Anoche soñé contigo (63 page)

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Authors: Gemma Lienas

Olga y Teresa salieron del hospital mucho más tarde, terminadas las gestiones burocráticas. Teresa, como médico, consiguió que admitieran el traslado de los dos cuerpos en una ambulancia hasta su hospital, en Bellvitge. Mientras preparaban el vehículo, Olga interrogó a Teresa, que ya no lloraba, pero seguía estando muy alterada y fumaba un cigarrillo tras otro.

—¿Era eso lo que querías contarme el viernes cuando me llamaste a casa?

Teresa la observó sombríamente.

—No... Quería decirte que tengo una neo de pecho.

Olga no acertó a decir nada. Se olvidó por completo de Alberto y de Carlos. Se apoyó en la pared, mareada. De nuevo se percibió como una cáscara vacía, como una caja de resonancia. Y las pelotas, veloces, golpeando las paredes. ¿Teresa, un cáncer? ¿Su amiga de toda la vida? ¿La niña que hubiera podido ser azafata en tiempos del No-Do? ¿La chica que perdió la cabeza por un fotógrafo? ¿La mujer que sólo había podido vivir el amor como una historia de dolor? Puso su mano sobre el brazo de Teresa y suavemente lo apretó. Al fin, exclamó:

—¡Teresa...!

Durante unos segundos, las dos se miraron con cariño.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Hace ya un tiempo, a finales de abril me hicieron una biopsia.

—¡Pero no nos lo contaste!

—No. Ni a vosotras, ni a Carlos. Fingí una guardia en el hospital para que me la practicasen sin tener que dar explicaciones.

¡Aquella equívoca guardia...! Olga notó un mazazo descargarse contra la cáscara hueca que era ella. Se sintió hecha añicos. Pelotas incontroladas de vergüenza y culpa le inundaron la boca y los ojos. Apenas se atrevía a mirar a su amiga. De modo que, mientras ella se había entretenido juzgando a Teresa con mezquindad, ella luchaba sola frente a un diagnóstico como aquél. Olga, imaginando a Teresa en la cama con Alberto, mientras su amiga había estado en una camilla del hospital.... Debería aprender a no hacer interpretaciones... No, Monegal, te equivocas. La lección no es sólo ésa; además, deberías tratar de recordar la generosidad y la solidaridad antes que nada. Teresa te hubiera necesitado como amiga, incluso de haber sido la amante de Alberto. Aunque, por supuesto, es más fácil pensarlo ahora, conocida ya la situación real, ¿o no?

—¿Tu hermano tampoco sabe nada?

—Sí. Javier lo supo a través de Ana, mientras estaba dando unas conferencias en Estados Unidos. Hace pocos días regresó y hemos estado hablando de ello. De la intervención que juzgaba conveniente, de la terapia posterior...

—¿Sabes el pronóstico?

—No. Todavía, no. Sé que no está en un estadio inicial, pero ignoramos si los ganglios están afectados. Hay que esperar a que abran.

—¿Te operarán en la clínica de Javier?

—No. En el hospital. Mañana ingreso. Precisamente, el viernes te llamé para pedirte que me acompañaras.

—¿A Carlos todavía no le habías dicho nada?

—No. Ni se lo había dicho, ni se lo iba a decir. Había ya tanta distancia entre los dos...

A Olga se le nublaron los ojos por su amiga, por su soledad tan profunda y por ese cáncer en el pecho. Fue sacudida por una intensa piedad por ella y por una áspera vergüenza a causa de su propio comportamiento.

—Por supuesto que puedes contar conmigo. Ya sabes que sí. Y pérdoname.

Se acercó a ella y le besó la mejilla. Nunca sabría si Teresa entendió por qué le estaba pidiendo disculpas.

La ambulancia ya estaba a punto de partir. Olga y Teresa se dirigieron a sus coches. Antes de llegar al aparcamiento, Olga detuvo a Teresa:

—Tú sabías lo de Alberto y Carlos, ¿no es cierto?

Teresa asintió.

—¿No pensabas contármelo?

—No. Nunca lo hubiera hecho. Tenías que descubrirlo tú misma o, mejor aún, Alberto merecía su oportunidad de explicártelo.

 

 

Después del fin de semana de la primera cita, Mari Loli quería pasar por la carnicería a las cuatro, pero no fue necesario. Luis se presentó en Cadena Dos para darle las gracias. Hacía tiempo que no era tan feliz, le dijo. Que lo había pasado tan bien, que era una mujer maravillosa, que... A Mari Loli, sus palabras le dieron una gran alegría, pero también un poco de miedo. Luis parecía muy embalado, y ella no quería correr. Aparte de que tampoco sabía hacia dónde. Total, no supo muy bien qué hacer, ni qué decir, ni sobre todo qué pensar. Luis se vino abajo al verla tan inexpresiva. Sin más comentarios, se volvió a la tienda, y ella se sintió fatal. ¡Pobre Luis! Desde luego, no se merecía su involuntario desaire. A las cuatro, Mari Loli pasó por la carnicería para recoger la carne y él se comportó como siempre. Mari Loli respiró, aliviada. Pudo conducirse con su naturalidad habitual y recuperó su sensación de chocolate a la taza. Pasaron los días y él continuó tan amable como de costumbre y ella, conservando esa sensación. Hasta que, al siguiente fin de semana, Luis le propuso ir a un bingo. ¡Qué bien! Mari Loli sólo había estado una vez en uno, pero ya hacía mucho y casi no lo recordaba. Se citaron para ir el sábado por la tarde. Afortunadamente, Estrella, después de remolonear un rato, después de hacerse de rogar, había accedido a ocuparse de Anabelén. Menos mal, porque estando María de campamentos, ¿con quién la dejaba? En fin, la nena se iba a quedar con Estrella, que estaba de un humor mucho mejor que en las semanas anteriores, aunque se mantenía un poco distante con ella, como si no tuviera muchas ganas de verla o de contarle qué le estaba ocurriendo... Bueno, ¿y qué? ¿No sabía una cómo las gastaba Estrella? Pues, ¿de qué se extrañaba? Estrella nunca había sido dada a las confidencias. Además, siempre había tenido muy claro lo que quería y se había pasado por el forro la opinión del resto del mundo, incluida la de su propia hermana.

En media hora, llegaron madre e hija a casa de Estrella. ¡Caray! El piso era el suyo, pero la mujer que abrió la puerta no parecía la de otras veces.

—¡Estrella! —exclamó Mari Loli, pasmada.

—¿Qué tal? —preguntó Estrella, girando sobre sí misma.

Mari Loli estaba boquiabierta. ¡Jolín con su hermana! Pues no estaba desconocida... Si siempre había tenido estilazo, ahora estaba... estaba cañón. ¿A santo de qué aquel cambio? Para empezar el pelo, alborotado y juvenil, de rizos marcados y algo despeinados. Como las despampanantes melenas de las actrices en las teleseries americanas. Parecía que tuviera muchísimo más pelo y más sano y más vistoso. Además, teñido de un rojo cobrizo, que le sentaba de muerte. Luego, la ropa. Había sustituido sus eternos pantalones por una falda ajustadísima. ¡Jope, qué delgada estaba Estrella! Había que ver lo menudísima que era la falda. Estaba estupenda. Y una camiseta de tirantes, escueta, que ofrecía una vista panorámica e impresionante sobre sus tetas. Y sandalias de tacón. Y pendientes nuevos. No las criollas que Mari Loli le había visto tiempo atrás. No. Unas perlitas blancas que colgaban al final de unas cadenas muy finas. Sin embargo, lo mejor de todo no era el pelo, ni la ropa. Lo más impresionante era el brillo de su sonrisa y de sus ojos. ¡Caray! Después de la muerte de Julio, nunca la había vuelto a ver resplandeciente como ahora. ¡Nunca, de verdad! Estaba toda ella que parecía llevar guirnaldas de bombillitas, como los árboles de Navidad.

No hacía falta que dijera nada, porque se notaba su felicidad a kilómetros de distancia.

—Hola, cariño —dijo Estrella, agachándose para dar un beso a su sobrina.

—Mira: en la bolsa tienes merienda para la nena y...

—Bueno, ¿me cuentas con quién tienes tú una cita? No habrás vuelto a quedar con el estúpido que te trata como a una sandía, ¿verdad?

—No, no. No te preocupes.

Mari Loli la puso al corriente, mirando de reojo la hora. No quería que se le pasara el rato sin darse cuenta y dejar plantado a Luis. Estrella la escuchaba sin perder su aire de felicidad. ¡Qué rara estaba! Parecía que la escuchaba y no la escuchaba, todo a un tiempo. Era... era como si estuviese colgada de un cuerno de la luna.

—Haces bien, Mari Loli, que la vida es muy corta, y tú has disfrutado poco.

—Mujer...

—Vale. De acuerdo. Disfrutaste en otra época, pero llevas ya mucho hecha unos zorros.

—Sí...

—Además, cuando dejan de quererte, pues, eso: han dejado de quererte. Entonces, lo mejor es borrón y cuenta nueva. Olvídate de Manolo.

—Ya...

—¿Sabes qué te digo? Que si se tercia, además de jugar al bingo, le eches un yuyu al pollo y, si encima te enamoras, mejor que mejor.

Mari Loli había contemplado a su hermana colgada de la luna, largando tonterías. ¿Enamorarse? ¿Quién quería una cosa así? ¿No había bastantes líos en la vida? Además, ¿desde cuándo Estrella opinaba que el amor era algo a tener en cuenta?

—Y en casa, ¿qué? ¿Ningún cambio?

—Ninguno.

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Yo? Nada. Seguir como hasta ahora.

—Oye, ¿y si Manolo te deja? ¿Y si se larga con otra?

—Anda, mujer, ¿cómo se va a largar con Angelines? Tú no sabes lo que dices. Bueno, me voy, que no quiero llegar tarde.

—Vale. Pero acuérdate, a las diez, de vuelta, que, a esa hora, la que tiene una cita soy yo.

 

 

Estar en la sala jugando al bingo fue estupendo, sobre todo porque ella hizo uno. Entonces, Luis le dijo que el dinero ganado era de ella. Mari Loli no estaba de acuerdo, porque los cartones los había pagado él y, además, era una cantidad importante. Pero él insistió: que los cartones eran un regalo de él y, por lo tanto, el dinero le correspondía. Cómprate algo que te haga ilusión, algo de ropa..., le dijo. Vale, pues se iba a comprar otros zapatos de tacón, que llevaba siglos deseándolos, y también un traje de chaqueta. A la siguiente vez que la invitó a ir al bingo —uno distinto, le dijo; éste es con sorpresa—, ella se puso el conjunto nuevo. Luis opinó que estaba guapísima —qué bien te sienta el azul, le comentó— y que era un acierto haberlo estrenado esa noche puesto que el bingo tenía sala de fiestas y, luego de jugar un rato, irían a bailar.

¡Menuda sorpresa! Luis resultó un bailarín de primera. Eso no lo hubiera imaginado Mari Loli ni aun con toda la vida por delante para pensar. ¡Un hombre tan leído...! Era como si... como si una persona interesada en los libros no pudiera estarlo en el baile. ¡Error! La llevaba igual que si fuera una pluma, vuelta para aquí, vuelta para allá, uno, dos, tres, uno, dos, tres... Lástima que no tocaran su canción. Sí, una pena, estuvo de acuerdo él.

Lo que eran las cosas, después de esa noche, Mari Loli pasó de la sensación chocolate a la taza a una nueva sensación que le recordó algo. ¿Sería que se estaba enamorando de Luis? No estaba muy segura, porque lo cierto era que no resultaba igual que con Manolo. Su corazón sí parecía un poco alocado, pero su cuerpo estaba mudo. ¿Era que había entrado en una época de frío hacia todos los hombres del mundo? ¿O el frío era sólo por Luis? O tal vez era que no estaba enamorada de él... Bueno, qué más daba, de momento tampoco Luis pedía nada más.

Una noche entre semana, aprovechando que Manolo estaba fuera y que Manu se iba a quedar en casa —¡quién se lo hubiera podido decir a Mari Loli un mes atrás!; ¡ni harta de vino se lo hubiera creído, vamos!—, se fueron a cenar. La llevó a un restaurante de la Barceloneta, muy cerca del mar. El aire húmedo olía a sal y a vacaciones. Comieron un arroz negro buenísimo. Fue por culpa de ese arroz con tinta —o a lo mejor debería decir que fue gracias a él— por lo que Luis se destapó.

—¡Huy! He comido demasiado. Y eso que querría empezar un régimen...

—¿Un régimen? —preguntó Luis, sorprendido—. No querrás adelgazar, ¿no?

—Bueno, adelgazar mucho no sé si me será posible. Pero, por lo menos, perder algunos kilos para encontrarme mejor.

—¡Ah!, si es para encontrarte mejor, bien. Pero, sobre todo, nada de tonterías. Nada de querer ser como esas mujeres escuálidas, planas por delante y por detrás, que parecen chicos.

Y siguió contándole que las mujeres debían de tener formas y que a él le encantaba ella, precisamente, por eso. Y, ya puestos, se lanzó a contarle qué otras cosas de ella le gustaban a rabiar: la sonrisa de luz —eso ya lo había dicho la tarde del chocolate—, su alegría —eso se lo había repetido muchas veces desde que se conocieron—, lo bien que se movía, la gracia que tenía bailando, la armonía de sus movimientos —eso se lo dijo la noche del baile—, su ternura, su bondad, su capacidad para disfrutar con los pequeños placeres de la vida, su sentido del humor, su cuerpo, sus ojos azules, su cara tan y tan femenina. Incluso con el pelo al cero y sin ver tu cuerpo, cualquiera sabría que eres una mujer, ¿sabes?, había dicho. Todo eso sí era nuevo. Nuevo, viniendo de él y, también, nuevo en general. ¡Pues sí que le veía atractivos...! A Mari Loli le resultaba insólito tanto halago, esa visión tan complaciente. ¡Huy! Serás tú, que te miras mal, contestó Luis; yo te veo así. No supo qué contestar. Estaba un poco aturullada. Había perdido la costumbre de ser tratada como una reina, suponiendo que alguna vez alguien la hubiese tratado así. Además, no estaba segura de poder encontrar tantas características de Luis que le gustaran. Lo pensó un buen rato. Al final, decidió que sí, que Luis le encantaba por un montón de razones: por su ternura, por su educación, por su amabilidad, por su atención, por su buen humor sin estridencias... No estaba tan mal, ¿verdad? Y, vestido de calle, era francamente atractivo. Sólo que el cuerpo de ella seguía sin reaccionar. ¿Se le habría estropeado por culpa del revolcón con el Delirio? Bueno, lo mejor era no darle más vueltas. Lo que tuviera que ser sería.

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