Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Finalmente se desviaron y cogieron el acceso a uno de los moteles de la carretera, cerca del aeropuerto. La Avioneta, anunciaban las letras de neón verde-chicle-de-menta que Mari Loli veÃa parpadear en el edificio del fondo, mientras ellos circulaban despacito por el camino de entrada, jalonado por pequeñas casitas blancas, unas junto a las otras.
âSiento que hayas pensado que irÃamos a cenar antes. No tengo mucho tiempo, ¿sabes? âaclaró él al aparcar el coche en una zona marcada con rayas amarillas en el suelo, a unos metros de la entrada. Apagó el motor.
âNada. No te preocupes. El chocolate me ha servido.
Bajaron del coche. Se dirigieron al edificio de neones verdes por el camino de cemento, paralelo a un solar en el que se amontonaban coches para el desguace. El aire olÃa de un modo agrio.
âUn cementerio de coches âdijo el Delirio, señalando a su derecha.
Mari Loli se estremeció.
Entraron en el vestÃbulo, donde un hombre echaba cuentas sobre un mostrador estrecho.
âUna habitación. SÃ, señor âdijo, mientras se levantaba para coger la llave, momento que el Delirio aprovechó para sacarse del bolsillo un peine de plástico color naranja y, mirándose en el espejo junto al mostrador, pasarlo por su pelo crespo: desde la entrada derecha para atrás, desde la izquierda para atrás. Acercó el rostro al espejo, se puso bien el cuello de la chaqueta y pareció muy satisfecho con el resultado, aunque el aspecto de su cabello era exactamente el mismo que antes de peinarse.
Mientras, Mari Loli se habÃa quedado junto a la puerta de entrada, procurando abultar poco y no ser vista. ¡MadremÃa! Qué vergüenza si alguien conocido la veÃa allà con un hombre que no era el suyo...
âLa doce âdijo el hombre, alargándole una llave, a la par que una hoja de papel. Seguramente, la factura, porque el Delirio pagó el importe de la habitación.
Mari Loli notaba que su cara ardÃa. ¡Qué corte le daba! Y aún estaba por llegar lo más..., lo más fuerte.
âAnda, vamos âdijo el Delirio acercándose a ella y cogiéndola por la cintura.
¡Ay! ¡Cuánto, cuantÃsimo tiempo sin que alguien la agarrase de esa forma! Mari Loli le agradeció el gesto. ¿Cómo no iba a poder darse un revolcón con un tipo tan amable? TenÃa que poder.
Salieron al exterior y desandaron el camino de cemento, sin decirse una palabra. Se metieron en el coche. Circularon muy despacito, por delante de las mismas casitas bajas que vieron al entrar.
âAnda, mira si ves cuál es el bungaló doce.
De modo que ¿éstas eran las habitaciones? Una se habÃa imaginado el pasillo de un hotel, con puertas y puertas a ambos lados, y resultaba que no. Que aquello era más parecido a ir a pasar unas vacaciones con la familia en una casita de la playa. Resultaba tranquilizador.
âAhà está.
Mientras el Delirio forcejeaba unos instantes con la llave en la cerradura, ella, detrás, notó una vaharada de aftercheif, y su cuerpo fue despertando. Sólo que, cuando por fin el Delirio abrió la puerta, el estimulante olor a resina fue vencido por el intenso tufo a desinfectante que flotaba en el interior del bungaló. El cuerpo de Mari Loli se replegó a sus posiciones iniciales. ¡Ay!
âEntra âdijo el Delirio, apartándose un poco para que ella pasase primero. Luego, conocedor del lugar y señalando con la barbilla una de las dos puertas del distribuidor, añadióâ. La del fondo.
Mari Loli abrió la puerta y el Delirio pasó la mano por encima del hombro de ella y le dio al interruptor. Se encendieron unas luces escondidas detrás de una madera que cruzaba la pared a un metro y medio, o asÃ, del suelo. La habitación no tenÃa mucho mobiliario. Una cama de matrimonio con una colcha de grandes flores oscuras, del mismo tejido de las cortinas que cubrÃan los extremos de una ventana con la persiana bajada. A los pies de la cama, una mesa y dos sillas. Sobre la mesa, un televisor. En un rincón, una nevera pequeña.
âBueno, chuchi, vamos a ponernos cómodos. ¿Te parece? âdijo el Delirio quitándose la chaqueta y la corbata.
Mari Loli permanecÃa junto a la puerta. No querÃa quitarse la chaqueta porque habÃa empezado a sentir frÃo. En realidad, se dijo, notaba el corazón helado; tenÃa tiritonas. Sin embargo, en la habitación la temperatura era agradable.
â¿Quieres beber algo?
âPues... sÃ. ¿Qué hay? âdijo Mari Loli, inmóvil en la baldosa, como una ficha de ajedrez.
El Delirio abrió la nevera:
âWhisky, vermut, champán... ¡Y cacahuetes!
â¡Champán, sÃ! Bueno, y los cacahuetes, también.
Mmmm. ¡Qué estupendo, beberse una copa de champán! Ves, tú, eso sà que la entonarÃa.
Mari Loli se atrevió a abandonar la baldosa.
â¿El váter es en la otra puerta?
âSà ârespondió el Delirio, que ya descorchaba el benjamÃn.
Mari Loli hizo un pipà y se lavó las manos. Al entrar de nuevo en la habitación, se sintió algo mejor.
âPonte cómoda âindicó el Delirio, sirviendo el champán.
Por lo visto, él ya se habÃa puesto a sus anchas: no llevaba más que la camisa desabrochada, los calzoncillos y los calcetines. Los calzoncillos eran bastante corrientes, pero ¡los calcetines...! Los calcetines eran un horror. Blancos, como de primera comunión. Por la parte exterior, sobre cada tobillo, un conejo de la suerte. Bugsbuni se llamaba, ¿verdad? Jamás Mari Loli se hubiera podido figurar al Delirio con algo como aquello, más propio de MarÃa, un poner. La verdad, le quitaban a una toda la inspiración. La poca que tenÃa, claro. HabrÃa que ver si el benjamÃn y la resina se la devolvÃan...
El Delirio le alcanzó una copa. ¡Anda! Pero ¿qué llevaba en el meñique? Un anillo grueso, de oro o asÃ, con un pedrusco grande y rojo. Un rubÃ, quizás. En Cadena Dos, no se lo habÃa visto nunca; fijo.
â¡Por nosotros! âdijo el Delirio.
âPor nosotros âcontestó Mari Loli.
Y sintió que el nosotros se le atravesaba en la garganta y se partÃa en dos mitades.
Las copas de plástico sonaron tristemente. Después del primer sorbo, el Delirio chascó la lengua con satisfacción.
A la segunda copa, Mari Loli empezó a entrar en calor, a sentirse algo menos tiesa. Cogió un puñado de cacahuetes y se lo metió en la boca. Pensó que quizás habÃa llegado el momento de «ponerse cómoda». Le daba bastante reparo. ¿Qué iba a pensar el Delirio de su cuerpo? Por mucho que dijera que estaba buenÃsima, ella sabÃa que no. Que sólo lo largaba en plan zalamero. Cogió otro puñado de cacahuetes, lo masticó. Se quitó la chaqueta.
El Delirio se acercó a ella y le dio un achuchón.
â¡Pero qué buena estás, leches!
El aftercheif se desparramó por la nariz de Mari Loli y se mezcló con las burbujitas del champán y con el piropo, hasta llegarle al cerebro. Mari Loli suspiró. Poco a poco iba renaciendo.
âAnda, desnúdate âconcluyó el abrazo el hombre, propinándole un golpecito en las nalgas.
Se alejó de ella y fue hasta una de las sillas. Se quitó la camisa y la dejó en el respaldo.
Mari Loli se desabrochó la blusa lentamente. El champán iba haciendo su efecto. Las zalamerÃas de él, también.
El Delirio cogió el mando a distancia de la tele y se fue a la cama. En los pies, los conejos. En los calzoncillos, una pequeña tienda de campaña. ¿SerÃa que una no le gustaba? A lo peor, él también se sentÃa incómodo o no la tenÃa grande como Manolo.
âAnda, ven aquà âle indicó dando una palmada sobre el embozo.
âVoy, voy âdijo ella terminando de quitarse la falda. Se quedó con la combinación puesta.
â¿No vas a desnudarte más?
âLuego âdijo ella.
Se metió entre las sábanas, algo húmedas y frÃas.
âAcércate. âEl Delirio le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sÃ.
Ese gesto fue su perdición. Todo el calor que le habÃa proporcionado el champán, el aftercheif y el piropo se desvaneció. El Delirio no olÃa igual que antes. OlÃa a sudor frÃo, algo antiguo. ¿Dónde habÃa ido a parar la resina?, se preguntó Mari Loli, completamente extraviada. Entonces, con pavor, se dio cuenta de que la resina no provenÃa de un aftercheif sino de un suavizante para la ropa. ¡Laleche! Pues a una se le habÃa quedado el acicate en el respaldo de la silla. ¿Qué iba a hacer? Trató de concentrarse en el recuerdo de ese aroma.
âVamos a poner la tele, ¿eh? âavisó élâ. Para animarnos un poco.
Apretó el mando a distancia. El aparato se puso en marcha.
Al principio Mari Loli no entendÃa lo que habÃa en la pantalla: manchas, manchas, manchas... Todo bastante oscuro. No sabÃa qué era. Del televisor salÃan gemidos. Las manchas se fueron enfocando. Un plátano... O una morcilla... Que se perdÃan en... ¡No! Era una polla. Inmensa, monumental, impresionante. Entraba y salÃa, entraba y salÃa... ¿De? Iba cambiando de sitio: tan pronto estaba en uno como en otro. Era difÃcil saber dónde empezaba y dónde terminaba cada cosa. ¡Menudo, el Delirio! ¡Pues no habÃa puesto el canal porno para animarse!
Y se animó. ¡Vaya que sÃ! Se quitó los calzoncillos y se dio la vuelta hacia Mari Loli, que notó el empalme de él contra su cadera.
El Delirio intentó quitarle la combinación sin éxito. La verdad, no era fácil porque le quedaba muy justa.
âYa me la quito yo.
Mientras, él siguió con la vista fija en la pantalla.
Luego el Delirio le desabrochó el sujetador. Ella misma hizo el resto.
El corazón de Mari Loli latÃa con fuerza. SentÃa la boca seca... Bueno, toda ella estaba seca. Si alguna vez le hubieran contado que aquélla también era una mariloli posible, no lo hubiese creÃdo.
âEspera, que me pongo un condón.
¡Ay!, menos mal que él habÃa atinado en la protección. Si llega a ser por ella...
El Delirio realizó unos cuantos gestos, perdidos bajo las sábanas, y, luego, se puso encima de ella. El olor a sudor viejo se hizo más evidente. El recuerdo de la resina se le perdió a Mari Loli definitivamente.
â¡Qué chuchi eres! âdijo él, moviéndose para que separase las piernas.
Las abrió. El Delirio empujó, sin mucha finura, ¡y adentro! Sin avisar, sin preparar, sin nada. Pues desde luego, preparada una no estaba. Una vez acomodado, empezó a moverse. Y Mari Loli se sentÃa como de cartón piedra. No notaba nada. Nada. Ni estaba enchufada a una central eléctrica, ni ningún mecanismo se disparaba, ni su cuerpo se estremecÃa, ni siquiera parecÃa tener a un hombre en su interior. ¿Por qué? ¿SerÃa que la tenÃa demasiado pequeña? ¿O serÃa que sin estar una excitada no se enteraba de la pelÃcula?
El Delirio se movÃa y ella estaba paralizada. Bueno, el tÃo iba a creerse que era idiota, pero no podÃa ponerle remedio a la cosa. Su cuerpo estaba frÃo como un atún. Trató de pensar en Manolo: sus brazos, su torso, su culo, sus ojos brillantes, su pelo suave, el revolcón bajo el pino, las nubes mandarina... Eso nunca le habÃa fallado y, sin embargo, esta vez no funcionó. Apenas consiguió un leve hormigueo, que se perdió de inmediato. No hubo forma de resucitar.
El Delirio se balanceaba despacito, como para él mismo. TenÃa los ojos abiertos, sÃ, pero no la observaba a ella sino al cabezal de la cama. Pronto, muy pronto, estuvo resoplando como una ballena y agitándose a más velocidad. ParecÃa que lo estaba pasando bien, aunque, para aquello, estaba claro que una sobraba. Mari Loli tuvo la impresión de ser una sandÃa. SÃ. HabÃa oÃdo decir que los marineros, cuando andaban muy apurados y sin una mujer a mano, abrÃan un agujero en una sandÃa y ¡listos! Pues, asà se sentÃa Mari Loli.
Bueno, afortunadamente, el Delirio tardó poco. Acabó con un gruñido, quejumbroso. Casi la aplasta cuando perdió la tensión en los brazos.
â¿Qué te ha parecido? âpreguntó.
Â
Â
Â
Â
La mejor piedad es disfrutar, cuando ello es posible. Es entonces cuando se hace lo máximo por salvar el carácter de la tierra como planeta agradable. Y el placer es contagioso.
Â
G
EORGE
E
LIOT
,
Middlemarch
Â
Â
Â
Â
Pese a haber andado un buen rato por los pasillos del hospital, la nariz de Mari Loli aún no se habÃa acostumbrado a la desapacible mezcla de olores quÃmicos cuando entró en la sala de espera y se instaló en uno de los asientos de plástico rÃgido azul. Suspiró. HabÃa tenido una suerte loca, pensó mientras observaba la sala llena de gente. En menos de un mes, habÃa conseguido visita con el especialista en el servicio de traumatologÃa, donde la habÃa mandado el médico del CAP para ver si ponÃan remedio a la rigidez de su nuca. Que pidiera fiesta dos veces en tan poco tiempo, a Jooose le habÃa sentado como era de esperar. Pero a ella mucho no le habÃa importado. Suspiró hondamente de nuevo. Su ánimo estaba tan nublado como la mañana bochornosa de junio. No era de extrañar, porque en el horizonte no habÃa más que nubarrones y nubarrones. ¡Y no serÃa por falta de esfuerzos suyos para disiparlos! HabÃa tenido valor para salir con el Delirio. Incluso para un revolcón con él. ¿Y qué? ¿Qué habÃa ganado con ello? Florita y Estrella podÃan emperrarse en que echar kikis con regularidad era fundamental para el buen humor. Una estaba de acuerdo si los revolcones se parecÃan a los que recordaba con Manolo. Pero eso otro... Para eso, mejor montárselo sola. De esa salida, nada le habÃa dicho a Florita. A Estrella, sÃ. Bueno, tardó unos cuantos dÃas en poder hablar con ella. En casa no la encontraba nunca. En La PeluquerÃa, no habÃa forma: siempre estaba pillada con algún servicio de estética. Al final, se hartó. Le dejó el recado de que la llamase cuando tuviera un rato. ¡Qué rara estaba Estrella, jope! Cuando su hermana le devolvió la llamada, por el tono cortante, más parecÃa que le resultara una molestia que una alegrÃa. Mari Loli le contó que el Delirio se la habÃa cepillado como si de una sandÃa se tratara. Ahà consiguió arrancarle una carcajada. ¡Qué cosas tienes, Mari Loli! Después de las risas, le echó la bronca. ¡A ver si andaba con más ojo, caramba, que ya no era una niña! A los hombres habÃa que saber elegirlos. ¿O se imaginaba que todos eran como Manolo, pendientes de que una lo pasase bien? Pues, no. Los habÃa como el Delirio; a su bola. Mari Loli quiso protestar: Si a mà no me hacÃa falta ninguno, Estrella; yo con Manolo me bastarÃa y me sobrarÃa, si no fuera por la pelandusca de Angelines... En este punto, Estrella empezó a salir de madre. ¡Qué malhumor gastaba, la condenada! A ver, Mari Loli, casi le chillaba, deja ya de echarle todas las culpas a Angelines. Suponiendo que estés en lo cierto y se trate de Angelines, ¿por qué va a ser ella sola la responsable? ¿No es Manolo bastante mayorcito para decidir lo que le conviene y lo que no? Además, continuaba, que sólo se vive una vez y cada cual defiende su felicidad de la mejor forma posible, ¿me sigues? Pues sÃ, la seguÃa, claro. Oye, Estrella, ¿te ocurre algo? Te noto muy nerviosa, cortó Mari Loli las lecciones. No, nada, contestó ella; ya me conoces, a veces me da un pronto y me pongo asÃ. En eso llevaba razón, desde luego. Y como, cuando le daba por estar esquinada, lo mejor era no importunarla mucho, le dijo adiós y colgó.
âDolores López. Despacho número cuatro.
Ãsa era ella. Echó a andar por el pasillo. Despacho número uno, número dos, número tres... Aquà era. Junto a la puerta habÃa un letrero: D
RA
. T
ERESA
B
ELLIDO
.
La puerta estaba sólo entornada. La empujó y entró.
Dentro, de pie junto a la mesa, con una carpeta en las manos, estaba la doctora, que no la habÃa oÃdo entrar. Mari Loli la contempló a sus anchas. ParecÃa salida de una de esas pelÃculas de guerra con muchos alemanes. Llevaba un uniforme de médica distinto a los que Mari Loli habÃa visto hasta entonces. Una bata blanca anudada a la cintura y abotonada detrás, en la espalda. La falda, larga hasta media pierna, tenÃa bastante vuelo y caÃa en pliegues, como una capa. El escote era redondo, y en el bolsillo sobre el pecho podÃa leerse su nombre bordado en azul. Iba calzada con unos botines de tacón muy alto que le daban un aire más esbelto, un porte principesco. ¡Qué manera de llevar un uniforme! Claro que, a lo mejor, era hecho a medida, porque para que una bata de trabajo cayera tan, tan bien... Por la gracia, le recordaba a Florita, sólo que en mayor y más elegante. Una doña perfecta. Seguro.
Cuando la doctora levantó la cabeza, Mari Loli volvió a recordar a las enfermeras de las pelÃculas de alemanes: el mismo pelo muy rubio, los mismos ojos de un azul intenso, un cutis muy claro... Sólo que en las pelÃculas, ellas eran muy dulces y parecÃan ángeles. En el despacho, la doctora Bellido tenÃa un aspecto poco celestial. Daba la impresión de estar enfadada o, por lo menos, muy preocupada.
â¿Dolores López? âpreguntó, sentándose detrás de la mesa.
Su voz era grave, algo rasposa, como de persona que fuma demasiado. La misma que se le pondrÃa a Estrella dentro de nada. No era una voz fea, sólo que no encajaba con su aspecto fino.
Mari Loli hizo un gesto con la cabeza. SÃ, era ella.
âSiéntese, por favor.
Tomó asiento y se quedó esperando a que volviera a prestarle atención. La doctora se habÃa puesto a leer unos papeles de la carpeta, que iba barriendo con la punta de su melena lacia. ¡Qué brillo el de su pelo! ¿Qué diantre se pondrÃa para que le reluciera como si un rayo de sol estallase sobre él? Quizás Estrella supiera cómo podÃa conseguirse tanta luz. ¡Y las manos! Eran manos de princesa de cuento: delgadas, suaves, sin una mancha, ni una peca, con los dedos largos y finos. En el anular se le enroscaba una serpiente de oro con dos ojos relucientes. ¡Menudos pedruscos! Las uñas impecables, esmaltadas en un tono muy oscuro. Con esas manos, pocos platos debÃa de fregar... Imposible. DebÃa de ser una de esas mujeres a quienes se lo dan todo hecho. Seguro que era una tipa con suerte.
âVamos a ver, Dolores, le voy a hacer algunas preguntas âdijo levantando la vistaâ. ¿Qué edad tiene usted?
âTreinta y siete.
â¿Está usted casada?
âSÃ.
â¿Tiene hijos?
âSÃ.
â¿Cuántos y de qué edades? âseguÃa preguntando mientras dibujaba circulitos y cuadraditos y los unÃa con lÃneas.
Luego quiso saber dónde trabajaba y en qué consistÃa su trabajo. Cuándo empezó a sentir ese dolor. Si se lo podÃa describir.
âO sea, como si mi cogote fuera un bloque de cemento, ¿sabe? De pronto, me quedo asà âMari Loli hizo un gesto brusco con la cabeza, igual que si su cuello fuera una pieza mecánica de alguno de los juguetes de Anabelénâ, y ya no me puedo mover durante mucho rato.
âBueno. QuÃtese la camiseta, por favor, y échese boca abajo en aquella camilla. Voy a explorarla.
Mari Loli se quedó con el sujetador y la falda y se tumbó. El olor muy neutro, casi imperceptible de la cubierta de papel, sobre la camilla, se deslizaba a cada suspiro suyo por su nariz. Cada suspiro, también, provocaba un ligero aleteo del papel. La doctora seguÃa escribiendo.
âVamos a ver âdijo, levantándose y colocándose junto a la camilla.
Unas nubecillas del perfume de la doctora, dulce y picante a un tiempo, borraron en un instante el del papel. La doctora le palpó cada centÃmetro de cuello. La columna, desde la nuca hasta la rabadilla. Le levantó un brazo, y luego el otro. Hizo lo mismo con las piernas. De vez en cuando, si la presión de sus dedos era muy fuerte, Mari Loli se quejaba débilmente.
âAhora, póngase de pie.
La doctora se puso detrás de ella y, moviéndole el cuello, le inclinó la cabeza: hacia adelante, hacia atrás, a los lados.
âYa puede vestirse.
La doctora habÃa vuelto a enfrascarse en sus papeles. Mari Loli se puso la camiseta y, luego, fue a sentarse enfrente de ella, igual que al principio de la visita.
Entonces sonó el teléfono.
â¿Diga? ârespondióâ. ¡Ah! Eres tú.
Mari Loli en seguida supo que la doctora tenÃa un gran interés en hablar con la persona en cuestión. Se notaba muchÃsimo. Por el tono, cargado de vibración. ¿SerÃa un hombre o una mujer?
âPensaba llamarte... Te hubiera llamado al despacho, si tú no te me hubieras adelantado.
La importancia de la llamada era evidente no sólo por el tono, sino también por la fuerza con la que sostenÃa el teléfono. Sus nudillos habÃan palidecido. Quien estuviera al otro lado del hilo habÃa sacado del despachito a la doctora y se la habÃa llevado muy, muy lejos del hospital. Estaba clarÃsimo que la habÃa trasladado a otro mundo en el que poco significaba ser la doctora Bellido y tener delante a una paciente, Dolores López, con la nuca más tiesa que un poste.
âJavier, pensaba llamarte, sólo que tenÃa la seguridad de que, habiendo regresado ayer por la noche de Estados Unidos, esta mañana necesitarÃas dormir. SÃ, sÃ, no querÃa que llamaras a casa, porque Carlos ignora que me hice las pruebas y, por supuesto, el diagnóstico. Y no se lo voy a decir por ahora.
La doctora Bellido carraspeó como si estuviera incómoda, además de preocupada, claro. La expresión de su cara se fue transformando en una mueca casi de sufrimiento.
âNo. En tu clÃnica, no. Ya sabes qué opino de la privada. Mira, te llamo yo dentro de un rato. Ahora tengo trabajo. ¿De acuerdo?
Mari Loli se quedó muy quieta. Le daba la impresión de que era mejor no hablar. Le hubiera gustado fundirse para dejarla a solas con sus pensamientos. Pero allà seguÃan las dos, una frente a la otra, con las cabezas gachas.
Pasados unos segundos que tuvieron la duración de minutos, Mari Loli levantó la cabeza y observó a la mujer. Como si supiera que estaba siendo contemplada, la doctora alzó el rostro, dejó caer los párpados y, para cuando los volvió a levantar, ya habÃa recuperado la calma de antes. VolvÃa a tener los ojos azules, brillantes, metálicos.
âDisculpe âdijo la doctora con su voz grave, nuevamente firmeâ. Vamos a seguir. Voy a pedirle una radiografÃa para ver cómo están las cervicales, aunque creo que estará todo bien.
Garabateó algo en un papel. Luego se lo alcanzó.
âEsto es para usted. Al salir, vaya al servicio de radiologÃa y pida hora entregando este volante.
Mari Loli se quedó desconcertada. Y, entretanto no le hacÃan la radiografÃa esa, ¿ella, qué? ¿Cómo conseguÃa llevar adelante la casa, los niños y Cadena Dos? Claro que ¿cómo se lo decÃa? ¿Qué era un simple dolor en la nuca? Tal vez, los problemas de la doctora eran mucho más graves que los de Mari Loli. La médica la considerarÃa una boba, una quejica...
Mari Loli creyó ver una chispa de compasión en el fondo azul de los ojos de la doctora. Pues, se lanzaba.
â¿Y mientras? ¿Qué puedo hacer, doctora? Me duele mucho, sabe usted.
La doctora ladeó la cabeza y casi sonrió. El brillo metálico de su mirada habÃa desaparecido.
âA ver, Dolores âdijoâ, ¿ha tenido algún problema últimamente? Quiero decir si ha ocurrido algo en el trabajo o en casa que la haya puesto nerviosa o la tenga preocupada.
Como si la pregunta hubiera sido el pistoletazo de salida en una carrera de atletismo. Como si la doctora hubiera destapado un fregadero lleno con las penas de Mari Loli. Igual le ocurrió a ella con las lágrimas y los sollozos. Y el agua apenada se fue colando por el desagüe sin que nadie lo pudiese remediar. No era un llanto muy violento. No. Pero resultó un rÃo de lágrimas imparable.
âDolores, ¿qué le ocurre? ¿Me lo quiere contar? âpreguntó la doctora con su voz grave, ahora más dulce.
Mari Loli le fue contando sus cuitas, sin acordarse de que a la doctora pudieran parecerle insignificantes comparadas con las suyas. Le hablaba como si las dos fueran conocidas de toda la vida... No, mejor que si fueran amigas. Casi con mayor libertad. Y a medida que se vaciaba el fregadero de las penas, Mari Loli se sentÃa un poco más ligera. Manolo y su forma de ser, Manolo y su distancia, Manolo y sus desprecios, Manolo y su amante, las rarezas de Manu, el pavor que le provocaban las rarezas de Manu, la pequeña, el dinero o, peor, la falta de dinero, el piso casi desahuciado, la perra, su trabajo en Cadena Dos... Lo único que calló fue el motel La Avioneta, porque le daba vergüenza. No le parecÃa algo de lo que una pudiera sentirse orgullosa, ni tampoco una catástrofe del tamaño de las demás. Tampoco le habló de MarÃa, porque nada habÃa que decir. Realmente, la chavala no le ocasionaba ningún sufrimiento. Era, tal vez, lo mejor de su vida. Mari Loli se limpió los ojos y se sonó.
âY dormir, ¿qué tal duerme? âpreguntó la doctora, que habÃa estado escuchándola con muchÃsima atención.
Mal. DormÃa muy mal, le dijo Mari Loli, inundada de gratitud. No se atrevió a contarle el engorro de la sesión continua de su cerebro. Sólo que pasaba muchas horas despierta, dando vueltas y vueltas a las pegas de su vida.
La doctora se puso a escribir en un papel. Era una receta.
âCada noche se toma una de estas pastillas antes de irse a la cama. La ayudará a estar menos angustiada y podrá dormir mejor. Dormir bien es fundamental para que le duelan menos las cervicales.
Luego la miró como si quisiera decirle algo pero le faltase valor. Al final, arrancó:
âMe imagino que no dispone de mucho tiempo libre, ¿verdad?
Mari Loli movió la cabeza. Sintió cómo todos los huesecitos del cuello crujÃan con ese movimiento.
âLe convendrÃa encontrar algún ratito para usted. Por ejemplo, para hacer natación âla doctora se fue animandoâ. Seguro que en su barrio debe de haber algún polideportivo municipal. ¿No podrÃa ir a la piscina cada semana, aunque fueran dos dÃas, incluso uno solo? SerÃa bueno para sus cervicales, pero también para distraerla de su preocupaciones. Además, la ayudarÃa un poco a controlar el peso, porque deberÃa usted tratar de bajar algunos kilos. Eso tampoco es conveniente para su columna vertebral.