Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Las compras excedieron en dos camisetas y unas sandalias a los previstos pantalones.
âMamá, estás despendolada, ¿sabes?
âBueno, pues aprovecha, que eso no sucede a menudo. ¿Por qué no te quedas también este vestido?
âMamá, por favor, no quiero llevar ni faldas ni vestidos. Ya lo sabes: sólo pantalones.
SÃ, lo sabÃa, y era mejor no llevarle la contraria. Acuérdate, Monegal, desde pequeña MarÃa siempre ha tenido las ideas muy claras y las ha defendido con las uñas. Al final, acababa por imponer su voluntad, aunque sólo fuera porque el contrario se rendÃa de puro aburrimiento.
Cargadas de bolsas, se sentaron las dos en el restaurante de comida rápida. Al poco, apareció Ãdgar.
â¡Hola! âdijoâ. Está muy bien que te hayas decidido a contaminarnos un poco con productos de desecho, mami. MarÃa y yo empezábamos a tener miedo de ser considerados especies en vÃas de extinción.
âSà âañadió MarÃaâ, creemos que ya el ayuntamiento está preparando un plan para protegernos. PurÃvoros, nos llaman.
âAnda, dejad de hacer el payaso e id a por un poco de contaminación estomacal.
â¿Qué te pedimos?
âMe da igual. Lo que vosotros decidáis. Supongo que todo sabe del mismo modo.
La comida transcurrió agradablemente entre hamburguesas, cucuruchos de patatas fritas y vasos grandes llenos de coca-cola, aunque hubo un conato de incendio, sofocado casi de inmediato por el humor bonancible de Olga. Ãdgar se empeñó en contarle lo absurdo de haberlo matriculado, sin previa consulta, al maldito curso de inglés.
âSiento decÃrtelo, mamá, pero igual es dinero tirado.
âPero ¿por qué?
âTodavÃa no te lo puedo contar.
âBueno, pues, cuando estés autorizado a desvelar el secreto, hablaremos de ello ârespondió Olga, convencida, sin embargo, de que poco habrÃa que discutir: Ãdgar aterrizarÃa en Inglaterra. ¿Qué razón podÃa haber para que ello no fuera asÃ? Además, sólo les faltarÃa relajar más aún la disciplina.
Después de aquel perÃodo en que su hijo fue asaltado por una actividad febril frente al ordenador, habÃa reaparecido el Ãdgar familiar, pegado a su walkman, soñando argumentos de novela, tumbado en la cama. Y lo que era peor, en opinión de Olga, el olor de marihuana habÃa renacido en la habitación del futuro escritor. ¿Se creerÃa que la hierba iba a activarle las neuronas, a engrasarle los circuitos y a favorecerle la inspiración? En fin ¿qué otro remedio podÃa quedar que mandarlo al curso de lengua? Sólo de imaginarlo indolente un dÃa tras otro, se ponÃa enferma. ¡Nada, nada, a ver si los ingleses lo desasnaban!
âVenga, vámonos âconcluyó Olga al cabo de un rato de sobremesaâ. Quiero llamar a papá.
â¡Qué guay eres, mamá! ¿Tú sabes que existen unos teléfonos, llamados móviles...?
Olga no lo dejó terminar.
Al entrar en casa, se dirigió a su habitación, se quitó los zapatos y se sentó en la cama. Marcó el número de Omega. QuerÃa ofrecerle su ayuda a Alberto. Se sentÃa mal con ella misma por no haberlo hecho antes, por haber estado comiendo con sus hijos sin tener en cuenta que él, probablemente, la necesitaba más en un dÃa como ése. Debiera haberle brindado apoyo desde buena mañana. Aunque Alberto no lo manifestase, seguro que estaba un poco ansioso por que todo se desarrollase impecablemente por la tarde.
âEl doctor Jordano no está. Ha salido a comer fuera y ha dicho que regresarÃa hacia las cinco. ¿Le dejo algún recado?
âNo, no hace falta. Gracias.
De modo que habÃa salido y no regresarÃa hasta una hora antes de la inauguración... ¿No andaba liadÃsimo con los preparativos? ¿HabrÃa salido solo o acompañado? ¿Con gente del centro o habrÃa aprovechado para verse con Teresa? Seguro que con ella, claro. Desde luego, Alberto mentÃa cada vez un poco mejor. Ahora, ni siquiera Olga, que tan bien lo conocÃa, era capaz de percibir su falsedad.
No resistió la tentación de llamar a casa de ella. Le salió el mensaje del contestador automático. Colgó el aparato, pensativa. Eso no demuestra nada, Monegal. Sólo sabes que Teresa y Carlos no están en casa a la hora de comer. Punto.
Aun con todo, la idea ya habÃa taladrado su cabeza y andaba dando vueltas por su cerebro. Probablemente, tal como ella habÃa supuesto, Alberto estaba nervioso con el lÃo de la inauguración. Su perfeccionismo exacerbado debÃa de llevarlo a temer que algo no saliera conforme a sus planes. Entonces, necesitado de un asidero, habrÃa llamado a Teresa. Quizás ella actuaba como un ansiolÃtico. Se los imaginó comiendo en algún restaurante cercano a Omega. Luego pensó que se equivocaba. No estaban en la mesa, sino en la cama, y lo que dejarÃa tranquilo el ánimo de Alberto serÃa el sexo. Un buen polvo era el mejor ansiolÃtico. ¡Maldición! ¿Dónde quedaba ya su complicidad para hacer frente juntos a cualquier situación difÃcil? Y ella, con problemas de conciencia por sus ensoñaciones con Jorge... ¡Uf!
Empezó a prepararse para el acto de la tarde. Le apetecÃa arreglarse un poco, sobre todo porque la frase de Susana referida a su aspecto escasamente femenino martilleaba su orgullo. Abrió su armario para elegir la ropa. Susana tenÃa razón. Nunca se habÃa preocupado mucho de su apariencia y ahà delante colgaban las pruebas evidentes del delito: camisas de algodón a rayas, pantalones de corte vaquero, chaquetas sobrias... negros, grises, algún beige y algún tostado. Apenas ningún signo de alegrÃa, frivolidad o locura. ¡Ay, Monegal! Y pensar que tienes valor para juzgar el aspecto de Marina, recatado y gazmoño. O el de Teresa, sofisticado. O el de Susana, tan alocado, con su pelo rubio platino.... DeberÃas dejarte de juicios acerca de los demás y observarte crÃticamente a ti misma, ¿no crees? ¿Acaso no tienes una tendencia excesiva a enjuiciar y censurar mentalmente a los demás? ¿Acaso no es este comportamiento otra forma de defensa?
Como si esa idea hubiese sido un alfiler penetrando en un globo, se sintió perder gas. Se mareó. Trastabilló. Se sentó en la cama, a recuperarse. ¿SerÃa posible que la llevase a juicios envarados esa jaula rÃgida en la que se metÃa por miedo a perder el control, por miedo a andarse por las ramas de la vida en lugar de aterrizar en el centro mismo de ella? La conversación con Susana habÃa resultado un revulsivo, no sólo en lo tocante a Jorge sino, sobre todo, en lo que se referÃa a su propia forma de ser. Además, le habÃa sido útil, también, para mirar de frente otros aspectos de su personalidad. El control de su emotividad, por ejemplo. ¿No te das cuenta, Monegal?, te proteges de analizar tus sentimientos a base de racionalizar cualquier emoción, a base de trasladarlo todo a un plano puramente intelectual. Aunque le doliera, estaba obligada a admitir que era cierto. ¡Tantas veces habÃa pensado en la incapacidad de Teresa para analizar y expresar sus emociones, y, finalmente, ella misma se comportaba de modo parecido! Y también habÃa tachado a Miguel de rÃgido, acusándolo de mantener mala relación con sus compañeros de instituto, cuando en realidad ella también carecÃa de flexibilidad. Era cierto que pesaban sobre ella las enseñanzas aprendidas de la mano de su padre y de sus abuelos, a partir de la muerte de su madre: la obligación antes que la devoción. A fuerza de creer en ello, a fuerza de poner a prueba su voluntad para ordenar su vida de acuerdo con esa máxima, ya no sabÃa dónde se encontraba. Tal vez es el momento de revisar ciertas creencias, ¿no, Monegal? ¿O tal vez se animaba de ese modo para justificar su comportamiento con Jorge? No. No era eso. Por lo menos, no era sólo eso. Era el derrumbe de su dique el que la obligaba a mirar hacia aquella dirección. Sin su dique de contención, el mar de dudas de su personalidad invadÃa la tierra firme, y ella ya no se sentÃa segura de nada. Lo único evidente era la irreversibilidad del proceso. El dique al que siempre se habÃa agarrado habÃa desaparecido. Olga flotaba en sus dudas eternas y, si no querÃa morir ahogada en ellas, tenÃa que actuar. ¡Actuar!
Movió la cabeza. Bueno, a ver qué se ponÃa. Porque, desde luego, en el armario colgaban sus uniformes habituales y eso, ahora, ya no tenÃa remedio. Optó por un pantalón de hilo negro, una camisa de seda estampada en blanco y negro y una chaqueta negra. Quizás deberÃas ir pensando en comprar alguna pieza más desenfadada. Y en cambiar el peinado, como te sugirió Susana. ¿Seguro? ¿No serÃan demasiados cambios de una sola vez?
Llegó al Centro Omega un cuarto de hora antes de la inauguración. Aunque le incomodaba encontrarse con un Alberto recién salido de la cama con Teresa, no se veÃa capaz de presentarse a la hora en punto, como si fuera una invitada más a la recepción. Tantos años de complicidad merecÃan una pequeña atención, ¿o no?
Se dirigió al despacho de él. En la antesala, se encontró con su secretaria, que la saludó y avisó a Alberto por el teléfono interior.
âPuede pasar, señora Jordano.
âGracias, Laura.
Alberto estaba sentado y se levantó al verla entrar.
âHola, Olga.
âHola. ¿Cómo estás? ¿Muy nervioso?
El timbre del teléfono se adelantó a la respuesta de Alberto.
âRazonablemente nervioso. âHizo un gesto con la mano, indicándole que se sentase en la butaca, al otro lado de su mesa, mientras él descolgaba el aparatoâ. ¿SÃ, Laura? SÃ, pásamelo... Hola, ¿cómo estás?... Nada, en diez minutos...
Olga observó con curiosidad el despacho de Alberto, que no habÃa pisado, antes, más de dos veces. Las dos anteriores era todavÃa un despacho moderno, elegante y cómodo, pero sin personalidad: una mesa de trabajo, otra de reuniones, ambas de una madera rojiza muy cálida, grandes butacas tapizadas en cuero negro y un ordenador portátil. Ahora, sin embargo, el espacio habÃa cambiado, habitado por el espÃritu de Alberto. ¿O serÃa gracias al sentido estético de Teresa que unas finas esteras de color gris cubrÃan la ventana? Y esa alfombra de tonos rojizos bajo la mesa de reuniones. Y, sobre todo, esas fotografÃas, sin duda obra de Carlos.
Olga se levantó para observarlas mejor. Efectivamente, firmadas por Carlos, aunque poco habituales en su catálogo, centrado en la figura humana. Cierto que, en el despacho de Alberto, mal hubieran encajado una fotografÃa de un hombre, de una mujer o de alguna criatura, y, sin embargo, dos moléculas de ADN resultaban muy acertadas. Ambas fotografÃas tenÃan el mismo formato, un rectángulo de grandes dimensiones. Sobre fondo negro. En una, dos largas cadenas de nucleótidos, en color violeta, formando una doble hélice que se mantenÃa unida mediante las bases nitrogenadas, esas estructuras de bolas y enlaces, azules, rojos, grises y plateados, que recordaban el Atomium de Bruselas. En la otra, la misma imagen con distintos colores: amarillo, verde, turquesa y plateado para las bases nitrogenadas, fucsia para las dos cadenas de nucleótidos.
â¿Te gustan? âpreguntó Alberto, yendo a ponerse junto a ella.
âMucho. Como todas las de Carlos...
âSà âla interrumpió Albertoâ, deberÃamos ir saliendo. Hay ya un montón de gente esperando.
La sala de actos bullÃa de gentes diversas: desde personas vinculadas al mundo de la medicina o la investigación hasta periodistas de distintos medios. También el personal del centro habÃa acudido a la inauguración.
âSiéntate aquÃ. âAlberto le indicó una de las butacas de la segunda filaâ. La de al lado está reservada para Teresa.
Olga se quedó helada. ¿Iba a tener que compartir la inauguración con Teresa sentada a su lado? Aún no habÃa encontrado la fórmula para reaccionar, para librarse de la compañÃa de ella, cuando ya Alberto la dejaba para subir al estrado. Se sentó, estupefacta.
Unos minutos más tarde, la sala estaba en silencio, Alberto empezaba a hablar y Olga respiraba aliviada porque Teresa no habÃa aparecido. ¡Menos mal! HabÃa tenido la educación o el sentido común âque Alberto parecÃa haber extraviadoâ de renunciar a la invitación.
âSeñoras y señores, en nombre de los responsables del Centro Omega y en el mÃo propio, les doy la bienvenida al acto de inauguración. Ustedes saben que la idea de crear un centro de producción de radionúclidos emisores de positrones...
âPerdona, ¿me dejas pasar? âle susurró Teresa arrimándose a su fila de asientos.
Olga movió sus piernas hacia un lado y luego hacia el otro para dejarle espacio. Mientras pasaba casi por encima de su regazo, Olga no pudo dejar de observar la sobria elegancia del vestido color marfil de Teresa. Un vestido largo hasta debajo de las rodillas, con dos finos tirantes y un escote profundo, que ella lucÃa sin ninguna incomodidad. Olga maldijo sus pantalones negros.
Teresa se sentó a su lado concentrada en las palabras de Alberto. Olga sólo podÃa prestarle atención a un pensamiento obsesivo: ¿qué estaba haciendo Teresa allÃ?; ¿en calidad de qué estaba invitada al acto? Cuando, por fin, volvió a prestar atención a su marido, se enteró: les habÃan concedido la ayuda solicitada para el estudio de situaciones de rechazo en prótesis, evaluando los resultados con tomografÃas de emisores de positrones y utilizando el fluoro-desoxi-glucosa como radiofármaco. ¡Menuda excusa tan buena habÃan hallado los dos!
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Se sentÃa contenta. Más que contenta, feliz, por haber sido capaz. Tan feliz que procuraba no pensar en lo que le esperaba en el futuro inmediato, en el mal rato que iba a pasar. Se sentÃa satisfecha de ella misma. Bien hecho, Monegal, asà me gusta; que hayas tenido valor. En realidad, habÃa sido más sencillo de lo que ella hubiera anticipado. Sólo habÃa tenido que recuperar el espÃritu juguetón que la poseyó cuando determinó con obstinación agasajarse con su baño klimtiano. Ella, que siempre habÃa abominado de ese yo oscuro, imprevisible, domesticado a base de voluntad, se descubrÃa invocándolo deliberadamente, y encantada de hacerlo. ¿No habÃa dicho Susana que «audacibus fortuna iuvat»? Pues, claro... No iba a dejarlo para cuando fuera vieja ây ya no quedaba tantoâ; era ahora o nunca. Suspiró satisfecha. HabÃa sido ahora, porque ella asà lo habÃa decidido. ¡Cambio de imagen! HabÃa pasado por una tienda de ropa y una zapaterÃa y se habÃa comprado un conjunto que, tan sólo diez dÃas antes, no se hubiera atrevido a utilizar. Una vez en casa, aún cargada con las bolsas, habÃa llamado a Susana para preguntarle cómo pensaba ir vestida.