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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (5 page)

—Angelines, como se te ocurra alguna vez adornarme la frente, te enteras, ¿estamos?

Ella se reía, le quitaba importancia al asunto, qué cosas tiene mi Pepe Antonio. Pero su Pepe Antonio siempre andaba con ataques de cuernos imaginarios, que, por lo visto, le dolían como si fueran reales. Y total, para lo que a ella le interesaba el sexo... Para que no se encabritara, Angelines se buscaba poco lío: ir al trabajo, a la compra y muy de vez en cuando a tomar algo al bar con Mari Loli. Na'más. El vídeo se lo regaló su Pepe, que la trataba como a una reina para hacerse perdonar sus ataques de cuernos sin ton ni son y también sus propios amoríos. Porque él sí los tenía; vete, tú, a saber con quién. Pepe Antonio era de los que creían en dos clases de mujeres: unas, como santas, para casarse con ellas; las otras, para meterles mano y hacerles cualquier guarrada. Por eso, a su parienta le echaba pocos polvos. O de eso se quejaba Angelines al principio. Mari Loli no sabía cómo se lo montaban los tíos con ideas a lo Pepe Antonio para hacerse con una mujer para lo primero y otra para lo segundo. Ni que las mujeres llevaran una etiqueta en la frente como las que cuelgan de faldas o pantalones para certificar el género de la prenda: Yo sirvo para follar, yo soy de las otras. El caso era que Angelines, entre su falta de interés por el sexo o su aburrimiento sexual con Pepe, su comprensión por lo salidos que eran ellos y lo bien querida que se sentía con las películas y otros regalos, llevaba los líos de faldas de Pepe con bastante garbo.

En fin, que el verde de los lomos de los libros hacía juego con el sofá de piel de enfrente del mueble-caramelo. Todos los muebles de estilo inglés. Y las cortinas... ¡Caray con las cortinas! Eran de terciopelo muy brillante, en color oro viejo —o eso decía Angelines— y se doblaban mansamente en las esquinas de las ventanas, con una cuerda de algodón verde en el talle. A tono con los libros y el sofá, claro. ¡Lo que sabía Angelines de decoración! A Manolo, la casa le resultaba demasiado peripuesta. Mira, tú, insistía cuando ella se quejaba de la diferencia entre su piso y el adosado de los otros, mira, tú, que todo está demasiado en su sitio, que echo yo en falta un poco de desorden, que... que así me imagino yo los museos, mujer. Pero Angelines no lo hacía aposta. Le salía de esta forma, sin ningún apuro. O eso creía entonces Mari Loli. Le gustaba que todo estuviera fetén: la casa, la comida, ella misma... Por esa misma razón siempre se maquillaba —¡y mucho!—, aunque fuera para quedarse encerrada en su jaula. ¡Vaya humor tenía! En fin, Mari Loli, que casi no se pintaba ya ni para salir, pensaba que había que echarle mucho valor a lo de arreglarse para una misma. El caso era que estaba mona. Pero también lo hubiera estado sin tanto maquillaje. Con aquellos ojos tan azules y tan grandes. Aquel pelo largo hasta media espalda —José Antonio no se lo dejaba cortar—, lacio y rubio. Bueno, bien teñido. Y esos morritos tan abultados. Por no hablar de su cuerpo serrano. No era que Mari Loli se dejara cegar por el cariño, sino que Angelines estaba muy bien. Aunque cariño también le tenía, y mucho. Llevaban tantos años de amistad que casi casi parecían hermanas. Se lo sabían todo la una de la otra. Se lo contaban todo. Mari Loli confiaba en ella tanto como en Estrella. Aunque, bien era verdad que para algunas cosas era un poco corta de entendederas. Pero no se podía ser perfecto en todo. Angelines era una fiera para la casa y las labores. En cambio, Estrella lo era para los libros; tenía una cabeza privilegiada.

—¿Qué queréis beber? —preguntó José Antonio, al tiempo que Angelines salía de la cocina secándose las manos con un trapo.

—¡Coño, Angelines, qué guapa estás! —dijo Manolo, después de estamparle un beso en la mejilla.

—A ver... Se hace lo que se puede —respondió con coquetería.

—Para mí una cerveza —pidió Mari Loli.

—Que sean dos —añadió Manolo.

—Pues yo me tomaría... —amagó Angelines.

—Tú, nada de alcohol, ¿eh?, nena. Que ya sabes que en seguida se te sube a la cabeza. Y, si luego quieres tomar vino y algo de licor, será demasiado.

—Lo que tú digas, Pepe.

—Eso. Venga, ve a por los botellines.

Se sentaron en el sofá verde a esperar las cervezas y a charlar. Angelines no tardó en regresar con las bebidas y unas aceitunas rellenas.

—Voy a ir terminando la cena.

—Te ayudo.

—Si no hace falta, hija. Ya está casi todo listo.

Pero aun así, la siguió hasta la cocina porque quería hablar con ella sin que los hombres estuvieran delante. Estaba ya decidida a llamar a ese programa de la tele.

—¿Qué programa? —preguntó Angelines.

—«Usted es nuestra estrella.»

Florita había terminado por convencerla: que llamase, que quizás era la oportunidad de su vida. ¿No estaba siempre diciendo lo mucho que le gustaría trabajar en una coreografía de la tele? Pues, ¿a qué esperaba? «Usted es nuestra estrella» podía ser su gran oportunidad. Tal vez, mientras estuviese actuando, demostrando de qué era capaz su cuerpo serrano, la veía un productor y le ofrecía algo. ¡¿Con mis kilos?!, se asombraba Mari Loli. Y Florita insistía: ¿por qué no? Habrá coreografías en las que necesiten a mujeres algo metidas en carnes, digo yo. Y, si no, todo eso que tienes ganado: te lo habrás pasado teta con tu actuación y saliendo en la tele para que te vean todas las vecinas. Igual Florita llevaba razón. Igual en poco tiempo y con algo de suerte, Mari Loli se convertía en Esmeralda.

—Si me seleccionan para ir al programa, ¿tú me acompañarás, verdad?

—No sé si Pepe me va a dejar, pero lo procuraré.

—Anda, mujer, que no me atreveré a ir sola...

En menos de un cuarto de hora, se sentaron a cenar. Los hombres hablaban del ajetreo que últimamente vivían en Espidi, la empresa de transportes del señor Abelardo para la que trabajaban, donde el negocio parecía ir viento en popa. Seguían hablando de lo mismo cuando Angelines trajo el bacalao a la ampurdanesa y se empeñó en contarle la receta, aunque Mari Loli estaba segura de que en cinco minutos habría olvidado los ingredientes y los pasos a seguir y el tiempo de cocción. ¡Mecachisenlamar! Y el caso era que estaba de mil pares de narices.

—Si es muy fácil... —le contaba Angelines.

Que sí. Si entenderla, la entendía, sólo que, luego, no le alcanzaba el tiempo para tanta floritura. Además, en su casa les daba lo mismo veinte que ochenta. Manolo ni siquiera se enteraba de lo que comía. Claro que luego, en casa de los otros, bien que se relamía de gusto.

—Oye, tú, para chuparse los dedos, ¿eh? —le decía admirativamente a Angelines.

Lo dicho. Sólo era agradecido en las cocinas ajenas; jamás en la propia. Pues que le dieran morcilla.

Después de cenar se sentaron de nuevo en el sofá verde. Ellos, a beber un coñac, ellas, un licor dulce de café. No era de los que pirraban a Mari Loli, pero a falta de champán...

No se fueron muy tarde porque Mari Loli sufría por la pequeña.

Ya por el camino Mari Loli se dio cuenta de que a Manolo le ocurría algo. Estaba como metido dentro de él mismo. Más de lo que solía. ¿Sería que había bebido demasiado? Porque, desde luego, no parecía que lo reconcomiera algún problema, más bien estaba como si flotara. Andaba como si se hubiera subido a una nube. Con cara de estar pasándolo de miedo con sus propios pensamientos. Los labios encaramados en una sonrisa algo bobalicona. A lo mejor, tantos siglos sin un revolcón con ella, tenía ganas de guerra. Pues estupendo, se dijo Mari Loli, encantada.

Pero no se libró ninguna batalla y, sin embargo, Manolo siguió con aquella sonrisa algo gilipollas colgada de la boca.

 

 

Para variar, a Mari Loli le había tocado ir sola al centro comercial. Claro, era sábado por la tarde y todos se habían escaqueado con muchísimo arte. Manolo había desaparecido sin dar explicaciones. Nunca hasta entonces, no estando de servicio, Manolo había tenido tanto interés por salir; siempre le había apetecido mucho más quedarse repantigado en el sofá viendo la tele, fumando y bebiendo una cerveza tras otra. Últimamente, en cuanto tenía un rato libre, ¡zas!, se largaba como si las paredes ardiesen. No contaba adónde iba o a qué hora regresaría. Tampoco se preocupaba por disimular, o mentir, como la mañana en que lo llamó desde Cadena Dos. Y ella no preguntaba, por si acaso se le cruzaban los cables. Aunque estaba muertecita de curiosidad con tanta salida. Pues, nada, se echaba a la calle con esa sonrisa de gilipollas bailándole en los labios. Esa sonrisa ya nunca se le había borrado por completo. A ratos, a días, se le esfumaba, para dejar paso a una irritación colosal. Había que ver, se decía Mari Loli, cuando estallaba en una tormenta inesperada y gritaba como un energúmeno, ¿se le estará contagiando la enfermedad de la perra? Porque lo cierto era que, salvando las distancias, tenían una locura bastante parecida: a veces medio bobos, y a veces como salvajes. Y, cuando se serenaba, otra vez sonreía completamente agilipollado. En fin...

Manu, que se había marchado detrás de su padre y dejándola con la palabra en la boca. Con ése, tampoco servía de mucho despepitarse a preguntas. A saber adónde iría. Cualquier día la policía llamaba a su puerta para avisar de su detención.

Cuando tras Manu quiso marcharse María, un resorte se disparó en el pecho de Mari Loli.

—Ni hablar del peluquín —le soltó—, tú te quedas a ayudarme.

—Mama, me esperan mis amigas —dijo la otra, con voz de mártir.

—¡Claro! Maldito chollo tenéis todos en esta casa. Y a mí que me parta un rayo, ¿no?

María se desabrochó el chaquetón.

—Venga, pues; me quedo. Dime qué hay que hacer.

Mari Loli miró a su hija, y durante unos segundos la vio como si fuera algo ajeno. ¡Vaya mala suerte había tenido la pobre cría! ¡Sacar lo malo de su madre y de su padre...! Doce años, y ya tenía unas caderas pasmosas y unos brazos como morcillas y unos muslos de levantador de pesas. El pelo, ni chicha ni limoná. No esa mata de pelo negra, sedosa y brillante, como la de su padre, sino un pelo encrespado y sin brillo. Con razón la chavala lo llevaba recogido. ¿De qué otro modo hubiera podido peinárselo? Había heredado los ojos de Manolo, pero mucho más pequeños y apagados. En cambio, Manu había salido mejor parado: un cuerpo de atleta aunque su máximo interés en el deporte fueran las partidas en la máquina de fútbol en el salón de realidad... ¿Realidad qué? Virtual o algo así. Un pelo oscuro y lacio, que, según él, peinaba como —¡manda narices!— un actor joven. ¡La de rato que le echaba al tupé! Y tupé tenía, el chaval. Vaya que sí. Maldita la necesidad que había de que se empingorotase el flequillo a base de fijador. Los ojos azules de la menda, aunque, claro, los de él lucían más porque no tenía esas malditas ojeras que ella ya no se quitaba de encima ni en vacaciones.

De pronto Mari Loli se sintió ahogada de ternura. ¡Pero qué buenaza era aquella chiquilla! Desde luego no la merecía, no la merecía. ¡Jobar! Si debía de ser una de las madres más burras de la tierra... Tener en casa a una chavala como María era para darse con un canto en los dientes. Siempre bien dispuesta, siempre a punto para ayudar, siempre de buen humor aunque lloviesen chuzos de punta, siempre... Cuando la agarró por la cintura ya tenía los ojos húmedos y, mientras la abrazaba con furia, las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

—Mama, ¿qué te da? —preguntó María, sorprendida por el inesperado e infrecuente achuchón maternal.

—Nada, reina, nada. Que te quiero.

María sonrió.

—Yo también a ti.

—Anda, vete, vete con tus amigas —dijo Mari Loli, mientras deshacía el abrazo y se limpiaba el llanto de un manotazo.

—Si quieres... —se paró un instante antes de continuar—, si quieres me ocupo yo de Anabelén mientras tú vas a comprar.

Mari Loli la miró a través de las pestañas aún pesadas y cargadas de humedad. ¡Vaya! Pues no era moco de pavo poder tener tiempo para una e ir a darse un garbeo por el centro comercial, ver un poco las tiendas.

—Bueno. Pero no te quedes en casa. Te la llevas de paseo con tus amigas.

María la miró, poco convencida, aunque, al fin, dijo que vale.

Mari Loli les dijo adiós en la calle, cuando las dos niñas se mezclaron con el grupo de amigas de María. ¡Cómo iban arregladas, la mayoría...! Se pintaban con una mala pata que era como si en lugar de ir a una fiesta estuvieran todas invitadas a un velatorio. ¡Qué manía, ¿no?, con eso de querer parecerse a las modelos de las revistas! Las de
Mujer Diez
, un poner. Más les hubiera valido no desgraciarse las caras de esa manera...

Total, que le tocaba hacer sola la compra de la semana. Vaya, la de productos frescos. Los otros, los sacaba de Cadena Dos con descuento. Y, ¡menos mal!, porque aquello representaba un bendito ahorro. Pues, ¡a pasar la tarde del sábado ocupada en la compra!, pero por lo menos, gracias a María, le daba tiempo a ver tiendas, aunque fuera arrastrando el carrito como si fuera su sombra. Empezaría por la perfumería recién abierta en el centro comercial. Una perfumería el doble de grande que Cadena Dos. Una gran superficie, la llamaban. Una bicoca de campeonato. Porque, a ver, ¿dónde podía ir una a divertirse un poco sin gastar ni cinco?

¡Caray! ¡Qué lujo! Entrar en aquel sitio era como meterse en una mansión de teleserie americana. Una se sentía más fina y más puesta. Marilolis y marilolis y marilolis, desde el fondo de los espejos que recubrían las paredes, la miraban con el mismo asombro con que ella lo observaba todo. ¡Ahí hubiese querido ella ser cajera! Mari Loli aspiró. ¡Y cómo olía...! Parecía que hubiera colonia en el ambiente. Una colonia suave, dulce, caliente. Mmmmm. No como esas que se echaba Florita. Para entenderse, a veces una creía que Florita se duchaba con perfume. Y, para postres, era uno de esos perfumes tremendos. De «sígueme, pollo», decía ella. Pero Mari Loli no sabía muy bien si los pollos la seguían o caían muertos a su paso.

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