Anoche soñé contigo (32 page)

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Authors: Gemma Lienas

—Me da pena verte triste.

Mari Loli se limpió la cara.

—Pues, venga. Ya pasó todo. Anda, come.

Tragaron con prisas y en silencio. A María le ocurría lo que a ella: una pelea, un desengaño, un contratiempo, una desgracia les abrían desmesuradamente el apetito. Como si comer las tranquilizara.

Mari Loli se echó hacia atrás en su silla y pensó en la traidora de Angelines. Se necesitaba poca vergüenza para conseguir arrancar a Manolo de su propia casa. Sería... ¡Bueno!, ¿pero cómo no se le había ocurrido antes? Que Angelines llamara a su casa tan tranquilamente sólo podía significar que estaba sola en la suya, sin José Antonio, probablemente ocupado en un servicio. Entonces ¿habría ido Manolo al adosado? ¡Seguro! Estarían allí los dos solos, tan ricamente, mientras ella lo pasaba fatal... Pues lo iba a comprobar. ¡Vaya que sí!

—Anda, María, recoge la mesa, que voy a hacer una llamada.

Se metió en su habitación y cerró la puerta. Marcando el número, imaginó a Manolo en aquella cama de floripondios contemplando a Angelines como si fuera única —si lo sabría ella, que aún recordaba esa mirada encendida—, como si estuvieran solos en el mundo y no existieran las Marilolis o los Pepeantonios... Se sucedían los timbres intermitentes del aparato, y pudo ver el sobresalto de los dos amantes. ¿Quién será?, preguntaba la bobalicona de Angelines. Contesta, decía Manolo, dándole un cachete en una nalga. ¡Joder!

—¿Diga?

¡Jolín, qué susto! Eso no lo esperaba. Ni por casualidad se hubiera figurado que iba a contestar José Antonio. Tardó unos segundos en recuperarse.

—¿Diga? —repitió el hombre con urgencia.

—Hola. ¿Puedo hablar con Angelines?

—Hola, Mari Loli. Angelines no está en casa.

¿Que no estaba en casa? Entonces... ¿ella y Manolo no retozaban en la cama de floripondios? ¿Dónde, pues? Además, ¿José Antonio no tenía servicio? ¿Eso quería decir que la caradura de Angelines se fugaba delante de los propios ojos de su Pepe Antonio? ¡Quién lo iba a decir! La mosquita muerta, la tontorrona de Angelines era una embustera pasmosa.

—¿No está? —fue todo lo que se le ocurrió.

—No. Ha ido al hotel a sustituir a Mari Carmen, la del turno de noche, que tenía enfermo a uno de los críos.

—Ah, vaya.

¡Anda! ¿Se estaría confundiendo y Angelines no era la embaucadora que le había puesto la zancadilla a Manolo? Pero, entonces, ¿quién era?

—Mañana le digo que te llame.

—Bueno, no importa. No era nada. La llamaré yo cuando pueda.

Colgó el auricular con la mano blanda. Se quedó sentada en la cama. ¡Caray! ¡Qué injusta había sido con su amiga! Mira que figurarse que era el pendón que había enamorado a Manolo. Se sintió avergonzada. Si alguna vez Angelines llegase a averiguar todo lo que le había pasado por la cabeza... Suerte que los pensamientos no pueden leerse, ¿verdad? ¡Qué espanto si Angelines hubiera podido hurgar en su cerebro! ¡Uf! Sentía arder las mejillas por haberse figurado escenas de amor entre los dos, e incluso que la A de oro había sido un regalo de Manolo... ¡Qué mala amiga si desconfiaba a la primera!

Se sintió llena de gratitud hacia Angelines. La mano fría se esfumó, y en su lugar un calorcillo agradable se extendió por su pecho.

Tenía que hablar con ella inmediatamente. No para pedirle disculpas. ¡Por supuesto que no! Sólo para oír su voz, para cerciorarse de que seguía contando con su cariño incondicional.

Marcó el número de El Arte.

—Hotel El Arte. Buenas noches. Le atiende Mari Carmen. ¿En qué puedo servirle?

—¿Angelines? —El nombre de su amiga, agazapado en su garganta a punto para salir volando, se le disparó sin que ella pudiera llegar a frenarlo al percibir el timbre de una voz distinta y al conocer la identidad de esa voz. O sea, ¡que no era su amiga la que estaba haciendo el turno de noche!

—Angelines no está. Soy Mari Carmen. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Soy una amiga de Angelines. Quería hablar con ella —dijo, aunque sabía estéril su insistencia.

—No está. Ella hace el turno de mañanas. La encuentra a partir de las ocho. ¿Le dejo algún recado?

—No. No hace falta. Yo la llamo.

Colgó despacito, como si todavía Mari Carmen pudiera rectificar la respuesta. Permaneció sentada en la cama, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, respirando trabajosamente. ¡Caray, caray! ¿No quería confirmar sus sospechas? Pues ya estaba. Ahora ya no existía ni la menor posibilidad de creer en la inocencia de su amiga.

¡Vaya nochecita le dieron! Su marido, que ya no regresó, claro. ¡Menudo servicio se estaba marcando! Uno completo a Angelines, naturalmente. Su amiga, que, despreciando su relación de años, se liaba tan tranquilamente con Manolo. Y, para acabar, su hijo, que a saber dónde se habría metido hasta las tres de la madrugada, hora en que le oyó abrir la puerta. ¿Dónde habría estado pendoneando tantas horas? María creía que en el salón de realidad virtual.

Pasó la noche yendo de la cama a la cocina. A beber un vaso de leche, a comerse un trozo de pan, a cortarse una rodaja de chorizo. En la cama daba vueltas y más vueltas imaginando dónde podrían haberse metido, qué estarían haciendo. Encendía la luz, miraba la hora. La noche era inacabable. Se levantaba otra vez a echarles un vistazo a las crías, que dormían como ángeles. De nuevo, se metía en su cama, de sábanas revueltas. Lo mejor sería descansar un poco, ¿no? Se daba la vuelta, agarraba la almohada, cerraba los ojos con firmeza. Se ponía boca arriba, mirando hacia el techo en la oscuridad. Desde luego, como no durmiera un poco, su cuerpo no iba a resistir. Estrella llevaba razón: tenía que ser capaz de tomárselo con calma. ¿O quizás lo más acertado sería echar un casquete? Estrella insistía tanto... La verdad, no estaría nada, nada mal. Le pondría el cuerpo a tono, se sentiría más persona y no como un mueble. Aunque ¿con quién? ¿Dónde encontraba ella a alguien dispuesto? No sabía ni cómo empezar a buscar. Además, se moría de miedo sólo de pensar en un cuerpo distinto al de Manolo, y en otras manos, y en otra boca... ¡Ay!, habría que ver si sería capaz.

Cuando la alarma del despertador se disparó, no podía creer que fuera ya la hora. ¡Si estaba molida! Luego, todo el día anduvo como una sonámbula.

A pesar de no tener la cabeza despejada para nada, de sopetón se le ocurrió una idea. Aprovechó el rato en que Jooose la mandó a limpiar los vestuarios para llamar a Angelines. No sabía muy bien para qué. Quizás para que Angelines desmintiera lo que había ocurrido, para poder creer que se trataba de un simple malentendido, que... O no. Para pescarla en algún embuste, para echarle en cara su desfachatez, para decirle que estaba al tanto de todo...

—Hotel El Arte. Buenos días. Le atiende Angelines. ¿En qué puedo servirle?

—¿Angelines?

—Hola, Mari Loli...

¡La muy fresca! Hola, Mari Loli. Como si nunca hubiera roto un plato, como si fuera la mismísima inocencia. ¿Tal vez sí lo era?

—... Pensaba llamarte...

¿Ah sí? Ya le gustaría a una saber si eso era verdad. Y pensaba llamarla ¿para contarle qué?

—... Me ha dicho José Antonio que ayer por la noche llamaste.

—Sí. Y no estabas.

¡A ver! ¡A ver qué contestaba ahora!

—No... Sustituí a Mari Carmen en el turno de noche...

—Ya...

Mari Loli no se vio capaz de más. De pronto se sintió muy cansada y con ganas de colgar el teléfono. Total, ahí se había quedado casi por completo sin Manolo, y por completo sin amiga.

—Bueno... ¿qué querías?

—Nada importante. Saber cómo andas.

—Pues bien... Oye, un momento, que tengo otra llamada.

Violines frenéticos.

Mari Loli aprovechó la pausa musical para colgar.

Anduvo todo el día cayéndose de sueño. Se equivocó dos veces con el cambio. Esparció varias monedas de cien al romper el paquetito contra el canto del cajón. Sin miramientos, agarró un paquete de azúcar por la etiqueta, y el papel se rasgó desparramándose el contenido encima del lector del código de barras. Y no se durmió sobre su alto taburete de cajera porque la sostuvo el coraje, la indignación que rebullía en su pecho cada vez que se acordaba de su marido y su amiga, aquel par de desgraciados. Desde luego, lo que le hubiera gustado pillarlos en vivo y en directo para que no pudieran negarlo. Pero a saber dónde lo harían...

—No, señora, no se venden por separado. Tiene que llevarse las diez cajas.

¡Había algunas que se pasaban de listas, desde luego! Bueno, a lo que iba, no tenía ni remota idea... ¡Calla!, como no fuera... ¡Pues claro! Lo tenía delante de las narices y, como una boba, sin enterarse. Se lo montaban en el camión, fijo. Allí lo habían hecho Manolo y ella muchas veces, cuando eran novios y no tenían dónde. Pues ahora Manolo llevaba allí a la otra. Fijo que sí. El camión era fenómeno. Si lo sabría ella, aunque llevara siglos sin pisarlo. Sólo con imaginarse a Angelines en el remolque, le daban retortijones. ¡Caray!, así se ahogara con el polvo acumulado en las mantas de lana abandonadas allí desde hacía una eternidad. Bueno, con lo puesta que era Angelines, igual las había mandado al tinte. La podía ver andando por la calle, cargando con una bolsa grande, la amapola hecha gaseosa. Pues eso, iría hasta el camión, los pillaría en plena faena. El camión, el camión... ¡Jope!, no podía creer que se metieran en él estando en el garaje con el resto de la flotilla. Hubiera sido raro, ¿o no? Eso de entrar en el garaje a escondidas... Además, siempre estaba el vigilante con el enorme perrazo. Claro que Manolo podía colarse en la cochera fingiendo un servicio, pero entonces no podía quedarse allí. ¿Qué le iba a decir al de seguridad? Oiga, mire, que voy a echarle un polvo a ésta. No. Imposible. Entonces, ¿dónde? Como no fuera en algún área de servicio de la autopista. Vaya, eso debía de ser. Sacaba el camión del garaje, lo aparcaba cerca de Barcelona... y a vivir que son dos días. ¡Manda narices! Y, si les sobraba tiempo, igual iban a cenar a algún restaurante o entraban en una sala de fiestas a bailar. Tenía que averiguarlo. Pero ¿cómo...? ¡Decidido! Le pediría a Estrella que la acompañase al área de servicio donde la mayoría de camioneros paraba. Eso lo sabían todas; allí era donde gastaban el tiempo libre acumulado durante el viaje. Manipulaban los tacómetros para que la empresa no se diera cuenta de que circulaban por encima de la velocidad permitida y de que conducían más horas de lo establecido, y por si les paraban los maderos, que todo estuviese en regla.

—No. Yo no te acompaño. Que me parece una guarrada eso que quieres hacer.

—Anda, Estrella, por favor. Sin coche no puedo ir hasta allí.

—Que no. Una cosa es que Manolo me parezca un cabrón. Simpático y guapo, pero cabrón, al fin y al cabo. Y la otra es que hagas algo así... Además, ¿a ti qué más te da?

—¿Cómo que qué más me da?

—Quiero decir, saber quién es ella.

—Ya sé quién es ella. Es Angelines. Estoy segura.

—Bueno. Lo supones.

—Vamos, Estrella. No querrás que tome un taxi, ¿no? Además, me costaría una pasta que no tengo.

Discutieron todavía un buen rato, hasta que, al fin, Estrella cedió. Habría que esperar el domingo de un fin de semana que Manolo tuviera servicio.

—¿Y si lo tiene de verdad y no lo pillamos?

—Mala suerte.

Al rato de colgar, el dolor en las cervicales se hizo tan intenso que por un momento las sintió como si se hubieran convertido en un bloque rígido. Como si su nuca no tuviera movilidad. Lentamente, ladeó la cabeza, que crujió. Entonces recobró la capacidad de moverse. Cada día estaba peor. Tendría que ir al médico. Aunque, bueno estaba todo como para perder el tiempo en el seguro. En fin...

 

 

—Y le digo tráete del quiosco una revista guarra... Bueno, no una cualquiera, sino la más guarra, ¿sabes? Y ya para cuando él llega a casa, estoy yo mojada hasta las ingles, tengo más humedad en las bragas que si me las hubiera puesto recién lavadas. Porque yo soy así: que me pongo a pensar en eso y, a los cinco minutos, estoy que me salgo. ¿A ti qué es lo que más te gusta: antes, mientras o después? ¡Ay, hija!, no pongas esa cara... Sí, ya sé que tú y Manolo no lo hacéis desde lo menos mil años, pero te sonará aún, ¿o no? Pues a mí, me gusta todo: antes, durante y después. Antes, oye, me ocupa todo el cerebro... que ya no sé si mi tarro se ha convertido en un chumino o si pienso con el chumino. Vamos, que lo hago todo como una zombi. ¿Que tengo que devolver el cambio? Pues, suerte de esas cajas tan modernas que solitas lo cuentan, porque yo voy ciega y no me acuerdo ni de restar, porque estoy con la polla de Pepe metida en el cerebro. Bueno, el cerebro es un decir, claro, porque donde ya la estoy notando es entre mis piernas. ¿Y sabes qué te digo?, que ni siquiera Jooose con su mala leche es capaz de hacerme aterrizar. ¿Cómo te crees tú que le aguanto las broncas a ese mamón sin comerme la moral? Por aquí me entran y por aquí me salen. A lo mejor, si follara más, no tendría tanta mala hostia, ¿no te parece? Fíjate, fíjate en la cara que trae el tío, si seguro, seguro que no se come un rosco desde hace lo menos dos mil años. Ya está, ya me mira con ganas de montarme un pollo, verás cómo...

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