Anoche soñé contigo (56 page)

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Authors: Gemma Lienas

—De putón verbenero —había contestado su amiga.

—Bueno, ¿qué te pondrás? —había insistido Olga.

—Un
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de lo más indecente y provocativo; una pieza maestra de mi vestuario. Y una falda menos estrecha de lo que quisiera, ya sabes, las cartucheras, el chocolate, en fin... ¿Y tú?

—Me vestiré de discreto encanto de la burguesía —había respondido Olga.

Pero cuando Susana había requerido más información, no se la había dado. Nada, nada. Que imaginase lo que quisiese con esa respuesta. Seguro que se la figuraba vestida con alguno de sus aburridos conjuntos de siempre. Pues, no. Se había comprado uno con el que se sentía muy ella y, a la vez, algo sofisticada, bastante guapa y muy elegante. La divertía haberse ataviado de esa forma. Creía estar recuperando su capacidad de disfrutar de los pequeños placeres. ¡Y quién sabe, Monegal, si con un poco de entrenamiento, también de los grandes! Iba sentada en el Peugeot gris 405, al lado de Alberto, que conducía y que, de vez en cuando, le lanzaba todavía alguna mirada de asombro. Parecía pensar que ésa era una mujer distinta a la suya propia. Bueno, ¿y qué? ¿No había realizado él también un giro de ciento ochenta grados en su aspecto? Fuera la barba, peinado estructurado, ropa interior frívola y, ahora, por fin, el colmo: ¡hasta las manos se arreglaba! Casi se desmaya cuando, al regresar Alberto de la peluquería —¡otra vez, cómo no!—, se dio cuenta de que sus uñas no estaban cortadas algo chapuceramente, tal como él solía hacerlo, sino meticulosamente limadas, con la cutícula cuidadosamente retirada y, encima, brillaban igual que si estuvieran barnizadas con esmalte transparente. Se había percatado de ello al observarlo hacerse el nudo de la corbata.

—¿A ver? —había preguntado cogiéndole la mano—. ¿Te las has arreglado?

—Pues, sí, ¿qué tiene de raro? Me lo han hecho en la peluquería. Ya sabes que es uno de esos sitios unisex, con esteticistas que trabajan no sólo para ellas sino también para ellos. Y muchos hombres piden este servicio, ¿sabes?

Quizás era así, pero a ella le resultaba raro que a Alberto se le hubiera ocurrido. Probablemente lo habían inducido a hacerlo. Desde luego, en esa peluquería conocían bien los recursos para animar a su clientela al consumo.

Aunque Olga ya casi no se extrañaba de ninguno de los cambios en el físico de Alberto, éste no dejó de parecerle excesivo.

—No sé de qué te sorprendes; en Omega hay por los menos tres técnicos que se arreglan las manos. No me dirás que lo consideras un privilegio exclusivamente femenino, ¿verdad?

No, por supuesto que no. Además, Monegal, no te pongas pejiguera. ¿No has puesto tú misma rumbo hacia nuevas formas de arreglo personal?

De modo que iba tan orgullosa con su vestido tornasolado de color verde caqui con pinceladas de verde pistacho y verde pálido, largo hasta media pierna y con finos tirantes que destacaban el dorado de su piel, conseguido en la terraza de su piso. Había hecho caso a la recomendación de la vendedora acerca de los zapatos. Se había comprado unas sandalias negras de tacones, si no vertiginosos como los de Teresa, sí bastante altos para sus hábitos hasta el momento. Encima del vestido, una chaqueta corta —nada que ver con sus americanas de corte clásico o masculino—, de color hielo, había dicho la vendedora —aunque a Olga le parecía más acertado hablar de un blanco con una punta de gris o un blanco algo apagado—, cerrada con dos grandes botones de nácar. Pues, sí. Se sentía como una reina.

Al llegar, vieron el Audi 3 negro enfrente del restaurante. Teresa y Carlos ya se habían apeado, y Carlos le estaba dando las llaves al aparcacoches. Olga y Alberto se bajaron también del coche.

Carlos se acercó a ellos, tomándole la delantera a Teresa.

—¡Caramba!, Olga. ¡No pareces tú!

Olga se esponjó. Viniendo de Carlos, tan puntilloso en cuestiones estéticas, debería considerar el comentario un triunfo.

Entonces, Carlos se dirigió a Alberto:

—Está bien que tu mujer se haya decidido a abandonar el negro y el gris al que nos tenía acostumbrados. Se parecía a la sarcophaga carnaria, ¿verdad?, la mosca de la carne. O a esas mujeres de pueblo que, en cuanto asoma la muerte de refilón en sus vidas, se visten de luto y ya no se lo quitan en el resto de sus existencias. Total ¿para qué? Van a seguir muriendo personas cercanas... Aunque tampoco se puede decir que haya perdido la cabeza por completo: ni rosa fucsia, ni azul turquesa...

Ya estaba Carlos con sus bromas de mal gusto. La dejó preocupada, aparte de molesta. ¿Estaría mal con el conjunto nuevo? ¿Sería más evidente su delgadez? La inseguridad empezó a ganar terreno.

—Carlos, por favor —intervino la reina de las nieves, con violencia contenida.

—¡Qué sentido del humor tan agudo! ¿Qué pasa? ¿Os molesta una broma inocente? Todo lo sacáis de madre.

Carlos y Alberto se adelantaron hacia el restaurante, dejando solas a las dos mujeres.

—Estás muy bien, Olga. Te sienta estupendamente. Además, le cuadra a tu personalidad. No le hagas mucho caso a Carlos. Ya conoces su jocosidad ácida.

¡Qué jocosidad ni qué niño muerto, Monegal! Conoces bien lo mucho que le gusta hostigar a sus víctimas. Por ejemplo, a ti y, sobre todo, a Teresa. ¿Por qué no te atreves a enfrentarte alguna vez con él y le dices lo que piensas? Igual le hacías un favor y aprendía a tratar con la gente. Toda la gente. No sólo aquella a quien pretende seducir. Te lo dijo Susana, ¿recuerdas?, cabréate de vez en cuando. Y, además, se le ocurrió que, de paso, podía enfadarse con Teresa. ¿Quién le había pedido ayuda? ¿Desde cuándo afloraba un alma compasiva en la reina de las nieves? Por un lado, pretendía echarle un cable pero, por otro, le estaba poniendo la zancadilla. Olga se sintió enrojecer de ira contenida.

En ese momento se bajaban de un taxi Susana y Jean-Claude. Susana se colgó inmediatamente del brazo de él.

—¡Olga! —Susana silbó admirativamente y, luego, en un gesto cómplice, le guiñó un ojo—. ¡Menudo encanto de la burguesía! Así me gusta, que te vayas poniendo el mundo por montera.

Se besaron y entraron en el restaurante. Dentro los esperaban Alberto y Carlos, charlando con el
maître
.

—Nos han reservado mesa en el jardín, pero, si preferimos estar dentro, les queda una para seis. ¿Qué dicen nuestras tres gracias?

—¡En el jardín, en el jardín! —exclamó Susana.

—¿De acuerdo? —preguntó Alberto, mirando primero a Teresa y luego a Olga.

Mientras sacudía la cabeza para afirmar, Olga no podía dejar de observar que su opinión le importaba menos que la de Teresa. ¡Por fuerza el nudo que los unía debía de ser muy estrecho para que tuviera en cuenta sus deseos en primer lugar! Bueno, ¿y de qué se extrañaba? Acaso necesitaba más certidumbre que la advertida en la inauguración de Omega. Aquello sí había sido desfachatez: Teresa y ella, las dos en la segunda fila, compartiendo el puesto de mujeres de Alberto. Podía habérsele ocurrido que, aun después de tantos años de amistad —o precisamente por eso—, era una violencia innecesaria, ¿o no? Tampoco resultaba indispensable que su amante estuviera en el acto. ¿O sería que le costaba demasiado esfuerzo no verla en todo el fin de semana? Sería que no había tenido bastante con pasar el mediodía a su lado. Otra vez sintió en la boca el mismo rencor amargo que se había deslizado por ella la tarde de la inauguración. ¿Era imprescindible ser sometida a esa humillación? De nuevo sintió deseos de arañar, morder o golpear a Alberto. Por lo que le hizo en Omega. Por no haberse negado a la cena de hoy.

Salieron al jardín, que no podía ser considerado como tal, sino un patio interior entre altos edificios, sabiamente arreglado para simular un espacio campestre en mitad del cemento y el acero. La grava crujía bajo los zapatos, mientras avanzaban hacia la mesa, vestida ya con un largo mantel blanco y cubierta con un amplisímo parasol que los protegería del relente de la noche. Sobre la mesa, un centro de pensamientos morados y amarillos. En las paredes del patio, pasionaria trepadora.

Olga contempló a las dos parejas que caminaban por delante de la formada por Alberto y ella. Susana y Jean-Claude iban pegados el uno al otro, como si llevasen siglos sin verse y no pudieran soportar la falta de contacto. A Olga le constaba que Jean-Claude había anulado todos los viajes para poder estar al lado de ella antes, durante y después de la intervención, de modo que, por lo menos, habían disfrutado de tres semanas casi sin separarse. Y no tenían bastante, claro. Ninguno de los dos se hartaba nunca. Decía Susana: si un día no siento lo mismo, si un día ya no lo soporto, lo dejo, ¿sabéis? ¿Cómo se puede vivir junto a un tío al que te gustaría ver muerto? —y se refería a Teresa, por supuesto—. No, guapas, no. Para vivir con alguien, para compartir la vida con otra persona, se necesita estar totalmente enamorada, de lo contrario es un latazo inaguantable. Mucho, muchísimo mejor, sola que mal acompañada. Creo que Jean-Claude va a seguir siendo el tío ideal para mí hasta la muerte, pero, si no fuera así, lo cambio y listos. Llevaban ya diecisiete años en este plan, aunque, cuando se fueron a vivir juntos, ni ellos mismos imaginaban su durabilidad, porque los dos tenían unos currículums amorosos de lo más agitado. Encima, Jean-Claude el calmado había dicho respecto a su decisión de vivir con Susana la loca: tengo la impresión de estar sentándome sobre un barril de dinamita. Bueno, pues tantos años juntos, y la dinamita no había hecho explosión. Ni parecía que eso fuera posible en el futuro.

Teresa y Carlos andaban distantes, como si un muro los separase. No se hablaban y mucho menos se tocaban. Como si su desamor hubiese cristalizado en dos minerales contiguos pero ajenos uno al otro. ¿Qué era lo que los mantenía juntos? Tal vez les resultaba más rentable emocional y socialmente. Aunque la dificultad y la tensión de estar siempre fingiendo tenía que ser por fuerza un desgaste terrible. Esa impostura en la relación, ese simular de cara al exterior que todo marcha sin problemas... A Olga, una sola cena en la que se veía obligada a actuar de ese modo, ya se le antojaba un disparate insoportable. ¿Cuánto más resistirían Teresa y Carlos? Quizás seguirían así el resto de sus días porque, al parecer, los dos estaban dispuestos a aguantar cualquier desaire del otro sin inmutarse mucho. ¿O Carlos sí podía alterarse? ¿Cómo llevaría él una aventura de Teresa? Estaba por ver.

Y luego, ella y Alberto, uno junto al otro, sin la complicidad de antaño, pero todavía sin grandes resentimientos. O, por lo menos, de momento sólo rencores puntuales, como el que aún le amargaba los labios a ella. Era evidente que pequeños rencores podían acabar por formar una bola de rencor imparable. A saber lo que tardaría en aparecer... ¿Irían ellos dos a seguir el camino de Teresa y Carlos?

—¿Cómo nos sentamos? —preguntó Jean-Claude.

—Chico, chica —respondió Susana.

—De acuerdo, pero no por parejas —avisó Teresa.

Teresa, guapa, se te ve el plumero, pensó Olga. Monegal, suéltale un chasco. ¡Vamos! ¿No tuvo bastante con ocupar una silla en la sala de actos de Omega? Calma, calma...

Mientras esperaban los aperitivos, Olga aprovechó para ir al servicio. Al regresar los encontró con una copa de champán en la mano, algún cigarrillo encendido y escuchando a Susana, que había empezado a monopolizar la conversación, uno de sus hábitos.

—Os digo que sí, se la cepilló como si fuera una sandía. Me lo ha contado su hermana, que es mi manicura.

—¿Y qué esperaba? —preguntó Carlos—. ¿Que le declarase amor eterno?

—No, chico, pero, entre un extremo y el otro, habrá un término medio, digo yo —respondió Susana.

—¡Uf!, las mujeres sois un problema —respondió Carlos con hastío.

—Y vosotros, el metro de platino iridiado —contestó Susana con rabia.

—¿El metro de platino iridiado? —preguntó Alberto entre risas.

—Pues, sí. Sois la medida de todo. Por eso, por comparación, nos encontráis tan raras. No lo somos más que vosotros. Es un problema de mirada masculina.

—¿Qué quieres decir, Susana? Ahora no te sigo —dijo Jean-Claude.

—Quiero decir que la mirada que hay en el mundo, por culpa de una larguísima tradición, es la vuestra y, claro, lo distorsiona todo. Por poneros un ejemplo, sacan la noticia de que en el Estrecho han perecido, a bordo de una patera, veinte magrebíes, entre los cuales siete mujeres...

—¿Y? ¿Qué tiene de extraño? —preguntó Alberto.

—Pero ¿no te das cuenta? —se alteró Susana—. ¿Por qué tienen que diferenciar a las mujeres como bichos raros? ¿Por qué tienen que decir «entre»? ¿No sería más normal decir un grupo de trece hombres y siete mujeres? El problema siempre es el mismo: la perspectiva adoptada. Y siempre es la masculina.

—Bueno, nos hemos desviado mucho del tema inicial. Un hombre y una mujer tienen una aventura ocasional —intervino Carlos—, o no tan ocasional, y la mujer siempre está esperando a que le digan: te quiero, cuando, en realidad, eso no tiene nada que ver con el amor.

—Quizás no, pero quizás sí —advirtió Teresa. Como todos la miraban expectantes, apagó su cigarrillo y prosiguió—: Aunque los postulados del investigador Paul MacLean acerca de la división del cerebro en tres secciones generales resultan una simplificación, me sirven para contaros lo siguiente. La sección más primitiva, que recibe el nombre de «cerebro de reptil», es la que gobierna nuestras conductas instintivas, probablemente la que usamos durante el cortejo, es decir, cuando flirteamos. Por encima del cerebro de reptil está el sistema límbico, que gobierna nuestras emociones básicas: el amor, el odio, la felicidad... La adaptación biológica depende de las cogniciones de este sistema, es decir, cogniciones viscerales ignoradas por el individuo, cogniciones de las que no somos conscientes. El enamoramiento se produce, casi con seguridad, en esta zona. Y, por último, por encima del sistema límbico, está el córtex, que procesa funciones básicas como la vista, el habla, la capacidad matemática y, por encima de todo, integra nuestras emociones y nuestros pensamientos. En el córtex tienen lugar las cogniciones noéticas. Esta parte del cerebro es la que piensa en «él» o «ella» cuando estamos enamorados.

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