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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

Humo y espejos (11 page)

—¿Tú te crees todo esto? —fue la primera pregunta que hizo Alguien.

Ésa era fácil. Era una que ya había contestado a por lo menos dos docenas de periodistas británicos.

—¿Que si creo que un fuerza sobrenatural poseyó a Charles Manson durante un tiempo y que incluso ahora está poseyendo a sus muchos hijos? No. ¿Que si creo que algo extraño estaba sucediendo? Supongo que debo creerlo. Quizá fue sencillamente que, por un tiempo breve, su locura sintonizaba con la locura del mundo exterior. No lo sé.

—Mm. Ese chico Manson. ¿Podría ser Keanu Reeves?

Dios santo, no
, pensé. Jacob me hizo una seña para que le viera y asintió con la cabeza desesperadamente.

—No veo por qué no —dije. De todos modos, todo era pura imaginación. Nada de aquello era real.

—Vamos a cerrar un trato con su gente —dijo Alguien, asintiendo, pensativo.

Me mandaron escribir un tratamiento que ellos tendrían que aprobar. Y por
ellos
entendí que se referían al Alguien australiano, aunque no estaba completamente seguro.

Antes de que me fuera, alguien me dio 700 dólares y me hizo firmar por ellos: dos semanas
per diem
.

Pasé dos días escribiendo el tratamiento. Tenía que hacer un esfuerzo para olvidar el libro y darle a la historia la estructura de una película. El trabajo iba bien. Me sentaba en el cuartito y escribía en un ordenador portátil que el estudio me había enviado e imprimía páginas con la impresora de inyección que el estudio había enviado con el ordenador. Comía en mi habitación.

Cada tarde salía a dar un paseo corto por Sunset Boulevard. Caminaba hasta la librería «abierta casi toda la noche», donde compraba un periódico. Luego, me sentaba fuera, en el patio del hotel, durante media hora, y leía el periódico. Entonces, tras haber tomado mi ración de sol y aire, regresaba a la oscuridad y volvía a convertir mi libro en otra cosa.

Había un negro muy viejo, un empleado del hotel, que atravesaba el patio cada día con una lentitud casi dolorosa, regaba las plantas y examinaba los peces. Solía sonreírme cuando pasaba junto a mí y yo le saludaba con la cabeza.

Al tercer día me levanté y fui a su encuentro cuando se hallaba junto al estanque de los peces, recogiendo restos de basura con las manos: un par de monedas y un paquete de cigarrillos.

—Hola —dije.

—Señor —dijo el anciano.

Pensé en pedirle que no me llamara señor, pero no se me ocurrió cómo decírselo sin ofenderle.

—Bonitos peces.

Asintió con la cabeza y sonrió.

—Carpas ornamentales. Las trajeron de la China.

Miramos cómo nadaban por el pequeño estanque.

—Me pregunto si se aburren.

Él negó con la cabeza.

—Mi nieto es un ictiólogo, ¿sabe qué es eso?

—Estudia peces.

—Ajá. Él dice que sólo tienen una memoria que dura unos treinta segundos. Así que nadan por el estanque y siempre es una sorpresa para ellos, dicen «yo nunca había estado aquí». Se encuentran con otro pez que conocen desde hace cien años y dicen, «¿Quién eres tú, extraño?».

—¿Le preguntará algo a su nieto de mi parte? —el anciano asintió con la cabeza—. Una vez leí que la vida de la carpa no tiene una duración determinada. No envejecen como nosotros. Se mueren si la gente o los depredadores o una enfermedad las matan, pero no envejecen y se mueren. En teoría, podrían vivir eternamente.

El anciano asintió.

—Se lo preguntaré. Suena bien, desde luego. Estos tres… mire, éste, le llamo Fantasma, tiene sólo cuatro o cinco años. Pero los otros dos llegaron de la China cuando yo vine aquí por primera vez.

—¿Y cuándo fue eso?

—Eso habría sido en el año de gracia de mil novecientos veinticuatro. ¿Cuántos años me echa?

No podía calcularlo. Parecía como si lo hubiesen tallado en madera vieja. Más de cincuenta y más joven que Matusalén. Se lo dije.

—Nací en 1906. Palabra de Dios.

—¿Nació usted aquí, en Los Ángeles?

Negó con la cabeza.

—Cuando yo nací, Los Ángeles no era más que un naranjal, muy lejos de Nueva York.

Espolvoreó la superficie del agua con comida para peces. Aparecieron las tres, carpas fantasmas blanco pálido y plateadas, y nos miraron, o pareció que lo hacían, mientras las oes de sus bocas se abrían y cerraban constantemente, como si nos estuvieran hablando en algún idioma particular secreto y silencioso.

Señalé la que me había mencionado.

—Así que ésa es Fantasma, ¿eh?

—Sí, ésa es Fantasma. Aquella que está debajo del nenúfar, se le ve la cola, allí, ¿ve? Aquella se llama Buster, por Buster Keaton. Keaton se alojaba aquí cuando recibimos los dos peces más viejos. Y ésta es nuestra Princesa.

Princesa era la más fácil de reconocer de las carpas blancas. Era de un color crema pálido, con una mancha carmesí intensa en el lomo, que la distinguía de las otras dos.

—Es preciosa.

—Y tanto que sí. Y tanto que lo es.

Entonces respiró hondo y empezó a toser, tosió y resolló con tanta fuerza que se le zarandeó el cuerpo delgado. En ese momento y por primera vez, pude verle como un hombre de noventa años.

—¿Se encuentra bien?

Asintió.

—Muy bien, muy bien. Huesos viejos —dijo—. Huesos viejos.

Nos estrechamos las manos y regresé a mi tratamiento y a la penumbra.

Imprimí el tratamiento completo y se lo envié por fax a Jacob al estudio.

Al día siguiente vino al bungalow. Parecía disgustado.

—¿Todo bien? ¿Hay algún problema con el tratamiento?

—Nos están jodiendo. Hicimos una película con… —y nombró a una actriz famosa que había salido en unas cuantas películas de éxito unos años antes—. No podíamos perder, ¿eh? Lo que pasa es que no es tan joven como era e insiste en hacer sus propias escenas de desnudo, y ése no es un cuerpo que alguien quiera ver, créeme.

»El argumento va de un fotógrafo que convence a mujeres para que se quiten la ropa para él y, luego, se las
folla
. El problema es que nadie cree que lo esté haciendo. De manera que la jefe de policía —la Sra. Dejadme que le Enseñe el Culo al Mundo—, se da cuenta de que la única forma de arrestarle es fingir que es una de sus mujeres. Así que se acuesta con él. Bueno, hay un giro inesperado…

—¿Se enamora de él?

—Oh. Sí. Y entonces se da cuenta de que las mujeres siempre serán prisioneras de las imágenes que tienen los hombres de ellas y, para demostrarle su amor, cuando la policía viene a arrestarles a los dos, les prende fuego a todas las fotografías y muere en el incendio. Lo primero que se quema es su ropa. ¿Qué te parece?

—Una bobada.

—Eso es lo que pensamos cuando la vimos. Así que despedimos al director y la reeditamos e hicimos un día más de rodaje. Ahora ella lleva puesto un alambre cuando se pegan el lote. Y, cuando ella empieza a enamorarse, descubre que él mató a su hermano. Tiene un sueño en el que se le quema la ropa y después va con los cuerpos especiales para intentar reducirle. Pero entonces la hermana menor de la mujer dispara al fotógrafo, que también se la ha estado
follando
.

—¿Es mejor?

Jacob niega con la cabeza.

—Es basura. Si ella nos dejara utilizar una doble para las secuencias de desnudo, tal vez no lo tendríamos tan mal.

—¿Qué te pareció el tratamiento?

—¿Qué?

—¿Mi tratamiento? ¿El que te envié?

—Claro. Aquel tratamiento. Nos encantó. Nos encantó a todos. Era sensacional. Realmente estupendo. Estamos todos entusiasmados.

—¿Y qué sigue ahora?

—Bueno, en cuanto todo el mundo haya tenido ocasión de revisarlo, nos reuniremos para hablar de él.

Me dio unas palmaditas en la espalda y se marchó, dejándome sin nada que hacer en Hollywood.

Decidí escribir un cuento. Había tenido una idea en Inglaterra antes de marcharme. Algo sobre un pequeño teatro al final de un muelle. Magia escénica mientras llovía. Un público que no notaba la diferencia entre magia e ilusión y al que no le afectaría si todas las ilusiones fueran reales.

Aquella tarde, mientras paseaba, me compré un par de libros sobre magia escénica e ilusiones victorianas en la librería «abierta casi toda la noche». Tenía una historia, o su semilla al menos, en la cabeza y quería explorarla. Me senté en el banco del patio y hojeé los libros. Decidí que andaba tras un ambiente particular.

Estaba leyendo sobre los hombres de los bolsillos, que llevaban los bolsillos llenos de todos los objetos pequeños que uno pudiera imaginarse y que sacaban lo que fuera que se les pidiese. Nada de ilusiones, sólo proezas sorprendentes de organización y memoria. Una sombra cruzó la página. Levanté la vista.

—Hola otra vez —le dije al anciano negro.

—Señor —dijo él.

—Por favor, no me llame así. Hace que me sienta como si tuviera que llevar un traje o algo parecido —le dije mi nombre.

Él me dijo el suyo: Pío Dundas.

—¿Pío? —no estaba seguro de haberle oído correctamente. Asintió con orgullo.

—A veces lo soy y a veces no. Así es como me llamó mi mamá y es un buen nombre.

—Sí.

—¿Y qué está haciendo aquí, señor?

—No estoy seguro. Tendría que estar escribiendo una película, creo. O, al menos, estoy esperando a que me digan que empiece a escribirla.

Se rascó la nariz.

—Toda la gente del cine que se alojó aquí, si se los empezara a enumerar ahora, podría hablar una semana hasta el próximo miércoles y no le habría dicho ni la mitad.

—¿Quiénes eran sus favoritos?

—Harry Langdon. Era un caballero. George Sanders. Era inglés, como usted. Solía decir, «Ah, Pío. Tienes que rezar por mi alma». Y yo decía, «Su alma es asunto suyo, Señor Sanders», pero rezaba por él de todas formas. Y June Lincoln.

—¿June Lincoln?

Le brillaron los ojos y sonrió.

—Era la reina del celuloide. Era mejor que cualquiera de ellas: Mary Pickford o Lillian Gish o Theda Bara o Louise Brooks… Era la mejor. Tenía «aquello». ¿Sabe lo que es «aquello»?

—Sex appeal.

—Más que eso. Era todo con lo que uno haya soñado jamás. En cuanto veías una película de June Lincoln, querías… —se calló, hizo unos circulitos con la mano, como si estuviera intentando atrapar las palabras que le faltaban—. No sé. Hincar la rodilla, tal vez, como un caballero de armadura reluciente ante la reina. June Lincoln era la mejor de todas. Le hablé a mi nieto de ella, intentó encontrar algo en vídeo, pero fue imposible. Ya no queda nada. June Lincoln sólo vive en la cabeza de viejos como yo —se dio un toque en la frente.

—Debió ser toda una mujer.

Él asintió.

—¿Qué le pasó?

—Se ahorcó. Hubo gente que dijo que fue porque no habría podido estar a la altura de las circunstancias en el cine sonoro, pero eso no es verdad: tenía una voz que recordarías aunque sólo la hubieras oído una vez. Suave y oscura, así era su voz, como un café irlandés. Algunos dicen que un hombre le rompió el corazón, o que fue una mujer, o que fue culpa del juego o de los gángsters o la bebida. ¿Quién sabe? Eran días de locura.

—Me imagino que usted debió oírla hablar.

Sonrió.

—Me dijo, «Chico, ¿puedes enterarte de lo que han hecho con mi bata?» y, cuando volví con ella, entonces me dijo, «Eres un chico estupendo». Y el hombre que estaba con ella dijo, «June, no provoques al personal», y ella me sonrió y me dio cinco dólares y dijo «No le importa, ¿a que no, chico?», y yo sólo negué con la cabeza. Luego hizo aquella cosa con los labios, ¿sabe?

—¿Un
moue
?

—Algo parecido. Lo sentí aquí —se dio una palmadita en el pecho—. Aquellos labios. Podían hacer pedazos a un hombre.

Se mordió el labio inferior un momento y se quedó concentrado una eternidad. Me pregunté dónde estaría y en qué época. Entonces me miró otra vez.

—¿Quiere ver sus labios?

—¿Qué quiere decir?

—Venga conmigo. Sígame.

—¿Qué vamos a…? —ya me imaginaba la huella de unos labios en cemento, como las huellas de las manos que hay frente a la entrada del Teatro Chino de Grauman.

Negó con la cabeza y se llevó un dedo viejo a los labios.
Silencio
.

Cerré los libros. Cruzamos el patio. Cuando llegó al pequeño estanque de los peces, se detuvo.

—Fíjese en la Princesa —me dijo.

—La que tiene la mancha roja, ¿no?

Asintió con la cabeza. El pez me recordaba a un dragón chino: sabio y pálido. Un pez fantasma, blanco como el hueso viejo, excepto por la mancha escarlata del lomo con forma de un arco doble de una pulgada. Flotaba en el estanque, moviéndose empujado por la corriente, pensando.

—Ahí está —dijo él—. En el lomo. ¿Ve?

—No le acabo de entender.

Hizo una pausa y se quedó mirando el pez.

—¿Quiere sentarse? —me vi muy consciente de la edad del Sr. Dundas.

—No me pagan para que me siente —dijo, muy serio. Entonces dijo, como si le estuviera explicando algo a un niño—: Era como si fuesen dioses en aquellos tiempos. Hoy, todo es televisión: héroes pequeños. Gentecita en las cajas. Algunos de ellos vienen aquí. Gentecita.

»Las estrellas de los viejos tiempos eran gigantes, teñidas de luz plateada, grandes como casas… y, cuando las conocías, seguían siendo enormes. La gente creía en ellas.

»Solían hacer fiestas aquí. Si trabajabas aquí, veías lo que sucedía. Había alcohol y hierba y tejemanejes a los que apenas se podía dar crédito. Hubo una fiesta… la película se llamaba
Corazones del desierto
. ¿Ha oído hablar de ella?

Dije que no con la cabeza.

—Una de las películas más famosas de 1926, junto a
El precio de la gloria
con Victor McLaglen y Dolores del Río y
Ella Cinders
con Colleen Moore de protagonista. ¿Ha oído hablar de ellos?

Volví a decir que no con la cabeza.

—¿Ha oído hablar de Warner Baxter? ¿Belle Bennett?

—¿Quiénes eran?

—Estrellas muy, muy famosas en 1926 —hizo una pausa—.
Corazones del desierto
. Cuando la acabaron, para celebrarlo, dieron una fiesta aquí, en el hotel. Había vino y cerveza y whisky y ginebra. Era la época de la Ley Seca, pero podría decirse que los estudios eran los dueños de la policía, así que ésta hizo la vista gorda; y había comida y mucha tontería; estaban Ronald Colman y Douglas Fairbanks —el padre, no el hijo—, y todo el reparto y el equipo de rodaje; y una banda de jazz tocaba allá donde ahora están aquellos bungalows.

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