Humo y espejos (9 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

Nunca le había dicho que la amaba, ni siquiera que me gustaba. Éramos colegas.

Había estado en su casa aquella noche: nos quedamos en su habitación y pusimos
Rattus Norvegicus
, el primer LP de los Stranglers. Era el principio del punk y todo parecía tan emocionante: las posibilidades, tanto en música como en todo lo demás, eran infinitas. Al final fue hora de irse a casa y ella decidió acompañarme. Nos cogimos de la mano, inocentemente, como amigos, y paseamos los diez minutos que había hasta mi casa.

La luna brillaba, el mundo era visible e incoloro y hacía una noche cálida.

Llegamos a mi casa. Vimos luces dentro y nos quedamos en el camino de entrada y hablamos del grupo que yo estaba montando. No entramos.

Entonces decidimos que yo la acompañaría a
ella
hasta su casa. Así que nos pusimos en camino.

Me habló de las batallas que tenía con su hermana menor, que le robaba el maquillaje y el perfume. Louise sospechaba que su hermana estaba acostándose con chicos. Louise era virgen. Ambos lo éramos.

Estábamos en la calle que había delante de su casa, bajo la luz amarillo sodio de la farola, y nos mirábamos los labios negros y las caras amarillo pálido.

Nos sonreímos.

Entonces nos pusimos a andar, escogiendo calles silenciosas y senderos vacíos. En una de las urbanizaciones nuevas, un sendero nos llevó al bosque y lo seguimos.

El sendero era recto y oscuro, pero las luces de las casas lejanas brillaban como estrellas en la tierra y la luna nos daba luz suficiente para ver. Una vez nos asustamos, cuando algo bufó y resopló delante de nosotros. Nos apretujamos, vimos que era un tejón, nos reímos y nos abrazamos y seguimos andando.

Hablábamos en voz baja, de tonterías, de lo que soñábamos y lo que queríamos y lo que pensábamos.

Y todo el tiempo quería besarla y tocarle los pechos y, quizá, meterle la mano entre las piernas.

Al final vi mi oportunidad. Había un puente de ladrillos viejo encima del sendero y nos paramos debajo de él. Me apretujé contra ella. Abrió la boca para besarme.

Entonces se quedó fría y rígida y dejó de moverse.

—Hola —dijo el troll.

Solté a Louise. Estaba oscuro debajo del puente, pero la figura del troll llenaba la oscuridad.

—La he congelado —dijo el troll—, para que podamos hablar. Ahora me voy a comer tu vida.

El corazón me latía con fuerza y sentía que estaba temblando.

—No.

—Dijiste que volverías conmigo. Y lo has hecho. ¿Aprendiste a silbar?

—Sí.

—Eso está bien. Yo nunca supe silbar —husmeó y asintió con la cabeza—. Estoy satisfecho. Has crecido en vida y experiencia. Más para comer. Más para mí.

Agarré a Louise, una zombi tiesa, y la empujé hacia delante.

—No me cojas a mí. No quiero morir. Cógela a
ella
. Apuesto a que está mucho más deliciosa que yo. Además, es dos meses mayor que yo. ¿Por qué no te la llevas a ella?

El troll se quedó callado.

Olisqueó a Louise de pies a cabeza, olfateándole los pies y la entrepierna y los pechos y el pelo.

Entonces me miró.

—Es una inocente —dijo—. Tú no. No la quiero a ella. Te quiero a ti.

Fui hasta la abertura del puente y me quedé mirando las estrellas del cielo nocturno.

—Pero es que hay tantas cosas que no he hecho nunca —dije, en parte a mí mismo—. O sea, nunca he… bueno, nunca me he acostado con nadie. Nunca he ido a América. Y no he… —hice una pausa—. No he
hecho
nada. Aún no.

El troll no dijo nada.

—Podría volver contigo. Cuando sea mayor.

El troll no dijo nada.

—Volveré. De veras que sí.

—¿Que volverás conmigo? —dijo Louise—. ¿Por qué? ¿Adónde vas?

Me di la vuelta. El troll había desaparecido y la chica que había creído que amaba estaba envuelta por las sombras bajo el puente.

—Nos vamos a casa —le dije—. Venga.

Regresamos y no dijimos ni una palabra.

Louise salió con el batería del grupo de punk que yo había montado y, mucho después, se casó con otro. Nos encontramos una vez, en un tren, después de que se hubiera casado, y me preguntó si recordaba aquella noche.

Le dije que sí.

—Me gustabas mucho, aquella noche, Jack —me dijo—. Pensé que ibas a besarme. Pensé que ibas a pedirme que saliera contigo. Te hubiera dicho que sí. Si me lo hubieses pedido.

—Pero no lo hice.

—No —dijo—. No lo hiciste —llevaba el pelo muy corto. No le quedaba.

No la volví a ver. La mujer estilizada de la sonrisa tensa no era la chica que yo había amado y hablar con ella me hizo sentir incómodo.

Me fui a vivir a Londres y, entonces, unos años después, volví, pero la ciudad a la que regresé no era la ciudad que yo recordaba: no había campos, ni granjas, ni caminitos de pedernal; y me mudé lo antes que pude a un pueblo diminuto a diez millas de allí.

Me mudé con mi familia —ya estaba casado y tenía un niño pequeño— a una casa vieja que había sido, mucho años antes, una estación de tren. Habían quitado las vías y la anciana pareja que vivía enfrente de nuestra casa utilizaba aquel terreno para cultivar verduras.

Estaba envejeciendo. Un día me encontré una cana; otro, escuché una cinta en la que me había grabado hablando y me di cuenta de que sonaba exactamente igual que mi padre.

Trabajaba en Londres, en el departamento de contratación de una de las compañías discográficas más importantes. Iba en tren a Londres casi todos los días y volvía a casa algunas noches.

Tenía que alquilar un pisito en Londres; es difícil ir y volver a casa cada día cuando los grupos que estás examinando no salen tambaleándose al escenario hasta medianoche. Eso también significaba que era bastante fácil echar un polvo, si quería, y así era.

Pensé que Eleonora —así se llamaba mi mujer; debería haberlo mencionado antes, supongo— no sabía nada sobre las otras mujeres; pero regresé de una excursión de dos semanas a Nueva York un día de invierno y, cuando llegué, la casa estaba vacía y fría.

Me había dejado una carta, no una nota. Quince páginas, muy bien mecanografiadas, y todas y cada una de las palabras que había escrito eran ciertas. La posdata incluida, que decía:
En realidad no me quieres. Nunca me has querido
.

Me puse un abrigo grueso y salí de casa y caminé, estupefacto y un poco atontado.

No había nieve en el suelo, pero había una escarcha dura y las hojas crujían bajo mis pies mientras andaba. Los árboles eran de un negro desnudo contra el cielo invernal crudo y gris.

Caminé junto a la carretera. Me pasaban los coches, que iban o venían de Londres. Una vez tropecé con una rama, medio escondida entre un montón de hojas secas, y me caí, me rasgué los pantalones y me hice un corte en la pierna.

Llegué al pueblo de al lado. Un río formaba un ángulo por la derecha con la carretera y había un sendero junto a él que no había visto nunca, y caminé por el sendero mientras miraba el río medio helado. Borboteaba, salpicaba y cantaba.

El sendero llevaba por unos campos; era recto y estaba cubierto de hierba.

Encontré una roca, medio enterrada, a un lado del sendero. La cogí, le quité el barro. Era un pedazo fundido de una sustancia violácea, con un extraño brillo multicolor. Me la puse en el bolsillo del abrigo y la sostuve en la mano mientras andaba, sintiendo su presencia cálida y tranquilizadora.

El río se alejó serpenteando por los campos y yo seguí andando en silencio.

Llevaba una hora caminando cuando vi las casas, nuevas y pequeñas y cuadradas, en el terraplén que había delante de mí.

Entonces vi el puente y supe dónde estaba: me hallaba en el sendero de las viejas vías férreas y lo había estado siguiendo desde la otra dirección.

Había graffitis a un lado del puente: JODER y BARRY QUIERE A SUSAN y el omnipresente FN del Frente Nacional.

Me puse bajo el arco de ladrillos rojos del puente, entre envoltorios de helado y bolsas de patatas fritas y un único condón triste y usado, y observé el vapor de mi aliento en la tarde fría.

La sangre se había secado y se me había quedado enganchada a los pantalones.

Pasaban coches por el puente que había sobre mí; oí una radio muy alta en uno de ellos.

—¿Hola? —dije, en voz baja, avergonzado, sintiéndome como un idiota—. ¿Hola?

No hubo respuesta. El viento hizo susurrar las bolsas de patatas fritas y las hojas.

—He vuelto. Dije que lo haría. Y lo he hecho. ¿Hola?

Silencio.

Entonces empecé a llorar, estúpida y silenciosamente, bajo el puente.

Una mano me tocó la cara y alcé la vista.

—Creí que no volverías —dijo el troll. Ahora tenía mi estatura, pero aparte de eso no había cambiado. Llevaba hojas enredadas en su pelo de muñeco largo y despeinado y tenía los ojos muy abiertos y tristes.

Me encogí de hombros, luego me sequé la cara con la manga del abrigo.

—He vuelto.

Tres niños pasaron por encima de nosotros, por el puente, gritando y corriendo.

—Soy un troll —murmuró el troll, con una vocecita asustada—. Sig el seng derg.

Estaba temblando.

Alargué la mano y le cogí la zarpa enorme. Le sonreí.

—No pasa nada —le dije—. En serio. No pasa nada.

El troll asintió con la cabeza.

Me empujó al suelo, sobre las hojas y los envoltorios y el condón, y se me echó encima. Entonces alzó la cabeza y abrió la boca y se comió mi vida con sus dientes fuertes y afilados.

Cuando acabó, el troll se puso en pie y se sacudió. Se puso la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un pedazo de escoria negra y llena de burbujas.

Me la dio.

—Esto es tuyo —dijo el troll.

Le miré: llevaba mi vida puesta cómodamente, con facilidad, como si la hubiera estado llevando durante años. Cogí la escoria de hulla y la olisqueé. Podía oler el tren de donde había caído, hacía tanto tiempo. La agarré fuertemente con la mano peluda.

—Gracias —dije.

—Buena suerte —dijo el troll.

—Sí. Bueno. A ti también.

El troll sonrió con mi cara.

Me dio la espalda y empezó a andar por el camino por el que yo había venido, hacia el pueblo, a la casa vacía que yo había dejado aquella mañana; y silbaba mientras andaba.

He estado aquí desde entonces. Escondido. Esperando. Parte del puente.

Observo desde las sombras cuando pasa la gente: paseando a sus perros o hablando o haciendo las cosas que hace la gente. Algunas veces alguien se para debajo de mi puente, para quedarse un rato, mear o hacer el amor. Yo les observo, pero no digo nada; y ellos nunca me ven.

Sig el seng derg.

Simplemente me voy a quedar aquí, en la oscuridad bajo el arco. Os oigo a todos ahí fuera, oigo el trip-trap, trip-trap de vuestros pasos por mi puente.

Oh, sí, os oigo.

Pero no pienso salir.

N
O LE PREGUNTÉIS A
J
ACK

N
adie sabía de dónde había salido el juguete, qué bisabuelo o que tía lejana lo había tenido antes de que llegara al cuarto de los niños.

Era una caja tallada y pintada de oro y rojo. Era hermosa, sin duda, y, al menos eso sostenían los mayores, bastante valiosa, quizá incluso una antigüedad. Por desgracia, el seguro estaba cerrado y oxidado y la llave se había perdido, de modo que el muñeco no podía salir. Aun así, era una caja magnífica, pesada y tallada y dorada.

Los niños no jugaban con ella. Estaba en el fondo de un arcón de juguetes viejo y de madera, que tenía el mismo tamaño y la misma edad que el cofre del tesoro de un pirata, o eso pensaban los niños. La caja del muñeco a resorte estaba enterrada bajo muñecas y trenes, payasos y estrellas de papel y viejos trucos de magia y marionetas tullidas con los hilos enredados irrevocablemente y ropa para disfrazarse (aquí los jirones de un vestido de novia de hacía mucho, allí un sombrero de seda negra, con un poso formado por la edad y el tiempo) y alhajas de fantasía, aros rotos y peonzas y caballitos. Debajo de todo estaba la caja del muñeco Jack
[4]
.

Los niños no jugaban con ella. Cuchicheaban entre ellos, cuando estaban solos en el ático, en el cuarto de los niños. En los días grises cuando el viento aullaba alrededor de la casa y la lluvia hacía sonar el tejado de pizarra y bajaba golpeteando por los aleros, se explicaban historias sobre Jack, aunque nunca lo habían visto. Uno afirmaba que Jack era un brujo malvado, colocado en la caja como castigo por crímenes demasiado horribles para ser descritos; otra (y estoy seguro de que tuvo que haber sido una de las niñas) sostenía que la caja de Jack era la caja de Pandora y que le habían metido allí como guardián para impedir que las cosas malas que había dentro salieran otra vez. Ni siquiera la tocaban, si podían evitarlo, pero cuando, como sucedía a veces, un adulto hacía un comentario sobre la ausencia de aquel muñeco a resorte viejo y encantador, y lo recuperaba del cofre y lo colocaba en una posición de honor sobre la repisa de la chimenea, los niños se armaban de valor y, más tarde, lo escondían otra vez en las tinieblas.

Los niños no jugaban con la caja del muñeco a resorte. Y cuando se hicieron mayores y dejaron la gran casa, cerraron el cuarto del ático y casi lo olvidaron.

Casi, pero no del todo. Ya que cada uno de los niños, por separado, recordaba haber subido solo a la luz azul de la luna, descalzo, hasta el cuarto de los niños. Era casi como andar sonámbulo, los pasos quedos sobre la madera de las escaleras, sobre la alfombra raída del cuarto. Recordaba haber abierto el cofre del tesoro, haber hurgado entre las muñecas y la ropa y haber sacado la caja.

Entonces el niño tocaba el seguro y la tapa se abría, lenta como una puesta de sol, y la música empezaba a sonar y Jack salía. No lo hacía de repente y rebotando: no era un muñeco saltarín. Sino que se alzaba de la caja con parsimonia, concentrado, y le hacía una seña al niño para que se acercara más, más, y sonreía.

Allí, a la luz de la luna, les explicaba cosas que nunca recordaban muy bien, cosas que nunca podían olvidar del todo.

El niño mayor murió en la Primera Guerra Mundial. El menor, después de que sus padres muriesen, heredó la casa, aunque se la quitaron al encontrarle en la bodega una noche con ropa y queroseno y cerillas, cuando intentaba dejar la gran casa reducida a cenizas. Le llevaron al manicomio y quizá aún sigue allí.

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