Humo y espejos

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

 

Sumérgete, en esta antología de relatos cortos en el mundo fantástico, erótico y onírico de Neil Gaiman, el guionista de cómics más premiado y leído de la década de los 90.

Neil Gaiman

Humo y espejos

ePUB v2.0

Elle518
06.04.12

Título original:
Smoke and Mirrors

Traducción: Olinda Cordukes

Diseño portada: laNane

Neil Gaiman, 1999.

Para Ellen Datlow y Steve Jones

Pero donde hay un monstruo hay un milagro.

—OGDEN NASH,
APENAS EXISTEN DRAGONES
.

L
EYENDO LAS
E
NTRAÑAS:
U
N
R
ONDEL

«—Quiero decir —dijo ella—, que uno no puede evitar hacerse mayor.

—Quizá
uno
no pueda —dijo Humpty Dumpty—, pero
dos
sí. Con la ayuda adecuada, podrías haberte quedado en los siete años.»

—LEWIS CARROLL,
A TRAVÉS DEL ESPEJO
.

Lo llamarán azar o suerte o lo llamarán destino,

las cartas y las estrellas que no dejan de dar vueltas.

El mañana se manifiesta y trae la cuenta

de cada beso y muerte, los pequeños y los grandes.

¿Quieres saber el futuro, cielo? Pues espera:

contestaré a tus preguntas impacientes. Aun así,

lo llamarán azar o suerte o lo llamarán destino,

las cartas y las estrellas que no dejan de dar vueltas.

Vendré a ti esta noche, querido, cuando sea tarde,

no me verás; quizá sientas un escalofrío.

Esperaré a que duermas, después me saciaré,

y ahí estará servido tu futuro.

Lo llamarán azar o suerte o lo llamarán destino.

I
NTRODUCCIÓN

Escribir es volar en sueños.

Cuando te acuerdas. Cuando puedes. Cuando funciona.

Es así de fácil.

—LIBRETA DEL AUTOR, FEBRERO DE 1992.

L
o hacen con espejos. Es un cliché, por supuesto, pero también es verdad. Los magos los han estado utilizando, colocados normalmente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, desde que los victorianos comenzaron a fabricar espejos fiables y claros en grandes cantidades, hace bastante más de cien años. John Nevil Maskelyne empezó, en 1862, con un armario que, gracias a un espejo colocado con astucia, ocultaba más de lo que dejaba ver.

Los espejos son objetos maravillosos. Parece que digan la verdad, que nos devuelvan el reflejo de la vida; pero pon uno en la posición adecuada y mentirá tan convincentemente que creerás que algo ha desaparecido sin dejar rastro, que una caja llena de palomas y banderas y arañas en realidad está vacía, que la gente escondida tras los bastidores o en el foso son fantasmas que flotan sobre el escenario. Oriéntalo bien y el espejo se convierte en una ventana mágica; mostrará cualquier cosa que puedas imaginarte y quizá algunas que no puedas.

(El humo difumina los bordes de las cosas.)

Los cuentos son, de un modo u otro, espejos. Los usamos para explicarnos cómo funciona el mundo o cómo no funciona. Igual que los espejos, los cuentos nos preparan para el día venidero. Nos distraen de las cosas que hay en la oscuridad.

La fantasía, y toda la ficción es una fantasía de un tipo u otro, es un espejo. Un espejo deformante, desde luego, y ocultador, si está colocado a cuarenta y cinco grados de la realidad, pero aun así no deja de ser un espejo, que podemos utilizar para decirnos cosas que tal vez de otro modo no entenderíamos. (Los cuentos de hadas, como dijo una vez G. K. Chesterton, son más que verídicos. No porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que a los dragones se les puede vencer.)

El invierno ha empezado hoy. El cielo se ha vuelto gris y se ha puesto a nevar y no ha dejado de hacerlo hasta bastante después de que anocheciese. Estaba sentado en la oscuridad y miraba la nieve que caía, y los copos brillaban con luz trémula mientras bailaban entrando y saliendo de la luz, y yo me preguntaba de dónde venían las historias.

Éstas son las cosas sobre las que uno se pregunta cuando se gana la vida inventando historias. Sigo sin estar convencido de que sea la actividad más apropiada para un adulto, pero ahora es demasiado tarde: parece que tengo una carrera con la que disfruto y que no supone levantarse demasiado pronto por la mañana. (Cuando era pequeño, los mayores solían decirme que no me inventara cosas y me advertían de lo que me sucedería si lo hacía. Que yo sepa, hasta ahora parece que supone hacer muchos viajes al extranjero y no tener que levantarse demasiado pronto por la mañana.)

La mayoría de las historias de este libro las escribí para entretener a los diversos editores que me habían pedido relatos para antologías específicas («Es para una antología de cuentos sobre el Santo Grial», «…sobre sexo», «…de cuentos de hadas adaptados para adultos», «…sobre sexo y terror», «…sobre historias de venganza», «…sobre la superstición», «…sobre más sexo»). Algunas las escribí para divertirme o, más precisamente, para sacarme una idea o una imagen de la cabeza y concretarla en papel. Lo que a mí me parece una buena razón para escribir: liberar demonios, dejarlos volar. Algunos de los cuentos empezaron sin darme cuenta: fantasías y curiosidades que se me fueron de las manos.

Una vez me inventé un cuento como regalo de boda para unos amigos. Trataba de una pareja a la que le regalaban un cuento el día de su boda. No era un cuento tranquilizador. Después de haberlo inventado, decidí que probablemente preferirían un tostador, así que les compré un tostador y hasta hoy no he puesto el cuento por escrito. Sigue en el fondo de mi mente, esperando a que se case alguien que lo aprecie.

Se me ocurre ahora (mientras escribo esta introducción en tinta azul oscuro para pluma estilográfica en una libreta encuadernada en negro, por si os lo estabais preguntando) que, aunque de un modo u otro la mayoría de los cuentos de este libro tratan de algún tipo de amor, no hay demasiados cuentos felices, cuentos de amor bien correspondido que compensen todos los otros tipos que encontraréis aquí; y, es más, se me ocurre que hay gente que no lee las introducciones. No obstante, después de todo, algunos de vosotros quizá tengáis una boda algún día. Así que para todos los que sí leéis introducciones, aquí está el cuento que no escribí. (Y si no me gusta el cuento cuando esté escrito, siempre puedo tachar este párrafo y nunca sabréis que dejé de escribir la introducción para empezar a escribir un cuento.)

E
L REGALO DE BODA

D
espués de las alegrías y los quebraderos de cabeza de la boda, después de la locura y la magia de todo el acontecimiento (sin olvidar la vergüenza por el discurso del padre de Belinda al final de la cena, con proyección de diapositivas de familia y todo), después de que la luna de miel se hubiera acabado literalmente (aunque metafóricamente aún no) y antes de que sus nuevos bronceados se hubiesen atenuado en el otoño inglés, Belinda y Gordon se pusieron manos a la obra para abrir los regalos de boda y escribir las cartas de agradecimiento: por cada toalla y cada tostadora, por el exprimidor y la máquina de hacer pan, por la cubertería y la vajilla y el juego de té y las cortinas.

—Bien —dijo Gordon—. Los objetos grandes ya están. ¿Qué nos queda?

—Sobres con cosas dentro —dijo Belinda—. Cheques, espero.

Había varios cheques, unos cuantos vales para regalos e incluso un vale de diez libras de parte de Marie, la tía de Gordon, que era más pobre que las ratas, le dijo Gordon a Belinda, pero un encanto, y que le había enviado un vale para un libro cada año por su cumpleaños desde que tenía memoria. Y entonces, debajo de todo el montón, había un sobre grande marrón y sobrio.

—¿Qué es? —preguntó Belinda.

Gordon abrió la solapa y sacó una hoja de papel de color de crema agria, rasgada por arriba y por abajo, con algo mecanografiado en una cara. Las palabras estaban escritas con una máquina de escribir manual, algo que Gordon no había visto desde hacía varios años. Leyó la página lentamente.

—¿Qué es? —preguntó Belinda—. ¿De quién es?

—No lo sé —dijo Gordon—. De alguien que aún tiene una máquina de escribir. No está firmada.

—¿Es una carta?

—No exactamente —dijo él, y se rascó una aleta de la nariz y la volvió a leer.

—Bueno —dijo ella con voz exasperada (aunque no estaba exasperada de verdad; estaba contenta. Se despertaba por la mañana y comprobaba si aún estaba tan contenta como lo había estado cuando se fue a dormir la noche anterior o cuando Gordon la había despertado por la noche al rozarla o cuando ella le había despertado a él. Y sí lo estaba)—. Bueno, ¿qué es?

—Parece que es una descripción de nuestra boda —dijo él—. Está muy bien escrita. Toma —y se la pasó.

En un día frío y despejado de principios de octubre Gordon Robert Johnson y Belinda Karen Abingdon prometieron amarse el uno al otro, ayudarse y honrarse mientras viviesen. La novia estaba radiante y preciosa, el novio estaba nervioso, pero se le notaba orgulloso y también contento.

Ella la examinó.

Así es como empezaba. Pasaba a describir la ceremonia y la fiesta con claridad y sencillez y de forma entretenida.

—Qué gracia —dijo ella—. ¿Qué pone en el sobre?

—«La boda de Gordon y Belinda» —leyó él.

—¿No hay ningún nombre? ¿Nada que indique quién lo envió?

—No.

—Pues tiene mucha gracia y es un detalle —dijo ella—. Sea de quien sea.

Belinda miró dentro del sobre para ver si había algo que hubiesen pasado por alto, una nota de fuera cual fuese de sus amigos (o de Gordon, o de ambos) que lo hubiera escrito, pero no había nada, así que, ligeramente aliviada de que hubiera una nota de agradecimiento menos que escribir, volvió a poner la hoja de papel crema en el sobre, que puso en un archivador, junto a una copia del menú del banquete nupcial, los contactos de las fotos de la boda y una rosa blanca del ramo.

Gordon era arquitecto y Belinda era veterinaria. Para ambos lo que hacían era una vocación, no un trabajo. Tenían poco más de veinte años. Ninguno de los dos había estado casado antes, ni siquiera habían tenido una relación seria con otra persona. Se conocieron cuando Gordon trajo a su perro cobrador dorado, Goldie, una hembra de trece años, de hocico gris y medio paralizada, al consultorio de Belinda para que la matase. Había tenido a la perra desde que era un niño e insistió en estar con ella al final. Belinda le cogió la mano mientras él lloraba y entonces, de repente y de modo poco profesional, le abrazó, con fuerza, como si, estrujándole, pudiese quitarle el dolor y la pérdida y la pena. Uno le preguntó al otro si podían verse esa tarde en el bar del barrio para tomar una copa y, después, ninguno de los dos estaba seguro de quién lo había propuesto.

Lo más importante que hay que saber sobre sus dos primeros años de matrimonio es que fueron bastante felices. De vez en cuando reñían y, ocasionalmente, tenían una discusión tremenda por muy poca cosa que solía acabar en una reconciliación llena de lágrimas y, entonces, hacían el amor y se quitaban las lágrimas a besos el uno al otro y se susurraban al oído disculpas sinceras. Al final del segundo año, seis meses después de que dejara de tomar la píldora, Belinda descubrió que estaba embarazada.

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