Anoche soñé contigo (55 page)

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Authors: Gemma Lienas

Las compras excedieron en dos camisetas y unas sandalias a los previstos pantalones.

—Mamá, estás despendolada, ¿sabes?

—Bueno, pues aprovecha, que eso no sucede a menudo. ¿Por qué no te quedas también este vestido?

—Mamá, por favor, no quiero llevar ni faldas ni vestidos. Ya lo sabes: sólo pantalones.

Sí, lo sabía, y era mejor no llevarle la contraria. Acuérdate, Monegal, desde pequeña María siempre ha tenido las ideas muy claras y las ha defendido con las uñas. Al final, acababa por imponer su voluntad, aunque sólo fuera porque el contrario se rendía de puro aburrimiento.

Cargadas de bolsas, se sentaron las dos en el restaurante de comida rápida. Al poco, apareció Édgar.

—¡Hola! —dijo—. Está muy bien que te hayas decidido a contaminarnos un poco con productos de desecho, mami. María y yo empezábamos a tener miedo de ser considerados especies en vías de extinción.

—Sí —añadió María—, creemos que ya el ayuntamiento está preparando un plan para protegernos. Purívoros, nos llaman.

—Anda, dejad de hacer el payaso e id a por un poco de contaminación estomacal.

—¿Qué te pedimos?

—Me da igual. Lo que vosotros decidáis. Supongo que todo sabe del mismo modo.

La comida transcurrió agradablemente entre hamburguesas, cucuruchos de patatas fritas y vasos grandes llenos de coca-cola, aunque hubo un conato de incendio, sofocado casi de inmediato por el humor bonancible de Olga. Édgar se empeñó en contarle lo absurdo de haberlo matriculado, sin previa consulta, al maldito curso de inglés.

—Siento decírtelo, mamá, pero igual es dinero tirado.

—Pero ¿por qué?

—Todavía no te lo puedo contar.

—Bueno, pues, cuando estés autorizado a desvelar el secreto, hablaremos de ello —respondió Olga, convencida, sin embargo, de que poco habría que discutir: Édgar aterrizaría en Inglaterra. ¿Qué razón podía haber para que ello no fuera así? Además, sólo les faltaría relajar más aún la disciplina.

Después de aquel período en que su hijo fue asaltado por una actividad febril frente al ordenador, había reaparecido el Édgar familiar, pegado a su walkman, soñando argumentos de novela, tumbado en la cama. Y lo que era peor, en opinión de Olga, el olor de marihuana había renacido en la habitación del futuro escritor. ¿Se creería que la hierba iba a activarle las neuronas, a engrasarle los circuitos y a favorecerle la inspiración? En fin ¿qué otro remedio podía quedar que mandarlo al curso de lengua? Sólo de imaginarlo indolente un día tras otro, se ponía enferma. ¡Nada, nada, a ver si los ingleses lo desasnaban!

—Venga, vámonos —concluyó Olga al cabo de un rato de sobremesa—. Quiero llamar a papá.

—¡Qué guay eres, mamá! ¿Tú sabes que existen unos teléfonos, llamados móviles...?

Olga no lo dejó terminar.

Al entrar en casa, se dirigió a su habitación, se quitó los zapatos y se sentó en la cama. Marcó el número de Omega. Quería ofrecerle su ayuda a Alberto. Se sentía mal con ella misma por no haberlo hecho antes, por haber estado comiendo con sus hijos sin tener en cuenta que él, probablemente, la necesitaba más en un día como ése. Debiera haberle brindado apoyo desde buena mañana. Aunque Alberto no lo manifestase, seguro que estaba un poco ansioso por que todo se desarrollase impecablemente por la tarde.

—El doctor Jordano no está. Ha salido a comer fuera y ha dicho que regresaría hacia las cinco. ¿Le dejo algún recado?

—No, no hace falta. Gracias.

De modo que había salido y no regresaría hasta una hora antes de la inauguración... ¿No andaba liadísimo con los preparativos? ¿Habría salido solo o acompañado? ¿Con gente del centro o habría aprovechado para verse con Teresa? Seguro que con ella, claro. Desde luego, Alberto mentía cada vez un poco mejor. Ahora, ni siquiera Olga, que tan bien lo conocía, era capaz de percibir su falsedad.

No resistió la tentación de llamar a casa de ella. Le salió el mensaje del contestador automático. Colgó el aparato, pensativa. Eso no demuestra nada, Monegal. Sólo sabes que Teresa y Carlos no están en casa a la hora de comer. Punto.

Aun con todo, la idea ya había taladrado su cabeza y andaba dando vueltas por su cerebro. Probablemente, tal como ella había supuesto, Alberto estaba nervioso con el lío de la inauguración. Su perfeccionismo exacerbado debía de llevarlo a temer que algo no saliera conforme a sus planes. Entonces, necesitado de un asidero, habría llamado a Teresa. Quizás ella actuaba como un ansiolítico. Se los imaginó comiendo en algún restaurante cercano a Omega. Luego pensó que se equivocaba. No estaban en la mesa, sino en la cama, y lo que dejaría tranquilo el ánimo de Alberto sería el sexo. Un buen polvo era el mejor ansiolítico. ¡Maldición! ¿Dónde quedaba ya su complicidad para hacer frente juntos a cualquier situación difícil? Y ella, con problemas de conciencia por sus ensoñaciones con Jorge... ¡Uf!

Empezó a prepararse para el acto de la tarde. Le apetecía arreglarse un poco, sobre todo porque la frase de Susana referida a su aspecto escasamente femenino martilleaba su orgullo. Abrió su armario para elegir la ropa. Susana tenía razón. Nunca se había preocupado mucho de su apariencia y ahí delante colgaban las pruebas evidentes del delito: camisas de algodón a rayas, pantalones de corte vaquero, chaquetas sobrias... negros, grises, algún beige y algún tostado. Apenas ningún signo de alegría, frivolidad o locura. ¡Ay, Monegal! Y pensar que tienes valor para juzgar el aspecto de Marina, recatado y gazmoño. O el de Teresa, sofisticado. O el de Susana, tan alocado, con su pelo rubio platino.... Deberías dejarte de juicios acerca de los demás y observarte críticamente a ti misma, ¿no crees? ¿Acaso no tienes una tendencia excesiva a enjuiciar y censurar mentalmente a los demás? ¿Acaso no es este comportamiento otra forma de defensa?

Como si esa idea hubiese sido un alfiler penetrando en un globo, se sintió perder gas. Se mareó. Trastabilló. Se sentó en la cama, a recuperarse. ¿Sería posible que la llevase a juicios envarados esa jaula rígida en la que se metía por miedo a perder el control, por miedo a andarse por las ramas de la vida en lugar de aterrizar en el centro mismo de ella? La conversación con Susana había resultado un revulsivo, no sólo en lo tocante a Jorge sino, sobre todo, en lo que se refería a su propia forma de ser. Además, le había sido útil, también, para mirar de frente otros aspectos de su personalidad. El control de su emotividad, por ejemplo. ¿No te das cuenta, Monegal?, te proteges de analizar tus sentimientos a base de racionalizar cualquier emoción, a base de trasladarlo todo a un plano puramente intelectual. Aunque le doliera, estaba obligada a admitir que era cierto. ¡Tantas veces había pensado en la incapacidad de Teresa para analizar y expresar sus emociones, y, finalmente, ella misma se comportaba de modo parecido! Y también había tachado a Miguel de rígido, acusándolo de mantener mala relación con sus compañeros de instituto, cuando en realidad ella también carecía de flexibilidad. Era cierto que pesaban sobre ella las enseñanzas aprendidas de la mano de su padre y de sus abuelos, a partir de la muerte de su madre: la obligación antes que la devoción. A fuerza de creer en ello, a fuerza de poner a prueba su voluntad para ordenar su vida de acuerdo con esa máxima, ya no sabía dónde se encontraba. Tal vez es el momento de revisar ciertas creencias, ¿no, Monegal? ¿O tal vez se animaba de ese modo para justificar su comportamiento con Jorge? No. No era eso. Por lo menos, no era sólo eso. Era el derrumbe de su dique el que la obligaba a mirar hacia aquella dirección. Sin su dique de contención, el mar de dudas de su personalidad invadía la tierra firme, y ella ya no se sentía segura de nada. Lo único evidente era la irreversibilidad del proceso. El dique al que siempre se había agarrado había desaparecido. Olga flotaba en sus dudas eternas y, si no quería morir ahogada en ellas, tenía que actuar. ¡Actuar!

Movió la cabeza. Bueno, a ver qué se ponía. Porque, desde luego, en el armario colgaban sus uniformes habituales y eso, ahora, ya no tenía remedio. Optó por un pantalón de hilo negro, una camisa de seda estampada en blanco y negro y una chaqueta negra. Quizás deberías ir pensando en comprar alguna pieza más desenfadada. Y en cambiar el peinado, como te sugirió Susana. ¿Seguro? ¿No serían demasiados cambios de una sola vez?

Llegó al Centro Omega un cuarto de hora antes de la inauguración. Aunque le incomodaba encontrarse con un Alberto recién salido de la cama con Teresa, no se veía capaz de presentarse a la hora en punto, como si fuera una invitada más a la recepción. Tantos años de complicidad merecían una pequeña atención, ¿o no?

Se dirigió al despacho de él. En la antesala, se encontró con su secretaria, que la saludó y avisó a Alberto por el teléfono interior.

—Puede pasar, señora Jordano.

—Gracias, Laura.

Alberto estaba sentado y se levantó al verla entrar.

—Hola, Olga.

—Hola. ¿Cómo estás? ¿Muy nervioso?

El timbre del teléfono se adelantó a la respuesta de Alberto.

—Razonablemente nervioso. —Hizo un gesto con la mano, indicándole que se sentase en la butaca, al otro lado de su mesa, mientras él descolgaba el aparato—. ¿Sí, Laura? Sí, pásamelo... Hola, ¿cómo estás?... Nada, en diez minutos...

Olga observó con curiosidad el despacho de Alberto, que no había pisado, antes, más de dos veces. Las dos anteriores era todavía un despacho moderno, elegante y cómodo, pero sin personalidad: una mesa de trabajo, otra de reuniones, ambas de una madera rojiza muy cálida, grandes butacas tapizadas en cuero negro y un ordenador portátil. Ahora, sin embargo, el espacio había cambiado, habitado por el espíritu de Alberto. ¿O sería gracias al sentido estético de Teresa que unas finas esteras de color gris cubrían la ventana? Y esa alfombra de tonos rojizos bajo la mesa de reuniones. Y, sobre todo, esas fotografías, sin duda obra de Carlos.

Olga se levantó para observarlas mejor. Efectivamente, firmadas por Carlos, aunque poco habituales en su catálogo, centrado en la figura humana. Cierto que, en el despacho de Alberto, mal hubieran encajado una fotografía de un hombre, de una mujer o de alguna criatura, y, sin embargo, dos moléculas de ADN resultaban muy acertadas. Ambas fotografías tenían el mismo formato, un rectángulo de grandes dimensiones. Sobre fondo negro. En una, dos largas cadenas de nucleótidos, en color violeta, formando una doble hélice que se mantenía unida mediante las bases nitrogenadas, esas estructuras de bolas y enlaces, azules, rojos, grises y plateados, que recordaban el Atomium de Bruselas. En la otra, la misma imagen con distintos colores: amarillo, verde, turquesa y plateado para las bases nitrogenadas, fucsia para las dos cadenas de nucleótidos.

—¿Te gustan? —preguntó Alberto, yendo a ponerse junto a ella.

—Mucho. Como todas las de Carlos...

—Sí —la interrumpió Alberto—, deberíamos ir saliendo. Hay ya un montón de gente esperando.

La sala de actos bullía de gentes diversas: desde personas vinculadas al mundo de la medicina o la investigación hasta periodistas de distintos medios. También el personal del centro había acudido a la inauguración.

—Siéntate aquí. —Alberto le indicó una de las butacas de la segunda fila—. La de al lado está reservada para Teresa.

Olga se quedó helada. ¿Iba a tener que compartir la inauguración con Teresa sentada a su lado? Aún no había encontrado la fórmula para reaccionar, para librarse de la compañía de ella, cuando ya Alberto la dejaba para subir al estrado. Se sentó, estupefacta.

Unos minutos más tarde, la sala estaba en silencio, Alberto empezaba a hablar y Olga respiraba aliviada porque Teresa no había aparecido. ¡Menos mal! Había tenido la educación o el sentido común —que Alberto parecía haber extraviado— de renunciar a la invitación.

—Señoras y señores, en nombre de los responsables del Centro Omega y en el mío propio, les doy la bienvenida al acto de inauguración. Ustedes saben que la idea de crear un centro de producción de radionúclidos emisores de positrones...

—Perdona, ¿me dejas pasar? —le susurró Teresa arrimándose a su fila de asientos.

Olga movió sus piernas hacia un lado y luego hacia el otro para dejarle espacio. Mientras pasaba casi por encima de su regazo, Olga no pudo dejar de observar la sobria elegancia del vestido color marfil de Teresa. Un vestido largo hasta debajo de las rodillas, con dos finos tirantes y un escote profundo, que ella lucía sin ninguna incomodidad. Olga maldijo sus pantalones negros.

Teresa se sentó a su lado concentrada en las palabras de Alberto. Olga sólo podía prestarle atención a un pensamiento obsesivo: ¿qué estaba haciendo Teresa allí?; ¿en calidad de qué estaba invitada al acto? Cuando, por fin, volvió a prestar atención a su marido, se enteró: les habían concedido la ayuda solicitada para el estudio de situaciones de rechazo en prótesis, evaluando los resultados con tomografías de emisores de positrones y utilizando el fluoro-desoxi-glucosa como radiofármaco. ¡Menuda excusa tan buena habían hallado los dos!

 

 

Se sentía contenta. Más que contenta, feliz, por haber sido capaz. Tan feliz que procuraba no pensar en lo que le esperaba en el futuro inmediato, en el mal rato que iba a pasar. Se sentía satisfecha de ella misma. Bien hecho, Monegal, así me gusta; que hayas tenido valor. En realidad, había sido más sencillo de lo que ella hubiera anticipado. Sólo había tenido que recuperar el espíritu juguetón que la poseyó cuando determinó con obstinación agasajarse con su baño klimtiano. Ella, que siempre había abominado de ese yo oscuro, imprevisible, domesticado a base de voluntad, se descubría invocándolo deliberadamente, y encantada de hacerlo. ¿No había dicho Susana que «audacibus fortuna iuvat»? Pues, claro... No iba a dejarlo para cuando fuera vieja —y ya no quedaba tanto—; era ahora o nunca. Suspiró satisfecha. Había sido ahora, porque ella así lo había decidido. ¡Cambio de imagen! Había pasado por una tienda de ropa y una zapatería y se había comprado un conjunto que, tan sólo diez días antes, no se hubiera atrevido a utilizar. Una vez en casa, aún cargada con las bolsas, había llamado a Susana para preguntarle cómo pensaba ir vestida.

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