El desierto de hielo (24 page)

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Authors: Maite Carranza

—La mitología la asimiló con algunas diosas como la bella Freijaa o la misteriosa esposa de Odín.

—Sus dominios son los árticos.

—Ninguna otra Odish se atrevió nunca a adentrarse en su territorio.

—Baalat no pudo nunca contra ella.

—Se refugió en los hielos eternos y se adormeció.

—Como la condesa.

Yo misma planteé el dilema:

—Sin embargo, Baalat, la dama oscura, atacó duramente en territorio de la condesa la noche de Imbolc. ¿No es posible que también se haya decidido a invadir las tierras de la dama de hielo?

Callaron. No se habían planteado esa cuestión. Para mí era muy importante que dispusieran de información. Sin ella, luchar contra la nigromancia de Baalat era casi imposible.

—Conjura a los muertos —recordé.

—Pero necesita un cuerpo, un cuerpo aunque sea de un muerto —dijo Björk, la adorable abuelita, que se había encasquetado de nuevo su horroroso sombrero.

—Puede haber utilizado una treta, un cuerpo para trasladarse —aventuró la intelectual.

—¿Cuál? —me pregunté en voz alta.

—Un animal no puede adaptarse a tantos lugares ni viajar tan lejos por sus propios medios —objetó la campesina.

—A no ser que viaje con humanos —puntualizó Hólmfrídur.

—O a no ser que se haya encarnado en un ser humano vivo como... —la joven camarera vikinga que había comenzado esa frase se llevó la mano a la boca mirándome horrorizada.

Sus compañeras siguieron la trayectoria de sus ojos, con aprensión, y respiraron hondo, como desprendiéndose de un mal pensamiento. Inconscientemente se alejaron algunos milímetros de mí. Lo sentí. Volvía a tener mis facultades en pleno rendimiento. Me estaban rechazando. Conocía el mecanismo que me enseñó mi madre para activar el rechazo ante la sospecha de la presencia de cualquier Odish. Las Omar creían que yo en persona podía ser Baalat. O que parte de Baalat se había instalado en mí. Lo notaba.

Ante esa sospecha habían bloqueado sus vivencias. Tenía que convencerlas de que era Selene. Si no lo hacía, no sólo no me ayudarían sino que me destruirían.

Yo era impulsiva, inmediata, y así como mi temperamento podía darme muchos quebraderos de cabeza y a veces meterme en líos tremendos, también era mi mejor arma. Les arrojé la verdad a la cara para cortarles la posible retirada.

—¿Qué prueba necesitáis para que os convenza?

Hólmfrídur habló en nombre de todas:

—¿Convencernos de qué? —preguntó incómoda.

—De que soy Selene, de que no soy Baalat, de que no me ha poseído.

Rieron forzadas. Leí en sus risas que la consigna que se pasaban con sus gestos isleños y endogámicos era reír.

—¡Qué tontería!

Pero no era ninguna tontería. O el embarazo había agudizado mis sentidos o yo podía leer con claridad sus pensamientos a pesar de la coraza que se esforzaban en levantar. Todas coincidían. Se decían a ellas mismas que yo tenía sangre Odish en mis venas. La habían detectado. Baalat no me estaba desangrando, Baalat me estaba poseyendo como a Meritxell.

Estaban locas de remate. Pero tuve miedo a que optaran por destruirme para librarse del peligro que una infiltrada como yo podía suponer.

—Quiero ponerme en contacto con mi madre Deméter. Ella os convencerá de que Baalat no me ha poseído. Ella me conoce —lo dije exigiendo como exige la hija de una matriarca o de una primera ministra.

—Ahora no es oportuno —comentó lacónicamente Hólmfrídur.

Y leí una dureza de pedernal en los reflejos dorados de sus ojos. Imposible insistir sin perder los papeles. Había perdido mi primera batalla y no podía continuar embistiendo de frente. Opté por una retirada.

—¿Mañana entonces? —pregunté simulando obediencia.

—Mañana, sí. Hoy será mejor que descanses.

Les dirigí una nerviosa sonrisa a todas enfatizando mi apuro.

—Lo siento. Son los nervios. Me han pasado tantas cosas y estoy tan asustada. Necesito una vara para sentirme tranquila.

Pero ya sabía la respuesta. No me darían ninguna vara porque desconfiaban de mí.

—Mañana, hoy no hay tiempo.

Hólmfrídur me ofreció su mano fría y resbaladiza. Sudaba y no ofrecía garantías ni confianza. Era una mano traidora.

—Ve a dormir, Selene. Necesitas descansar.

—Hace una semana que no duermo —confesé—. Necesito dormir en territorio Omar y necesito tomar algo potente.

Y era cierto.

Me acompañaron de nuevo hasta la casa y en la cocina Hólmfrídur me ofreció una infusión cargada de dormidera, supuse que cargadísima. Se lo agradecí con una sonrisa y, al darse la vuelta, la arrojé al tiesto que había en la ventana.

Luego me despedí y Hólmfrídur me acompañó al hotel. Naturalmente hice teatro. Cada tres pasos tropezaba y fingía trastabillar. Hólmfrídur me sujetaba con fuerza y quizá por la proximidad se permitió un comentario muy directo.

—Ha sido muy mala idea traer a tu novio hasta aquí.

—Es islandés y conoce la isla —justifiqué yo.

—Te ha mentido.

Esa vez tropecé de veras. Me había cogido desprevenida.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que su acento es extraño y que la granja de la que me ha hablado, la de su familia, está abandonada desde mucho antes de que él naciera. La vieja Björk —se refería a la yegua del ridículo sombrero— conoce bien la zona.

No podía creer lo que me decía, pero su actitud era claramente beligerante. Sabía que pondrían problemas a Gunnar fuese quien fuese, viniese de donde viniese; siempre había Omar dispuestas a hurgar en genealogías y sagas familiares y dispuestas a realizar informes intachables para permitir uniones con mortales.

De nuevo seguí el doble juego. Bostecé fingiendo que su somnífero me estaba haciendo efecto y le pedí su opinión.

—¿Así pues qué me aconsejas respecto a Gunnar?

Fue tajante.

—Aléjate de él hasta nueva orden.

Me asombró su contundencia.

—Pero —protesté— él me cuida, me quiere y me ha protegido de la policía.

Entramos en el hotel y Hólmfrídur bajó el tono de voz:

—Estarás mucho tiempo retenida durante el juicio. Cuando venga Deméter, no le gustaría nada encontrárselo a tu lado.

Era eso. Tenía miedo de la ira de Deméter. Me querían a mí sola, manipulable, sumisa, prisionera. Gunnar era un engorro y lo mejor era despedirlo con viento fresco. Abrí con la tarjeta la puerta de la habitación y ahí yacía Gunnar como una piedra, ajeno a todas las conjuras que se cernían sobre su cabeza. Bostecé otra vez con mucha más exageración.

—La cama...

Y me dirigí con caminar torpe e inseguro hasta dejarme caer ruidosamente sobre el mullido colchón, como lo había hecho Gunnar horas antes. A los pocos segundos unas manos solícitas me quitaron los zapatos y me arroparon. Luego, los pasos se alejaron y la puerta se cerró suavemente.

Lo había conseguido. Creían que estaba profundamente dormida y hablarían de mí con la tranquilidad que da la certeza de que no podría oírlas. Esperé unos minutos. Después salí sigilosamente y me aproximé sin hacer ruido a la casa de Hólmfrídur. Agudicé mis instintos y pegué la oreja a la pared hasta conseguir dar con el lugar exacto donde sus voces resonaban con claridad.

Las mujeres del clan de la yegua estaban reunidas en conciliábulo.

Sólo sabía dos de sus nombres, pero podía leer perfectamente sus recelos.

—Me di cuenta nada más verla. Está poseída —afirmaba Hólmfrídur.

—Creí que era una Odish. Su descripción se correspondía con la que había recibido sobre Selene, pero su mirada y sus vibraciones me asustaron —exclamó la joven camarera de Rejkiavik.

—¿Creéis que el proceso está muy avanzado? —preguntó la granjera.

—Yo más bien creo que acaba de comenzar, que es incipiente —consideró Björk.

El viento movió las cortinas de la ventana y vi cómo la ancianita había dejado su ridículo sombrero sobre la mesilla y se estaba poniendo morada de pastitas dulces mojadas en leche.

—Tenemos que ponernos en contacto con Ingrid —propuso la yegua de las gafas.

—¿Por qué?

—Ella sabrá cómo exorcizarla.

—¿Y el embarazo? ¿Es oportuno exorcizar con un embarazo?

—No lo resistirá. Perderá el bebé.

Me estremecí. ¿Consideraban la posibilidad de someterme a un exorcismo para expulsar de mí a Baalat? ¿Lo harían a pesar de que mi bebé no resistiría el conjuro?

—Es igual, es muy joven —afirmó Hólmfrídur—. Puede tener más embarazos.

Tuve un mareo. Hólmfrídur era una mujer dura, implacable y a lo mejor celosa de las jóvenes embarazadas. No le importaba lo que le sucedería a mi bebé.

—Necesitamos el permiso de Deméter —objetó la camarera.

Hólmfrídur se negó. Se puso en pie, tan alta como era, y las exhortó a tomar una decisión.

—No hay tiempo para esperarla, tenemos que actuar. Hay algo en Selene que no me gusta. Sus poderes son mayores de lo que ella cree. Nuestra ventaja es que no tiene vara, pero el embarazo potenciará sus poderes, aunque le impedirá comunicarse.

—¿Y el novio?

—Ése es el problema, debemos deshacernos de él.

Ahora entendía por qué querían deshacerse de Gunnar. Para ellas era un engorro. Sin Gunnar, actuarían sobre mí con total impunidad. Yo era una Omar apestada y prisionera de sus embrujos.

—Me gustaría ver a ese tal Gunnar —murmuró la entrañable viejecita—. Una ojeada me bastaría para saber si es un nieto del Ingar que yo conocí.

Pude oír el nombre de Ingar y me hubiera gustado escuchar más cosas, pero el frío me iba calando los huesos y tenía ganas de estornudar. Debía de estar a dos o tres grados bajo cero, o tal vez menos, y las manos se me estaban quedando azuladas y sin tacto. Además, ya había oído suficiente para tomar una decisión rápida. Sólo necesitaba solucionar un problema.

Aterida y temblorosa me dirigí a un jardín que divisé al entrar en el pueblo. Allí se erigía un único árbol. Un fresno. Necesitaba cortar una vara para protegerme. No era mi árbol, pero en el norte no encontraría encinas. Saqué el atame de la vieja Paltoö, me arrodillé ante el fresno y practiqué el ritual con devoción. Pedí al árbol que me permitiera disponer de su savia y su fuerza para utilizarlas benéficamente. El árbol dudó hasta que me concedió su favor. Corté una rama agradeciendo su colaboración y la tallé concienzudamente hasta conseguir una vara nueva y joven. Era flexible y procedía del norte, se había alimentado con tierra volcánica y agua sulfurosa y había crecido al calor del sol de medianoche. No me rendiría sin luchar y no podía luchar sin armas.

De regreso al hotel probé mi vara nueva. Al pasar ante la casa de Hólmfrídur me detuve un instante y formulé un conjuro de sueño para que las yeguas allí reunidas durmieran largamente.

Entonces, hablé por primera vez con mi bebé, mí niña, y le dije que no se preocupara, que nadie le haría daño, que ninguna Odish la atraparía en sus garras y que ninguna bruja Omar me obligaría a perderla ni la separaría de su padre.

Y con mi vara y mi secreto me crecí. Mi bebé sería una niña y tendría los ojos azules de Gunnar y mis largas piernas. Fue concebida la noche del solsticio y heredaría lo mejor de sus progenitores, por encima de maldiciones y malos augurios.

Había llegado la mañana, si se podía llamar mañana a ese sol tímido que se escondía vergonzosamente entre los nubarrones que ensuciaban el cielo. Lo importante era conseguir tiempo y pensar con detenimiento la jugada.

Desperté a Gunnar. Estaba relajado, tranquilo y había dormido tan plácidamente que me abrazó como un oso y peleó conmigo para meterme en la cama a su lado y hacerme cosquillas.

De buena gana hubiera accedido a su juego, de buena gana me hubiese acurrucado en el hueco de sus brazos y me hubiera abandonado al sueño, pero teníamos que huir rápidamente. Y de nuevo le mentí.

—Hólmfrídur se había enterado de la muerte de Meritxell y me ha hecho muchas preguntas. No me gusta, no me gustaría que enviase a la policía tras mi pista.

No hizo falta insistir. Gunnar se puso en pie inmediatamente.

—Vámonos —propuso sin vacilar.

—¿Dónde? —pregunté esperanzada.

Gunnar miró a través de la ventana.

—Mi isla es salvaje y solitaria, pero no está lo suficientemente aislada del mundo. Si la policía te busca, acabará por encontrarte.

—¿Entonces? —me inquieté.

Gunnar me tomó la cara con sus manos, sonriendo.

—¿Te acuerdas de nuestro propósito de viajar a través de los hielos?

Me acordaba, claro. Se me desbocó el corazón.

—¿El viaje de tu antepasado Erik el Rojo?

Gunnar me besó.

—Te llevaré a un sitio tan hermoso que te dejará sin aliento. Volaremos en un trineo conducido por perros.

Y me acarició el cabello tiernamente.

—Y estaremos solos, tú y yo.

Con Gunnar no sentía ningún miedo. Suspiré.

—Y nada ni nadie nos encontrará nunca.

—Nunca —ratificó Gunnar con énfasis.

En pocos minutos habíamos desayunado y cargado el coche. Yo, confiada, me sentaba junto a Gunnar, que había tomado las riendas de la situación y el volante del coche. Era su isla y él sabría qué camino tomar. Me abofeteé las mejillas para mantenerme despierta.

—Duerme —me aconsejó Gunnar.

Se lo agradecí. Volvía a estar protegida con mi escudo, tenía una vara y estaba llena de energía, pero necesitaba dormir. El cansancio era tan fuerte que los párpados me pesaban como losas y la boca se me desencajaba en un eterno bostezo.

Me tendí en el asiento trasero y desconecté.

Gunnar continuó sin mirar hacia atrás y sin saber si yo dormía sola o acompañada por una presencia que no me había abandonado en todo el largo viaje y que me estaba robando la vida poco a poco.

Capítulo 10: La granja

Me despertó al cabo de muchas horas un susurro en mi oído.

—No te muevas —era la voz de Gunnar; no me pedía nada, me ordenaba algo.

Repentinamente, sentí un odio intenso hacia él tan potente como poderoso. Era un odio caliente que me hizo revolverme en mi asiento. ¿Qué me ocurría? Deseaba clavar el atame en el cuerpo de Gunnar. Mi mano buscaba con desespero el cuchillo y mi brazo sentía la rabia que infiere la locura del odio. ¿De dónde provenía ese sentimiento?

No me moví, me quedé quieta, con los ojos cerrados, y entonces noté un dolor en mi brazo izquierdo, el mismo dolor que me causaría la aguja de una jeringuilla hurgando en mis venas una y otra vez.

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