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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (64 page)

Después de cenar, se fueron a pasear por la playa. ¡Era una noche mágica! No sólo por la compañía de Luis, sino también por el lugar. Mari Loli se descalzó para notar la arena en los pies. No estaba fría. Aún conservaba un poco el calor del sol. El mar se veía oscuro, como si fuera alquitrán. Los reflejos plateados de la luna se mecían sobre las olas. Había muy pocas estrellas. ¿Por qué sería que sobre la ciudad siempre había pocas y en el campo, tantas? ¡Qué pena! Con lo bonitas que eran... Luis le puso el brazo sobre los hombros y permaneció pendiente de su reacción. Mari Loli suspiró. Suspiró de una manera que daba a entender su bienestar. Se sentía tan chocolate a la taza... Eso debió de envalentonar a Luis, que la atrajo hacia él, la abrazó y, luego, acercó los labios a los suyos. ¡Menuda sorpresa se llevó Mari Loli! No por darse de bruces con un beso previsible, sino por la suavidad de aquellos labios. Nada que ver con los labios resecos y duros, torpes para besar. Todo lo contrario: blanditos y acogedores. Como con el baile, Mari Loli resultó sorprendida, primero; arrebatada, después. ¡Oro molido, los besos de Luis! Además, sabía bien y olía mejor.

Después del beso, Mari Loli, muy chocolate a la taza, se apoyó en Luis y le sonrió. Fueron dando un paseo hasta llegar al hospital, donde abandonaron la playa. Al pasar por delante de las puertas del centro sanitario, Mari Loli no pudo evitar pensar en el quiosco de Pepe. Estaría cerrado ahora, claro; pero en pocas horas, Pepe, con su largo pelo recogido en una cola, con un bocadillo envuelto en papel de aluminio, abriría el negocio, y empezarían a llegar los familiares de los enfermos a comprar periódicos, revistas del corazón o algún libro. Y quién sabe si alguno no se haría también con una revista guarra. Tenía que ser un aburrimiento estarse muchas horas en la habitación de un enfermo, así que ¿por qué no iban a matar el rato de la mejor forma posible? Tampoco pudo dejar de pensar en Florita y en las cosas que era capaz de inventar. O a las que se apuntaba Pepe cabellos-largos. Sin ir más lejos, el sábado de la semana anterior, Florita se presentó en el quiosco con una minifalda que quitaba el hipo y sin nada debajo. Sin bragas, sin medias, sin nada. Se lo contó a Mari Loli al lunes siguiente, mientras se ponían el uniforme en los vestuarios. Florita hizo un globo con el chicle que mascaba. ¡Paf! Con el dedo, despegó un trozo de goma rosa estrellado contra su barbilla. Bueno, total, que cuando Florita llegaba al quiosco ya se había puesto cachondona sólo de pensar en la sorpresa de Pepe y en lo que haría y diría. ¿Y qué tal, Pepe?, se interesó Mari Loli, más por seguirle la corriente, por oírla contar, que no porque le fuera difícil imaginar la reacción del otro. Si empezaba a conocer a cabellos-largos casi mejor que al propio Manolo... Claro, Pepe le metió mano, incluso estando el quiosco lleno de clientes. Mujer, se defendió Florita ante el asombro de ella, detrás del mostrador tampoco se ve nada...

Casi suelta una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Luis, abrazándola más estrechamente.

—De nada.

 

 

—Bueno, las últimas —dijo Luis Miguel, arrastrando una montaña de cajas de cartón por su base.

A medida que las cajas se iban acercando a Mari Loli, la cima se tambaleaba más y más, hasta que por fin el monte se despeñó con un ruido hueco.

Luis Miguel se echó a reír. Ése era capaz de reírse hasta de sus muertos, pensó Mari Loli. Se hizo con la caja que había quedado más cerca de sus pies y con el cúter fue despegando los lados hasta desplegarla por completo. La colocó encima de las otras, ya desarmadas y reducidas a una pila de cartón. Parecía que no iban a terminar nunca con los malditos cartones. ¡Con lo mal que olían! La zona del almacén donde se guardaban siempre apestaba a vómitos. Cuando Mari Loli entraba ahí, en el primer instante le daban arcadas. Era un tufo dulzón, pegajoso, como a vómitos lácteos, a leche cuajada. Luego, una se acostumbraba. ¡Qué remedio! Si Jooose había dicho que a desmontar cajas, pues a desmontar tocaban, y hacerse la remilgada no hubiera servido de nada. Para melindres estaba el encargado...

Por fin consiguieron terminar la tarea.

— Se acabó —dijo Mari Loli, sacudiéndose las manos.

—Sí. Anda, vete si quieres. Ya las guardaré yo —dijo Luis Miguel, que conocía la aversión de ella por la zona de almacenamiento.

—Gracias, guapísimo —contestó Mari Loli.

Luis Miguel le guiñó un ojo, mientras arrastraba el primer montón.

Mari Loli fue a los vestuarios a lavarse las manos y luego se dirigió a la caja número dos. Quería pedirle a Julita que, ya puesta, se quedase un cuarto de hora más, y ella lo aprovecharía para tomarse su rato de descanso.

—No hay problema —dijo Julita.

Salió a la calle. No quería tomar ningún cortadito. En realidad, le apetecía lo mismo que casi cada mañana desde que Manu empezó a trabajar en la carnicería: entrar y, con la excusa de ver a su hijo —¡vaya!, excusa a medias, porque era verdad que le interesaba contemplar con sus propios ojos cómo se estaba haciendo un hombre—, con ese pretexto, de paso decirle hola a Luis. Cada día se le hacía más acuciante el deseo de verlo y charlar con él.

La tienda estaba llena. A media mañana siempre era así. Había por lo menos ocho personas. Casi todas mujeres. Luis y Manu estaban inclinados sobre el mostrador. Luis despiezaba una carne roja. Utilizaba un cuchillo ancho y corto. Clavaba la punta debajo de la carne y la iba rasgando y despegando del hueso. Estaba muy concentrado en lo que hacía. Su cara reflejaba mucha atención, como si no quisiera equivocarse, como si estuviera pendiente del más mínimo detalle para no estropear ni una pizquita de buey. Así era él. ¡Caray, qué hombre!

Manu estaba cortando una culata en filetes. Eso sí era una novedad, porque al principio Luis no le dejaba trocear las piezas, no tanto por miedo a que se lastimara, como porque, careciendo de experiencia, echase a perder un pedazo de buey, de ternera o de cordero... De modo que, si le había dado permiso, sería que el chico había aprendido, ¿o no? Total, que el chaval había puesto la mano izquierda plana sobre la culata y ayudándose de la derecha iba separando los filetes con mucho tino, como si llevara toda la vida en eso. Después del corte, cogía el filete y lo dejaba sobre la báscula, encima de los demás, sobre un papel blanco.

La cara de Manu era distinta a la de Luis. Era de solicitud, sí, pero también de imprevisible placer. Como si cortar carne tuviera un encanto especial. ¿Sería que, por fin, había encontrado algo que le apetecía ser en la vida? ¿O sería que cortar filetes lo excitaba? Una se moría muerta sólo de pensar que a Manu le gustara la carnicería por estar metido entre sangre y cuchillos. Si ahuyentaba ese pensamiento, Mari Loli se sentía orgullosa de verlo allí tan serio, tan guapo, cumpliendo tan bien con su trabajo. Como si, de repente, su hijo se hubiera vuelto mayor y responsable. ¿Podía ser eso posible?

—Me ha dicho diez, ¿no? —preguntó Manu levantando la cabeza y dirigiéndose a la persona que tenía delante.

Entonces la vio. Vio a su madre y torció el gesto. Hizo un movimiento con el hombro derecho, cuyo significado ella no comprendió. ¿Me habrá dicho hola?, se preguntó Mari Loli. Aunque también podía ser que la hubiese mandado a hacer puñetas. Sería lo propio, tratándose de él.

Alertado, Luis detuvo el despiece y levantó la vista.

—Mari Loli —dijo.

Aunque se notaban sus esfuerzos por disimular delante de Manu, Mari Loli pensó que el tono le había salido muy dulce. Demasiado. ¿Se daría cuenta de algo su hijo?

Luis se secó las manos con el trapo de encima del mostrador y salió a saludarla, pasando entre los clientes que esperaban turno. Cuando estuvo a su lado, le dijo en voz alta que se alegraba de verla y que si necesitaba algo.

—No. Sólo he venido a decir hola —explicó, pero al instante se dio cuenta de que sus palabras no sonaban como era debido, y añadió—: También quería pedirle a Manu que, cuando vaya para casa, lleve una libra de costilla de cerdo.

Ya se le ocurriría qué hacer con el cerdo. Unos macarrones, quizás.

—Pues, muy bien, Mari Loli. Descuida que así lo hará —le dijo Luis. Y, luego, como si sólo la fuera acompañando hasta la puerta, se puso junto a ella y, al llegar a la calle, le susurró de forma rápida—: Luego paso yo a verte.

Mari Loli se alejó unos pasos y allí, desde donde su hijo no podía verla ya a través del cristal, se paró para saludar una última vez al carnicero.

Al regresar a Cadena Dos, pasó por delante de administración y vio al Delirio hablando con Jooose frente a los albaranes, de espaldas a la puerta.

—Venga, Julita. Ya me pongo yo. Gracias.

—No hay de qué —repuso Julita cediéndole el sitio.

Florita estaba esperando el comprobante de una tarjeta de crédito, mientras observaba con preocupación una de sus uñas, que amenazaba ruina.

—Oye —dijo olvidando la uña—. ¿Lo has visto?

—¿A quién? —preguntó Mari Loli, ya metida a pasar productos por el lector del código de barras—. ¿Al Delirio?

—Sí. Claro.

—Mmm. Está en administración con Jooose.

—No sé qué le has dado, hija. Ha estado un buen rato por aquí, remoloneando y preguntando por ti.

Aquella mañana la caja fue un continuo de gente. Se notaba que el mes pasado había caído la paga doble y la gente tenía dinero fresco. No había forma de descansar ni dos minutos...

Hacia la hora de comer, la afluencia de gente fue disminuyendo y, por fin, cesó.

—¡Vaya mañanita! —se quejó Florita.

—Desde luego —repuso Mari Loli, que sentía los riñones hechos polvo.

—¿Has traído la foto? —preguntó Florita.

—Pues, sí —respondió Mari Loli mientras se metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón.

—¡Ahí, va! ¡Qué guapa estás con esa falda negra y los zapatos de tacón alto! Bueno, venga que te escribo lo que necesitan saber en el concurso.

Mari Loli le fue dictando su dirección y teléfono, su especialidad —el baile— y su canción —
¡Ay, cosita linda!
—. Luego la metieron en un sobre, que ya Mari Loli traía preparado de casa.

—Y que no se te olvide tirarla, ¿eh? —dijo Florita.

Pero se le olvidó. No sólo aquel día, sino los siguientes y luego, ya con todo el follón que se armó, no volvería a acordarse hasta septiembre, cuando ya «Usted es nuestra estrella» había dejado de interesarle. Entonces, tiraría el sobre a la basura.

—Hola.

—Hola, Luis.

—¿Me permites un momento? Quisiera hablar dos minutos con Mari Loli.

—Adelante, adelante —dijo Florita.

Mari Loli no le había contado a Florita cuánto había avanzado su historia con el carnicero. No le había dicho que habían salido al bingo, a bailar, a cenar... Pero, vaya, Florita no era tonta, y era normal que sospechase algo. Aunque a ella no le importaba que su compañera se enterase. Mientras su hijo siguiera en Babia... Bueno, ¿seguir en Babia de qué? Tampoco era tanto lo que había ocurrido: besar a un amigo no era el fin del mundo.

Se alejaron los dos de la caja.

—Mari Loli, quería decirte dos cosas.

—A ver, la primera.

—¿Empiezo por la buena o por la mala?

Mari Loli lo pensó dos segundos. Mejor la mala, ¿no? Así luego le quedaría el buen sabor de la otra.

Luis le dijo que, desde los inicios de Manu trabajando en la carnicería, ella había ido cada mañana a verlo.

—¿A ti o a él? —puntualizó Mari Loli.

—No sé. Tú sabrás.

—Bueno, un poco a cada uno.

Eso era precisamente lo que quería decirle, que no le parecía bien que ella entrase cada mañana, sobre todo por el chaval.

—Verás, al final se va a sentir vigilado.

—No, si yo no lo hago por controlar...

Daba igual cuál fuera la razón. El caso era que al chaval no le podía sentar bien de ninguna de las maneras. Que la carnicería no era un colegio...

—¿Entiendes qué te digo?

Mari Loli dijo que sí con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta. Suerte que él estaba en todo.

—No te has enfadado, ¿verdad?

Dijo que no, otra vez moviendo la cabeza. ¡Cómo iba a tomarse a mal una advertencia de Luis en favor de su hijo! Si debía de habérsele ocurrido a ella solita, ¿verdad?

El carnicero insistía. El chaval estaba encantado con el trabajo y con la tienda y con Luis mismo. Y él, Luis, con el chaval. Lo mejor sería que ella tuviera confianza y no anduviera por allí a cada instante.

Bien. De acuerdo.

—Pero entonces, ¿cuándo nos vemos tú y yo?

—¿Sabes? Ahora que tengo un ayudante al que puedo dejar algún ratito solo, podríamos ir a desayunar, cada mañana, durante tu cuarto de hora de descanso.

—Divino —repuso Mari Loli—. ¿Ésa era la buena?

—No. Eso se me acaba de ocurrir sobre la marcha. La buena es si quieres ir a cenar a mi casa el próximo fin de semana.

¡Qué ilusión! Pues claro que tenía ganas, muchísimas. Conocería su casa. Aunque...

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