El desierto de hielo (28 page)

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Authors: Maite Carranza

—¿Entonces por qué no quieres que te acompañe?

—¿No comprendes que las cosas han cambiado? Tendrás un bebé, necesitarás cuidados, el lugar adonde vamos es inhóspito, despoblado...

Yo estaba dispuesta a entenderlo todo. Gunnar estaba pálido y miraba lejos.

—Llévame contigo, por favor.

Gunnar apretó los nudillos y esperé a que continuara.

—Hólmfrídur te cuidará y procurará que vuelvas con tu madre.

Hablaba lentamente, casi empujando las palabras, como si fueran niñas miedosas que se negaban a bajar por el tobogán.

Yo sentí el gusto de las lágrimas, pero no lloré.

—No quiero. Quiero estar contigo.

Gunnar lo intentó de nuevo, sin convencimiento.

—Es peligroso para ti.

Masticaba las palabras como si las escupiera, como si no le saliesen del estómago sino de un dictado telefónico. Repliqué con rabia:

—¡No puedes decirme eso de verdad! ¡Dime que no quieres decírmelo!

Gunnar no me miraba. Retiró la cara y suspiró.

—Selene, por última vez: coge tus cosas y vete lejos, ahora, sin mirarme. Después será demasiado tarde.

Y lo dijo con tal falta de convicción que supe que tenía la partida ganada. Hice lo contrario.

—Dime que me quieres.

Y le cogí la mano. Temblaba como una hoja.

—Te quiero —musitó—, con locura.

Era justo lo que quería oír.

—Me quedaré contigo.

Gunnar me apretó tan fuerte que me hizo daño.

—Selene, te arrepentirás.

Me importaba un pimiento. Sin hacer caso del suero ni de mis heridas, me incorporé y lo besé. Gunnar me besó arrebatadoramente, como si fuera a echarme a volar como un pájaro y quisiera retenerme, pero también vi cómo caía una lágrima por su mejilla. Yo era muy joven y muy tonta. Creí que lloraba de emoción y que la pasión era la brújula de nuestras vidas.

Gunnar me acarició el cabello tiernamente, como sólo sabía hacerlo él.

—Prométeme que no me harás preguntas.

Acepté sus condiciones sin rechistar.

—Lo prometo —dije mordiéndome la lengua de curiosidad por todo aquello que no me había dicho.

—Y que pase lo que pase, no me odiarás.

—Lo prometo —dije estúpidamente.

Y tampoco sabía que nunca podemos comprometer nuestros sentimientos futuros.

—Conmigo estarás a salvo —susurró Gunnar.

Y me tranquilizó. Eso era lo que yo quería. La certeza de que alguien me protegiera. A mí y a mi hija.

—Nos refugiaremos en los hielos eternos, en un lugar deshabitado.

—¿Sin nadie?

—Solos tú y yo. Los dos solos.

Ni siquiera pregunté dónde. Yo creía ingenuamente que el único lugar seguro del mundo era junto a Gunnar y mi pequeña Diana.

Y ahí empezó mi verdadera pesadilla.

* * *

Selene frenó el coche en una callejuela sombría. Estaban en una pequeña ciudad de provincias y Anaíd ni siquiera se había fijado en el nombre, de tan absorta como estaba con las explicaciones de Selene. Su madre se dispuso a aparcar.

—Descansaremos aquí. Tengo que hacer un trámite.

—¿Y me dejas así colgada? —protestó Anaíd.

—¿Colgada?

—Aún no he nacido.

Selene carraspeó.

—Ya lo sé.

—Quiero saber quién soy. Dónde nací. Si Gunnar es mi padre. Porque ahora estoy hecha un lío. Creía que yo... Pero... ¿quién es Diana?

Selene no respondió directamente a la pregunta de Anaíd. En lugar de eso metió la marcha atrás, aparcó impecablemente y señaló con la cabeza hacia un restaurante.

—Comeremos algo primero.

Anaíd se revolvió contra ella.

—Antes de comer me gustaría saber quién soy.

Selene fue dura.

—Te dije que no te gustaría saberlo.

—Vale, supongamos que no soy hija tuya. ¿Por qué esperas tanto para decírmelo? ¿Tan difícil es?

Selene cerró las llaves del contacto y bajó la cabeza avergonzada.

—Es difícil decirte de buenas a primeras quién eres y de dónde vienes. Por eso voy a ser muy meticulosa y a explicártelo todo por orden. ¿Me oyes? Aunque me chinches o te enfades, no conseguirás que me salte ningún episodio. Si lo hiciese, te confundirías.

Anaíd palideció.

—¿No lo soportaré?

—¿El qué?

—Saber quién soy.

Selene suspiró y salió del coche invitando a Anaíd a acompañarla.

—Es importante que entiendas tu misión y te responsabilices tú misma de lo que te toca hacer. Y para eso necesitas conocer tu historia y los peligros que te acechan.

—Y cuando los conozca y asuma quién soy..., ¿qué haremos?

—Te adiestraré y te mostraré el camino que debes seguir.

—¿Adiestrarme?

—En la lucha contra las Odish.

—Ya sé luchar contra las Odish. Aprendí con Aurelia, una serpiente luchadora.

—Lo sé, pero no es suficiente.

—¿Por qué? ¿Tú qué sabes de luchar contra las Odish? Sólo huías de ellas y de las Omar.

—Te equivocas. A mí me adiestró una Odish.

Anaíd se quedó inmóvil mirando a Selene y tras ella vio un rótulo luminoso que la fascinó. Un café—Internet. Se quedó embobada hasta que Selene le dio un empujón cariñoso.

—¿Has visto un fantasma?

Anaíd reaccionó y volvió a la realidad.

—Entonces... ¿tenían razón?

—¿Quiénes?

—Gaya, Elena y otras. Dijeron que habías pactado con las Odish, que habías sido una de ellas.

Entraron en el restaurante y Selene escogió una mesa de un rincón y obligó a Anaíd a sentarse en la esquina más sombría. Casi pasaba inadvertida.

—Anda, pide.

—No tengo hambre.

—Pediré por ti.

Anaíd dejó la carta sobre la mesa. Le quemaba la dirección del chat donde podría encontrar a Roc. Estaba rabiosa con Roc.

—No te molestes.

—No es molestia, tendrás que aprender muchas cosas además de aprender a luchar. Tendrás que aprender a sobrevivir, a quererte, a ser valiente y a aceptar las derrotas.

Anaíd se revolvió.

—¿Valiente como tú, que escapaste de la justicia? ¿Responsable como tú, que quedaste embarazada con diecisiete años? ¿Honrada como tú que hiciste trampas a tu mejor amiga y embrujaste a su novio para enamorarlo?

Selene dio un fuerte golpe sobre la mesa.

—¡Basta!

—¿No te gusta? ¿Y por qué me lo has explicado?

Selene se encaró.

—Porque tenías que saberlo y, aunque me perdieras el respeto, tenías que aprender de mis errores y mis equivocaciones. No quiero que los repitas.

—¿Por qué tú podías equivocarte y yo no?

—Porque tú eres la elegida.

Comieron en silencio. Anaíd masticó la carne una y mil veces hasta conseguir una bola imposible de tragar, pero Selene, con los ojos echando chispas, le obligó a tragarla.

Salieron juntas del restaurante. Selene la agarró por el brazo y caminaron pegadas contra el muro y resguardándose en la sombra. Se detuvieron ante la puerta de un cine y Selene se dirigió a la taquilla. Regresó con una entrada y se la ofreció a Anaíd.

—Siéntate en un lugar apartado. Quédate quieta en tu asiento y no hables con nadie. ¿De acuerdo?

—¿Qué película ponen?

—Ni lo sé ni me importa.

Anaíd miró la cartelera de reojo. A ella también le daba lo mismo porque se le acababa de ocurrir una gran idea. Era peligroso, pero en ese momento le daba todo igual.

—¿Y si me duermo?

—Duerme, mejor para ti.

Entró en el cine sin besar a Selene. Le hubiera sabido a beso traidor. No llegó ni a sentarse en la butaca. Simplemente esperó unos segundos tras la cortina y, en cuanto su madre desapareció, Anaíd se escabulló de la sala de proyecciones donde apenas unas cuantas parejas aprovechaban para besarse a oscuras.

Evitó hablar con nadie y comprobó la hora de finalización de la sesión. A las seis y media. Se prometió que a las seis y veinte estaría en la puerta del cine.

No le hacía falta ninguna averiguación especial, ni siquiera preguntar a nadie. Lo había visto de camino hacia el restaurante. Era un café de internautas.

Se sentó ante un ordenador con un refresco delante, entró en el Messenger y se agregó a [email protected].

Su nick «¡Bailemos astal amanecer!, lokamente, absurdamente tuyo» consiguió hacerla sonreír y hacerle olvidar momentáneamente su enfado. Roc era genial.

—Hola, Anaíd —se adelantó Roc— Bailemos astal amanecer... raudo a saludarla.

—¿Tiens prisa x deirme adiós? —tecleó coqueta Anaíd.

—Staba sperándote.

—¿M as sperado tol día? !!

—Hace mxo tmpo k t spero.

—¿No m as dxo hoy k kerías cortar? ©

—Lo e dixo xk soy egoísta.

—¿Egoísta?

—T kiero enterika, kiero vrte y kiero k m kieras. ©

—¿Sabías k m stoy arriesgndo x hablar contgo?

—M gusta. M enknta. ¿Soy importnte para ti entonces?

—Pos klaro.

—Dme dnde stás y vngo a verte.

—No pde ser. ¡Impsible!

—Humo.

—¿Eign? ¿¿Humo??

—¡No t arriesgas! Tiens miedo. ¿Has pensado en mí?

—¡Pos klaro, tonto! ©

—Hazlo ahora. Pnsa en mí ahora mismo. Kncentrate.

—T stoy viendo. Ts ojos ngros, tu pío rizado. ¡¡Siempre lo hago!!

—No... Mira dntro d mí. Cierra ls ojos. ¿K ves?

Anaíd dudó unos instantes.

—¡Eo!! ¿K tas??? Dime: ¿k ves?

—Oscuridad.

—¿k+?

—Niebla.

—Pídemelo.

—¿Pedírtelo?

—Sí, pídemelo. Pídme verme. Dime ven...

—¡Kiero verte! ¡¡Ven!!

—Lo haré, muy prnto apareceré.

—¿Kmo? ¿Stas loko? ¡¡Ni skiera te dixo dnd stoy!!

Y en ese mismo instante Anaíd sintió un calambre en su mano y su pantalla se oscureció. Menuda porquería de aparatos. Se había interrumpido la conexión. ¿Qué pretendía Roc con ese juego tan atrevido? ¿Pensaba realmente aparecer en cualquier momento y sorprenderla? No sabía cómo tomárselo. Si bien su ímpetu la complacía, le daba un pelín de miedo su carácter lunático. Hoy blanco, mañana negro. Te machaco porque te quiero. ¿Y si Roc no era como ella creía que era? Le daba igual. Estaba muy, pero que muy colgada.

Y aunque lo intentó, le fue imposible volver a conectarse. Demasiado tarde. Su reloj indicaba las seis y diez.

Salió zumbando del café—Internet y entró en el cine a tiempo de confundirse con la salida de los espectadores. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta desperezándose y frotándose los ojos como si se acabase de levantar de una butaca en una sala oscura.

Selene la esperaba con una sonrisa picara.

—Tengo un par de sorpresas.

Anaíd le siguió el juego.

—¿Cuáles?

Selene le mostró unas llaves.

—Ahora tenemos una autocaravana. Seremos independientes.

Y la acompañó hasta el aparcamiento donde las esperaba un magnífico vehículo con cocina, baño, dormitorio y salón. Todo en uno. Ideal para vivir, para viajar, para esconderse.

—Venga, sube.

Anaíd subió a su nueva vivienda. Sabía que durante mucho tiempo constituiría su refugio y su casa.

—Nadie te verá, nadie hablará contigo innecesariamente.

Anaíd asintió.

—¿Qué tal la película?

Pero Anaíd contraatacó con otra pregunta:

—¿Cuál es la otra sorpresa?

—Esta noche, cuando acampemos, te haré tu regalo de cumpleaños. Pero antes tienes que saber más cosas de tu historia.

Capítulo 11: El desierto helado

Todo sucedió muy rápido. La huida de Islandia, mi cumpleaños, los primeros movimientos de mi bebé y la llegada del invierno. A lo mejor hubo un mes de diferencia entre cada suceso, pero en mis recuerdos casi todo está entremezclado. Y el motivo de la confusión fue ese color blanco que lo impregnaba todo.

Desde que pusimos los pies en el continente helado que Erik el Rojo, tramposo como él solo, bautizó como tierra verde, Groenlandia, o sea Greenland, los colores dejaron de existir. Sólo reinaba el blanco. La tierra era blanca, la costa era blanca, los valles eran blancos, el mar blanco, las montañas blancas y hasta el horizonte destellaba de blanco. Yo había puesto mi vida en manos de Gunnar y confiaba plenamente en él. Había sido leal a mi promesa y no sólo no le hice preguntas, sino que desestimé hacérmelas yo. La supervivencia me obligaba a creer en alguien y Gunnar era mi única garantía para protegerme de Baalat y las Omar. Escondí el anillo de esmeraldas, mi vara y mi atame, y me escondí de los cuervos. Burlé al clan de las yeguas, que hasta el último momento intentaron retenerme y devolverme al redil, acepté la mano de Gunnar y navegué con él a través del océano Polar antes de que el invierno cerrase los puertos y cortase definitivamente cualquier tentación de regreso.

—¿Estás dispuesta a viajar muy lejos?

—Sí —respondí sin dudarlo.

—¿Te ves con fuerzas de llegar al fin del mundo?

Si la felicidad tenía una línea que marcaba la plenitud, en ese momento la rebasé y sonó mi campanilla. Por fin Gunnar había comprendido que mi deseo era llegar, de su mano, a los confines de la civilización.

—¿No te importarán el frío, las privaciones ni los peligros?

No me importaban. En ese momento no.

Y tras vender parte de las joyas que le pertenecían para financiar la expedición, comenzamos nuestro último viaje. El definitivo.

Los inuits de la aldea cercana a Ittoqortoomlít, junto al mar helado, nos alojaron en la escuela, como era tradición hacer con los viajeros.

—Siempre que vengo siento lo mismo. Me apabulla —afirmó Gunnar mostrándome con orgullo la inmensidad blanca.

Me pareció mágico. Habíamos dejado atrás la turbulencia volcánica de Islandia y la blancura que cubría la nueva tierra me pareció una promesa de paz, de tranquilidad.

—Es un blanco distinto de nuestro propio blanco.

—Cada estación, cada relieve y cada hora del día permite que el blanco sea diferente.

Señalé hacia la imponente cima de Gunnbjorn Fjeld, casi un cuatro mil que coronaba emblemáticamente la costa este y le quise explicar que tenía otra tonalidad, pero me faltaban adjetivos.

—Necesito palabras para distinguir los matices del blanco.

—Los inuits los tienen. Tienen hasta mil distintivos del color blanco.

Me pareció hermoso. Quise ser una esquimal, sonreír siempre con esa sonrisa tan abierta que los caracterizaba y distinguir las mil tonalidades de ese blanco inmaculado que me aseguraba la bondad de esa tierra.

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