Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
âNos vamos a popa âgritó Jorge.
La pareja bajó a la primera cubierta y se dirigió a popa.
âPreparo el pez âdijo Olga, que preferÃa estar activa.
Olga trabajó tan deprisa como las condiciones permitÃan. Pero ni las ráfagas de viento ni el cabeceo exagerado de la embarcación facilitaban la tarea. Se entretuvo casi media hora en poner a punto el side-scan-sonar, mientras Jorge comprobaba la posición una vez más. Durante aquel rato, con las piernas separadas, tratando de mantener el equilibrio, fueron mojados regularmente y sin clemencia por las salpicaduras de las olas. Aunque los trajes de aguas los aislaban de la humedad, Olga se sentÃa incómoda. El agua salada se le metÃa en los ojos y le dificultaba la visión. Claro que, para Jorge, todavÃa debÃa de resultar peor, por culpa de las gafas. Constantemente se las quitaba para... ¿secarlas?
¡Ojalá amaine el viento!, se dijo Olga, que odiaba estar en cubierta escasamente protegida y a merced de las olas. Además, estaba preocupada por si el mal tiempo complicaba o impedÃa la operación. Contempló a Jorge, que aguantó como pudo la fuerte sacudida de una ola sobre el barco.
â¿Lista? âle preguntó a gritos, dándose la vuelta hacia ella.
âLista âcontestó ella.
El geofÃsico hizo una señal al marinero, que los contemplaba desde la segunda cubierta. Olga sostenÃa el side-scan-sonar mientras el marinero soltaba cable. Era importante que descendiese verticalmente para que el radar pudiera entrar con suavidad en el agua sin tocar el casco de buque. Por fin, el side-scan-sonar se sumergió.
Al cabo de un momento, Jorge levantó los brazos por delante de su rostro y cruzó las manos.
âBasta âindicó al marinero.
âVamos a comprobar si está bien situado âdijo Olga, dirigiéndose al laboratorio seguida de Jorge.
Maite los recibió de espaldas con la mano derecha levantada, el puño cerrado y el pulgar hacia arriba.
âPerfecto. Lo tenemos exactamente donde querÃamos.
Jorge descolgó el teléfono interior para comunicarse con el puente.
âPosicionado ânotificó.
El barco se puso en movimiento muy lentamente, a una velocidad de dos nudos, para evitar que el radar se levantara y la imagen fuera defectuosa.
Olga y Jorge salieron al exterior de nuevo. Al cabo de un rato, cuando Maite estuvo segura de que las distintas pasadas se efectuaban siempre sobre los transectos previstos, los avisó para que entrasen. Se quitaron los gorros, los guantes, las bufandas y las chaquetas de aguas, que chorreaban, y se instalaron frente a la pantalla.
Maite se ofreció a preparar café y bocadillos.
Jorge se habÃa sentado en la punta de la silla. Su cuerpo formaba un ángulo obtuso con el suelo del laboratorio: la espalda inclinada, la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas estiradas, los brazos doblados detrás de la nuca. HabÃa cerrado los ojos. Olga le observó, quizás por primera vez, sin ningún disimulo. Entonces se sintió como si una de esas olas traicioneras la hubiera arrollado, empapándola de la cabeza a los pies de un deseo tan intenso y desconocido, que la dejó tetanizada. ¿Cómo era posible? ¿SerÃa que aún le quedaban aspectos de ella misma por conocer? ¡Vaya! TodavÃa a aquellas alturas de la vida sus propias reacciones emocionales podÃan sorprenderla. Aquello le recordaba... su baño bizantino.
Jorge abrió los ojos y la contempló fijamente. ¡Estupendo, Monegal! Pareces burra, te ha pillado con las manos en la masa ¡Qué bochorno! Porque, por supuesto âOlga no lo dudó ni un segundoâ, él sabÃa con una precisión exasperante lo que ella experimentaba en ese momento. Casi se ahoga en las pupilas verdes de él, en esa mirada lÃquida. Apartó la vista. Supo que él no habÃa hecho lo mismo. Inquieta e incómoda, se levantó fingiendo un súbito interés en el despertar del sol sobre el horizonte. Envueltos en las brumas matinales, los primeros rayos teñÃan levemente las aguas con sus reflejos.
â¿Querrás estar atenta a la pantalla? âpreguntó Jorge, ahogando un bostezo.
âSÃ, claro ârespondió ella, todavÃa contemplando el espectáculo matinal.
Al cabo de unos minutos, Olga se volvió y lanzó una rápida mirada a Jorge. Ãste habÃa cerrado los ojos de nuevo. Ella se aplicó a observarle, ahora con interés entomológico más que con lujuria. ¿Qué tenÃa aquel hombre capaz de provocar en ella una reacción tan desmesurada y tan nueva? Por lo menos tan nueva en los últimos ¿veinte? años; desde que se convenció sin ninguna posibilidad de fisura de tres cuestiones fundamentales. La primera, que el hombre con el que se habÃa casado era exactamente el tipo con el que querÃa compartir su vida. La segunda, que para permanecer a su lado debÃa matizar muchÃsimo su afición al sexo con él. La tercera, que, si estaba interesada en tejer una relación de auténtico respeto y complicidad con Alberto, no podÃa andarse con distracciones fuera de su pareja. Comprobar lo primero resultó casi una obviedad. Cuando lo eligió, cuando decidió que, pese a que no se llevaba lo de pasar por la iglesia, sólo por complacer a Alberto, que a su vez querÃa complacer a su madre, se casarÃa no de blanco â¡eso, jamás!â, pero por lo menos en la basÃlica de Santa MarÃa del Mar, ya sabÃa que no se habÃa equivocado. Constatar lo segundo no resultó una obviedad, pero tampoco una sorpresa. Antes de casarse, cada vez que se habÃan acostado habÃa resultado algo precipitado, bastante menos mágico de lo que ella imaginaba a priori, bastante desprovisto de pasión, aunque âeso sÃâ cargado de cariño. Ella lo habÃa atribuido a la precariedad de los lugares que frecuentaban o a la fugacidad de sus citas. Al poco de vivir juntos, ya sabÃa que el desapasionamiento era una caracterÃstica de Alberto independiente de las circuntancias externas. Ãl era asÃ. El sexo le interesaba poco. Al año, Olga decidió enterrar para siempre la quimera de que un dÃa él, presa de una excitación incontrolable, la inmovilizase entre la puerta de la cocina y la mesita de los desayunos, en plan aquà te pillo, aquà te mato. Determinar lo tercero fue lo lógico, considerando que Olga no se sentÃa capaz de funcionar con compartimentos estancos, sino que resultaba una unidad, donde todas sus emociones se mezclaban. Durante el segundo año, pues, se dedicó a domesticar su propio deseo con la voluntad y la constancia que le eran propias. Tomó la decisión de apañárselas sin mucho sexo, que, si bien le resultaba importante, no le parecÃa primordial. Al revés que Teresa, que parecÃa copiar el infausto modelo familiar de sus padres, Olga lo tenÃa claro: querÃa a su lado a un compañero de verdad, no a un incorregible donjuán que la arrastrase una y otra vez por las mentiras de sus conquistas, que la hiciera naufragar en la estela de sus amores tan pronto nacientes como a los pocos dÃas agonizantes, amores hechos de deseo que, una vez satisfecho, se apagaba en un soplo. Y ella iba a ser una compañera también de verdad. De modo que, según se burlaba Susana cuando abordaban la cuestión, se habÃa aplicado a sublimar su vida sexual. Y ahora, de pronto, sentÃa ese deseo tantos años agazapado âque no anulado, como ella habÃa creÃdoâ, despertar con vigor, sin ninguna resaca, y conmover su cuerpo.
Jorge se habÃa dormido. Olga le observó más abiertamente aún, sin olvidarse de controlar, de vez en cuando, la labor del side-scan-sonar. El pelo peinado hacia atrás. Unas entradas muy pronunciadas. Una nariz de base ancha. Gafas. Eso era lo único en lo que coincidÃan él y Alberto. Por lo demás, muy poco. Las gafas de Jorge eran de montura metálica. Llevaba el pelo bastante largo, algo despeinado, un poco como era él: alborotado. Sin embargo, eso no le daba un aspecto descuidado, como tampoco el hecho de que siempre vistiera pantalones vaqueros y gruesas camisas de franela. Su piel, curtida por el sol, de un tono dorado oscuro, acusaba con arrugas más o menos pronunciadas tanto trabajo al aire libre.
â¡Los bocatas! âanunció Maite entrando con una bandeja.
Jorge se despertó sobresaltado, y Olga tuvo tiempo de fingir una atención muy profesional en la pantalla y en las trayectorias efectuadas por el escáner.
El geofÃsico se desperezó y se disculpó:
âLo siento. Me he quedado frito.
âBueno, un café te sentará bien âdijo Maite acercándole una taza llena.
Olga examinaba los bocadillos con tanta atención como si fueran parte del experimento. TemÃa el momento en que los ojos de ambos se cruzarÃan. Pronto se distrajo, olvidó su propósito y miró al frente topando con las pupilas brillantes de él. Le pareció que decÃan lo mismo que las suyas.
âVamos fuera a subir el pez y, luego, nos ponemos en marcha con la draga âavisó Jorge, dejando su taza, ya vacÃa.
El viento habÃa amainado. El mar habÃa recuperado parte de su frágil serenidad. El buque, otra vez parado a la deriva, se mecÃa ahora en un movimiento de menor recorrido. Jorge permaneció en popa recuperando lentamente el side-scan-sonar.
Olga y Maite se dirigieron al púlpito, un balcón escamoteable que se abrÃa en el lado de estribor. Cuando el mar estaba agitado, el púlpito resultaba alcanzado de lleno por las olas; sin embargo, ahora, apenas estaba húmedo. Olga desabrochó su chaqueta impermeable, contenta de no tener que soportar más las salpicaduras del mar. El sol habÃa conseguido desgarrar la niebla. Las aguas eran un espejo.
Olga y Maite prepararon la draga, pero tuvieron que esperar la ayuda de Jorge para engancharla al grillete, levantarla del suelo y trasladarla en volandas hasta el púlpito. A partir de entonces, el marinero fue soltando cable.
La draga cayó con las fauces abiertas bajo el agua y, todavÃa cerca de la superficie, su sombra oscura resultaba visible para Olga y los otros dos cientÃficos. Sin embargo, cuando descendió más, la perdieron de vista. El cable que la sujetaba seguÃa tenso porque aún no habÃa terminado su recorrido. Cuando asà fuera, la draga cerrarÃa sus fauces sobre el lecho del mar y aprisionarÃa las muestras.
â¡Ya! âgritó Maite señalando la flacidez repentina.
Le hicieron una señal al marinero, que estaba al quite y habÃa accionado el torno sin esperar su aviso. Empezó la operación inversa.
Cuando tuvieron la draga en el púlpito, la aguantaron hasta colocarla sobre una cubeta. Olga tiró de uno de los brazos mientras Maite hacÃa lo mismo con el otro. La gran boca de hierro vomitó el contenido: un enorme bloque de sedimentos.
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Olga... He ido a la peluquerÃa... A cortarme el pelo. Como verás, te hago caso. Bueno, oye, llegaré sobre las ocho y media. Te recojo y nos vamos a casa de Teresa y Carlos... Ah, y dejo el móvil apagado; aquà hay demasiado ruido. Hasta luego. Un beso.
¡Las ocho y media! DisponÃa de tiempo de sobra. Comprobó que la cena para los niños estuviera preparada en la cocina, y les escribió una nota dándoles instrucciones y despidiéndose con unos cuantos besos.
Se sentó en el sofá. DistraÃdamente cogió el último número de
Mujer Diez
del revistero y leyó los titulares. Dosier anti-edad, cómo frenar el desgaste de los años. Desde luego... Susana, siempre convencida de que los potingues contribuÃan a alargar la juventud. ¿O el artÃculo estaba allà sólo por una cuestión de mercado? No; no sólo. Susana creÃa firmemente que se podÃa ayudar a la naturaleza. Bueno, más que una posibilidad, lo consideraba una obligación. Según su doctrina, cada persona tenÃa que sacar el mejor partido posible al juego que le habÃa tocado en suerte. En lo fÃsico, en lo emocional, en lo intelectual... Susana pensaba que, al nacer, cada persona disponÃa, por ejemplo, de un determinado capital de salud, listo para ser dilapidado o mantenido indemne el máximo número de años. Eso último requerÃa disciplina, por supuesto. Disciplina en los hábitos de alimentación, para comer los nutrientes necesarios en las cantidades consideradas adecuadas; disciplina en evitar los hábitos nocivos âaunque, debÃa reconocerlo, sus propias teorÃas se estrellaban ante su adicción al tabacoâ; disciplina en realizar ejercicio fÃsico para que el cuerpo no se anquilosara... En fin, las ideas de Susana al respecto se podÃan resumir en estas palabras: capital inicial y disciplina. Lo del capital inicial y las posibles maneras de incrementarlo o dilapidarlo no provocaban un sentimiento de adhesión absoluta por parte de Olga ni de Teresa. ¿Se olvidaba Susana de que aun con una dieta equilibrada, practicando deporte y no habiendo fumado nunca habÃa personas que resultaban sorprendidas por un tumor maligno en plena juventud? ¿Y las gentes que, a pesar de poner todo su empeño en llevar adelante una relación amorosa, veÃan frustrado su esfuerzo por el escaso interés de la parte contraria? En cambio, en lo que coincidÃan las tres era en la importancia de la disciplina. Bien era verdad que cada una de ellas tenÃa una motivación distinta para actuar esforzadamente. Susana la excesiva, por su inmenso amor a la vida, por su imperiosa necesidad de subirse a todos los trenes, por su desbordante curiosidad vital, necesitaba ordenarse con mano firme para que le alcanzara el tiempo para tantas y tantas cosas, y para preservar sus capitales al máximo con la intención de exprimir la existencia hasta la última gota. Pero no sólo por esas razones, también para no perder el control y acabar siendo adicta a cualquier sustancia ânicotina aparteâ, cualquier actividad âsexo aparteâ o cualquier persona âsu adorado Jean-Claude aparteâ. Teresa era igualmente de una autodisciplina férrea por otros motivos. Ella era la perfección, la elegancia, la belleza. Todo debÃa hacerse con la máxima dedicación para obtener el mejor resultado. De ese modo, preservaba la belleza, la armonÃa del universo â¡su universo!â. Con seguridad, gran parte de su estabilidad emocional la debÃa a ese fluir elegante y mesuradamente cadencioso de todo en su vida, si se descontaba su relación de pareja, que no era en absoluto hermosa, ni simétrica, ni recÃproca, ni equitativa. Por último, Olga se aplicaba con disciplina a su trabajo, a su pareja, a sus hijos, a sus lecturas, a sus sesiones de yoga, a cualquier persona o actividad de su interés, por puro sentido del deber: las cosas, o se hacÃan a fondo o mejor olvidarse de ellas. ¿Por qué actuaba de ese modo? Probablemente porque era lo que habÃa aprendido en su casa y porque comportarse asà siempre le habÃa resultado rentable. La tranquilizaba saber que todo en su vida transcurrÃa dentro de unos cauces, a salvo de nuevas costumbres, sacudidas y descalabros.