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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (46 page)

Finalmente se desviaron y cogieron el acceso a uno de los moteles de la carretera, cerca del aeropuerto. La Avioneta, anunciaban las letras de neón verde-chicle-de-menta que Mari Loli veía parpadear en el edificio del fondo, mientras ellos circulaban despacito por el camino de entrada, jalonado por pequeñas casitas blancas, unas junto a las otras.

—Siento que hayas pensado que iríamos a cenar antes. No tengo mucho tiempo, ¿sabes? —aclaró él al aparcar el coche en una zona marcada con rayas amarillas en el suelo, a unos metros de la entrada. Apagó el motor.

—Nada. No te preocupes. El chocolate me ha servido.

Bajaron del coche. Se dirigieron al edificio de neones verdes por el camino de cemento, paralelo a un solar en el que se amontonaban coches para el desguace. El aire olía de un modo agrio.

—Un cementerio de coches —dijo el Delirio, señalando a su derecha.

Mari Loli se estremeció.

Entraron en el vestíbulo, donde un hombre echaba cuentas sobre un mostrador estrecho.

—Una habitación. Sí, señor —dijo, mientras se levantaba para coger la llave, momento que el Delirio aprovechó para sacarse del bolsillo un peine de plástico color naranja y, mirándose en el espejo junto al mostrador, pasarlo por su pelo crespo: desde la entrada derecha para atrás, desde la izquierda para atrás. Acercó el rostro al espejo, se puso bien el cuello de la chaqueta y pareció muy satisfecho con el resultado, aunque el aspecto de su cabello era exactamente el mismo que antes de peinarse.

Mientras, Mari Loli se había quedado junto a la puerta de entrada, procurando abultar poco y no ser vista. ¡Madremía! Qué vergüenza si alguien conocido la veía allí con un hombre que no era el suyo...

—La doce —dijo el hombre, alargándole una llave, a la par que una hoja de papel. Seguramente, la factura, porque el Delirio pagó el importe de la habitación.

Mari Loli notaba que su cara ardía. ¡Qué corte le daba! Y aún estaba por llegar lo más..., lo más fuerte.

—Anda, vamos —dijo el Delirio acercándose a ella y cogiéndola por la cintura.

¡Ay! ¡Cuánto, cuantísimo tiempo sin que alguien la agarrase de esa forma! Mari Loli le agradeció el gesto. ¿Cómo no iba a poder darse un revolcón con un tipo tan amable? Tenía que poder.

Salieron al exterior y desandaron el camino de cemento, sin decirse una palabra. Se metieron en el coche. Circularon muy despacito, por delante de las mismas casitas bajas que vieron al entrar.

—Anda, mira si ves cuál es el bungaló doce.

De modo que ¿éstas eran las habitaciones? Una se había imaginado el pasillo de un hotel, con puertas y puertas a ambos lados, y resultaba que no. Que aquello era más parecido a ir a pasar unas vacaciones con la familia en una casita de la playa. Resultaba tranquilizador.

—Ahí está.

Mientras el Delirio forcejeaba unos instantes con la llave en la cerradura, ella, detrás, notó una vaharada de aftercheif, y su cuerpo fue despertando. Sólo que, cuando por fin el Delirio abrió la puerta, el estimulante olor a resina fue vencido por el intenso tufo a desinfectante que flotaba en el interior del bungaló. El cuerpo de Mari Loli se replegó a sus posiciones iniciales. ¡Ay!

—Entra —dijo el Delirio, apartándose un poco para que ella pasase primero. Luego, conocedor del lugar y señalando con la barbilla una de las dos puertas del distribuidor, añadió—. La del fondo.

Mari Loli abrió la puerta y el Delirio pasó la mano por encima del hombro de ella y le dio al interruptor. Se encendieron unas luces escondidas detrás de una madera que cruzaba la pared a un metro y medio, o así, del suelo. La habitación no tenía mucho mobiliario. Una cama de matrimonio con una colcha de grandes flores oscuras, del mismo tejido de las cortinas que cubrían los extremos de una ventana con la persiana bajada. A los pies de la cama, una mesa y dos sillas. Sobre la mesa, un televisor. En un rincón, una nevera pequeña.

—Bueno, chuchi, vamos a ponernos cómodos. ¿Te parece? —dijo el Delirio quitándose la chaqueta y la corbata.

Mari Loli permanecía junto a la puerta. No quería quitarse la chaqueta porque había empezado a sentir frío. En realidad, se dijo, notaba el corazón helado; tenía tiritonas. Sin embargo, en la habitación la temperatura era agradable.

—¿Quieres beber algo?

—Pues... sí. ¿Qué hay? —dijo Mari Loli, inmóvil en la baldosa, como una ficha de ajedrez.

El Delirio abrió la nevera:

—Whisky, vermut, champán... ¡Y cacahuetes!

—¡Champán, sí! Bueno, y los cacahuetes, también.

Mmmm. ¡Qué estupendo, beberse una copa de champán! Ves, tú, eso sí que la entonaría.

Mari Loli se atrevió a abandonar la baldosa.

—¿El váter es en la otra puerta?

—Sí —respondió el Delirio, que ya descorchaba el benjamín.

Mari Loli hizo un pipí y se lavó las manos. Al entrar de nuevo en la habitación, se sintió algo mejor.

—Ponte cómoda —indicó el Delirio, sirviendo el champán.

Por lo visto, él ya se había puesto a sus anchas: no llevaba más que la camisa desabrochada, los calzoncillos y los calcetines. Los calzoncillos eran bastante corrientes, pero ¡los calcetines...! Los calcetines eran un horror. Blancos, como de primera comunión. Por la parte exterior, sobre cada tobillo, un conejo de la suerte. Bugsbuni se llamaba, ¿verdad? Jamás Mari Loli se hubiera podido figurar al Delirio con algo como aquello, más propio de María, un poner. La verdad, le quitaban a una toda la inspiración. La poca que tenía, claro. Habría que ver si el benjamín y la resina se la devolvían...

El Delirio le alcanzó una copa. ¡Anda! Pero ¿qué llevaba en el meñique? Un anillo grueso, de oro o así, con un pedrusco grande y rojo. Un rubí, quizás. En Cadena Dos, no se lo había visto nunca; fijo.

—¡Por nosotros! —dijo el Delirio.

—Por nosotros —contestó Mari Loli.

Y sintió que el nosotros se le atravesaba en la garganta y se partía en dos mitades.

Las copas de plástico sonaron tristemente. Después del primer sorbo, el Delirio chascó la lengua con satisfacción.

A la segunda copa, Mari Loli empezó a entrar en calor, a sentirse algo menos tiesa. Cogió un puñado de cacahuetes y se lo metió en la boca. Pensó que quizás había llegado el momento de «ponerse cómoda». Le daba bastante reparo. ¿Qué iba a pensar el Delirio de su cuerpo? Por mucho que dijera que estaba buenísima, ella sabía que no. Que sólo lo largaba en plan zalamero. Cogió otro puñado de cacahuetes, lo masticó. Se quitó la chaqueta.

El Delirio se acercó a ella y le dio un achuchón.

—¡Pero qué buena estás, leches!

El aftercheif se desparramó por la nariz de Mari Loli y se mezcló con las burbujitas del champán y con el piropo, hasta llegarle al cerebro. Mari Loli suspiró. Poco a poco iba renaciendo.

—Anda, desnúdate —concluyó el abrazo el hombre, propinándole un golpecito en las nalgas.

Se alejó de ella y fue hasta una de las sillas. Se quitó la camisa y la dejó en el respaldo.

Mari Loli se desabrochó la blusa lentamente. El champán iba haciendo su efecto. Las zalamerías de él, también.

El Delirio cogió el mando a distancia de la tele y se fue a la cama. En los pies, los conejos. En los calzoncillos, una pequeña tienda de campaña. ¿Sería que una no le gustaba? A lo peor, él también se sentía incómodo o no la tenía grande como Manolo.

—Anda, ven aquí —le indicó dando una palmada sobre el embozo.

—Voy, voy —dijo ella terminando de quitarse la falda. Se quedó con la combinación puesta.

—¿No vas a desnudarte más?

—Luego —dijo ella.

Se metió entre las sábanas, algo húmedas y frías.

—Acércate. —El Delirio le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.

Ese gesto fue su perdición. Todo el calor que le había proporcionado el champán, el aftercheif y el piropo se desvaneció. El Delirio no olía igual que antes. Olía a sudor frío, algo antiguo. ¿Dónde había ido a parar la resina?, se preguntó Mari Loli, completamente extraviada. Entonces, con pavor, se dio cuenta de que la resina no provenía de un aftercheif sino de un suavizante para la ropa. ¡Laleche! Pues a una se le había quedado el acicate en el respaldo de la silla. ¿Qué iba a hacer? Trató de concentrarse en el recuerdo de ese aroma.

—Vamos a poner la tele, ¿eh? —avisó él—. Para animarnos un poco.

Apretó el mando a distancia. El aparato se puso en marcha.

Al principio Mari Loli no entendía lo que había en la pantalla: manchas, manchas, manchas... Todo bastante oscuro. No sabía qué era. Del televisor salían gemidos. Las manchas se fueron enfocando. Un plátano... O una morcilla... Que se perdían en... ¡No! Era una polla. Inmensa, monumental, impresionante. Entraba y salía, entraba y salía... ¿De? Iba cambiando de sitio: tan pronto estaba en uno como en otro. Era difícil saber dónde empezaba y dónde terminaba cada cosa. ¡Menudo, el Delirio! ¡Pues no había puesto el canal porno para animarse!

Y se animó. ¡Vaya que sí! Se quitó los calzoncillos y se dio la vuelta hacia Mari Loli, que notó el empalme de él contra su cadera.

El Delirio intentó quitarle la combinación sin éxito. La verdad, no era fácil porque le quedaba muy justa.

—Ya me la quito yo.

Mientras, él siguió con la vista fija en la pantalla.

Luego el Delirio le desabrochó el sujetador. Ella misma hizo el resto.

El corazón de Mari Loli latía con fuerza. Sentía la boca seca... Bueno, toda ella estaba seca. Si alguna vez le hubieran contado que aquélla también era una mariloli posible, no lo hubiese creído.

—Espera, que me pongo un condón.

¡Ay!, menos mal que él había atinado en la protección. Si llega a ser por ella...

El Delirio realizó unos cuantos gestos, perdidos bajo las sábanas, y, luego, se puso encima de ella. El olor a sudor viejo se hizo más evidente. El recuerdo de la resina se le perdió a Mari Loli definitivamente.

—¡Qué chuchi eres! —dijo él, moviéndose para que separase las piernas.

Las abrió. El Delirio empujó, sin mucha finura, ¡y adentro! Sin avisar, sin preparar, sin nada. Pues desde luego, preparada una no estaba. Una vez acomodado, empezó a moverse. Y Mari Loli se sentía como de cartón piedra. No notaba nada. Nada. Ni estaba enchufada a una central eléctrica, ni ningún mecanismo se disparaba, ni su cuerpo se estremecía, ni siquiera parecía tener a un hombre en su interior. ¿Por qué? ¿Sería que la tenía demasiado pequeña? ¿O sería que sin estar una excitada no se enteraba de la película?

El Delirio se movía y ella estaba paralizada. Bueno, el tío iba a creerse que era idiota, pero no podía ponerle remedio a la cosa. Su cuerpo estaba frío como un atún. Trató de pensar en Manolo: sus brazos, su torso, su culo, sus ojos brillantes, su pelo suave, el revolcón bajo el pino, las nubes mandarina... Eso nunca le había fallado y, sin embargo, esta vez no funcionó. Apenas consiguió un leve hormigueo, que se perdió de inmediato. No hubo forma de resucitar.

El Delirio se balanceaba despacito, como para él mismo. Tenía los ojos abiertos, sí, pero no la observaba a ella sino al cabezal de la cama. Pronto, muy pronto, estuvo resoplando como una ballena y agitándose a más velocidad. Parecía que lo estaba pasando bien, aunque, para aquello, estaba claro que una sobraba. Mari Loli tuvo la impresión de ser una sandía. Sí. Había oído decir que los marineros, cuando andaban muy apurados y sin una mujer a mano, abrían un agujero en una sandía y ¡listos! Pues, así se sentía Mari Loli.

Bueno, afortunadamente, el Delirio tardó poco. Acabó con un gruñido, quejumbroso. Casi la aplasta cuando perdió la tensión en los brazos.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó.

VI

 

 

 

 

La mejor piedad es disfrutar, cuando ello es posible. Es entonces cuando se hace lo máximo por salvar el carácter de la tierra como planeta agradable. Y el placer es contagioso.

 

G
EORGE
E
LIOT
,
Middlemarch

 

 

 

 

 

Pese a haber andado un buen rato por los pasillos del hospital, la nariz de Mari Loli aún no se había acostumbrado a la desapacible mezcla de olores químicos cuando entró en la sala de espera y se instaló en uno de los asientos de plástico rígido azul. Suspiró. Había tenido una suerte loca, pensó mientras observaba la sala llena de gente. En menos de un mes, había conseguido visita con el especialista en el servicio de traumatología, donde la había mandado el médico del CAP para ver si ponían remedio a la rigidez de su nuca. Que pidiera fiesta dos veces en tan poco tiempo, a Jooose le había sentado como era de esperar. Pero a ella mucho no le había importado. Suspiró hondamente de nuevo. Su ánimo estaba tan nublado como la mañana bochornosa de junio. No era de extrañar, porque en el horizonte no había más que nubarrones y nubarrones. ¡Y no sería por falta de esfuerzos suyos para disiparlos! Había tenido valor para salir con el Delirio. Incluso para un revolcón con él. ¿Y qué? ¿Qué había ganado con ello? Florita y Estrella podían emperrarse en que echar kikis con regularidad era fundamental para el buen humor. Una estaba de acuerdo si los revolcones se parecían a los que recordaba con Manolo. Pero eso otro... Para eso, mejor montárselo sola. De esa salida, nada le había dicho a Florita. A Estrella, sí. Bueno, tardó unos cuantos días en poder hablar con ella. En casa no la encontraba nunca. En La Peluquería, no había forma: siempre estaba pillada con algún servicio de estética. Al final, se hartó. Le dejó el recado de que la llamase cuando tuviera un rato. ¡Qué rara estaba Estrella, jope! Cuando su hermana le devolvió la llamada, por el tono cortante, más parecía que le resultara una molestia que una alegría. Mari Loli le contó que el Delirio se la había cepillado como si de una sandía se tratara. Ahí consiguió arrancarle una carcajada. ¡Qué cosas tienes, Mari Loli! Después de las risas, le echó la bronca. ¡A ver si andaba con más ojo, caramba, que ya no era una niña! A los hombres había que saber elegirlos. ¿O se imaginaba que todos eran como Manolo, pendientes de que una lo pasase bien? Pues, no. Los había como el Delirio; a su bola. Mari Loli quiso protestar: Si a mí no me hacía falta ninguno, Estrella; yo con Manolo me bastaría y me sobraría, si no fuera por la pelandusca de Angelines... En este punto, Estrella empezó a salir de madre. ¡Qué malhumor gastaba, la condenada! A ver, Mari Loli, casi le chillaba, deja ya de echarle todas las culpas a Angelines. Suponiendo que estés en lo cierto y se trate de Angelines, ¿por qué va a ser ella sola la responsable? ¿No es Manolo bastante mayorcito para decidir lo que le conviene y lo que no? Además, continuaba, que sólo se vive una vez y cada cual defiende su felicidad de la mejor forma posible, ¿me sigues? Pues sí, la seguía, claro. Oye, Estrella, ¿te ocurre algo? Te noto muy nerviosa, cortó Mari Loli las lecciones. No, nada, contestó ella; ya me conoces, a veces me da un pronto y me pongo así. En eso llevaba razón, desde luego. Y como, cuando le daba por estar esquinada, lo mejor era no importunarla mucho, le dijo adiós y colgó.

—Dolores López. Despacho número cuatro.

Ésa era ella. Echó a andar por el pasillo. Despacho número uno, número dos, número tres... Aquí era. Junto a la puerta había un letrero: D
RA
. T
ERESA
B
ELLIDO
.

La puerta estaba sólo entornada. La empujó y entró.

Dentro, de pie junto a la mesa, con una carpeta en las manos, estaba la doctora, que no la había oído entrar. Mari Loli la contempló a sus anchas. Parecía salida de una de esas películas de guerra con muchos alemanes. Llevaba un uniforme de médica distinto a los que Mari Loli había visto hasta entonces. Una bata blanca anudada a la cintura y abotonada detrás, en la espalda. La falda, larga hasta media pierna, tenía bastante vuelo y caía en pliegues, como una capa. El escote era redondo, y en el bolsillo sobre el pecho podía leerse su nombre bordado en azul. Iba calzada con unos botines de tacón muy alto que le daban un aire más esbelto, un porte principesco. ¡Qué manera de llevar un uniforme! Claro que, a lo mejor, era hecho a medida, porque para que una bata de trabajo cayera tan, tan bien... Por la gracia, le recordaba a Florita, sólo que en mayor y más elegante. Una doña perfecta. Seguro.

Cuando la doctora levantó la cabeza, Mari Loli volvió a recordar a las enfermeras de las películas de alemanes: el mismo pelo muy rubio, los mismos ojos de un azul intenso, un cutis muy claro... Sólo que en las películas, ellas eran muy dulces y parecían ángeles. En el despacho, la doctora Bellido tenía un aspecto poco celestial. Daba la impresión de estar enfadada o, por lo menos, muy preocupada.

—¿Dolores López? —preguntó, sentándose detrás de la mesa.

Su voz era grave, algo rasposa, como de persona que fuma demasiado. La misma que se le pondría a Estrella dentro de nada. No era una voz fea, sólo que no encajaba con su aspecto fino.

Mari Loli hizo un gesto con la cabeza. Sí, era ella.

—Siéntese, por favor.

Tomó asiento y se quedó esperando a que volviera a prestarle atención. La doctora se había puesto a leer unos papeles de la carpeta, que iba barriendo con la punta de su melena lacia. ¡Qué brillo el de su pelo! ¿Qué diantre se pondría para que le reluciera como si un rayo de sol estallase sobre él? Quizás Estrella supiera cómo podía conseguirse tanta luz. ¡Y las manos! Eran manos de princesa de cuento: delgadas, suaves, sin una mancha, ni una peca, con los dedos largos y finos. En el anular se le enroscaba una serpiente de oro con dos ojos relucientes. ¡Menudos pedruscos! Las uñas impecables, esmaltadas en un tono muy oscuro. Con esas manos, pocos platos debía de fregar... Imposible. Debía de ser una de esas mujeres a quienes se lo dan todo hecho. Seguro que era una tipa con suerte.

—Vamos a ver, Dolores, le voy a hacer algunas preguntas —dijo levantando la vista—. ¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y siete.

—¿Está usted casada?

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Sí.

—¿Cuántos y de qué edades? —seguía preguntando mientras dibujaba circulitos y cuadraditos y los unía con líneas.

Luego quiso saber dónde trabajaba y en qué consistía su trabajo. Cuándo empezó a sentir ese dolor. Si se lo podía describir.

—O sea, como si mi cogote fuera un bloque de cemento, ¿sabe? De pronto, me quedo así —Mari Loli hizo un gesto brusco con la cabeza, igual que si su cuello fuera una pieza mecánica de alguno de los juguetes de Anabelén—, y ya no me puedo mover durante mucho rato.

—Bueno. Quítese la camiseta, por favor, y échese boca abajo en aquella camilla. Voy a explorarla.

Mari Loli se quedó con el sujetador y la falda y se tumbó. El olor muy neutro, casi imperceptible de la cubierta de papel, sobre la camilla, se deslizaba a cada suspiro suyo por su nariz. Cada suspiro, también, provocaba un ligero aleteo del papel. La doctora seguía escribiendo.

—Vamos a ver —dijo, levantándose y colocándose junto a la camilla.

Unas nubecillas del perfume de la doctora, dulce y picante a un tiempo, borraron en un instante el del papel. La doctora le palpó cada centímetro de cuello. La columna, desde la nuca hasta la rabadilla. Le levantó un brazo, y luego el otro. Hizo lo mismo con las piernas. De vez en cuando, si la presión de sus dedos era muy fuerte, Mari Loli se quejaba débilmente.

—Ahora, póngase de pie.

La doctora se puso detrás de ella y, moviéndole el cuello, le inclinó la cabeza: hacia adelante, hacia atrás, a los lados.

—Ya puede vestirse.

La doctora había vuelto a enfrascarse en sus papeles. Mari Loli se puso la camiseta y, luego, fue a sentarse enfrente de ella, igual que al principio de la visita.

Entonces sonó el teléfono.

—¿Diga? —respondió—. ¡Ah! Eres tú.

Mari Loli en seguida supo que la doctora tenía un gran interés en hablar con la persona en cuestión. Se notaba muchísimo. Por el tono, cargado de vibración. ¿Sería un hombre o una mujer?

—Pensaba llamarte... Te hubiera llamado al despacho, si tú no te me hubieras adelantado.

La importancia de la llamada era evidente no sólo por el tono, sino también por la fuerza con la que sostenía el teléfono. Sus nudillos habían palidecido. Quien estuviera al otro lado del hilo había sacado del despachito a la doctora y se la había llevado muy, muy lejos del hospital. Estaba clarísimo que la había trasladado a otro mundo en el que poco significaba ser la doctora Bellido y tener delante a una paciente, Dolores López, con la nuca más tiesa que un poste.

—Javier, pensaba llamarte, sólo que tenía la seguridad de que, habiendo regresado ayer por la noche de Estados Unidos, esta mañana necesitarías dormir. Sí, sí, no quería que llamaras a casa, porque Carlos ignora que me hice las pruebas y, por supuesto, el diagnóstico. Y no se lo voy a decir por ahora.

La doctora Bellido carraspeó como si estuviera incómoda, además de preocupada, claro. La expresión de su cara se fue transformando en una mueca casi de sufrimiento.

—No. En tu clínica, no. Ya sabes qué opino de la privada. Mira, te llamo yo dentro de un rato. Ahora tengo trabajo. ¿De acuerdo?

Mari Loli se quedó muy quieta. Le daba la impresión de que era mejor no hablar. Le hubiera gustado fundirse para dejarla a solas con sus pensamientos. Pero allí seguían las dos, una frente a la otra, con las cabezas gachas.

Pasados unos segundos que tuvieron la duración de minutos, Mari Loli levantó la cabeza y observó a la mujer. Como si supiera que estaba siendo contemplada, la doctora alzó el rostro, dejó caer los párpados y, para cuando los volvió a levantar, ya había recuperado la calma de antes. Volvía a tener los ojos azules, brillantes, metálicos.

—Disculpe —dijo la doctora con su voz grave, nuevamente firme—. Vamos a seguir. Voy a pedirle una radiografía para ver cómo están las cervicales, aunque creo que estará todo bien.

Garabateó algo en un papel. Luego se lo alcanzó.

—Esto es para usted. Al salir, vaya al servicio de radiología y pida hora entregando este volante.

Mari Loli se quedó desconcertada. Y, entretanto no le hacían la radiografía esa, ¿ella, qué? ¿Cómo conseguía llevar adelante la casa, los niños y Cadena Dos? Claro que ¿cómo se lo decía? ¿Qué era un simple dolor en la nuca? Tal vez, los problemas de la doctora eran mucho más graves que los de Mari Loli. La médica la consideraría una boba, una quejica...

Mari Loli creyó ver una chispa de compasión en el fondo azul de los ojos de la doctora. Pues, se lanzaba.

—¿Y mientras? ¿Qué puedo hacer, doctora? Me duele mucho, sabe usted.

La doctora ladeó la cabeza y casi sonrió. El brillo metálico de su mirada había desaparecido.

—A ver, Dolores —dijo—, ¿ha tenido algún problema últimamente? Quiero decir si ha ocurrido algo en el trabajo o en casa que la haya puesto nerviosa o la tenga preocupada.

Como si la pregunta hubiera sido el pistoletazo de salida en una carrera de atletismo. Como si la doctora hubiera destapado un fregadero lleno con las penas de Mari Loli. Igual le ocurrió a ella con las lágrimas y los sollozos. Y el agua apenada se fue colando por el desagüe sin que nadie lo pudiese remediar. No era un llanto muy violento. No. Pero resultó un río de lágrimas imparable.

—Dolores, ¿qué le ocurre? ¿Me lo quiere contar? —preguntó la doctora con su voz grave, ahora más dulce.

Mari Loli le fue contando sus cuitas, sin acordarse de que a la doctora pudieran parecerle insignificantes comparadas con las suyas. Le hablaba como si las dos fueran conocidas de toda la vida... No, mejor que si fueran amigas. Casi con mayor libertad. Y a medida que se vaciaba el fregadero de las penas, Mari Loli se sentía un poco más ligera. Manolo y su forma de ser, Manolo y su distancia, Manolo y sus desprecios, Manolo y su amante, las rarezas de Manu, el pavor que le provocaban las rarezas de Manu, la pequeña, el dinero o, peor, la falta de dinero, el piso casi desahuciado, la perra, su trabajo en Cadena Dos... Lo único que calló fue el motel La Avioneta, porque le daba vergüenza. No le parecía algo de lo que una pudiera sentirse orgullosa, ni tampoco una catástrofe del tamaño de las demás. Tampoco le habló de María, porque nada había que decir. Realmente, la chavala no le ocasionaba ningún sufrimiento. Era, tal vez, lo mejor de su vida. Mari Loli se limpió los ojos y se sonó.

—Y dormir, ¿qué tal duerme? —preguntó la doctora, que había estado escuchándola con muchísima atención.

Mal. Dormía muy mal, le dijo Mari Loli, inundada de gratitud. No se atrevió a contarle el engorro de la sesión continua de su cerebro. Sólo que pasaba muchas horas despierta, dando vueltas y vueltas a las pegas de su vida.

La doctora se puso a escribir en un papel. Era una receta.

—Cada noche se toma una de estas pastillas antes de irse a la cama. La ayudará a estar menos angustiada y podrá dormir mejor. Dormir bien es fundamental para que le duelan menos las cervicales.

Luego la miró como si quisiera decirle algo pero le faltase valor. Al final, arrancó:

—Me imagino que no dispone de mucho tiempo libre, ¿verdad?

Mari Loli movió la cabeza. Sintió cómo todos los huesecitos del cuello crujían con ese movimiento.

—Le convendría encontrar algún ratito para usted. Por ejemplo, para hacer natación —la doctora se fue animando—. Seguro que en su barrio debe de haber algún polideportivo municipal. ¿No podría ir a la piscina cada semana, aunque fueran dos días, incluso uno solo? Sería bueno para sus cervicales, pero también para distraerla de su preocupaciones. Además, la ayudaría un poco a controlar el peso, porque debería usted tratar de bajar algunos kilos. Eso tampoco es conveniente para su columna vertebral.

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