Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
â¡Perdida para la causa! âopinó Susana riendo, una tarde, después de intentar convencerla para que se lo tomara con calma.
â¿Con calma? ¿Y tú me lo dices, Susana? âinquirió Teresa, con voz teñida de reproche.
Desde luego, con su historial, más le valÃa callarse. Por lo menos, Teresa no cargaba con una criatura fruto de sus amores, como era el caso de Susana, cuya hija, Ãfrica, tenÃa por aquel entonces dos o tres años. Cierto, admitió, para locuras, las suyas.
Tres años después de que Teresa conociera a Carlos, ambos seguÃan en el mismo estadio inicial; no habÃan avanzado ni un milÃmetro. Teresa continuaba loca por él. Ãl, loco por todas. Teresa sacó una plaza fija en el hospital y empezó a ganar regularmente un salario. Carlos seguÃa malviviendo de sus trabajos artÃsticos. Un año más tarde, Teresa le lanzó un ultimátum: o se iban a vivir juntos o se separaban para siempre. Carlos aceptó el órdago. ¿Por qué lo hizo? ¿De verdad la querÃa? Ciertamente, habÃa gestos de Carlos que no permitÃan dudar de su cariño por ella. ¿O, tal vez, porque representaba la seguridad material? En efecto, durante los primeros años de vida en común, Teresa se hizo cargo de todos los gastos y él pudo dedicarse por completo a su carrera hasta hacerla despegar. ¿O, mejor aún y más probable, porque Teresa actuaba como una red de seguridad? Mientras Carlos era un trapecista de riesgo â¡hop, señora a la vista!, ¡hop, aventura con la recién aparecida!â, Teresa actuaba, pacientemente, dolorosamente, de protección. Luego él regresaba, contrito, con ceniza en la frente, proclamando su amor por ella. Y Teresa se daba por satisfecha con esas muestras de arrepentimiento que sabÃa insinceras o, cuando menos, fugaces. Sólo que la paciencia y el dolor de Teresa, con los años, se trocaron en resentimiento.
No, Teresa habÃa tenido suerte en bastantes aspectos, excepto en el sentimental. Y, sin embargo, si le hubiesen preguntado por ese gesto agrio que al cabo de los años le doblaba la comisura de los labios hacia abajo, le marcaba unos surcos finos a ambos lados de la barbilla, le fruncÃa el entrecejo, ¿hubiera sido capaz de relacionarlo con la indignación, el dolor y la frustración que los años junto a Carlos le habÃan ocasionado? No. Hubiera dicho que su entrecejo fruncido era consecuencia de sus frecuentes jaquecas o que las comisuras caÃdas eran fruto de sus más esporádicas dispepsias. Tal vez nunca serÃa capaz de un análisis introspectivo que le permitiera comprobar que el dolor de cabeza probablemente era reflejo de su rabia. O sà lo sabÃa y, simplemente, disimulaba. Y tú, Monegal, ¿serÃas capaz de reconocer que sà la odias, que no le perdonas su intromisión en tu pareja? ¿Que si la vieras desaparecer sin dejar rastro, ahora mismo, no sentirÃas ningún dolor, sino mucho alivio? Olga apartó de un manotazo sus pensamientos y entró en su piso.
Después de colgar la chaqueta y dejar el bolso en su habitación, fue a comprobar si MarÃa habÃa llegado ya. Efectivamente, encerrada en el estudio, trabajaba con disciplinada concentración. Trató de conseguir su colaboración para preparar la cena, pero resultó en vano. Bien estaba tener una hija tan trabajadora y, sin embargo, esa dedicación al estudio le resultaba a Olga... descompensada. Insuficiente para desarrollar una personalidad armoniosa. Imaginaba a MarÃa convertida en el futuro en una ejecutiva agresiva, sin vida de relación, sólo preocupada por el trabajo âquizás también por el dinero y el éxitoâ, y se le antojaba una monstruosa deformación. Claro que le gustaba tener una hija estudiosa, una hija preparada, con muchos conocimientos, pero no se conformaba. QuerÃa que también fuera muy persona. Solidaria, compasiva, generosa, capaz de amor y de sacrificio... Y, de momento, ésas no eran las mejores cualidades de MarÃa. ¿Que quizás en el futuro, gracias a sus entrenados mecanismos mentales, resolverÃa complicadas ecuaciones brillantemente o emularÃa a Kaspárov jugando al ajedrez? ¿Y qué? También una máquina podÃa hacerlo... En fin, a lo mejor estaba equivocada y lo que ocurrÃa era que siempre encontraba la forma de preocuparse. O era que los hijos nunca respondÃan a las expectativas de los padres, y eso resultaba inquietante. O, Monegal, admÃtelo, quizás estás aterrorizada de comprobar hasta qué punto MarÃa se te parece. MarÃa es, en efecto, una clónica tuya, que reproduce a la perfección tu sistema defensivo, tu envarado corsé.
Entró en la cocina y observó el panorama con desolación.
¿Por qué se habrÃa complicado la vida de esa manera? Con lo fácil que hubiera sido pedirle ayuda a Olivia, incapaz de exquisiteces y, sin embargo, la reina de la tortilla de patatas. O, si querÃa ser más sofisticada, estar más a la altura de los fastos gastronómicos de Susana, haber encargado la cena en la charcuterÃa.
Por lo menos habÃa tenido la previsión de decirle a Olivia que dejara los tomates pelados.... SÃ, efectivamente, los habÃa guardado en la nevera.
Sacó la licuadora de uno de los armarios. La enchufó y la conectó. Uno a uno, fue introduciendo los tomates para reducirlos a puré. No entendÃa cómo, a Teresa y a Susana, cocinar les podÃa resultar no sólo un trabajo creativo sino también relajante. A ella la sacaba de quicio. Perder tiempo con esas bobadas cuando la vida no le alcanzarÃa para leer todos los libros que le apetecÃan... Ni siquiera una cocina-laboratorio como la de Susana, de superficies uniformemente blancas y cromadas, ni tampoco la de Teresa, una hermosa cocina de armarios de madera oscura, cristales y cromados, en cuyos interiores se emboscaban docenas de electrodómesticos, podÃan resolver las inevitables labores de pinche. En fin, comparada con las de sus amigas, la cocina de Olga era... ¡Una antigualla!, opinaban las otras dos. Bueno ¿y qué?, ¿acaso no funciona? Entonces, ¿para qué voy a cambiarla? Desde luego, vosotras vivÃs en la sociedad del despilfarro. Nos educan para que no estemos nunca conformes con lo que tenemos. Siempre hay que desear más y más y más... Bien está tener ambición, pero dentro de unos lÃmites, ¿o no? Y, entonces, imitando a Susana, les recitaba: «El que no considera lo que tiene como la riqueza más grande es desdichado aunque sea dueño del mundo», Epicuro dixit. En definitiva, dejemos las uvas en la parra porque están verdes, ¿no es eso, Olga?, se reÃa Susana. Pues, efectivamente es muy sensato, sÃ, pero también bastante conservador, ¿no crees? Y añadÃa: un dÃa te matará un exceso de sensatez.
Por fin tenÃa listo el dichoso puré. Lo guardarÃa en frÃo hasta el momento de servirlo. ¿Y ahora qué? ¿Preparaba las gambas âlos tropezones del puréâ o se dedicaba al segundo plato? Sin saber qué hacer, se levantó y se dirigió al especiero, colgado en la pared, junto a la cocina. Buscó la pimienta. Llevaba tanto tiempo sin cocinar que tal vez la mitad de las especias estuvieran estropeadas. La pimienta, afortunadamente, no; le quedaban tres meses de vida. ¡Suerte!, sólo habrÃa faltado tener que ir hasta Cadena Dos a buscar un botecito nuevo. A ver cómo estaban las demás hierbas y especias...
¡Las ocho y cuarto! HabÃa malgastado veinte minutos con las malditas especias, cuando todavÃa estaba la cena por hacer. Desde luego, casi no podÃa creer su falta de efectividad. ParecÃa un perro queriendo morderse la cola. ¿Por qué últimamente era incapaz de concentrarse en un objetivo y seguir el camino marcado hasta alcanzarlo? Si ésa habÃa sido siempre una de sus mejores cualidades... ¿o no? No, Monegal, perdona, más que una de tus cualidades ha sido una de tus estrategias.
Salpimentó las gambitas y las salteó en una sartén con un chorrito de aceite. Luego las reservó en un plato. Cuando se hubieran enfriado, las meterÃa en la nevera.
Bien, ahora sÃ, ¡a por el segundo! Antes de sentarse de nuevo en la mesa de los desayunos, cogió un paquete de Digesta. El envoltorio seguÃa allÃ, nuevecito, sin desgarros. Se habÃa librado de las zarpas de Ãdgar. ¡Menuda neura le habÃa dado últimamente desenfundando galletas y guardando envoltorios! TenÃa que preguntarle por qué. Apenas habÃa tomado nada al mediodÃa, y su estómago, vacÃo, gruñÃa. Empezó a comer galletas, al tiempo que abrÃa el clasificador de plástico donde guardaba las recetas, limosnillas de Susana y Teresa, buenas conocedoras de su incapacidad culinaria...
Y siguió con las galletas y las recetas, comiendo y leyendo casi de manera automática.
Monegal, hija, ¿tú eres idiota? ¿Qué mosca te ha picado? Venga a mirar los recetarios como si no tuvieras nada mejor que hacer. Y, sin embargo, el jarrete por empezar... ¡Y las ocho y media ya!
Buscó la receta del jarrete de ternera gratinado. ¡TenÃa que ocurrir precisamente en esa página! Una enorme e inoportuna salpicadura habÃa corrido la tinta. Imposible leer los pasos a seguir; y ella, incapaz de recordarlos. La única solución serÃa localizar a Susana. Seguro que podrÃa cantarle las instrucciones o, cuando menos, inventarlas de manera convincente y sabrosa.
Fue a la sala a buscar el teléfono inalámbrico.
âSà âcontestó a la primera señal.
âSusana, ¿te pillo en mal momento?
âNo, me pillas en un taxi. Dime.
âTengo un problema con el jarrete de ternera gratinado. ¿No recordarás la receta de memoria?
âTe la canto. En el fondo de una
cocotte
pones una de las dos cortezas de jamón... Por cierto, ¿las tienes? Porque si no te acordaste de comprarlas, ya puedes ir improvisando otro plato, aunque las improvisaciones no sean tu punto fuerte. A estas horas no encuentras ninguna charcuterÃa donde te puedan vender una...
âQue sÃ, Susana. Claro que me acordé. Los ingredientes los tengo todos... Creo âterminó con una cierta vacilación que a la otra pareció no importarle.
âBien. Pones la corteza, con la cara grasienta mirando al fondo de la
cocotte
. La cubres con las zanahorias y las cebollas cortadas finas.
Las verduras estaban preparadas. Olivia las habÃa dejado en la nevera.
â¿Sigo?
âSÃ, sigue.
âNo parece que estés escuchando, francamente. Llevas un tiempo un poco ida, ¿sabes?
Claro que lo sabÃa, pero ignoraba que fuese evidente para los demás. O tal vez sólo lo habÃa notado Susana la intuitiva.
âEncima colocas los filetes de jarrete. Salpimentas. Pones un
bouquet garni
...
¡Cielos! Esperaba no haberlo tirado al ordenar los botes de especias.
âUn momento. Voy a pagar el taxi.
Olga oyó, aunque apagada, la conversación sostenida con el taxista y, luego, el sonoro portazo de Susana la vital. Imaginó la expresión de odio en los ojos del taxista.
âSigo: lo metes en la
cocotte
junto con un vasito de vino blanco seco y dos cucharadas de coñac. Lo tapas con la otra piel del jamón.
âSusana, hija, ¿dónde te has metido? Parece que estés en una caja. ¡Menuda resonancia!
âEstoy en un ascensor. Bien, tapas la
cocotte
y lo dejas cocer a fuego lento durante una hora y quince minutos. Luego, en una bandeja de ir al horno, colocas los trozos de jarrete, las zanahorias y la cebolla. Tiras las cortezas de jamón a la basura. No te desesperes. No aflora mi yo consumista y antiecológico: ¡ya no sirven para nada! Añades agua al caldito de cocción para desgrasarlo...
¡Ay! Ahora el timbre de la puerta. ¡¿Quién podÃa ser a esa hora, maldita fuera?! Olga salió al pasillo con el inalámbrico pegado a la oreja.
â... añades cien gramos de crema de leche en la que previamente habrás desleÃdo una yema de huevo. Lo echas por encima del jarrete, lo cubres con queso rallado y...
Olga abrió la puerta.
â... y lo pones a gratinar.
â¡Susana! ¿Qué demonios estás haciendo en mi casa una hora antes de lo acordado?
âPerdona, cariño, una hora antes, no. Sólo tres cuartos de hora. Si no te importa, son las nueve menos cuarto...
¡Qué horror! HabÃa perdido una hora en la cocina sin apenas avanzar en la preparación de la cena. ¿Dónde, dónde, pero dónde estaba su proverbial eficacia y sentido práctico?
â... y me he presentado antes de lo que habÃas dicho porque he intuido que necesitabas ayuda. No sé... Ãltimamente te noto a medio gas âdijo mientras entraba en la cocina, se ponÃa el delantal y empezaba a preparar el jarrete.
Durante unos minutos trabajaron en silencio. Cuando, por fin, introdujeron la bandeja en el horno y Olga hubo ajustado el minutero al tiempo de cocción, Susana se lanzó a hablar:
â¿Qué te ocurre, Olga? Estás desmejorada, ojerosa. Además, desde que volviste de la campaña por el Mediterráneo, ya con unos cuantos kilos menos, no has recuperado peso.
No se la darás, pero tiene razón. Y eso, Monegal, que andas todo el dÃa comiendo galletas inmoderadamente. Si no, ¿cuánto habrÃas adelgazado ya?
âNo me ocurre nada, Susana. No empieces a hacer cábalas.
âPues, yo te veo extraña, como ausente, sin fuerzas, no sé... no pareces tú.
Olga la miró inexpresivamente. Tampoco vas a tener valor para decirle que sà a esa observación, ¿verdad, Monegal? Hacerlo significarÃa contarle qué te ocurre e incluso ponerte a reflexionar sobre lo que ni siquiera sabes qué es.
Susana suspiró:
âEntre tú y Teresa, no sé quién de las dos está peor. Quizás Teresa, porque incluso rehúye nuestra compañÃa. Además, tiene un aspecto patético. No sé si la has visto últimamente...
Olga hizo una señal con la cabeza.
â... la vi pocos dÃas antes de nuestra cena frustrada y me pareció que estaba pasando un problema serio.