Anoche soñé contigo (42 page)

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Authors: Gemma Lienas

—¿Qué te pasa, hija?

—Nada. No me pasa nada. Estaba pensando en el oficio que han elegido ésas —y señaló a la chiquilla rubia de la mesa contigua.

—Ésas no han elegido nada.

—¿Entonces?

—La miseria no deja mucho espacio para elegir. Tú y yo somos afortunadas de contar con un trabajo y, a malas, con amigos o una familia que nos pueden echar una mano. Las hay que no tienen ni eso. Y, desde luego, estas de aquí todavía están peor. Probablemente son esclavas sexuales traídas de la Europa del Este.

—¿Esclavas sexuales? ¿La Europa del Este? —preguntó Mari Loli.

—Hija, tú no lees nunca los periódicos, ¿verdad?

—No. No me da tiempo —se excusó Mari Loli.

—Bueno, por lo menos sí habrás oído hablar de los países de la Europa del Este y su régimen comunista.

Eso a una le sonaba.

—¿Y de la caída del muro de Berlín?

Sí, eso también sabía que había ocurrido.

—Bueno, pues estos países han cambiado ahora de sistema político, se han abierto a Europa, aunque todavía les queda mucho camino que recorrer. En algunos de estos países la economía está mal, por lo que, a menudo, a base de prometerles buenos trabajos, consiguen sacar de esos países a chicas jóvenes y guapas, vendidas, luego, para trabajar como prostitutas en los países ricos europeos.

Mari Loli la miraba horrorizada, sin creer que fuera verdad.

—¿Lo dices en serio, Estrella?

—Claro.

—¿Y los tíos que se las cepillan lo saben?

Estrella se encogió de hombros.

—No sé si todos conocen ese tráfico sexual, pero de lo que puedes estar segura es de que cualquier hombre que va con una prostituta se aprovecha de la miseria del personal.

—Y ellas ¿por qué no escapan?

—No seas boba, Mari Loli. ¿Adónde piensas que pueden ir? Sin dinero, sin papeles, sin saber una palabra del idioma del país... Además, ¿te crees que las mafias las dejan largarse fácilmente?

Mari Loli miró a la chica rubia con piedad. ¿Cuántos años tendría? ¿Cinco o seis más que María? ¡Joder! ¡Qué terrible podía ser vivir! Mari Loli notó cómo el pecho se le ponía un poco blandiblú. Observó a uno de los hombres, un tipo de pelo rubio bastante largo y enormes manazas que magreaban sin descanso a la chica. Quizás dos horas antes había comido con la familia para celebrar el cumpleaños de la hermana, que tenía la suerte de no ser una esclava sexual en manos de otro hombre como él. Tal vez, le había regalado un osito de peluche; tan pequeñita, tan inocente, su hermana.

Examinó las otras mesas. En ninguna había rastro de Manolo, pero el panorama era, aproximadamente, el mismo que en la cercana a la suya. Luego echó una ojeada a la barra, en la que se afanaba un camarero, mientras otro secaba una copa, despacito, despacito, como si no pusiera mucho empeño en ello, sin malditas las ganas de sacarle brillo, muy aburrido. Dos mujeres y dos hombres estaban sentados en los taburetes.

El camarero que secaba copas reparó en la mirada de Mari Loli. Dejó el paño sobre la barra y se dirigió hacia ellas.

—Ahí viene el camarero. ¿Qué le decimos de las entradas?

—Tú déjame a mí —respondió Estrella.

—¿Qué va a ser? —preguntó el camarero cuando estuvo junto a su mesa.

—A mí ponme un whisky.

—Yo quiero una cerveza.

—¿Las entradas?

—No las tenemos. Ahora vendrán nuestros novios con ellas —dijo Estrella.

El camarero se alejó hacia la barra y al cabo de unos minutos regresó con una bandeja y dos vasos. Colocó los dos vasos sobre sendos cercos de papel. Cuando Mari Loli levantó el suyo, desde el centro del cerco, un león la contempló con sus grandes ojos encarnados. ¿Y si se lo llevaba de recuerdo? ¿Y si lo ponía en el cajón de los calzoncillos de Manolo? Como quien dice: lo sé todo, imbécil. No. No tendría narices para hacerlo.

—¿Y vuestros novios tardarán mucho?

—No creo. ¿Por qué?

—Por nada. Porque dentro de unos minutos hay el siguiente pase.

—¿El pase de qué? —preguntó Mari Loli.

—Del espectáculo, claro.

—¿Ésas actúan? —preguntó Mari Loli señalando con la barbilla de modo indefinido a las mujeres del local.

—¿Ésas? —respondió con desdén—. Ésas sólo están ahí para que los clientes beban mucho. Bueno, y si se tercia algo más, pues... para eso tenemos las habitaciones arriba.

Entonces, si las habitaciones eran sólo para las prostitutas, Manolo y Angelines nada tenían que pelar allí ¿verdad?

—Oye —dijo Mari Loli, zalamera—, pero las habitaciones no serán sólo para las chicas y sus clientes, ¿no?

—No. Cualquiera las puede alquilar. Incluso, algunos clientes tienen una fija reservada.

A Mari Loli casi le dio un soponcio. De modo que hasta podía ser que Manolo tuviera habitación a su nombre en aquel sitio...

El camarero preguntó:

—¿Son camioneros vuestros novios? ¿O comerciales?

Le respondieron a la vez:

—Camioneros —dijo Mari Loli.

—Comerciales —dijo Estrella.

Parecía que el hombre le había encontrado gusto a charlar con ellas.

—Me parece que te llaman —le avisó Estrella.

—Es verdad. Os dejo, chicas, que os divirtáis —respondió levantando una mano.

—Las seis —dijo Estrella señalando la esfera de su reloj—. Eso está al caer.

¡Como si la hubieran oído...! Se apagaron todas las luces. Las conversaciones se convirtieron en un murmullo. Se oyó ruido en la pista, y Mari Loli se esforzó por ver algo, pero sólo alcanzó a distinguir una silueta inmóvil.

—Señoras y señores —dijo una voz cazallosa a través de los altavoces, que crepitaban con crujidos de hoguera—, ¡con ustedes...

Una pausa efectista y la voz acabó:

—... el striptease del Malvaloca!

¿El Malvaloca? ¿No: la Malavaloca? ¡Jope! ¿Sería posible? No se hubiera figurado ni en mil años a un tío haciendo estriptis. ¿Y quién quería ver a un tío desnudo...? Bueno, ¿y por qué no? Ella, por ejemplo, estaba dispuesta. ¡Dispuestísima, vamos!

Dos haces de luz blancos y brillantes procedentes de los reflectores del techo, en extremos opuestos, se concentraron en un único círculo sobre el Malvaloca.

El público aplaudió y silbó.

—¡Joder! —exclamó Mari Loli—. ¡Un maricón!

¡Qué mala suerte la suya! Para una vez que iba a un estriptis, no sólo le tocaba un hombre sino que además era del otro bando. Aunque, claro, desnudo no tenía por qué ser distinto a los demás. Tendría su pito y su culito prieto y esas cosas que suelen tener ellos. Pero ¿lo enseñaría todo? A lo mejor no entraba dentro de las costumbres de los sarasas. Además, que el tipo parecía bastante viejo. Bueno, si no muchísimos años, tampoco tenía pinta de jovencito.

El Malvaloca, inmóvil bajo la ducha de luz, con la cabeza gacha, el rostro tapado por las alas de un sombrero cordobés y los brazos pegados al cuerpo, todavía permaneció unos segundos inmóvil, como dejándose contemplar.

Mari Loli pensó que parecía una marioneta. Buscó en el techo los hilos, inexistentes, que debían de mantenerlo en pie.

El Malvaloca movió la cabeza, y el ala del sombrero negro se inclinó hacia el techo. La luz le iluminó el rostro, delgado, con hondas arrugas en las mejillas. Parecía un trozo de barro en el que alguien, al arrastrar dos dedos, hubiera abierto esos dos profundos surcos. Las pestañas del Malvaloca se movieron como las alas de una mariposa. ¡Qué barbaridad! ¿Cómo podía el hombre abrir y cerrar los párpados con aquel ritmo si por fuerza tenían que pesarle una burrada las exageradas pestañas postizas? Su boca, violentamente roja, parecía una guinda y estaba prieta y arrugada como el culo de un perro. El reboce del maquillaje disimulaba a duras penas la barba naciente.

Iba vestido como un bailador de flamenco. Unos pantalones negros, de talle bajo, muy ajustados. Pero, aunque le quedaban como un guante, no se le marcaba nada: ni culo, que por lo visto no tenía; ni polla, que si tenía estaba bien escondida; ni ropa interior, que a lo mejor no llevaba. El ombligo, al aire, por encima de la cintura del pantalón y por debajo del aparatoso nudo que cerraba la camisa. Porque la camisa, de color rosa-caramelo-de-fresa y estampada con grandes lunares negros, estaba sin abotonar, anudada por debajo de las tetillas. Los pies descalzos. En la mano derecha, un abanico cerrado.

Sonaron los primeros compases. Las notas se arrastraban, sincopadamente. Mari Loli sintió que sus caderas empezaban a agitarse solas. Era un chotis: el ritmo y el organillo no dejaban lugar a dudas.

El Malvaloca comenzó a moverse lentamente, a bailar con una pareja imaginaria sobre una baldosa pequeña, también imaginaria. Se meneaba con gracia. A una no le hubiera importado saltar a la pista, sobre aquella baldosa, entre los brazos de aquel pedazo de hortera. Aunque fuera un callo, achacoso y decrépito, sólo por bailar un ratito, lo que hubiera dado una. ¡Ay!

Mari Loli bebió un trago largo de cerveza y se abandonó a la voz que los altavoces chisporroteantes difundían por la sala.

 

Aaaaunque yo me me yamo Peeepe

como es púuublico y notoooorio...

 

¡Ras! Abrió el abanico. Bordados rojos y dorados sobre un fondo negro. Se puso el abanico delante de la boca. La mariposa de sus ojos aleteó varias veces. ¡Ras!, con un golpe de genio, cerró el abanico de nuevo.

 

... y además de ser tasista

es mi nombre populaaar.

 

Al llegar a ese punto, el Malvaloca se quitó el sombrero. Una calva reluciente brilló bajo los focos.

 

Como tengo esta figuuura...

 

La reinona movió el sombrero desde su pecho hasta el trasero, resiguiéndose el perfil, para que el respetable se fijara en el percal.

 

... y esta faaama de tenooorio,

en mi barrio, que es castizo,

me conocen por don Juaaaaaan.

 

El sombrero cordobés del Malvaloca rodó por el escenario y el público aplaudió aquel primer descaro.

De pronto la música cambió de ritmo. ¡Caray! Si aquello era un cha-cha-chá..., se dijo Mari Loli notando que sus pies se movían solos.

 

Yo me peino, cha-cha-chá,

con gasolina, cha-cha-chá,

 

Se tocaba la calva reluciente con el abanico cerrado y el respetable reía con ganas, a la vez que coreaba: cha-cha-chá.

 

... me saco brillo, cha-cha-chá,

con valvulina, cha-cha-chá...

 

Al ritmo de los cha-cha-chás, el Malvaloca había ido desanudando la camisa. Ahora las puntas caramelo-de-fresa caían lacias sobre el ajustado pantalón, dejando al descubierto el pecho prieto y canela. El mariposón, ¡ras!, abrió el abanico y se tapó las tetillas.

—¡Quita, quita! —gritaron los espectadores, que parecían controlar bien las distintas fases del espectáculo.

El Malvaloca dirigió una media sonrisa —la primera— al público, y cerró el abanico. ¡Ras!

 

... y con los codos, cha-cha-chá,

llevo el volante, cha-cha-chá...

 

Doblaba los brazos, con los pulgares hacia la clavícula, los codos sobre un volante imaginario, se ponía de espaldas al público y meneaba el culo y las caderas con gracia femenina.

 

... y aunque me canto el cha-cha-cháaa,

pero es el choootis lo que a mí me vaaaa.

 

Otra vez cambiaba el ritmo de la música y reaparecía el organillo. El Malvaloca adoptaba de nuevo las maneras arrastradas y desdeñosas de un chulapón.

 

Que yo soy Peeepe, Peeepe, el tasista...

 

Ahí el Malvaloca se quitaba la manga derecha de la camisa. En el verso siguiente, la izquierda.

 

... que está del tasis enamorao.

Porrrque, señores, es un oficio,

el que yo tengo, que está sembrao.

 

La camisa caramelo-de-fresa se balanceaba sobre el índice del Malvaloca.

El público se balanceaba al ritmo de la canción y de la camisa. Alguien gritó:

—Tírala ya.

El Malvaloca contestó:

—A ti te voy a tirar, monada.

Risas, aplausos. El mariposón hizo volar la camisa, que cayó en el escenario, cerca del sombrero cordobés.

 

Y cuando alguuuna me dice: Pepe,

¿está usted liiiibre por un casual?

Bajo la bandera y la digo: guapa,

suba, usteeed, que estamos libres

y el servicio es regalao, pagao.

Yo me peino, cha-cha-chá,

con gasolina, cha-cha-chá,

me saco brillo, cha-cha-chá,

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