Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Anaíd suspiró y apretó con fuerza el papel donde había apuntado la dirección del Messenger que le permitiría charlar con Roc y enfrentarse a su miedo.
—OK! Tú mandas.
Fue una huida poco heroica y hasta deshonrosa. Salieron por el montacargas de la cocina, que olía a desperdicios y tenía el suelo resbaladizo de grasa, sangre y peladuras de patatas. En el corto trayecto por el patio trasero se cruzaron con un gato y un cocinero chino, y finalmente llegaron al coche. Selene metió las maletas y le abrió la puerta.
—Enseguida vengo.
Y antes casi de que Selene acabara su frase y desapareciera, en la ventanilla trasera, junto la cara de Anaíd, unos pequeños nudillos comenzaron a repiquetear contra el cristal con insolencia infantil. En efecto, el propietario de la mano que golpeaba era un chaval descarado que la miraba con una sonrisa traviesa. Anaíd dudó un instante, pero sentía tanta rabia por lo que le había sucedido con Roc y se sentía tan desgraciada por ser una bruja, que su reacción al bajar la ventanilla y pegar cuatro gritos al mocoso fue más una cura profiláctica que un acto sensato.
—¿Te has creído que esto es una batería?
Por toda respuesta el chinito, ahora lo veía bien, le alargó un pequeño paquete.
—Feliz cumpleaños —recitó sonriéndole y mostrándole unas encías faltas de dientes.
A lo sumo tendría siete años... Anaíd se quedó sin habla.
—¿Cómo sabes que es mi cumpleaños?
—Me lo ha dicho un chico.
—¿Qué chico?
—El que me ha dado esto.
—¿Te lo ha dado un chico? ¿Para mí?
—Sí.
Anaíd no dudó, no pensó, no desconfió: abrió el paquete ansiosa. ¡Y se quedó sin habla! Dentro había unos maravillosos pendientes de rubíes.
—¿Dónde está el chi...?
No acabó la frase porque el niño había volado. En su lugar se acercaba Selene con paso ligero. Anaíd, instintivamente, escondió los pendientes tras ella.
—¿Se puede saber por qué has bajado esta ventanilla?
La respuesta fue absurda, pero coló:
—Estaba muerta de calor.
—¿Calor? —se asombró Selene con un estremecimiento, mirando el cuadro de mandos—. Estamos a nueve grados.
—Por eso será —insistió Anaíd—. En Urt estábamos a tres.
Selene sonrió.
—Naciste en el Norte, no puedes negarlo.
—¿Nací en el Norte?
Selene se arrellanó en el asiento delantero, tomó el volante y palmeó el asiento del copiloto.
—Anda, pasa aquí, a mi lado, y continuaré con la historia.
Una noche blanca nos dejaron de incógnito en una cala cercana a Rejkiavik. Desembarcamos a una hora en la que los islandeses aún dormían. Recogimos nuestro equipaje y, tras despedirnos silenciosamente de la familia Harstad y besar a todos y cada uno de los bersekers del mar, que curiosamente olían a lavanda y sabían a pastel de manzana a pesar de haber trajinado quince días con sangre y grasa de ballena, nos dirigimos caminando hacia una parada de taxis del pueblo más cercano.
Lo único que necesitaba yo era un bosque para tallar una vara y conjurar un escudo protector. Pero en aquel pueblo no había árboles. Llovía, el cielo estaba gris y ráfagas de viento helado barrían las calles.
—Celebraremos nuestra llegada a la manera vikinga —me prometió Gunnar guiñándome un ojo al llegar ante la parada.
Nos metimos en un taxi y me arrellané cómodamente en el asiento trasero mientras Gunnar daba conversación al educado taxista, tan diferente de los taxistas vociferantes de mi país. El islandés era dulce y musical, diferente al noruego, pero vagamente emparentado.
Les escuché un rato hasta que el paisaje me fue robando la atención. Islandia, bajo la lluvia y la bruma, estaba desnuda. Atravesamos un extenso campo de lava oscura, sin árboles, sin hierba. Era lava escupida por el Snaefellsjökull, el volcán que conducía al centro de la tierra y que se escondía tras las nubes. Pero faltaba algo. ¡No había bosques!
—¿Dónde hay bosques? —pregunté con un hilo de voz.
Gunnar y el taxista rieron.
—Islandia está deforestada. No quedan bosques de ningún tipo. Y ésa es su miseria y su grandeza. Pastos y rocas, lava y hielo.
Entonces, pensé, mis posibilidades eran muy pocas. ¿Dónde demonios conseguiría tallar una vara? Tenía que encontrar a Hólmfrídur, era mi única esperanza.
Aquella isla solitaria, cubierta de rocas negras y humeante de geiseres, arropada por la bruma y tenuemente iluminada por un sol engañoso, me inquietó. Gunnar me había advertido de sus fuerzas telúricas. Y ahí estaban. Percibía presencias constantes. Podía oír voces lejanas que se perdían entre la niebla y divisar luces que poco o nada tenían que ver con la electricidad. En efecto, Gunnar tenía razón: lo sobrenatural en Islandia imperaba sobre la razón. Pero no me gustaron las vibraciones de esas fuerzas. Olían a muerte, a podredumbre, como sus aguas sulfurosas.
Gunnar tuvo la gentileza de darme una explicación.
—¿Ves esa montaña de ahí?
Efectivamente la veía.
—Está habitada por elfos y no hubo manera de cavar un túnel. Los elfos lo impedían y destruían las máquinas. Al final optaron por desviar la carretera.
No me inmuté. Era sabido que algunos seres del mundo opaco utilizaban las raíces de los árboles, los resquicios de las rocas o el cono de los volcanes para visitar nuestro mundo. Todas las Omar aprendíamos de niñas que los caminos que unían los mundos podían ser muchos y diversos. El lago y el rayo de sol eran los que más habían difundido las poesías y las leyendas, pero los geiseres bien podían ser una vía apta de comunicación.
Y de pronto, el sol se oscureció. Los cambios de tiempo eran bruscos y repentinos. El taxista hizo un comentario lacónico que Gunnar tradujo.
—El lobo devoró al sol.
Era cierto. Lo parecía.
—Forma parte de nuestra mitología —me aclaró Gunnar—. Según las creencias vikingas, el fin del mundo se producirá cuando los Ases y los Vans, los dioses enfrentados, se maten unos a otros y el lobo Fenry, cruel y sanguinario como su padre Loki, devore al sol y a la luna.
Lo recordaba. Recordaba esas estremecedoras leyendas y en aquellos momentos me parecían hasta probables. Una tierra fría, inhóspita, que permanece sumida en la oscuridad por cinco largos meses tiene que tener una visión pesimista de las cosas. Y la naturaleza se defendía del acoso. Las montañas, los lagos, los geiseres y los glaciares estaban protegidos mágicamente para defenderse de la mano del empuje de la civilización.
¿Adónde nos dirigíamos?
No quise preguntar cuál era la forma vikinga de celebrar reencuentros. ¿Pescar tiburones? ¿Talar árboles? ¿Beber en una calavera? ¿O lanzarme dentro de un volcán para aplacar la ira de los dioses?
Pronto lo supe y a punto estuve de cocerme viva. Gunnar y yo acabamos metidos en una sauna caliente al aire libre que olía a huevos podridos. Gunnar estaba radiante y se llenaba los pulmones con glotonería de ese aire fétido que despedían las entrañas de la tierra. Se quitó la ropa rápidamente y se metió en el baño humeante con un gemido de placer.
El agua sulfurosa surgía de dentro de la tierra a cuarenta grados de temperatura. No me apetecía nada meterme ahí, pero ante su insistencia me desnudé, metí un pie y lo retiré inmediatamente con un chillido. Demasiado tarde, Gunnar ya se había fijado en mis brazos.
—¿Qué te ha pasado en los brazos?
Me metí en la poza ardiente; aún me duele al recordarlo.
—Nada, picaduras de mosquito —le quité importancia.
Acababa de comprender lo que sienten las pobres langostas cuando las meten en una olla hirviendo y chillé.
Pero no pude engañarlo ni desviar su atención. Me obligó a enseñarle mis heridas y estudió mis brazos con detenimiento. Se preocupó. Miró mis ojos enfebrecidos y chasqueó la lengua.
—¿Por qué no me habías dicho nada?
—Es que no es nada.
—Te llevaré a un hospital. Tiene que verte un médico.
—Imposible, no tengo documentación. Me descubrirían —supliqué asustada.
Y tenía razón: además de consultar con la policía, probablemente ningún médico entendería el origen de esas heridas. Sólo podía ayudarme una Omar. Y entonces se me ocurrió una idea brillante.
—Pero conozco un médico que vive aquí.
—¿Un médico?
—Se llama Hólmfrídur y es una amiga de mi madre. Ella me curará sin hacerme preguntas.
—¿Dónde vive?
Lo ignoraba, aunque recordaba un detalle.
—Tenía una granja.
Gunnar se echó a reír ante mi candidez.
—Todos los islandeses tenemos una granja.
—¿Tú también? —pregunté asombrada, y me di cuenta de que apenas sabía nada de Gunnar.
Ni siquiera sabía en qué pueblo había nacido, quiénes eran sus padres y si tenía o no hermanos. Pero mi curiosidad podía esperar. Mi vida, en cambio, corría peligro.
—Tomaremos algo y pensaremos —propuso Gunnar.
El baño me relajó y me dejó una agradable sensación de confortabilidad, peligrosa porque invitaba a cerrar los ojos y echar una siesta. Después de tantos días de desear una ducha caliente, los poros se abrían como naranjas maduras y el agua penetraba hasta el fondo arrastrando con ella todos los resquicios de suciedad. Gunnar y yo dejamos atrás el olor a sangre y grasa de minke que había presidido nuestro pequeño barco ballenero durante quince días.
Otro taxi nos dejó en Rejkiavik, una ciudad limpia, moderna y aséptica, pero triste. Gunnar escuchaba el silencio, olía el aire limpio, casi transparente como el cutis de los isleños, y caminaba taciturno; imposible saber qué pasaba por su cabeza, pero estaba preocupado.
Entramos en un bar que bien podía haber estado en la Quinta Avenida de Nueva York e inmediatamente me encontré con la acogedora sonrisa de una bella joven ataviada con un corto delantal. Nos saludó, nos acompañó hasta una mesa y nos ofreció una larguísima carta con el surtido más completo que había visto jamás de todas las marcas de cerveza del planeta. Hacía tan sólo unos meses que habían acabado con una antigua ley seca y se resarcían de décadas de abstinencia. Mientras esperaba a que nos decidiéramos, nos preguntó en un correctísimo inglés si acabábamos de llegar y si ya teníamos alojamiento. Gunnar respondió amablemente que lo teníamos todo resuelto y, para disgusto de la guapísima camarera de rasgos vikingos, yo solo pedí un café bien cargado, porque se me cerraban los ojos. Me trajo un maravilloso expreso italiano. No me atreví a decirle a Gunnar que su ciudad me parecía una escenografía vanguardista más que una isla salvaje en medio del Ártico. Ciertamente era diferente de lo que yo esperaba encontrar.
—Tenemos que buscar a Hólmfrídur.
Gunnar levantó los brazos al cielo.
—¿Sabes cuántas Hólmfrídur viven en Islandia?
Y como si hubiese invocado una respuesta de los dioses, un listín cayó en sus manos. Gunnar se sorprendió, yo me sorprendí y una risa cristalina nos sorprendió. Era la camarera quien, solícita, había dejado caer la respuesta en las manos del demiurgo Gunnar.
—Aquí están la dirección y el teléfono de todos los habitantes de la isla. Doscientos mil a lo sumo. ¿Os puedo ayudar?
Me sentí confortablemente arropada.
—Busco a una amiga llamada Hólmfrídur.
Inmediatamente la encantadora camarera abrió el listín y buscó hasta dar con la hache.
—¿El nombre de pila de su padre?
Casi ninguna Omar lo sabíamos, pero me asombró la pregunta.
—¿Por qué el nombre de pila?
Gunnar intervino:
—Si su padre se llamara Gunnar, por ejemplo, ella se llamaría Hólmfrídur Gunnardottir.
Me quedé de una pieza. Esa forma de designar a las familias era muy antigua y había caído en desuso, excepto en esa isla perdida.
—¿Un hijo tuyo se llamaría Gunnardottir?
—Eso seria una hija. Un hijo sería Gunnarson.
—¿Y tu padre cómo se llamaba?
—Einar.
—Así tú eres Gunnar Einarson.
La camarera me guiñó un ojo.
—Lee los nombres, seguro que recuerdas el apellido al repasarlos —y me ofreció el listín.
Dejé resbalar mi dedo índice sobre todas las Hólmfrídur de la lista confiando en mi instinto y me concentré en la fisonomía espectral y los ojos gatunos que recordaba. Mi dedo se detuvo en un nombre y, sin dudarlo, señalé una tal Hólmfrídur Karlsdottir.
—Es ella.
Gunnar marcó el teléfono y pronunció unas amables palabras en islandés; luego me pasó el aparato.
No podía creerlo. Temblaba de emoción al reconocer la melodía de la suave voz de Hólmfrídur. Hablé en inglés, puesto que estaba ante Gunnar, pero intercalé una frase de petición de ayuda en la lengua antigua. Cambié de nuevo al inglés en cuanto detecté la arruga que había surgido en el entrecejo de Gunnar al no comprender el significado de la frase.
—Tengo que verte. Traigo un regalo de mi madre, pero me temo que no aguantará muchos días más.
Hólmfrídur fue rápida y en la lengua antigua me convocó inmediatamente. Colgué reteniendo el nombre del pueblo.
—Vive en Djúpivogur. Un pueblo de la costa este.
—Lo conozco —repuso Gunnar repentinamente serio.
—Me espera mañana, o sea esta noche, para la cena.
Gunnar pareció contrariado.
—Eso está a quinientos kilómetros de aquí por carreteras difíciles.
Hólmfrídur era mi única esperanza, la única luz en mi camino, y a Gunnar la idea parecía que le contrariaba. Iría hasta allí aunque fuese sola y así lo planteé.
—¿Estás segura de que no nos meterá en líos esa amiga de tu madre?
Gunnar desconfiaba de una desconocida como Hólmfrídur. Y tenía sus razones: al fin y al cabo éramos fugitivos. Pero para mí significaba la vida.
—Dime cómo llegar y luego regreso. Será un día y basta.
Enseguida Gunnar cambió de opinión.
—Te llevaré. Luego continuaremos hasta mi granja.
Lo abracé con tal ímpetu que sin querer tiré al suelo el vaso de cerveza de Gunnar. Se hizo añicos y me negué a mirarlos. La camarera acudió rápidamente y se llevó la mano a la boca asustada por el estropicio, o por la superstición. Los islandeses eran muy supersticiosos. A pesar de ello nos deseó buena suerte y nos agradeció la propina que le habíamos dejado.
Alquilamos un todoterreno, el único vehículo apto para movernos por la abrupta y sorprendente isla, y salimos de Rejkiavik.