría una asignatura en los programas de enseñanza básica. Su título: el amor. En ella se enseñaría, entre otras cosas, la estupidez monumental de enamorarse de una persona que te putea. Habría que darle recursos a la gente para huir de los amores destructivos.

El camarero había aparecido para tomar la nota.

—Para mí una lasaña —pidió Susana—. Chicas, ¿qué queréis?, estoy ya en modo desatado.

Cuando el camarero las dejó con el tinto, Susana volvió a la carga:

—Lo que no entiendo es por qué nunca te has buscado un amante. Sí, sé que me dirás lo de siempre: durante siglos sólo te interesó Carlos, pero eso ya no es así, ¿verdad?

Olga estuvo a punto de darle una patadita a Susana por debajo de la mesa. ¡Estaba en pleno desenfreno imaginativo! Segura de que Teresa ni siquiera se molestaría en rebatir el comentario, casi salta de la silla, tan desprevenida la pilló su respuesta.

—Tienes razón. Ya no.

Susana, la bruja, había dado en el clavo.

Durante unos segundos que a Olga le parecieron larguísimos, Teresa y Susana se observaron con una sonrisa irónica bailando en los ojos.

—¿La lasaña? —preguntó el camarero.

Esperaron a que se alejara, y entonces, antes de hincarle el diente a la pasta, Susana se lo hincó a Teresa.

—¿Nos lo vas a contar? ¿Has tenido un rollo con alguien? ¿Estás enamorada? Venga, suelta, que me tienes sobre ascuas...

—Susana, cielo, si no me dejas hablar...

—¡Adelante!

Teresa dejó el tenedor que utilizaba para juguetear con las lentejas, cogió el cigarrillo que seguía ardiendo en el cenicero y se recostó en el respaldo de su silla.

—Sí, tuve uno. Tuve un amante, vamos.

—¿Tú, un amante? —repitió Olga, incrédula. Pero, bueno, ¿la reina de las nieves tenía pasiones mortales? ¡Menuda novedad! ¡Menudo as acababa de sacarse de la manga!

—¡Fantástico! —gritó Susana, fuera de sí—. ¡Que le den por el culo al cabrón de Carlos! ¡Ya era hora, joder!

—Por favor, Susana, ¿puedes dejar de gritar?

—Perdona. Sí, sigue. ¿Quién es él?

—Quién era, porque la historia se acabó.

—¡Oh! ¡Qué lástima!

—¿Era alguien conocido?

Teresa negó con la cabeza.

—¿De dónde lo sacaste?

—¿A qué se dedicaba?

—¿Estaba bueno?

—Buenísimo. Era, era...

Olga no podía creer que Teresa estuviera hablando de esa forma, y siguió sin poder dar crédito cuando les contó que se trataba de un camarero de un bar...

—¿Un camarero? —dijeron Olga y Susana al unísono.

Se miraron desconcertadas. No le pegaba nada a Teresa la exquisita liarse con un camarero.

—Sí. Un camarero de veinticinco años...

Olga y Susana habían dejado de comer para escucharla y tratar de digerir aquella confesión.

—Un tío con veintitantos años menos que tú... ¿Qué le pudiste ver, Teresa?

—Y, además, camarero... ¿De qué podías hablar con un hombre tan joven y profesionalmente tan alejado de ti?

—No hablábamos, follábamos.

—¿Pero qué le viste?

Aunque Teresa no pudo explicarlo de esa forma, al cabo de unos minutos Olga y Susana comprendieron que había caído presa de la voz del muchacho —una voz de terciopelo, como los melocotones dorados— y de la visión de sus manos —unas manos masculinas, grandes y de dedos estilizados.

—Vamos, que estaba como un queso —dijo Susana, ocupada nuevamente en su lasaña.

Teresa suspiró y afirmó con la cabeza.

—¿Y encima follaba como Dios? ¡Menudo chollo! ¿Y qué pasó?

Teresa siguió jugueteando con las lentejas.

La historia se prolongó unos meses, aunque ella sabía que no tenía ningún sentido seguir adelante. No iban a ninguna parte...

—¡A la cama! ¿Te parece poco?

Teresa no soportaba sentirse atada a alguien tan poco brillante. Ciertamente, nunca había ocultado que adoraba a Carlos, entre otras razones, por sus méritos profesionales y su popularidad entre amigos, críticos, galeristas... De modo que cada semana se decía: Rafa no es mi tipo, esto se acabó. Y, sin embargo, se notaba prisionera de un extraño conjuro, por lo que no conseguía cortar la relación. Pese a que en numerosas ocasiones ensayó las palabras de ruptura con las que iba a poner fin a la historia, en cuanto volvía a ver sus manos o a oír su voz, como si su voluntad se desvaneciera, era incapaz de pronunciar ni una sola frase del largo discurso preparado.

—Era terrible. Como ser succionada por la órbita de un cuerpo celeste.

—Bueno, entonces ¿cómo lo conseguiste, por fin?

Teresa se echó a reír.

—No lo vais a creer. De la manera más tonta.

Lo consiguió al romperse el hechizo.

—Se puso enfermo. Tenía una simple gripe, pero suficiente para que su voz no guardara ninguna relación con la piel de los melocotones dorados. Y, encima, los días que estuvo en cama, cogió la costumbre de morderse las uñas.

—¿Tan fácil? —preguntó Olga.

Tan fácil, sí. Aquella voz y aquellas manos habían dejado de impresionarla. Algo hizo clic en su cerebro y se sintió liberada. Casi se sorprendió de haberse sentido tan intensamente vinculada, aunque sólo fuera por el sexo, a aquel chico. Pudo decir basta.

 

 

—Parece que te hayas chutado, papá.

Olga miró alternativamente a Alberto y a María. Alberto había estallado en otra carcajada insólita. Y con ésa eran ya bastantes en una sola noche. Claro que el comentario de María era divertido... Divertido, pero sobre todo ingenioso. La chiquilla había acertado a describir con una frase la impresión que vagamente había estado flotando en la cabeza de Olga desde la llegada de Alberto. Risas impropias al saludarlos. Risotadas excesivas al escuchar el resumen del fin de semana en boca de Édgar y María. Más carcajadas al atender la llamada de Patricia, que, ¡cómo no!, había acertado en mitad de la cena. Había conseguido boicotear el único rato que habrían podido disfrutar juntos aquella semana. Pero, claro, ¿cómo hubiera podido irse a la cama sin saber si su Albertito había regresado y qué tal le había ido el fin de semana de trabajo? Pobre Tito, ¡qué esforzado, qué cumplidor, qué tipo tan brillante era!

Cuando oía el consabido discurso, Olga no sólo sentía feroces deseos de asesinar a su suegra, sino incluso de torpedear a su marido. Es decir, que Albertito era el rey de la responsabilidad y la profesionalidad, ¿no? ¿Y ella, qué? Naturalmente, nada de nada. Como si pasase el día en el club, dormitando al sol, o fuese a tomar el té con las amigas, o a reventar la visa de Tito... Una ociosa, eso era. A pesar de estar acostumbrada a oírla, todavía le resultaba inaudita e intolerable la falta de ecuanimidad de Patricia. Cuando iba a comer con ellos, Olga se hacía el firme propósito de mantenerse impávida. Ooooooooooommmmmmmmm, se decía juntando el pulgar y el índice de cada mano. Aparentemente resultaba imperturbable, pero el estómago se le cerraba en un espasmo que no le permitía probar bocado hasta pasadas veinticuatro horas y, entonces, se atracaba de galletas. Si no fueras mi hijo me enamoraría de ti, continuaba Patricia, arrobada. Y se deshacía en alabanzas hacia su hijo, que resultaba maravilloso por tantísimas razones y, además, por ocuparse de todo, incluso de la compra. Al llegar a ese punto, ni siquiera el «om» lograba mantener la calma de Olga. Porque iba Alberto, ciertamente, pero después de que ella hubiese apuntado en una lista lo que faltaba. Lanzaba una mirada torva a su suegra. ¡Lástima, lástima, que no te atrevas a más, Monegal! Un gancho en la mandíbula sería lo pertinente. No. Alberto no se ocupaba de la casa. Quien llevaba el peso de lo doméstico y familiar era Olga; Alberto se limitaba a ayudar. ¿Qué quieres que haga?, preguntaba amablemente sin advertir que los platos de la comida, amontonados delante de sus narices, estaban por meter en el lavavajillas o que la lavadora había terminado los centrifugados y la ropa estaba por tender. En casa, Alberto resultaba una especie de realquilado encantador. ¿Te pongo la mesa? Sí, por favor, y coge un mantel limpio. ¿Dónde guardas los manteles? ¡Om!

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