Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
âAngelines, como se te ocurra alguna vez adornarme la frente, te enteras, ¿estamos?
Ella se reÃa, le quitaba importancia al asunto, qué cosas tiene mi Pepe Antonio. Pero su Pepe Antonio siempre andaba con ataques de cuernos imaginarios, que, por lo visto, le dolÃan como si fueran reales. Y total, para lo que a ella le interesaba el sexo... Para que no se encabritara, Angelines se buscaba poco lÃo: ir al trabajo, a la compra y muy de vez en cuando a tomar algo al bar con Mari Loli. Na'más. El vÃdeo se lo regaló su Pepe, que la trataba como a una reina para hacerse perdonar sus ataques de cuernos sin ton ni son y también sus propios amorÃos. Porque él sà los tenÃa; vete, tú, a saber con quién. Pepe Antonio era de los que creÃan en dos clases de mujeres: unas, como santas, para casarse con ellas; las otras, para meterles mano y hacerles cualquier guarrada. Por eso, a su parienta le echaba pocos polvos. O de eso se quejaba Angelines al principio. Mari Loli no sabÃa cómo se lo montaban los tÃos con ideas a lo Pepe Antonio para hacerse con una mujer para lo primero y otra para lo segundo. Ni que las mujeres llevaran una etiqueta en la frente como las que cuelgan de faldas o pantalones para certificar el género de la prenda: Yo sirvo para follar, yo soy de las otras. El caso era que Angelines, entre su falta de interés por el sexo o su aburrimiento sexual con Pepe, su comprensión por lo salidos que eran ellos y lo bien querida que se sentÃa con las pelÃculas y otros regalos, llevaba los lÃos de faldas de Pepe con bastante garbo.
En fin, que el verde de los lomos de los libros hacÃa juego con el sofá de piel de enfrente del mueble-caramelo. Todos los muebles de estilo inglés. Y las cortinas... ¡Caray con las cortinas! Eran de terciopelo muy brillante, en color oro viejo âo eso decÃa Angelinesâ y se doblaban mansamente en las esquinas de las ventanas, con una cuerda de algodón verde en el talle. A tono con los libros y el sofá, claro. ¡Lo que sabÃa Angelines de decoración! A Manolo, la casa le resultaba demasiado peripuesta. Mira, tú, insistÃa cuando ella se quejaba de la diferencia entre su piso y el adosado de los otros, mira, tú, que todo está demasiado en su sitio, que echo yo en falta un poco de desorden, que... que asà me imagino yo los museos, mujer. Pero Angelines no lo hacÃa aposta. Le salÃa de esta forma, sin ningún apuro. O eso creÃa entonces Mari Loli. Le gustaba que todo estuviera fetén: la casa, la comida, ella misma... Por esa misma razón siempre se maquillaba â¡y mucho!â, aunque fuera para quedarse encerrada en su jaula. ¡Vaya humor tenÃa! En fin, Mari Loli, que casi no se pintaba ya ni para salir, pensaba que habÃa que echarle mucho valor a lo de arreglarse para una misma. El caso era que estaba mona. Pero también lo hubiera estado sin tanto maquillaje. Con aquellos ojos tan azules y tan grandes. Aquel pelo largo hasta media espalda âJosé Antonio no se lo dejaba cortarâ, lacio y rubio. Bueno, bien teñido. Y esos morritos tan abultados. Por no hablar de su cuerpo serrano. No era que Mari Loli se dejara cegar por el cariño, sino que Angelines estaba muy bien. Aunque cariño también le tenÃa, y mucho. Llevaban tantos años de amistad que casi casi parecÃan hermanas. Se lo sabÃan todo la una de la otra. Se lo contaban todo. Mari Loli confiaba en ella tanto como en Estrella. Aunque, bien era verdad que para algunas cosas era un poco corta de entendederas. Pero no se podÃa ser perfecto en todo. Angelines era una fiera para la casa y las labores. En cambio, Estrella lo era para los libros; tenÃa una cabeza privilegiada.
â¿Qué queréis beber? âpreguntó José Antonio, al tiempo que Angelines salÃa de la cocina secándose las manos con un trapo.
â¡Coño, Angelines, qué guapa estás! âdijo Manolo, después de estamparle un beso en la mejilla.
âA ver... Se hace lo que se puede ârespondió con coqueterÃa.
âPara mà una cerveza âpidió Mari Loli.
âQue sean dos âañadió Manolo.
âPues yo me tomarÃa... âamagó Angelines.
âTú, nada de alcohol, ¿eh?, nena. Que ya sabes que en seguida se te sube a la cabeza. Y, si luego quieres tomar vino y algo de licor, será demasiado.
âLo que tú digas, Pepe.
âEso. Venga, ve a por los botellines.
Se sentaron en el sofá verde a esperar las cervezas y a charlar. Angelines no tardó en regresar con las bebidas y unas aceitunas rellenas.
âVoy a ir terminando la cena.
âTe ayudo.
âSi no hace falta, hija. Ya está casi todo listo.
Pero aun asÃ, la siguió hasta la cocina porque querÃa hablar con ella sin que los hombres estuvieran delante. Estaba ya decidida a llamar a ese programa de la tele.
â¿Qué programa? âpreguntó Angelines.
â«Usted es nuestra estrella.»
Florita habÃa terminado por convencerla: que llamase, que quizás era la oportunidad de su vida. ¿No estaba siempre diciendo lo mucho que le gustarÃa trabajar en una coreografÃa de la tele? Pues, ¿a qué esperaba? «Usted es nuestra estrella» podÃa ser su gran oportunidad. Tal vez, mientras estuviese actuando, demostrando de qué era capaz su cuerpo serrano, la veÃa un productor y le ofrecÃa algo. ¡¿Con mis kilos?!, se asombraba Mari Loli. Y Florita insistÃa: ¿por qué no? Habrá coreografÃas en las que necesiten a mujeres algo metidas en carnes, digo yo. Y, si no, todo eso que tienes ganado: te lo habrás pasado teta con tu actuación y saliendo en la tele para que te vean todas las vecinas. Igual Florita llevaba razón. Igual en poco tiempo y con algo de suerte, Mari Loli se convertÃa en Esmeralda.
âSi me seleccionan para ir al programa, ¿tú me acompañarás, verdad?
âNo sé si Pepe me va a dejar, pero lo procuraré.
âAnda, mujer, que no me atreveré a ir sola...
En menos de un cuarto de hora, se sentaron a cenar. Los hombres hablaban del ajetreo que últimamente vivÃan en Espidi, la empresa de transportes del señor Abelardo para la que trabajaban, donde el negocio parecÃa ir viento en popa. SeguÃan hablando de lo mismo cuando Angelines trajo el bacalao a la ampurdanesa y se empeñó en contarle la receta, aunque Mari Loli estaba segura de que en cinco minutos habrÃa olvidado los ingredientes y los pasos a seguir y el tiempo de cocción. ¡Mecachisenlamar! Y el caso era que estaba de mil pares de narices.
âSi es muy fácil... âle contaba Angelines.
Que sÃ. Si entenderla, la entendÃa, sólo que, luego, no le alcanzaba el tiempo para tanta floritura. Además, en su casa les daba lo mismo veinte que ochenta. Manolo ni siquiera se enteraba de lo que comÃa. Claro que luego, en casa de los otros, bien que se relamÃa de gusto.
âOye, tú, para chuparse los dedos, ¿eh? âle decÃa admirativamente a Angelines.
Lo dicho. Sólo era agradecido en las cocinas ajenas; jamás en la propia. Pues que le dieran morcilla.
Después de cenar se sentaron de nuevo en el sofá verde. Ellos, a beber un coñac, ellas, un licor dulce de café. No era de los que pirraban a Mari Loli, pero a falta de champán...
No se fueron muy tarde porque Mari Loli sufrÃa por la pequeña.
Ya por el camino Mari Loli se dio cuenta de que a Manolo le ocurrÃa algo. Estaba como metido dentro de él mismo. Más de lo que solÃa. ¿SerÃa que habÃa bebido demasiado? Porque, desde luego, no parecÃa que lo reconcomiera algún problema, más bien estaba como si flotara. Andaba como si se hubiera subido a una nube. Con cara de estar pasándolo de miedo con sus propios pensamientos. Los labios encaramados en una sonrisa algo bobalicona. A lo mejor, tantos siglos sin un revolcón con ella, tenÃa ganas de guerra. Pues estupendo, se dijo Mari Loli, encantada.
Pero no se libró ninguna batalla y, sin embargo, Manolo siguió con aquella sonrisa algo gilipollas colgada de la boca.
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Para variar, a Mari Loli le habÃa tocado ir sola al centro comercial. Claro, era sábado por la tarde y todos se habÃan escaqueado con muchÃsimo arte. Manolo habÃa desaparecido sin dar explicaciones. Nunca hasta entonces, no estando de servicio, Manolo habÃa tenido tanto interés por salir; siempre le habÃa apetecido mucho más quedarse repantigado en el sofá viendo la tele, fumando y bebiendo una cerveza tras otra. Ãltimamente, en cuanto tenÃa un rato libre, ¡zas!, se largaba como si las paredes ardiesen. No contaba adónde iba o a qué hora regresarÃa. Tampoco se preocupaba por disimular, o mentir, como la mañana en que lo llamó desde Cadena Dos. Y ella no preguntaba, por si acaso se le cruzaban los cables. Aunque estaba muertecita de curiosidad con tanta salida. Pues, nada, se echaba a la calle con esa sonrisa de gilipollas bailándole en los labios. Esa sonrisa ya nunca se le habÃa borrado por completo. A ratos, a dÃas, se le esfumaba, para dejar paso a una irritación colosal. HabÃa que ver, se decÃa Mari Loli, cuando estallaba en una tormenta inesperada y gritaba como un energúmeno, ¿se le estará contagiando la enfermedad de la perra? Porque lo cierto era que, salvando las distancias, tenÃan una locura bastante parecida: a veces medio bobos, y a veces como salvajes. Y, cuando se serenaba, otra vez sonreÃa completamente agilipollado. En fin...
Manu, que se habÃa marchado detrás de su padre y dejándola con la palabra en la boca. Con ése, tampoco servÃa de mucho despepitarse a preguntas. A saber adónde irÃa. Cualquier dÃa la policÃa llamaba a su puerta para avisar de su detención.
Cuando tras Manu quiso marcharse MarÃa, un resorte se disparó en el pecho de Mari Loli.
âNi hablar del peluquÃn âle soltóâ, tú te quedas a ayudarme.
âMama, me esperan mis amigas âdijo la otra, con voz de mártir.
â¡Claro! Maldito chollo tenéis todos en esta casa. Y a mà que me parta un rayo, ¿no?
MarÃa se desabrochó el chaquetón.
âVenga, pues; me quedo. Dime qué hay que hacer.
Mari Loli miró a su hija, y durante unos segundos la vio como si fuera algo ajeno. ¡Vaya mala suerte habÃa tenido la pobre crÃa! ¡Sacar lo malo de su madre y de su padre...! Doce años, y ya tenÃa unas caderas pasmosas y unos brazos como morcillas y unos muslos de levantador de pesas. El pelo, ni chicha ni limoná. No esa mata de pelo negra, sedosa y brillante, como la de su padre, sino un pelo encrespado y sin brillo. Con razón la chavala lo llevaba recogido. ¿De qué otro modo hubiera podido peinárselo? HabÃa heredado los ojos de Manolo, pero mucho más pequeños y apagados. En cambio, Manu habÃa salido mejor parado: un cuerpo de atleta aunque su máximo interés en el deporte fueran las partidas en la máquina de fútbol en el salón de realidad... ¿Realidad qué? Virtual o algo asÃ. Un pelo oscuro y lacio, que, según él, peinaba como â¡manda narices!â un actor joven. ¡La de rato que le echaba al tupé! Y tupé tenÃa, el chaval. Vaya que sÃ. Maldita la necesidad que habÃa de que se empingorotase el flequillo a base de fijador. Los ojos azules de la menda, aunque, claro, los de él lucÃan más porque no tenÃa esas malditas ojeras que ella ya no se quitaba de encima ni en vacaciones.
De pronto Mari Loli se sintió ahogada de ternura. ¡Pero qué buenaza era aquella chiquilla! Desde luego no la merecÃa, no la merecÃa. ¡Jobar! Si debÃa de ser una de las madres más burras de la tierra... Tener en casa a una chavala como MarÃa era para darse con un canto en los dientes. Siempre bien dispuesta, siempre a punto para ayudar, siempre de buen humor aunque lloviesen chuzos de punta, siempre... Cuando la agarró por la cintura ya tenÃa los ojos húmedos y, mientras la abrazaba con furia, las lágrimas le resbalaron por las mejillas.
âMama, ¿qué te da? âpreguntó MarÃa, sorprendida por el inesperado e infrecuente achuchón maternal.
âNada, reina, nada. Que te quiero.
MarÃa sonrió.
âYo también a ti.
âAnda, vete, vete con tus amigas âdijo Mari Loli, mientras deshacÃa el abrazo y se limpiaba el llanto de un manotazo.
âSi quieres... âse paró un instante antes de continuarâ, si quieres me ocupo yo de Anabelén mientras tú vas a comprar.
Mari Loli la miró a través de las pestañas aún pesadas y cargadas de humedad. ¡Vaya! Pues no era moco de pavo poder tener tiempo para una e ir a darse un garbeo por el centro comercial, ver un poco las tiendas.
âBueno. Pero no te quedes en casa. Te la llevas de paseo con tus amigas.
MarÃa la miró, poco convencida, aunque, al fin, dijo que vale.
Mari Loli les dijo adiós en la calle, cuando las dos niñas se mezclaron con el grupo de amigas de MarÃa. ¡Cómo iban arregladas, la mayorÃa...! Se pintaban con una mala pata que era como si en lugar de ir a una fiesta estuvieran todas invitadas a un velatorio. ¡Qué manÃa, ¿no?, con eso de querer parecerse a las modelos de las revistas! Las de
Mujer Diez
, un poner. Más les hubiera valido no desgraciarse las caras de esa manera...
Total, que le tocaba hacer sola la compra de la semana. Vaya, la de productos frescos. Los otros, los sacaba de Cadena Dos con descuento. Y, ¡menos mal!, porque aquello representaba un bendito ahorro. Pues, ¡a pasar la tarde del sábado ocupada en la compra!, pero por lo menos, gracias a MarÃa, le daba tiempo a ver tiendas, aunque fuera arrastrando el carrito como si fuera su sombra. EmpezarÃa por la perfumerÃa recién abierta en el centro comercial. Una perfumerÃa el doble de grande que Cadena Dos. Una gran superficie, la llamaban. Una bicoca de campeonato. Porque, a ver, ¿dónde podÃa ir una a divertirse un poco sin gastar ni cinco?
¡Caray! ¡Qué lujo! Entrar en aquel sitio era como meterse en una mansión de teleserie americana. Una se sentÃa más fina y más puesta. Marilolis y marilolis y marilolis, desde el fondo de los espejos que recubrÃan las paredes, la miraban con el mismo asombro con que ella lo observaba todo. ¡Ahà hubiese querido ella ser cajera! Mari Loli aspiró. ¡Y cómo olÃa...! ParecÃa que hubiera colonia en el ambiente. Una colonia suave, dulce, caliente. Mmmmm. No como esas que se echaba Florita. Para entenderse, a veces una creÃa que Florita se duchaba con perfume. Y, para postres, era uno de esos perfumes tremendos. De «sÃgueme, pollo», decÃa ella. Pero Mari Loli no sabÃa muy bien si los pollos la seguÃan o caÃan muertos a su paso.