Anoche soñé contigo (38 page)

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Authors: Gemma Lienas

Olga suspiró. Si consideraba los celos como un sentimiento de recelo al temer, sospechar o saber que el amor de quien amaba debía compartirlo con una tercera persona, lo suyo no podían considerarse celos. Nada de Jorge tenía; nada estaba obligada a repartirse con Cloe. Recordó, entonces, una de las máximas de François de La Rochefoucauld: «En los celos hay más amor propio que amor.» Por mucho que le molestara, reconocía que ésa era una parte del problema. No hubiera soportado pedirle las fotos a Cloe y admitir, así, el agravio de Jorge. Pero no sólo era orgullo herido, en cierta medida era, también, la pérdida de ese sentimiento anticipado de plenitud y alegría que un mensaje de él le hubiera proporcionado. Puesto que nada temía perder porque nada tenía, quizás su estado de ánimo no guardaba relación con los celos sino con la envidia. Sentía un profundo dolor —también mucha ira; no iba a engañarse— por algo que Cloe había recibido y ella, no.

¿Envidia o celos? ¿Amor u orgullo herido? ¿Emoción desbordada o autoestima a ras de suelo? Olga nunca había experimentado algo parecido al sentimiento que ahora la inundaba y no era capaz de analizar. El timbre del teléfono la sacó de sus reflexiones. Era una llamada interior.

—¿Te molesto, Olga?

—No, Marina. Dime.

—¿Recuerdas que esta noche hay una conferencia en la Academia de Ciencias?

Sí, algo le sonaba aunque no conseguía recordar gran cosa —ni el título o el tema, ni al conferenciante—, excepto que coincidía con el horario de su irrenunciable curso de yoga. Aunque la hubiera dado el mismísimo Stephen Gould, no hubiera ido a escucharlo.

—Vagamente —contestó.

—Sí, mujer —aclaró Marina—, una charla sobre la crisis de la biodiversidad. El conferenciante es Antonio Arrás.

—¡Ah! Sí... ¿Y bien?

—Pues, que le había prometido asistir en nombre del instituto, pero me es imposible. Hoy, precisamente, tengo una reunión con Vidal para enseñarle los cambios que he introducido en el artículo del
Journal of Science
.

—¡Marina! ¿No habías dicho que no lo comentarías con nadie, ni siquiera con él?

—Mmm... Tienes razón, pero ya conoces el dicho: no se puede decir de esta agua no beberé, ni este cura no es mi padre, ni este cabrón no estará en el tribunal de mis próximas oposiciones.

A Olga, la frase, muy manida entre científicos, siempre conseguía arrancarle unas carcajadas, pero esta vez ni siquiera le esbozó una sonrisa en los labios.

—Bueno, ¿y qué es lo que quieres?

—Pedirte que asistas tú en mi lugar.

—¡Marina...! Me fastidias el yoga.

—Ya lo sé, y cree que lo siento, pero se lo debemos a Arrás, ¿recuerdas?

—Sí, lo sé, pero ¿no puedes pedírselo a Silvia o a Miguel? —preguntó Olga con leve acento de mártir.

—Miguel no está. Se fue a Noruega a ver a los de Statoil. ¿No te habías enterado? Si lleva una semana fuera... ¿Qué te pasa, Olga? Últimamente resultas impermeable a la vida del instituto.

—Nada. No me pasa nada. ¿Y Silvia? ¿No puede ir ella?

—Silvia... El caso es que, probablemente, Silvia irá pero en misión extraoficial, acompañando a otro científico. No podemos contar con ella.

Olga quedó envarada al oír la respuesta de Marina. ¿Silvia iría a la conferencia?¿Quién sería el colega? Quizás se tratase de Jorge, al que Olga podía suponer interesado en el tema. Probablemente el geofísico le había pedido a la bióloga que asistiese con él... Esa idea la molestó porque notó cómo otra vez la locura de los celos anidaba en su mente. ¡Basta de pensamientos absurdos! Tenía por lo menos dos razones para no querer asistir a la conferencia: su yoga y, aunque fuera una idea irracional, la posibilidad de que estuviera Jorge, solo o acompañado por Silvia.

—No. Me es imposible.

—Olga, por favor, no me hagas esta faena.

Discutieron durante unos minutos, hasta que Marina pudo con la resistencia de Olga.

—Eres un ángel —dijo Marina.

¡Eres imbécil, Monegal!, se dijo ella al colgar. ¿Nunca aprenderás? Hay que saber decir no con firmeza. ¿Por qué entre que se fastidien los demás o fastidiarte tú, te prefieres a ti como víctima? Por ayudar a la gente siempre te acabas jorobando tú. No tiene ningún sentido. A saber qué ocurriría si encontraba a Jorge. Menudo mal rato...

Pasó por el despacho de Marina a recoger la invitación.

En el metro abrió el sobre y leyó el programa. A las veinte horas, en la Academia de Ciencias, el doctor en biología Antonio Arrás hablaría sobre la crisis de la biodiversidad en una conferencia cuyo título era «Sobre paraísos perdidos y especies extinguidas». Al término de la conferencia, la
mezzosoprano
Montserrat Riera interpretaría tres
lieder
de Schubert con letras de Goethe. Para finalizar, se serviría champán con canapés.

Llamó a Alberto para avisarle de que llegaría tarde y asegurarse de que estaría él en casa para cenar con los niños.

Después de reconocer de mala gana que, efectivamente, quería ponerse guapa por si se topaba de bruces con Jorge y de pasar quince minutos en elegir la ropa y casi veinte en vestirse y maquillarse un poco, salió de casa. Se contempló en el espejo de cuerpo entero del ascensor, desde la gargantilla de nudo marinero hasta las merceditas negras de tacón ancho. Se había puesto un traje de chaqueta negro, de corte minimalista, y un
body
de blonda negro y gris, regalo de Susana y Teresa un año atrás y que no había tenido valor de utilizar más de tres veces. Abrió la chaqueta y se observó con ese
body
, una pieza tan ajena a su vestuario habitual... Era bonito, era sexy, era carísimo, moldeaba su cuerpo de maravilla, ponía de relieve sus pechos, pero no se sentía ella.

La sala de conferencias no estaba llena por completo, aunque no era extraño porque faltaban todavía unos quince minutos para el comienzo de la charla. Echó un vistazo precipitado por miedo a encontrarse con los ojos de Jorge o de Silvia, también a la caza de personas conocidas. A simple vista, no vio a ninguno de los dos. Envalentonada, decidió avanzar por el pasillo central. ¡Ah! ¡Allí estaba, en la segunda fila! Él, por lo menos. De Silvia, ni rastro. Se paró, impresionada, a mirarlo con detenimiento. El corazón le latía con rapidez. ¿Era él o no? La chaqueta de ante era la suya. Seguro... Ahora se ponía de perfil para hablar con su acompañante. No. No era él. El perfil, la nariz, eran muy distintos a los de Jorge. Además, no llevaba gafas. Se tranquilizó. Sus ojos siguieron resbalando por las butacas, por las cabezas. Vio a muchas caras conocidas del mundo de la investigación. Por fin, convencida de que ni Jorge ni Silvia habían ido, fue a sentarse en la última fila. Se quitó la chaqueta y la colocó sobre sus rodillas. Luego sacó el programa del bolso fingiendo interesarse en él.

Olga notaba a través de las medias el contacto cálido del asiento. Eran butacas antiguas, de madera oscura, con brazos y respaldos historiados, tapizadas con terciopelo rojo y orladas con un galón dorado. Eran cómodas, casi tranquilizadoras. También lo era la atmósfera de la sala, de altos techos artesonados, suavemente iluminada por globos blancos. Olga sintió mecerse en el arrullo de las conversaciones a media voz que flotaban como nubes sobre su cabeza. Se adormeció... Despertó con una cabezada espasmódica.

—Señoras, señores, buenas tardes. Bienvenidos a la sesión académica del mes de mayo...

Después de agradecer las palabras con las que había sido introducido, Antonio Arrás empezó su conferencia centrándose en el significado de la palabra biodiversidad.

—¿Cuántas especies hay en la Tierra? —se preguntaba, retóricamente—. Para racionalizar el tema de la extinción de especies deberíamos disponer, para empezar, de un inventario de ellas. Sin embargo, esto constituye el primer escollo: tal inventario no existe. No sólo ignoramos el nombre de muchas de las especies sino que ni siquiera conocemos su número. Actualmente, han sido descritas y tienen un nombre científico de acuerdo con los códigos internacionales de nomenclatura biológica cerca de un millón y medio. De la mayor parte, pongamos un noventa por ciento, sabemos poco más que eso.

¡Cuántas Olgas, cuántas Cloes tendrían que trabajar todavía para conseguir un catálogo de todas las especies, que, según Arrás y en virtud de estimaciones prudentes, se cifraban en unos diez millones! Sólo habían sido descritas un millón y medio; quedaba, pues, todavía una tarea ingente por hacer. Calculada en años, según Arrás, duraría unos seiscientos cincuenta. Calculada en especialistas que dedicaran su vida a ello, se necesitarían veinticinco mil.

Seguía con un dato que ponía los pelos de punta: el ritmo de descripción de especies era de trece mil al año, mientras que el de extinción, de diecisiete mil. Decía que algunos científicos, con cruel espíritu irónico, sostenían que sólo era preciso esperar para ahorrarse trabajo de clasificación.

Luego, Arrás contó cómo la destrucción de hábitats era el fenómeno más importante vinculado a la extinción de especies. Aunque no era el único, por supuesto. Otra de las causas era la contaminación.

—Y la tercera causa es el desplazamiento de especies por otras introducidas artificialmente. Existen casos muy conocidos que ilustran este problema. Por ejemplo, el de los peces cíclidos del lago Victoria, en África ecuatorial.

Los cíclidos, la fauna de las aguas dulces tropicales, algunos de ellos tan conocidos en nuestros acuarios, pensó Olga.

—En 1959, los colonos ingleses tuvieron la ocurrencia de introducir la gran perca del Nilo en este lago, para estimular la pesca deportiva. Lo consiguieron; una presa que puede llegar a tener casi dos metros de longitud era capaz de hacer las delicias de los colonos. Sin embargo, la presa de los pescadores se convirtió en el más feroz de los depredadores de los cíclidos del lago Victoria. La perca del Nilo ha extinguido diversas especies autóctonas, y se estima que acabará por causar la desaparición de más de la mitad de los cíclidos endémicos del lago.

Contaba Arrás que en el pasado geológico había habido extinciones masivas de especies, seguidas de períodos de especiación rápida, lo que sugería la capacidad de recuperación de la biosfera frente a una catástrofe de este tipo. Contaba cómo, a través de los sedimentos marinos, se había podido estudiar la magnitud de tales extinciones y señalaba cuáles habían sido.

—En general, estas extinciones fueron lentas y la desaparición de las especies fue un goteo que se prolongó a lo largo de miles de años. Ésta es precisamente la diferencia entre aquéllas y las que se dan ahora: la velocidad de extinción es ahora incomparablemente más alta.

Continuaba Arrás contando que la extinción de especies era, en gran medida, resultado de la acción antrópica.

Es horrible, se dijo Olga, que la humanidad sea culpable. Y, lo que es peor, somos más rápidos matando que estudiando.

Las consecuencias de la crisis de la biodiversidad eran múltiples: alteraciones en cascada en los ecosistemas, pérdida de diversidad genética...

—En realidad, otra forma de ver la biodiversidad es considerarla como un banco genético inmenso, sobre el cual la naturaleza realiza sus experimentos evolutivos. Parece claro que un banco empobrecido limitará las posibilidades de experimentar y de responder con éxito a situaciones cambiantes y nuevas. Es decir, limitará las posibilidades de evolucionar. No es una cuestión trivial.

El público celebró con un cálido aplauso el final de la exposición. El coloquio duró unos veinte minutos, durante los cuales Olga se perdió en sus propios pensamientos. Era tan curioso, tan contradictorio, que la humanidad se esforzase en la ingeniería genética, en modificar cereales para que fueran resistentes a las distintas plagas, en clonar terneros... y, sin embargo, no hiciera nada por detener la destrucción de las especies.

El presentador clausuró el acto y tanto él como el conferenciante se retiraron. Una mujer joven se sentó al piano. Olga buscó el nombre de la
mezzosoprano
en el programa, mientras ésta, que había aparecido en el estrado y se había situado cerca de la pianista, era recibida con una ovación. Montserrat Riera era el nombre de la cantante y
Margarita en la rueca
, el del primer
lied
.

El piano hiló los primeros compases iguales, rítmicos, circulares, y Olga se sintió entrar lenta, cadenciosamente, en el ritmo de una rueca. Cuando la voz de la
mezzosoprano
se añadió al piano, el cuerpo de Olga había formado un círculo que, mágicamente, rodaba y rodaba.

 

Mi paz se ha ido,

me pesa el corazón.

Nunca más

la encontraré.

 

La música, mucho más que los versos tristes, constituían el núcleo de la profundidad emocional del poema. No era de extrañar la disconformidad de Goethe con esta composición en la que el piano robaba protagonismo a la letra. Olga pensó en lo furioso que debió de ponerse el escritor, que ya había demostrado su particular visión en lo tocante a musicar sus textos al aprobar la blanda melodía con que una compositora de la época acompañó su poema
El rey de los alisos
. ¡Qué curioso que pudiera parecerle apropiada una música meliflua para un poema que relata un cruel infanticidio! Olga se estremeció de angustia. Como madre, el mito del ogro le resultaba peor que el de Fausto. Pensó en Édgar y en María, y tuvo la sensación de que, en los últimos tiempos, les había dedicado poco espacio mental. Y, sin embargo, los quería mucho, muchísimo.

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