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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (66 page)

—No me las tienes que dar, mujer. Soy yo quien está feliz por tenerte en casa.

—Y, además, esta pierna de cordero está riquísima.

Luis le dijo que era muy fácil de cocinar: se mechaba el cordero con dientes de ajo pelados, se ponía sal, un chorrito de aceite y un chorro generoso de vermut blanco seco. Y al horno.

Los postres, una tarta helada, se derritieron sin que ninguno de los dos les prestara mucha atención, a partir del momento en que Luis, levantándose de la mesa, avisó:

—Tengo una sorpresa para ti.

¿Otra?, se dijo Mari Loli. Si ya no le cabía ninguna más en el cuerpo... Iba a estallar de felicidad.

Luis tocaba los mandos de la cadena de música. Sonaron los primeros compases.

¡Qué detallazo! Mari Loli se levantó y se acercó a él. Le besó esos labios tan dulces. Luego Luis empezó a llevarla ágilmente, al ritmo de la música.

 

Soñaba, soñaba que me querías.

Soñaba que me besabas...

 

Al terminar se fundieron en otro beso. Luego él preguntó:

—¿Seguimos bailando?

—¡Claro! —dijo ella acercándose a él y apoyando la cabeza en su hombro al empezar la primera de las canciones lentas.

No hablaban, sólo se mecían lentamente con la música. Fue al empezar la segunda canción, al sentir el cuerpo de él muy pegado al suyo, cuando Mari Loli se dio cuenta de que Luis estaba deseando ir más allá de los besos, aunque, ni ahora ni nunca, iba a tener valor de proponérselo, porque, de alguna manera, había percibido su falta de resonancia. Y el caso era que ella seguía enternecida, pero su cuerpo, tan sólo débilmente alumbrado. Porque algo sí había florecido en su interior con el baile. Pues, ¡caray!, bien que se lo había ganado Luis. ¿Por qué no iba a hacerle ese regalo? A fin de cuentas, quizás ella no se sentía como una central eléctrica, pero tampoco nada mal. Estaba cómoda. Le tenía cariño... No, más que eso. Lo quería. Sí, lo quería, caramba. Así que.

—¿Por qué no vamos a tu habitación? —le murmuró al oído.

Luis se separó para verle la cara. No se extrañó, ni siquiera preguntó nada. La cogió de la mano y salieron de la sala.

El tiempo que fue desde entrar en la habitación, abrazada a él, hasta encontrarse en la cama, desnuda con él, a Mari Loli se le agolparon tres pensamientos en confusa amalgama. Uno: el cuerpo de Luis iba a ser, con seguridad, mucho menos firme que el de Manolo. Dos: sería absolutamente necesario apagar la luz para no ver. Tres: tendría que invocar irremediablemente las nubes mandarinas y la ancha espalda de Manolo. Pero cuando, mucho después, todavía temblando de placer, se acurrucó junto a él, se dio cuenta de que la luz había estado encendida todo el rato y que ella no había convocado en su mente otra cosa que no fueran las manos de Luis, acariciándola con una delicadeza desconocida hasta entonces, y sus palabras diciéndole lo mucho que la quería. Entonces supo que su deseo podía florecer no sólo con las nubes mandarinas sino, sobre todo, con la ternura.

 

Tron, no lo puedo aguantar.

Tron, me tendré que chinar.

 

Algunas veces, las canciones de Telepatía Total eran muy tristes, se dijo Mari Loli pasando la plancha sobre la camiseta de Manolo, mientras nubes de vapor subían por los laterales del artefacto y lo acompañaban en su camino. A veces, una pensaba que a los jóvenes todo les iba bien, pero no siempre era así. Los de Telepatía, por ejemplo, seguro que habían escrito esa canción un día en que la novia de uno de ellos se largó con otro, con un tipo con dinero. Eso era lo que decía la canción. Y, en el estribillo, el pobre abandonado se quejaba a su compañero del dolor que sentía, tan intenso que hasta pensaba en suicidarse. Me tendré que chinar. Desde luego, por un tipo más rico Mari Loli no habría dado un paso —aunque las pelas le hubieran venido muy bien, eso desde luego—, pero por uno que la quisiera... Por uno que la quisiera, ¿qué? No iba a dejar a Manolo por Luis, ¿no? Y todo lo que una había llegado a querer a Manolo, ¿qué? ¿Dónde quedaba eso? Además, que era su marido y el padre de sus hijos y que adónde iba una sola y con tres chavales y sin un duro. No, no. Había que dejar de pensar en bobadas imposibles de llevar a la práctica. Fíjate cómo se quedaba el pobre abandonado de Telepatía Total. Tan desesperado que se quería cortar las venas, ¿ves, tú? Y, sin embargo, ¡cómo le gustaba Luis! ¡Y, también, cómo lo quería! ¡Y qué estupenda había sido la noche en su casa! ¡Ay! Mari Loli estaba hecha un lío.

 

Tron, no lo puedo aguantar.

Tron, me tendré que chinar.

 

¡Qué mala sombra tenía el vecino de al lado...! La música de Telepatía Total cruzaba la pared del piso contiguo y entraba en la salita de Mari Loli para meterse en sus oídos igual que un cañonazo. ¡Jope, con el vecino! Ni que fuera sordo... La tenía hasta los pelos la dichosa canción. Si la había puesto tres veces seguidas... Con tanta repetición, Mari Loli empezaba a sospechar que el vecino hallaba un cierto consuelo en ella. Tal vez había sido abandonado por su novia. ¡Caray! ¡Menudo montonazo de ropa para planchar! ¿Quién habría inventado la plancha? Un sádico, seguro, porque era una tortura, especialmente en julio, con aquel calor de muerte. ¡Ay!, julio. ¡Qué ganas de que María regresara de los campamentos del ayuntamiento! Porque la vería, y le daría un buen achuchón y unos cuantos besos, que la estaba echando muchísimo de menos. Aparte de que, con su ayuda, iba más descansada. Pues nada, aprovecharía ese domingo tan tranquilo, sin niños y sin Manolo para adelantar las tareas de la casa, que, con tanta salida, había abandonado un poco. Se había levantado apenas una hora antes, hacia las once y media, todavía con Luis en la cabeza y en el cuerpo. Había tomado su café con leche pensando en Luis. Se había puesto a planchar recordando los besos de Luis. ¡Ay!, Luis.

 

Mi beibi se ha largao.

Dice que un chorvo ha encontrao.

 

¿Otra vez? ¿Pero no tenía otra cosa que poner? Vaya mañanita de domingo le estaba dando el vecino.

—Mari Loli, hola —oyó al tiempo que la puerta de entrada se cerraba.

—Hola —contestó ella levantando la cabeza.

¿Ya estaba Manolo en casa? Pues, caray, ¿no había dicho que no regresaría hasta el lunes? Los domingos no se podía circular... Sería que ni tan siquiera había salido de la ciudad, ¿no?, que se trataba de otro de sus servicios imaginarios. En fin...

El tío llevaba unos días con la sonrisa de gilipollas columpiándose en sus labios, pensó Mari Loli planchando con más energía de la precisa unos pantalones de algodón. Bueno, ¿y a ella qué más le daba? ¿No andaba ella misma consolándose por ahí con otro hombre? Pues, entonces... Pues, entonces, la seguía fastidiando, ¡caray! De acuerdo que ya nada era como unos años atrás, pero a ella aún se le removía algo dentro del pecho cuando aparecía Manolo con sus ojos como carbones y su espalda ancha... En fin. La sonrisa gilipollas en los labios, sí, pero también unas grandes ojeras oscuras bajo los ojos. Nunca hasta hacía poco lo había visto con esas marcas violáceas, tan aparatosas. ¿Estaría enfermo?

—¿Ya estás en casa?

—Pues sí. ¿Pasa algo? ¿Tienes algo en contra?

¡Huy, huy, huy! ¡Cómo venía el tío! ¿Tenía ganas de pelea? ¿Era eso?

Manolo la miraba como si no fuese a moverse de la salita nunca más. Luego debió de cambiar de opinión porque dio la vuelta y se fue a la cocina. Mari Loli le oyó trastear un rato, al cabo del cual regresó a su lado.

—¿No hay magdalenas o alguna pasta para mojar en el café con leche?

—Pues, no. Se han terminado.

Se había comido ella la última magdalena. ¡A ver...!

—¡Joder! ¡Esto es la hostia! Se mata uno a trabajar todo el puto día, para luego llegar a su casa y que no haya lo que a uno le apetece comer —dijo gritando.

Mari Loli lo miró, sorprendida, sin dejar de pasar la plancha por los pantalones. Estaba como una cabra, ¿o no? Había que ver, se ponía como un energúmeno por no encontrar una pasta para desayunar. ¡Pues que bajase al bar, joder!

—Puedes ir a desayunar al bar si aquí no encuentras lo que te gusta.

—Al bar, al bar... Pues claro que puedo ir si me da la gana. No me hace falta tu permiso. ¡Lo que yo quisiera saber es en qué coño gastas tú la tarde del sábado que no te alcanza el tiempo ni para ir al supermercado!

Mari Loli había cogido la camiseta planchada y la terminaba de doblar, algo chapuceramente, porque empezaba a perder los nervios. ¡Sería vaina el tío! ¡Qué ganas de andar siempre jodiéndola, ¿no?!

—Oye, mírame, coño, cuando te hablo.

—Sin mirarte también te oigo. Y seguiría oyéndote aunque me encerrase en el baño. Y, quizás, hasta yéndome al principal. Pero ¿tú te das cuenta de los berridos que pegas?

—Grito porque me sale de los cojones. Ésta es mi casa.

—Y la mía, si a eso vamos —gritó Mari Loli, furiosa. Y, de pronto, súbitamente inspirada, redobló la fuerza de su chillidos para escupirle—: Más mía que tuya, leches. Porque, para lo que te vemos el pelo últimamente.

—¡Ah! Consideras que te hago poco caso, ¿no? Que debería tratarte con más mimo, ¿verdad? Acaso sacarte a bailar o al cine o... Pues, ¿sabes qué te digo? Que, si no te gusta cómo andan las cosas, me largo de casa y no me vuelves a ver —replicó con rabia.

—¿Y adónde irías? Si no tienes dónde caerte muerto —replicó Mari Loli con un tonillo sardónico.

—¿Adónde iría? ¿Adónde iría? —dijo Manolo con una voz metálica y cortante—. Te voy a decir adónde.

Mari Loli desconectó la plancha. Observaba a su marido como quien estudia los movimientos de un ser de otra especie. Como si se tratase de un bichillo raro, evolucionando sobre la palma de su mano.

—Pues, me largaría... —Manolo inspiró profundamente y, al soltar el aire, las palabras salieron con él y cayeron como una bofetada sobre ella—, a vivir con una mujer que me gusta mucho.

Mari Loli se sintió como si el bichito estudiado hubiera sufrido una repentina metamorfosis para convertirse en un dragón monstruoso. Miró a Manolo con horror. ¡No podía creer que hubiese dicho lo que había dicho! Cierto que una llevaba meses sospechándolo, pero, quizás, en algún rinconcito perdido de su corazón había esperado que no fuera verdad. Tal vez, incluso, ese pedacito de corazón le había sugerido en algún desvarío: un día te dice que te quiere como antes. Mari Loli sintió que un agudo dolor fundía ese desatinado pedacito de corazón, igual que si se tratase de un diminuto carámbano. Tan rápidamente ocurrió todo que, al terminar, cuando ya nada quedaba de la ingenuidad de creer en un Manolo aún enamorado de ella, Mari Loli se dijo que no, que una no era tan pánfila, que ya sabía ella que tarde o temprano Manolo iba a salirle con ésas. Entonces, una rabia sorda le estalló en el pecho. ¡Menudo cabrón, menudo cerdo, menudo...! Y, sobre todo, ¡valiente novedad! ¿O no había estado ella insistiendo para arrancarle una confesión durante todos esos meses? Y él, ¡que no!, que cómo sois las tías, que no te pongas plasta... ¡Así le lucía a una el pelo!

Ahora ya sin gritar, como si hubiese agotado las fuerzas, Manolo dijo:

—Eso: que me marcho de casa, que me voy a vivir con ella.

¡Lahostia! ¿Cómo podía ser...?

—¿Y José Antonio? —se extrañó Mari Loli, todavía boqueando del susto y la indignación.

—¿Qué pinta José Antonio en esto? —preguntó Manolo, de veras sorprendido.

—Es su marido, jolín.

—¿Su marido? ¿Qué marido?

—El de Angelines, leches.

—¿De Angelines? Pero ¿de qué me hablas?

—Pues de Angelines y José Antonio...

Manolo la miró como si estuviera rematadamente loca, como si fuera casi imposible entenderse con alguien a quien le faltaban tantos tornillos.

—Pero ¿qué Angelines ni qué hostias en vinagre? Si a mí quien me gusta es Pili.

—¿Pili? ¿La rarita? ¿La del quinto?

—Sí, la del quinto.

¡Joder, joder, joder! Mari Loli volvió a quedarse sin habla. O sea ¿que no tenía un lío con Angelines sino con la vecina rarita? De modo que el gorrioncillo, el cervatillo asustado, la criatura poquita cosa que no levantaba cabeza desde que se mató su marido era la que le había robado a Manolo. Pues sí que.

Además, por si fuera poco, en las mismísimas narices de todo el mundo, en su misma escalera. Y encima se largaba a vivir con ella. Si la pinchan en ese momento, no le sacan sangre.

—Bueno, ya está dicho. Hala, voy a por la maleta.

Mari Loli seguía sin poder hablar, aunque, de haber podido, no se le ocurría qué pudiera haber dicho. ¿Lo habría insultado? ¿Le habría preguntado si la había tomado por idiota durante aquellos meses? ¿Le habría espetado que ya no era mucho lo que ella perdía, porque para seguir a la greña o simplemente siendo para él un mueble?

¿Y los niños? ¿Qué le iba a contar a María cuando regresase de los campamentos? ¿Y qué cara pondría Manu? ¿Y...?

Entonces pensó en Luis. ¡Bendito Luis! ¿Era o no un regalo que le había hecho la vida? Fijo que sí. En su pecho, la rabia empezó a retroceder para dejar espacio a otro sentimiento esperanzador, cálido y dulce.

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