Humo y espejos (14 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

—¿Por qué demonios había de hacerlo? —preguntó. En mi sueño olía a ginebra y a celuloide viejo, aunque no recuerdo el último sueño que tuve en el que alguien oliera a algo. Sonrió, una sonrisa perfecta en blanco y negro—. Yo me fui, ¿no?

Entonces se levantó y paseó por la habitación.

—No me puedo creer que este hotel siga en pie —dijo—. Yo solía follar aquí —su voz estaba llena de crujidos y silbidos. Volvió a la cama y se quedó mirándome, como un gato mira un agujero.

—¿Me adoras? —preguntó.

Negué con la cabeza. Se acercó y me cogió la mano de carne con su mano plateada.

—Ya nadie recuerda nada —dijo—. Es una ciudad de treinta minutos.

Había algo que tenía que preguntarle.

—¿Dónde están las estrellas? —pregunté.— No dejo de mirar al cielo, pero no están allí.

Ella señaló el suelo del bungalow.

—Has estado buscando en los sitios equivocados —dijo. Nunca me había fijado en que el suelo del bungalow era una acera y que cada losa contenía una estrella y un nombre, nombres que yo no conocía: Clara Kimball Young, Linda Arvidson, Vivian Martin, Norma Talmadge, Olive Thomas, Mary Miles Minter, Seena Owen…

June Lincoln señaló la ventana del bungalow.

—Y ahí fuera.

La ventana estaba abierta y, a través de ella, veía todo Hollywood extendido debajo de mí, la vista desde las colinas: una extensión infinita de luces multicolores que centelleaban.

—Dime, ¿no son mejores que las estrellas? —preguntó.

Y lo eran. Me di cuenta de que veía constelaciones en las farolas y los coches.

Asentí con la cabeza.

Sus labios rozaron los míos.

—No me olvides —susurró, pero fue un susurro triste, como si supiera que lo haría.

Me desperté con el teléfono sonando. Lo contesté, balbuceé algo por el auricular.

—Soy Gerry Quoint, del estudio. Te necesitamos para una reunión a la hora de comer.

Balbuceo algo balbuceo.

—Enviaremos un coche —dijo—. El restaurante está a una media hora de camino.

El restaurante era espacioso, aireado y verde, y me estaban esperando allí.

En esos momentos, me habría sorprendido si
hubiese
reconocido a alguien. John Ray, me dijeron durante los entremeses, se había «largado por desacuerdos con el contrato» y Donna se había ido con él, «obviamente».

Los dos hombres tenían barba; uno tenía muy mal cutis. La mujer era delgada y parecía agradable.

Me preguntaron dónde me alojaba y, cuando lo dije, una de las barbas nos contó (no sin antes hacernos asegurar que aquello no saldría de allí) que un político llamado Gary Hart y uno de los Eagles estaban drogándose con Belushi cuando murió.

Después, me dijeron que la historia les hacía mucha ilusión.

Les hice la pregunta.

—¿Os referís a
Hijos del hombre
o a
Cuando éramos maloss
? Porque —les dije— tengo un problema con el último.

Parecían desconcertados.

Se referían, me dijeron, a
Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll
. Que era, me dijeron, tanto Alto Concepto como Buenas Vibraciones. También era, añadieron. Muy del Momento, lo que era importante en una ciudad en la que una hora antes era Historia Antigua.

Me dijeron que pensaban que estaría bien que el héroe rescatase a la joven dama de su matrimonio sin amor, y que bailasen el rock and roll juntos al final.

Les señalé que tenían que comprar los derechos de filmación de Nick Lowe, que escribió la canción, y luego dije que no, no sabía quién era su agente.

Sonrieron y me aseguraron que eso no sería un problema.

Me sugirieron que le diese vueltas al proyecto en la cabeza antes de empezar con el tratamiento y cada uno de ellos mencionó a un par de estrellas jóvenes a tener presentes cuando estuviese preparando la historia.

Les estreché las manos a todos ellos y les dije que por supuesto que lo haría.

Mencioné que creía que podría trabajar mejor de vuelta en Inglaterra.

Y dijeron que no había ningún problema.

Algunos días antes, le había preguntado a Pío Dundas si había alguien con Belushi en el bungalow la noche en que murió.

Si alguien lo sabía, me figuré que sería él.

—Se murió solo —dijo Pío Dundas, viejo como Matusalén, sin pestañear—. No importa un carajo que hubiera alguien con él o no. Murió solo.

Me sentía algo extraño al dejar el hotel.

Fui a la recepción.

—Dejaré la habitación esta tarde.

—Muy bien, señor.

—¿Le sería posible… el, eh, el encargado del jardín? El señor Dundas. Un señor mayor. No sé. Hace unos días que no le veo por aquí. Quería despedirme.

—¿De uno de los encargados?

—Sí.

Se quedó mirándome, perpleja. Era muy hermosa y su pintalabios era del color de una mancha de mora. Me pregunté si estaba esperando que alguien la descubriese.

Cogió el teléfono y habló, en voz baja.

Entonces dijo:

—Lo siento, señor. El señor Dundas no ha venido estos últimos días.

—¿Podría darme su número de teléfono?

—Lo siento, señor. Nuestras normas no lo permiten —me miró mientras lo decía, haciéndome saber que
realmente
lo sentía
muchísimo

—¿Qué tal va su guión? —le pregunté.

—¿Cómo se ha enterado? —preguntó ella.

—Pues…

—Está en el escritorio de Joel Silver —dijo—. Mi amigo Arnie, que lo ha escrito conmigo, es mensajero. Lo dejó en la oficina de Joel Silver, como si llegara de un agente profesional o algo así.

—Mucha suerte —le dije.

—Gracias —dijo ella y sonrió con sus labios de mora.

En la lista de información figuraban dos Dundas, P., lo que me pareció tanto insólito como revelador acerca de América, o al menos de Los Ángeles. Resultó que el primero era una tal Sra. Perséfone Dundas. En el segundo número, cuando pregunté por Pío Dundas, la voz de un hombre preguntó:

—¿Quién habla?

Le dije mi nombre, que me alojaba en el hotel y que tenía algo que le pertenecía al Sr. Dundas.

—Señor. Mi abuelo ha muerto. Murió anoche.

Una conmoción hace que los clichés se hagan realidad: sentí cómo perdía el color de la cara; me quedé sin respiración.

—Lo siento. Me caía bien.

—Sí.

—Debe de haber sido bastante repentino.

—Era viejo. Tenía tos —alguien le preguntó con quién estaba hablando y él contestó que con nadie, y siguió hablando—. Gracias por llamar.

Me sentía anonadado.

—Mire, tengo su álbum de recortes. Me lo dejó.

—¿Lo de las películas viejas?

—Sí.

Una pausa.

—Quédeselo. Eso no le sirve a nadie. Oiga, he de marcharme.

Un clic y la línea se quedó en silencio.

Fui a guardar el álbum de recortes en la maleta y me sobresalté, cuando una lágrima salpicó la tapa de piel desvaída, al descubrir que estaba llorando.

Me detuve junto al estanque por última vez, para decirle adiós a Pío Dundas y a Hollywood.

Tres carpas fantasmas blancas se movían empujadas por la corriente, dando mínimos aletazos, por el eterno presente del estanque.

Recordaba sus nombres: Buster, Fantasma y Princesa; pero ya no había modo de que alguien las distinguiese.

El coche me estaba esperando frente al vestíbulo del hotel. El aeropuerto estaba a treinta minutos y yo ya estaba empezando a olvidar.

E
L CAMINO BLANCO

—…Me gustaría que viniera a verme algún día,

a mi casa.

Hay cosas tan interesantes que le mostraría.

Mi futura esposa baja la mirada y, sí, se estremece.

Su padre y los amigos de éste abuchean y gritan entusiasmados.


Eso
nunca es un cuento, Señor Zorro —me reprende una mujer pálida

en un rincón de la habitación, el pelo rubio como el maíz,

los ojos del gris de las nubes, carne en sus huesos,

se encorva y sonríe, divertida, torciendo la boca.

—Señora, yo no soy un narrador —y me inclino y pregunto—,

¿quizá usted tenga un cuento para nosotros? —enarco una ceja.

Su sonrisa permanece.

Asiente, luego se levanta, sus labios se mueven:

—A una chica de la ciudad, una chica sencilla, la traicionó su amante,

un erudito. Así que cuando la sangre le dejó de manar

y se le hinchó tanto el vientre que ya no lo podía disimular,

fue a él y lloró lágrimas calientes. Él le acarició el pelo,

juró que se casarían, que correrían,

por la noche,

juntos,

a casa de su tía. Ella le creyó;

aunque había visto las miradas en la sala

que le lanzaba a la hija de su amo,

que era bella y rica, le creyó.

O creyó que le creía.

»Había algo artero en su sonrisa,

en los ojos tan negros y penetrantes, el pelo pardo rojizo. Algo

que la llevó temprano a su lugar de encuentro,

bajo el roble, junto al espino,

algo que la hizo trepar al árbol y esperar.

Trepar a un árbol, y en su estado.

Su amor llegó al anochecer, deslizándose a la luz de los búhos,

llevaba una bolsa,

de la que sacó azadón, pala, cuchillo.

Trabajó con empeño, junto al espino,

bajo el árbol de roble,

silbaba suavemente y cantaba, mientras cavaba su tumba,

aquella vieja canción…

¿Quieren que se la cante, ahora, buena gente?

Hace una pausa y todos a una aplaudimos y gritamos,

o casi todos a una:

mi futura, el pelo tan oscuro, las mejillas tan rosadas,

los labios tan rojos,

parece enajenada.

La chica hermosa (¿Quién es? Una huésped de la posada, aventuro) canta:

—¡Un zorro salió una noche brillante

y rogó para que la luna le diera luz

porque tenía muchas millas que recorrer aquella noche

antes de llegar a su raposera!

¡Raposera! ¡Raposera!

¡Porque tenía muchas millas que recorrer aquella noche antes de llegar a su raposera!

Su voz es dulce y exquisita, pero la voz de mi futura es aún más exquisita.

—Y cuando su tumba estuvo cavada

(era un agujero pequeño, porque ella era una cosita,

incluso encinta era pequeñita),

caminó debajo de ella, de acá para allá,

ensayando así su sepultura:

—Buenas noches, mi pichoncito, mi amor,

Caramba, estás deliciosa a la luz de la luna,

madre de mi futuro hijo. Ven, deja que te abrace.

Y estrechaba el aire de la medianoche con una mano

y, con la otra, que sujetaba el cuchillo corto pero malvado,

apuñalaba y apuñalaba la oscuridad.

»Ella tembló en su roble encima de él. Respiró bajito,

pero aun así tembló. Y una vez él alzó la mirada y dijo,

—Búhos, apuesto a que sí, y otra vez, ¡Vergüenza debería darme!, ¿Hay un gato

ahí arriba? Ven, minino…
Pero ella no se movía.

Pensó en una rama, una hoja, un brote. Al alba

él cogió azadón, pala, cuchillo y se marchó

rezongando porque su presa le había burlado.

»La encontraron más tarde deambulando, había perdido

el juicio. Tenía hojas de roble en el pelo

y cantaba:

La rama se dobló

la rama se rompió

vi el hoyo

que hizo el zorro

Juramos amarnos

juramos casarnos

vi el acero

que llevaba el zorro

»Dicen que su bebé, cuando nació,

tenía una pata de zorro y no una mano.

El miedo es el escultor, afirman las parteras. El erudito huyó.

Y se sienta, entre el aplauso general.

La sonrisa oscila, se esconde entre sus labios: sé que está ahí,

aguarda en sus ojos grises. Ella me mira, divertida.

—He leído que en Oriente los zorros siguen a sacerdotes y eruditos,

disfrazados de mujeres, casas, montañas, dioses, procesiones,

siempre descubiertos por sus colas, eso cuentan —así empiezo,

pero el padre de mi futura intercede.

—Hablando de contar, querida, ¿decías que tenías un cuento?

Mi futura se sonroja. No existen los pétalos de rosa,

salvo en sus mejillas. Asiente y dice:

—¿Mi cuento, padre? Mi cuento es el cuento de un sueño que soñé.

Su voz es tan baja y suave que nos hacemos callar para escuchar,

fuera de la posada sólo los sonidos nocturnos: un búho ulula,

pero, como dicen los viejos, vivo demasiado cerca de un bosque

para que me asuste un búho.

Me mira.

—Usted, señor. En mi sueño llegó cabalgando y me llamó,

«Venga a verme a mi casa, junto al camino blanco,

Hay cosas tan interesantes que le mostraría.»

Pregunté cómo había de encontrar su casa, en el camino de caliza blanca,

porque es un camino largo, oscuro, bajo los árboles

que tiñen la luz de verde y oro cuando el sol está alto,

pero que dan sombra al camino a otras horas. Por la noche

está oscuro como boca de lobo; no hay luz de luna en el camino blanco…

»Y usted dijo, Señor Zorro —y esto es de lo más curioso, pero los sueños

son traicioneros y curiosos y oscuros—

que degollaría a una cerda

y que la haría caminar hasta casa detrás de su magnífico corcel negro.

Sonrió,

sonrió, Señor Zorro, con sus labios rojos y sus ojos verdes,

ojos que podrían cazar el alma de una doncella, y sus dientes amarillos,

que podrían comérsele el corazón.

—Dios no lo quiera —sonreí. Todos tenían los ojos puestos en mí, no en ella,

aunque suyo era el cuento. Ojos, qué ojos.

»Así que, en mi sueño, se me antojó visitar su gran casa,

como tan a menudo me había rogado que hiciera,

pasear por los claros y los senderos, ver los estanques,

las estatuas que había traído de Grecia, los tejos,

la alameda, la gruta y la enramada.

Y como esto no era más que un sueño, no deseaba

llevarme a una acompañante,

alguna lila mustia y sin jugo

que no habría apreciado su casa, Señor Zorro; que

no habría apreciado su piel pálida,

ni sus ojos verdes,

ni su encanto.

»Y cabalgué por el camino de caliza blanca, siguiendo el reguero de sangre roja,

en Betsy, mi potra. Las copas de los árboles eran verdes.

Unas doce millas en línea recta y entonces la sangre

me guió a través de praderas, por encima de zanjas, por un sendero de grava

(pero luego tuve que aguzar la vista para captar la sangre,

una gota aquí, una gota allá: la cerda debía estar requetemuerta),

y detuve a mi potra frente a una casa.

Y qué casa. Una delicia palladiana, inmensa,

un paisaje muy particular, ventanas, columnas,

un monumento de piedra blanca a la verticalidad, expansiva.

»Había una escultura en el jardín, delante de la casa,

un niño espartano, un zorro furtivo medio escondido en su toga,

el zorro mordiéndole el vientre al niño, royéndole los órganos vitales,

el niño estoico sin decir nada, valiente,

¿qué podía decir, mármol frío que era?

Había dolor en sus ojos, y se erguía

sobre un pedestal en el que había siete palabras grabadas.

di la vuelta a su alrededor y leí:

Sé osado,

sé osado,

pero no demasiado.

»Até a la pequeña Betsy en los establos,

entre una docena de sementales negros como la noche,

todos ellos con sangre y locura en los ojos.

No vi a nadie.

Caminé hasta la parte delantera de la casa y subí las grandes escaleras.

Las puertas enormes estaban cerradas con llave,

ningún criado vino a saludarme cuando llamé.

En mi sueño (porque no olvide, Señor Zorro, que esto era

mi sueño. Se le ve tan pálido), la casa me fascinaba,

el tipo de curiosidad (usted ya sabe,

Señor Zorro, se lo veo en los ojos) que mata

a los gatos.

»Encontré una puerta, pequeña, sin el pestillo corrido,

y la empujé para entrar.

Recorrí pasillos, cubiertos de roble, de estanterías,

de bustos, de baratijas,

caminé, los pies silenciosos sobre la alfombra escarlata,

hasta que llegué al gran salón.

Ahí estaba otra vez, en piedras rojas que relucían,

engarzadas en el mármol blanco del suelo,

decía:

Sé osado,

sé osado,

pero no demasiado.

O la sangre en tus venas

pronto se habrá helado.

»Había escaleras, anchas, alfombradas de escarlata,

que salían del gran salón,

y las subí, muy, muy silenciosamente.

Puertas de roble: y entonces

estaba en el comedor, o eso es lo que creo,

ya que los restos de una cena espeluznante

estaban ahí abandonados, fríos e hirviendo en moscas.

Aquí había una mano a medio masticar, allí, crujiente y picoteado,

un rostro, de mujer, que debió en vida, me temo,

haberse parecido a mí.

—Que los cielos nos protejan de sueños tan oscuros —gritó su padre—.

¿Tales cosas suceden?

—No es así —le aseguré. La sonrisa de la hermosa mujer

le brilló tras los ojos grises. La gente

necesita convicciones.

—Más allá de la habitación de la cena había una habitación,

inmensa, esta posada habría cabido en aquella habitación,

repleta de una miscelánea de anillos y pulseras,

collares, pendientes de perlas, vestidos de baile, pañoletas de piel,

enaguas de encaje, sedas y satenes. Botas de señora,

y manguitos y sombreros: una cueva del tesoro y vestidor,

diamantes y rubíes bajo mis pies.

»Más allá de aquella habitación me sabía en el Infierno.

En mi sueño…

Vi muchas cabezas. Las cabezas de mujeres jóvenes. Vi una pared

en la que estaban clavadas extremidades desmembradas.

Una pila de pechos. Los montones de tripas, hígados, pulmones,

los ojos, los…

No. No puedo decirlo. Y alrededor de todo las moscas estaban zumbando,

un zumbido bajo y monótono.

—Beelzebubzebubzebub, zumbaban. No podía respirar,

me fui corriendo de allí y sollocé contra una pared.

—La guarida de un zorro, sin duda —dice la mujer hermosa—.

(—No fue así —digo entre dientes.)

Son animales desordenados, pues tiran

por sus raposeras los huesos y pieles y plumas

de sus presas. Los franceses lo llaman
Renard
,

los escoceses,
Tod
.

—No se puede culpar a nadie por su nombre —dice el padre de mi futura.

Está casi jadeando, todos lo están:

a la luz de la lumbre, al calor del fuego, bebiendo la cerveza a lengüetazos.

En la pared de la posada cuelgan grabados de caza.

Ella continúa:

—Afuera oí estrépito y alboroto.

Regresé corriendo por donde había venido, por la alfombra roja,

bajé las escaleras anchas, ¡demasiado tarde, la puerta principal se estaba abriendo!

me lancé escaleras abajo, rodé, caí,

acabé, desesperada, bajo una mesa,

donde esperé, temblé, recé.

Me señala. «Sí, usted, señor. Usted entró,

abrió la puerta estrellándose contra ella, entró tambaleándose, usted, señor,

arrastrando a una mujer joven

por el cabello pelirrojo y por la garganta.

Ella tenía el pelo largo y suelto, gritaba y luchaba

por liberarse. Usted se rió, en lo más hondo de la garganta,

estaba bañado en sudor y sonreía de oreja a oreja.»

Me fulmina con la mirada. Tiene color en las mejillas.

—Sacó un sable corto y viejo, Señor Zorro,

y, mientras ella gritaba.

la degolló, otra vez de oreja a oreja,

escuché cómo borboteaba, suspiraba, chillaba,

y cerré los ojos y recé hasta que paró.

Y tras largo, largo, demasiado largo tiempo, paró.

»Y miré fuera. Usted sonrió, levantó la espada,

las manos ensangrentadas…

—En su sueño —le digo.

—En mi sueño.

Ella estaba allí tendida sobre el mármol, mientras usted cortaba,

despedazaba, desgarraba, jadeaba y apuñalaba.

Le cogió la cabeza de entre los hombros,

le metió la lengua entre los labios rojos y húmedos.

Le cortó las manos. Las manos blanco pálido.

Le abrió el corpiño de un tajo, le extirpó los pechos.

Entonces empezó a sollozar y a aullar.

De súbito,

con la cabeza en la mano, que llevaba cogida por el pelo,

el pelo rojo fuego,

subió corriendo por las escaleras.

»En cuanto dejé de verle,

huí por la puerta abierta.

Monté a Betsy hasta casa, siguiendo el camino blanco.

Todos los ojos puestos en mí. Dejo la cerveza

sobre la madera vieja de la mesa.

—No es así

—le dije,

les dije a todos—.

No fue así y

Dios quiera

que no sea así. Fue

un sueño perverso. No le deseo tales sueños

a nadie.

—Antes de huir del osario,

antes de montar a la pobre Betsy y dejarla cubierta de sudor,

antes de que huyéramos por el camino blanco,

la sangre aún roja.

(¿Y fue una cerda lo que degolló, Señor Zorro?)

antes de llegar a la posada de mi padre,

antes de caer ante ellos enmudecida,

mi padre, mis hermanos, mis amigos…

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