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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (57 page)

—A ver si lo he entendido. El sistema límbico nos informa de nuestras emociones. El córtex nos ayuda a interpretar esas emociones pensándolas en forma de sentimientos —dijo Alberto.

—Algo así —admitió Teresa.

—¡Ja! —rió Carlos—. Ahora lo he entendido todo. El sistema límbico de una mujer le manda señales de que está cachonda, y su córtex le indica que quiere al tipo que la ha puesto en marcha. Es eso, ¿o no?

—Probablemente, muchas veces es así —dijo Olga, pensando en las reflexiones que ella misma se había hecho. ¿Sería también su caso con Jorge? ¡Qué más da lo que sea, Monegal!

—¡Estupendo! —casi gritó Susana—. Tengo una explicación parecida a la tuya, Carlos. A un tío se le pone dura y piensa: estoy que me salgo, me la tiraría aquí mismo. Su córtex es incapaz de avisarle que, quizás esta vez, quiere a la señora en cuestión. Conclusión: los hombres tenéis poquito córtex. O, por lo menos, poco córtex para elaborar sentimientos, aunque luego se os den muy bien las matemáticas...

—Lo cual sólo demuestra que a las personas nos queda mucho que aprender. A nosotros, los hombres, de vosotras, las mujeres. Y al revés —concluyó Jean-Claude.

—Probablemente será la única manera de hacer un mundo mejor.

Interrumpieron la discusión tres camareros, cargado cada uno con dos grandes platos. A la vez, como si estuvieran realizando un número de gimnasia sincronizada, depositaron la comida frente a los comensales y empezaron a recitar el nombre de cada plato:

—Nido de judías verdes con
mousse
de queso fresco con cebollino, salsa de boquerones y patata confitada en aceite de oliva virgen aromatizado con cebolletas.

—
Foie-gras
de oca fresco hecho en la casa, nueces frescas, pasas de Corinto, crujiente de manzana con
gelée
de Sauternes, reducción de vinagre de Módena y pan de
campagne
casero horneado con higos secos.

 

 

Durante unos días, Olga había tratado de concentrarse en ese tímido renacimiento de su hedonismo para ayudarlo a florecer o, cuando menos, para evitar que se desvaneciera otra vez. Por eso se esforzaba en no perder el buen humor, en no pensar excesivamente en la inauguración de Omega y en la presencia de Teresa a su lado. Se esforzaba por evitar el recuerdo de la cena con Teresa y Alberto, sentados uno junto al otro. Se esforzaba por apartar de su mente los dos sentimientos que amenazaban con obsesionarla: primero, la humillación; luego, la rabia. Tampoco quería entretenerse en diseccionar su relación con Alberto. ¿Ya estamos otra vez, Monegal? ¿Mirando hacia otro lado para no tener que hacer frente a los problemas? No. No se trataba de su eterno comportamiento de avestruz. Estaba dispuesta a dilucidar qué le ocurría a su pareja, sólo que no era el momento. Ahora debía concentrarse en esa recuperación gozosa, que no representaba el final de sus problemas pero, quizás, el principio del fin. Desde luego, su pensamiento, errante, persistía en resbalar en todas direcciones, nunca dispuesto a seguir durante mucho rato la marcada por Olga. Su memoria tampoco había mejorado. Los sustantivos, los horarios de las reuniones, las llaves de casa, se perdían en los agujeros negros y reaparecían con dificultad o cuando ya no los necesitaba. Tampoco había conseguido recuperar peso, ya que lo único que comía con fruición —¿o con compulsión?— eran las Digesta. Por lo menos, sus pasiones de sueño estaban bastante controladas. Al recuperar parte de su estabilidad emocional, sus hábitos de sueño tendían a la normalidad. ¿Has querido ignorar que en el pasado ya habías sufrido un episodio de somnolencia indomable como éste, Monegal?

No. No era cierto: no había pretendido enterrarlo en algún rincón de su cerebro. Simplemente, no había caído en ello. Cuando su madre murió, ella pasó una larga temporada durmiéndose a todas horas, como si sólo fuera capaz de permanecer despierta entre ocho de la mañana y cuatro de la tarde. A pesar de que ocurrió cuando tenía siete años, ahora lo recordaba con absoluta nitidez. O quizás recordaba la voz de su abuela contándoselo. Empezó a dormir más de lo razonable al tener conciencia de la gravedad del proceso que mantenía a su madre en cama. No podía decir cómo lo supo, pero sí, cuándo. Una tarde, acababa de llegar del colegio y había ido a dar un beso a su madre, delgada, delgadísima, con los labios y las uñas amoratados, extraviada en aquella cama excesiva. Al salir del cuarto, se había detenido en un escalón, de pronto afligida por una visión clarísima: la muerte de su madre. Retrocedió escaleras arriba, entró en su habitación y, agotada, se echó en la cama. A la mañana siguiente, su padre la despertó para ir al colegio y le contó que, la tarde anterior, al verla dormir tan profundamente, no habían querido despertarla. Así fue cada día, no sólo hasta que su madre murió sino hasta que consiguió hacerse a la idea, mucho tiempo después, de que ella ya no estaba y de que debía reaprender a vivir con ese vacío. Probablemente también, las enseñanzas de sus abuelos maternos y la inhibición afectiva de su padre tuvieron mucho que ver en la superación de su narcosis. Los deberes antes que los placeres. Y, obviamente, dormir al regreso del colegio no constaba entre los deberes, por lo tanto, debía de tratarse de una afición. Después de aquella primera gran crisis letárgica, había conseguido no caer en otras, gracias a la férrea disciplina aprendida en casa, a las rutinas desarrolladas por ella misma y aplicadas con constancia a su vida y a evitar todo lo que supusiera fragilizar su yo emocional. Aun así, ella conocía bien esa característica suya: cuando algo en su vida andaba mal, tenía tendencia a dormir más. Pero hasta casi los cincuenta años, no había vuelto a pasar por una crisis de tal calibre.

El caso era que andaba bastante menos adormilada, posiblemente por haber recuperado la capacidad de sentir placer. Vuelves a sonreír, le había señalado Marina. ¿No hace falta que saque el espejito, verdad? No, contestó Olga. Por supuesto, sabía que utilizaba sus músculos risorios de nuevo. Tampoco ignoraba que su próximo encuentro con Jorge jugaba un papel fundamental en ese cambio. A ratos, se sentía feliz de pensar que la noche de la fiesta estaba aún por llegar y que podía anticipar lo que ocurriría, recreándose, saboreándolo como si estuviera lamiendo lentamente un helado. A ratos, la invadía una impaciencia desatada y le parecía que no podía resistir ni un minuto más la espera: quería que fuese la noche de la fiesta ya. Sin embargo, llegado el día H, la impaciencia prácticamente desapareció y la alegría quedó algo atenuada por nuevos sentimientos, que entraron al galope en su cerebro: expectación, preocupación, temor. Aunque no quería, su pensamiento se trasladaba una y otra vez al instante en que Jorge y ella iban a encontrarse. ¿Sería capaz de mantener el tipo o perdería los papeles como la otra vez? Tal vez la paralizaría su crónica indecisión o viviría una turbulencia emocional como la del día en que Jorge visitó el instituto. Y a saber cómo aparecería Jorge esta vez... ¿Por qué había anulado a última hora la asistencia a la reunión que iban a celebrar geólogos y biólogos a lo largo del día? Quizás era cierta la razón esgrimida —una reunión imprevista, insoslayable y maratónica en el rectorado a las mismas horas—, pero cabía la posibilidad de que él, también, sintiera miedo de pasar por experiencias ya conocidas, por revivir lo que, sin duda, juzgó desaires de Olga, y estuviera posponiendo el encuentro. Entonces, ¿había cometido un error mandándole aquel mensaje para conectar de nuevo con él? ¿Había hecho el ridículo queriendo regresar a un punto quizás ya irrecuperable? Descubrió que las manos le sudaban de intranquilidad. Si, por lo menos, él hubiera mandado alguna señal a lo largo de esos días... Pero, no. Se había limitado al breve mensaje para anunciar que no asistiría a la reunión de final de proyecto y preparatoria del
workshop
. Un texto breve, nada cálido. Tampoco frío; sólo muy profesional y correcto.

Olga trató de concentrarse en el orden del día, no sólo por prurito profesional, sino también como terapia para olvidar su creciente intranquilidad. Todos los geólogos de la universidad y biólogos del instituto que habían participado en la campaña del mar de Ligur estaban presentes en la sala de actos. Olga y Álex se habían colocado en el estrado, cerca de la pizarra y de los proyectores de transparencias y diapositivas. Cada grupo había presentado sus datos y elaborado sus propias conclusiones; ahora, debían intentar establecer unas conclusiones conjuntas. Resultó mucho más fácil y rápido de lo que en principio habían pensado. Empezaron la reunión a primera hora de la mañana y, hacia las seis de la tarde, habían terminado.

—Bien —anunció Olga—, una vez solucionada la parte científica, podemos dejarlo aquí. Álex y yo nos quedaremos todavía un rato para discutir y revisar las cuestiones burocráticas. Nos encontraremos otra vez todos a las nueve y media para la juerga. ¿De acuerdo?

Los científicos se levantaron de sus sillas. Alguien se aseguró del nombre del local en el que iban a cenar. Olga lo recordó de nuevo a todos los asistentes, y éstos se fueron.

—Vamos a ver. ¿Cómo andamos de inscripciones? —preguntó Álex cuando la puerta se cerró.

—Estupendamente. Habrá mayor afluencia de la que habíamos previsto en un principio. ¡Suerte que se me ocurrió reservar ese hotel enorme en Palamós!

—Sí. Tú tenías razón —respondió Álex.

Estuvieron comprobando si se habían realizado los pagos de las inscripciones, viendo los títulos y abstracts de las ponencias que ellos mismos y otros científicos, externos a la campaña pero con proyectos similares, pensaban realizar durante el
workshop
. Olga miró el reloj dos veces, con preocupación. Cierto que por la mañana ya se había vestido con su nuevo conjunto pensando en la cena —pensando en Jorge, en realidad—, pero quería pasar por casa de Susana para que le echara una mano con el maquillaje. De seguir revisando papeles con Álex, no le iba a dar tiempo.

Pero continuaron. Faxes al hotel reservando habitaciones y salas de trabajo, control del estado económico, preparación de algunas actividades culturales complementarias...

Al final, Olga no pudo más. Ya eran las ocho. O le paraba los pies a Álex o renunciaba a pasar por casa de Susana. Y, más que un brochazo de Susana en el cutis, lo necesitaba en el alma.

—Álex, es muy tarde. Son las ocho y aún tengo que hacer. ¿Te parece que continuemos mañana?

Álex estuvo de acuerdo. Guardaron los papeles y salieron de la sala de actos.

Olga se dirigió a buen paso a casa de Susana, que debía de llevar tres cuartos de hora esperándola. Le abrió la puerta Jean-Claude.

—Hola, Olga. Susana está en el baño. Dice que pases.

—Hello, querida —dijo Susana desde la bañera—. Ya ves. Me he regalado con un baño relajante. Creía que ya no venías.

—Ya... bueno, aquí me tienes. Dispuesta para la sesión de...

—De recauchutado.

—Eso, de recauchutado. Estoy nerviosísima.

—Hija, relájate. Esto no es ningún examen.

—Me siento como si lo fuera.

—¡Ah! Pues, nada; antes de las pinturas de guerra vamos a aplicar una sesión de psicoterapia de emergencia.

—De acuerdo —dijo Olga. Luego, mirando el reloj, preguntó—: ¿Tendremos tiempo?

—De sobra, cariño.

Olga se sentó en el inodoro, de modo que veía casi de frente a Susana en la bañera.

—Vamos a ver —dijeron las dos al mismo tiempo.

Se rieron.

—¿Quién empieza? —preguntó Olga.

—Tú. Plantéale a la doctora lo que abruma tu espíritu, querida.

Olga le contó su intranquilidad.

—Mira, no puedo contestar por él, pero, si yo fuera tú, no me preocuparía ahora mismo de las razones que le hayan podido llevar a anular su asistencia a la reunión de hoy. Quizás, y lo considero lo más probable, era cierta esa reunión en el rectorado. En lugar de eso, ¿por qué no te planteas qué vas a hacer o qué vas a decirle para comprobar si sigues interesándole?

—Ya. En tu opinión, ¿cómo debo hacerlo?

—De cara. Ya sabes. Sin subterfugios, sin circunloquios, cuanto más clarito mejor.

—¿Y cómo?

—Por ejemplo, ¿por qué no le hablas de la gargantilla de nudo marinero, origen de los males aquella noche...? Por cierto, ¿dónde está la gargantilla? ¿Hace mucho que no te la pones? ¿La has desterrado de tu vida por haberse permitido interferir entre tú y Jorge?

—La perdí.

—¿La perdiste? ¡Coño! Lo que diría Freud en una ocasión como ésta...

—Más le valdría cerrar la boca porque, según la gansada que improvisase, yo le saltaría a la yugular.

—Te diré qué vamos a hacer. Yo soy Jorge. Tú, obviamente, Olga. A ver cómo te apañas. Empezamos. Buenísimo este vino que nos han servido. Nada que ver con lo que bebíamos en el
Hespérides
. ¿Te acuerdas?

—Sí.

—¡Ay, Olga...! Corazón, ¿podrías ponerle un poco más de imaginación al asunto? Jorge no te habla del
Hespérides
porque sí o por hablar del vino peleón que allí os visteis obligados a beber, sino por darte pie a desfacer entuertos. Esto es un globo sonda.
Do you understand?
Pongamos que tú aprovechas la coyuntura para decirle: no necesité el vino para ponerme como una moto; contigo tuve bastante.

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