Anoche soñé contigo (3 page)

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Authors: Gemma Lienas

Mari Loli se bajó para cambiar de línea. Ya sentada en el otro vagón, abrió la revista para leer «Tu astrólogo y tú». Buscó su signo: Tauro. Resuelve los problemas que te atormentan. Un título que ni pintado; precisamente lo que necesitaba en un día como aquél. De haberlo sabido, hubiera leído antes el horóscopo; a lo mejor se hubiera ahorrado querer morirse a ratitos. Cuando el desconcertante Plutón anula tu autoestima recuérdate lo admirable que eres. Mari Loli no sabía qué pito tocaba ahí el perro del Ual Disnei, pero lo de decirse a ella misma que no estaba tan mal, era una buena idea. Además, era verdad. No estaba nada mal como mujer. Si no fuera porque, en serio en serio, le sobraban como quince kilos o más, y por lo de Manolo, habría podido ser otra vez la alegría de la huerta, como cuando era joven. ¿Estás sola? Puedes encontrar a tu alma gemela en una clase de yoga hacia el tres. ¡Jope! Pues lo tenía claro si había que apuntarse a yoga... Así, aunque se decidiera a echar un casquete con alguien distinto a Manolo, nunca se presentaría la oportunidad.

Atacó las recetas golosas para pequeños, leyéndolas en diagonal, algo distraída. Parecían fáciles de hacer. Si un día le sobraba tiempo, se metía en la cocina y les preparaba un postre a las niñas. Al mayor... El metro se detuvo en la penúltima estación de la línea, en Bellvitge, y Mari Loli se apresuró a bajar. Dejó olvidado en la banqueta el pensamiento que le estaba dedicando a su hijo mayor.

Recogió a Anabelén en la guardería y, camino de casa, la cría estuvo agitándose continuamente en sus brazos. Tratando de calmarla, Mari Loli no ponía atención en donde pisaba, lo cual era una temeridad. Así fue como hundió el pie en una masa blanduzca y resbaladiza. Ese contacto distinto al de la dureza de la acera la obligó a bajar la vista y a contemplar su calzado inmovilizado sobre un excremento de perro. ¡Caray! Pues, podrían recoger las cacas de sus chuchos, ¿no?, pensó haciendo equilibrios en el bordillo para desprender la porquería. La zapatilla había quedado más o menos decente, aunque olía fatal. Mari Loli lo notaba desde su metro sesenta y tres, así que ¡lo que debía de ser acercar la nariz a esa roña! Y, como se le metiera en casa, no veas. De modo que, al salir del ascensor y antes de traspasar el umbral, con la cría en brazos y la perra enredándosele entre las piernas, en una complicada pirueta se quitó la zapatilla y con gesto de repugnancia la cogió entre el índice y el pulgar.

—¿Caca, mama? —preguntó la cría, reconociendo el olor.

—Sí, reina, caca.

La perra, feliz de verlas y humillándose como siempre, soltaba chorritos intermitentes de orina al seguirlas por el pasillo. Mari Loli se deshizo de Anabelén a su paso por la salita-comedor y entró en el baño a dejar la zapatilla sobre el lavabo. Salió a la salita todavía a tiempo de ver a la cría en cuclillas agitando las manos en un charquito.

—¡Caca, caca! —gritó Mari Loli alarmada cogiendo en volandas a su hija, que, por primera vez ese día, se reía a carcajadas. Le lavó las manos bajo el grifo de la cocina mientras increpaba a la perra—: ¡Cochina, eso no se hace! ¿Cómo te lo tengo que decir?

La perra retrocedió con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. Se fue.

—Eso, lárgate, que bastante trabajo tengo ya para que tú me des más —le chilló Mari Loli pasando el mocho por el pasillo y la salita.

La perra la miraba hacer, subida al sofá-cama de cretona descolorida donde, cada noche, al término de la sesión televisiva familiar, dormía el hijo mayor. Cuando Mari Loli acercó el palo al sofá, el animal empezó a gruñir amenazadoramente. ¡Maldita perra!, estaba como un cencerro. Unas veces, despatarrada y rendida, y otras, peor que un doberman asesino.

—¡Mama, la pipa! —exclamó Anabelén blandiendo alegremente el chupete.

—Sí, hija, la pipa —suspiró Mari Loli arrastrando a la chiquilla hacia la cocina, donde empezó a fundir el bloque de caldo helado.

Mientras, le fue cortando el jamón cocido a tiritas que la niña se metía a puñados en la boca mientras paseaba y canturreaba, hasta que le dio un ataque de tos y devolvió lo comido. Entonces, rompió a llorar.

¡Laleche!, se dijo Mari Loli agarrándola por la cintura y aupándola hasta el fregadero donde le lavó la cara y las manos bajo el chorro del agua. No había forma de parar; aquello era como una noria, venga a dar vueltas siempre con lo mismo. Pues se acabó. Le hacía tragar una aspirina infantil, la metía en la cama y que durmiera, que estaba la nena imposible, jolín. Y ella se preparaba algo de comer y se apoltronaba un rato a ver la telenovela. Para un día que una estaba en casa a la hora del culebrón...

—Nooo. No te cierro la puerta... Sííí, te dejo la luz del pasillo encendida. Hala, a dormir.

Ahora le toca a la menda, caramba, se dijo después de recoger el vómito, demasiado tarde, y descubrir que se había comido el color del terrazo. Pues qué se le iba a hacer: otra cosa que se echaba a perder. La casa se iba arruinando poquito a poco pero sin descanso. ¡Siglos sin pintar las paredes! Y en el baño, unos cuantos azulejos arrancados por culpa de un escape, jamás repuestos. Que no le fuera con hostias, se desgañitaba Manolo, o no le alcanzaba el seso para comprender que todo el puto día con el camión arriba y abajo le dejaba reventado y necesitando su bien merecido descanso. Y la cretona del sofá, además de descolorida, llena de meadas de la dichosa perra. Y una de las sillas del comedor sin culo, que Manolo se lo había arrancado de un puntapié, un día de fatal cabreo contra su equipo de fútbol. Y la puerta corredera del armario de la habitación de las niñas descarrilada de manera definitiva. Y para colmo lo de la aluminosis. Vinieron hacía meses unos tipos del Ayuntamiento a visitar el piso. Señora, este edificio se construyó en una época en que se utilizaron materiales defectuosos. Total, que la finca tenía aluminosis de ésa. No los desalojaron porque la situación, por lo visto, no era de extrema gravedad, pero hubo que apuntalar el piso con un poste en la salita y otro en la cocina. ¡A fastidiarse! Era lo que a una le faltaba para sentirse a gusto. ¡Menos mal que su dormitorio se libró de los maderos! Ésa era la única habitación que se conservaba como en los primeros tiempos, y Mari Loli, recluida en ella, seguía sintiéndose razonablemente feliz. Cuando estaba hasta el gorro de todo y de todos, se encerraba en su cobijo con su música enlatada, sus luces rojas y su espejo de luna y se olvidaba de cualquier tirantez familiar o de los problemas del súper.

Empezó a prepararse la comida. Abrió la nevera sin saber todavía por qué decidirse. Vale que le convenía adelgazar, pero empezaría otro día, uno menos ingrato. Que tenía derecho a una exaltación, oye. Y las mejores, a falta de otras, eran las del comer. Los macarrones sobrantes de la cena, tres o cuatro pedazos de cerdo, algunas patatas fritas, dos cucharadas de mayonesa para mojar las patatas, dos bolas de helado... ¡Jope, con eso y el culebrón, iba ella como una reina! Lo puso todo en una bandeja y se fue a la salita.

Mari Loli se sentó en el sofá a sus anchas, con la bandeja sobre los muslos. Pulsó un botón del mando a distancia y encendió el televisor. Estaban terminando las noticias; quitó el volumen. Luego echarían el culebrón. Mientras, comería y, antes de que empezara, llamaría a Angelines para que le contase de qué iba. Su amiga sí estaba al corriente. Como salía de trabajar a las tres, no se lo perdía ni una tarde.

—¿Y qué haces tan pronto en casa? —quiso saber Angelines.

—La nena, que está mala —respondió Mari Loli con la boca llena.

—Pues verás —contestó la voz bobalicona de Angelines—, resulta que el Alfredo es un pelagatos, pero en ésas que se vuelve bastante rico porque su madre... bueno, no la de verdad, sino otra que lo adoptó de pequeño, porque figura que sus padres habían muerto...

—Pero ¿habían muerto o no? —preguntó Mari Loli. ¡Vayapordiós!, ya empezaba. Si sería boba, la pobre, que no sabía ni contar el culebrón.

Angelines siguió con sus explicaciones, interrumpida de vez en cuando por Mari Loli, que pretendía entender mejor el argumento.

—En el capítulo de hoy nos van a contar quién era el padre. ¡Seguro! Bueno, oye, vale ya, que está a punto de empezar.

En efecto, sobre la pantalla podía leerse «Sin ti, no podré vivir, mi amor» y sonaba ya la sintonía que anunciaba la telenovela. Mari Loli apoyó la bandeja en la mesita de metacrilato y se repantigó, feliz, en su sofá.

Cuando quiso darse cuenta, había pasado una hora y media atontolinada frente a la pantalla. ¡Caray!, con la de cosas que le quedaban por hacer antes del regreso de Manolo a casa. Suerte que la buenaza de María no tardaría en llegar del colegio y le echaría una mano con Anabelén y la perra.

—¡María, recoge el osito que se le ha caído a la nena! ¿No la oyes llorar, hija?

—Sí, mama.

—María, que bajes a pasear a la perra. Que si esperamos a tu hermano le va a salir barba al bicho.

—Ahora mismo, mama.

A las nueve menos cinco, cuando ya María había recogido los deberes de la mesa del comedor para ponerla para la cena, se abrió la puerta y entró el hijo mayor.

—¡Manu! ¿Crees que éstas son horas? ¿No tenías que bajar a pasear a la perra?

Manu ignoró a su madre:

—¡Escáner! Ven aquí, gorderas —gritó el chaval.

La perra se acercó hasta él reptando. Se le sometió, tumbándose de espaldas con las piernas abiertas. Él le rascó el vientre.

—¡Muy bonito! Todo el día de parrandeo y cuando llegas no le dices ni mu a tu madre. ¿Se puede saber dónde has estado toda la tarde? Y deja ya a la perra, jolín, que no sirve de nada camelársela con cuatro carantoñas. Lo que tenías que hacer es ocuparte de ella. Yo bastante tengo con lo mío. ¿O no te acuerdas de que nos la quedamos por ti? Además, claro que se está poniendo gorda, si no anda lo necesario... ¡Contesta, caray, cuando te hablo!

Manu se levantó despacito:

—Vale ya de darme la vara, ¿no?

¡El muy pedorro! No sólo llegaba tarde a casa y sin soltar prenda de sus idas y venidas, sino que encima apestaba a alcohol. ¿Qué iba a hacer con ese hijo? Su tutora podía decir misa: que si tenía buena pasta, que si no era mal chico, que estaba en una edad muy mala... ¡Leches! Un perdido, eso era lo que muy pronto sería su hijo. Fijo que iba a salir a su tío Diego, cada día más colgado del caballo.

Se oyó el ruido de la puerta de la entrada al cerrarse. Mari Loli y Manu no se miraron. Ninguno de los dos añadió una palabra que pudiera disparar los ya de por sí frecuentes cabreos de Manolo.

—¿Está a punto la cena o estamos, como siempre, en bragas?

 

 

Bueno pues, ¡no se hablase más! Se quedarían las dos en casa. Lo había decidido. Bien era verdad que por la mañana Anabelén continuaba sin fiebre y hubiera podido dejarla en la guardería, haciendo algo de trampa, como otras veces. Pero con la nochecita que se habían tirado las dos... Anabelén, con su tos de perro, y ella, entrando cada dos por tres en la habitación de las niñas. Se merecían un descanso, oye.

—Hala, adiós, adiós —los despidió a todos, uno a uno, cuando se marcharon al instituto y al camión.

Llevaba prisa por verlos fuera y sentirse sola en casa, dueña y señora de sus dominios, que ésa era una suerte que sólo caía muy de tanto en tanto. Lo a gustito que estaba con su bata y su taza de café con leche, sentada en el sofá-cama, sin hacer nada más que pensar... ¡Ay, pensar!, suspiró Mari Loli. Por cierto, pensar, por ejemplo, en la mentira que le había soltado Manolo la noche anterior. ¿Yo? En casa, mujer, ¿dónde iba a estar, si no?, contestó al preguntarle ella adónde había ido, por la mañana. Si te he llamado desde el súper para que recogieras a la niña y no contestabas, insistió Mari Loli. ¡Ah! Habrá sido durante el ratito en que he salido a comprar tabaco. ¡Vaya...! Ella no volvió a insistir. No le dijo que había llamado otra vez, más tarde, y que tampoco había cogido el teléfono. ¡Dos horas, menudo ratito más breve! Bueno, ¡y qué más daba...! Lo raro de todo aquello era que Manolo le hubiera soltado una trola. ¡Menudo era él...! Hacía siempre lo que le salía de las narices sin dar explicaciones. Y pobre de quien se las pidiese... De modo que, ¿por qué le había largado una mentira? Eso sí era una novedad. Lo que no era nuevo era lo mal que iban las cosas entre ellos dos. ¿Por qué se habían torcido de esa manera? ¿Cuándo comenzaron a torcerse? Pues, quizás, después de María. Fue en aquella época cuando Mari Loli empezó a montárselo con su música de lata y el espejo de luna de su armario. A ver, ¡qué remedio! El caso era que no necesitaba a Manolo —noestoydehumor o estoycansadísimo eran sus respuestas preferidas— para pegarse un lote de bailar salsa, merengues, merecumbés, cha-cha-chás o mambos. Tan a gusto, ella con ella. Aunque, a veces, soñaba con un hombre sin una cara conocida que la invitaba a bailar y a bailar hasta decir basta. Un hombre educado. Un hombre risueño. Un hombre guapo. Un hombre cariñoso. Luego, las cosas se torcieron todavía un poco más. Fue entonces —eso lo recordaba bien— cuando Mari Loli insistió para salir en el camión, aprovechando un servicio de él a Almería; unos días los dos a solas, con tiempo para sobarse y pegar la hebra seguro que resolvían algo. Eso pensaba Mari Loli.

Subirse a la cabina del camión, de color rojosangre, era toda una experiencia. Desde allí, como que dominaba el mundo. Los coches pasaban chiquititos, igual que enanos por su lado. Desde aquella altura la vida se veía de otra forma, como si una tuviera más poderío. Un Manu y una María pequeñitos y una Mari Loli aún poco entrada en kilos, tumbados en una playa de Castelldefels, sonreían y saludaban con la mano a Mari Loli desde el salpicadero del camión: ¡papa, no corras! Si levantaba los ojos hasta la parte superior del parabrisas, más o menos a la altura de los parasoles abatibles, pero en el exterior, podía leer:
ILOL
IRAM
Y
OLONA
M. Anda, que no alucinó poco ella el día que Manolo le enseñó la banda blanca con sus nombres escritos en letras azules en el frontal de la cabina. ¡Qué pasada! ¡Cuánto la quería el tío...! Porque para hacer una cosa así había que estar muy colado, ¿o no? Si era como poner un anuncio en el periódico: ésta y el menda nos queremos. Se parecía a esas frases pintadas en las fachadas de su barrio. Carmencita, puta, decía una. ¡Jope con la Carmencita! ¿Sería puta de verdad?

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